lunes, 17 de julio de 2017

CAPITULO 46 (SEGUNDA HISTORIA)




La alarma suena, pero yo ya llevo una hora con la vista clavada en el techo pensando, pensado y pensando. Pienso mucho, pero los temas son siempre los mismos: Christian, el beso en Atlantic City, pero, sobre todo, Pedro. A veces le doy vueltas a otras, cosas profundas, como por qué Pedro y yo
no podemos permitirnos una relación. Otras cosas no tan profundas pero igualmente significativas, como lo bien que le quedan los pantalones de polo o si tendría que deshacerme de la cómoda vintage para poder poner un sillón tántrico en mi habitación. Me llevo la almohada a la cara. De todas formas no tendría a nadie con quien querer usarlo.


Maldigo el despertador y me obligo a salir de la cama. Por lo menos el día de hoy promete ser más animado. Veré a las chicas e iremos de compras.


Me arreglo para trabajar en tiempo récord y, con un café para llevar en una mano y una porción de tarta de manzana en la otra, me dirijo al trabajo.


La mañana pasa rápida y, antes de que me dé cuenta, estoy doblando la esquina de Lexington Avenue con la 59 y ya veo a las chicas en la entrada de Bloomingdale’s.


No dejamos un solo rincón de la tienda por revisar y nos metemos en los probadores cargadas de vestidos y zapatos. Me encanta estar con las chicas, pero no tardo más de un par de minutos en volver a sentirme triste, confusa, dolida. Resoplo y apoyo la frente contra la pared, fuerte.


—¿Ya te estás lamentando? —pregunta Victoria desde el probador a mi derecha.


—Seguro que está pensando en Pedro —responde Sadie a mi izquierda.


Yo suspiro con fuerza una vez más y me giro hasta que apoyo la espalda sobre la pared color champagne.


¿Cómo es posible que a cada minuto que pasa lo eche más de menos? No podemos estar juntos.


Christian ha vuelto. Fue por él por quien hice todo esto. Es con él con quien debo estar. Christian nunca me haría daño.


—Necesito olvidarme de todo —digo al aire.


—Sobre todo de Pedro —especifica Sofia.


Pongo los ojos en blanco.


Ya lo sé. No me lo recuerdes.


—Christian ha vuelto. Necesito pasar página y volver a estar bien.


—Sin Pedro —vuelven a apuntillar desde el probador a mi izquierda.


Resoplo y finjo no oírla.


—Tener una nueva vida sentimental —sentencio.


Nadie habla. Parece que, al fin, me han entendido.


—Y sexual, porque Pedro follaba de miedo —me recuerda Sofia.


Me giro y miro boquiabierta hacia el lado izquierdo de la pequeña habitación absolutamente indignada, pero ¿qué le pasa?


—Ya sé que Pedro es increíble e injustamente atractivo y guapo, muy guapo —me obligo a añadir a regañadientes—, y brillante. —Por Dios, no sé qué clase de terapia es ésta, pero no me está ayudando lo más mínimo—. Era un maldito mirlo blanco, lo sé.


—Y el sexo con él era espectacular —añade Sofia—, de peli porno mezclada con peli superromántica de Reese Witherspoon, en plan «lo mejor que vas a probar en toda tu vida».


—¿En serio? —protesto saliendo del probador como una exhalación y recorriendo la ínfima distancia hasta abrir la puerta del de Sofia—. ¿Alguien te ha dicho alguna vez que consuelas de pena?


Ella ríe una sola vez imitando a las malas de las telenovelas de la tele por cable y da un paso hacia mí.


—¿Y alguien te ha dicho a ti que te autoengañas de pena?


Frunzo los labios.


—Tú no quieres estar con Christian —continúa—. Tú quieres a Pedro y puedes repetirte las veces que sea que sería un error, incluso que no le quieres, pero al final lo que cuenta es esto —sentencia alargando el índice y apuntándome en el corazón con él.


Yo inspiro hondo a la vez que fugazmente me llevo la mano a la porción de piel que ha señalado.


Tiene razón. Tiene razón en cada letra.


—Mira, Paula. Nos conocemos desde el primer día de universidad y puedo decir sin asomo de duda que, desde que todo esto con Pedro comenzó, has crecido en todos los sentidos: eres más valiente, más fuerte, has dejado de estar asustada. —Las dos sonreímos suavemente. Vuelve a tener razón—. Si al final sientes que no puedes estar con Pedro, me parece bien, pero nunca te has comportado como una ratoncita de biblioteca, así que no empieces ahora.


Vuelvo a suspirar con los ojos fijos en los de mi amiga.


—Supongo que tienes razón.


—¿Lo dudabas? —inquiere escandalizada.


Sonrío, no puedo evitarlo y, al ver que ha cumplido su propósito, Sofia también lo hace.


—Lárgate —me pide divertida—. Tengo que probarme este triquini de noche.


Tuerzo el gesto fingiéndome ahora yo escandalizada y regreso a mi probador.


—¿Qué hacíais? —grita Victoria desde el suyo.


—Estaba arreglándole la vida a Paula —me interrumpe Sofia cuando estaba a punto de hablar—. Si tú también necesitas a Sofia y a su teléfono del amor, pasa a mi despacho.


Y, como no podía ser de otra forma, las tres estallamos en risas.


Regreso a la oficina con un par de bolsas y un bonito vestido negro y vuelvo a zambullirme en el trabajo. El señor Sutherland llama para felicitarme por la denuncia a Silver Grant, pero me deja claro que no volverá a subvencionar mi proyecto. Según él, nos pone en una situación incómoda a los dos.


Ya ha anochecido. Creo que todos se han ido. Miro a mi alrededor. Debería marcharme a casa, pero me niego a encerrarme en mi apartamento y volver a la tortura de pensar, pensar y pensar. Sólo con recordar lo que podría ser, recuerdo también por quién sería y acabo respirando hondo mientras mis ojos se llenan de lágrimas.


¡Basta, Chaves!


Me niego a pasar más horas en blanco. Me levanto decidida y comienzo a ordenar mi escritorio.


El tiempo se emplea en cosas útiles. Se terminó llorar por lo que nunca podrá ser. Pero, entonces, al mover unas carpetas, una cae al suelo y el parqué de mi despacho se llena de papeles. Sólo necesito un segundo para reconocer la letra manuscrita. Son notas de Pedro sobre documentos del proyecto.


Me agacho y comienzo a recogerlos demorándome de forma kamikaze en cada uno de ellos.


Adoraba trabajar con él, por mucho que me quejase. De pronto todas las cosas que echo de menos vuelven como un ciclón y me sacuden de más maneras de las que puedo siquiera entender.


Me levanto sin terminar de recoger y salgo de mi despacho. 


Necesito aire fresco. Necesito un lugar donde cada bocanada que respire no me recuerde a él, que ya no está, que le quiero.


Todo comienza a dar vueltas.


Mi respiración se acelera. Se vuelve inconexa. Se esfuma.


Mi cuerpo tiembla.


Todo está en silencio.






CAPITULO 45 (SEGUNDA HISTORIA)




El despertador suena. Lo apago de un manotazo y abro los ojos. Creo que nunca llegué a dormirme del todo. Debería levantarme, ducharme, ir al trabajo... en pocas palabras, seguir adelante con mi vida. Ayer sólo pasó lo que tenía que pasar. Pedro y yo no podemos estar juntos. Además, me conozco demasiado bien como para saber que ese «sólo quiero dormir y olvidarme de todo» se transformará en «sólo quiero estar en el sofá y olvidarme de todo» y acabará siendo «sólo quiero llevar mi pijama más feo y ver películas de los ochenta durante dos días mientras mis amigas me llaman para ver si sigo viva y, por supuesto, olvidarme de todo». Preferiría no llegar a ese punto.


Me arrastro hasta el baño y me preparo para ir a trabajar.


Desayuno y llego a la oficina puntual como un reloj. Scott me pone al día de todo lo que hicieron ayer, pero estoy distraída y apenas presto atención. Ni siquiera escucho el nombre de las empresas responsables de las inversiones que vamos a estudiar hoy. Mentiría si dijera que me importa.


Las chicas me mandan media docena de whatsapps y acabo cediendo a que comamos juntas mañana y después nos vayamos de tiendas para buscar qué ponernos para la fiesta que el sábado que viene Elisa organiza en la Sociedad Histórica. No quiero ir, pero no me queda otro remedio.


Poco antes de las cinco, llaman a la puerta de mi despacho. Doy paso y Scott entra con varias carpetas.


—Deberías ver esto —me informa tendiéndome un par de hojas grapadas en la esquina superior.


Tampoco tengo prisa por irme a casa.


En cuanto mis ojos se posan en la primera línea, frunzo el ceño y presto verdadera atención. Son movimientos de dinero entre personas, no entre empresas, por compras de bienes inmuebles, obras de arte… todo lo relativo a una empresa con sede en Alemania. Aparecen decenas de nombres como beneficiarios de las operaciones, así que, en teoría, no es nada ilegal.


Lo curioso es que todos forman parte de la cúpula ejecutiva de la misma empresa.


Alzo la mirada y, cuando me encuentro con la de Scott, levanta las cejas. No es ilegal, pero tampoco común y, desde luego, sí muy sospechoso.


Me levanto de un salto, cojo los dosieres que me tiende y abro el primero. Sólo necesito revisar un par de operaciones para darme cuenta de que hay claros indicios de delito.


—Esto es saturación de capital y malversación —digo sin asomo de dudas, ojeando el resto de los documentos.


—¿Saturación de capital? —pregunta Scott confundido.


No le culpo. Esa práctica dejó de ser común en los años setenta.


—Para controlar una empresa, compran todos sus activos, desde pequeños paquetes de acciones hasta las obras de arte del hall de su sede central —le explico sin dejar de mirar carpetas—. Lo hacen desde distintas cuentas a nombre de distintas personas. Los beneficios que obtienen por las operaciones y los activos que han conseguido se filtran a través de otros pagos, como minutas de abogados o comisiones de negociaciones legales, y al final todo llega a una única persona. En esta ocasión, el dueño de la compañía. —Echo un vistazo a la hoja que tengo entre manos hasta llegar a su nombre—. Peter Cosgrow.


Me suena ese nombre.


—¿Cómo se llama la empresa? —pregunto buscando yo también el nombre en los documentos.


—Silver Grant.


No puede ser.


Salgo disparada hacia el archivador y rescato todas las carpetas del asunto Foster. Silver Grant es la empresa que trabajaba para Pedro. Busco la que me interesa y la abro con manos aceleradas. Si utilizaron las comisiones de las inversiones de Foster para blanquear la compra de la compañía alemana, las cuentas no casarían, dando la sensación de que Benjamin Foster, o Alfonso, Fitzgerald y Brent como su empresa inversora, habían desfalcado.


—Por favor, por favor —murmuro.


Llego a las inversiones en cuestión. Compruebo las cifras.


—¡Sí! —grito feliz.


¡Acaba de quedar demostrado que Pedro es inocente!


Arranco del dosier la hoja con las cifras y regreso hasta Scott. Cuando estoy a punto de alcanzarlo, caigo en la cuenta de que Silver Grant es la empresa donde trabaja Christian. Frunzo los labios y durante un segundo valoro seriamente la posibilidad de no denunciarla.


—Designa a un tercer analista —digo al fin—. Comparad todas las cifras de las inversiones de Foster con el dinero que Silver Grant declaró en comisiones y el que, en esas mismas fechas, sus empleados declararon como beneficios de inversiones personales. Cuando lo tengas todo, inicia los trámites de denuncia.


Por mucho que Christian trabaje allí, no puedo permitir que un delito así quede sin castigo.


Scott asiente y se marcha de mi despacho. Yo rodeo mi mesa y con una sonrisa de oreja a oreja descuelgo. Sin embargo, cuando estoy a punto de marcar el número de Pedro, mi gesto se apaga.


No puedo llamarlo. Lo que había entre nosotros, fuera lo que fuese, se acabó.


Cuelgo el teléfono de un golpe y me derrumbo en mi sillón.


Lo echo de menos y no debería. Sólo teníamos un trato. 


Sabía que lo nuestro se acabaría.



CAPITULO 44 (SEGUNDA HISTORIA)




Mis ojos se llenan de lágrimas en el mismo instante en que oigo la puerta. Ni siquiera había recordado que Christian regresa mañana. Sonrío fugaz entre sollozos. Todo esto empezó por él y ahora ni siquiera me importa.


No sé cuánto tiempo paso llorando, pero, la idea de que Pedro regrese y me encuentre destrozada en el suelo del baño de su habitación privada de un club para ricos y pervertidos, me parece demasiado patética incluso tratándose de mí. Es demasiado patético incluso para una canción de pop de los ochenta.


No me apetece ponerme el vestido negro ni tampoco los tacones, pero no puedo elegir. Atravieso el club deseando ser invisible y, sobre todo, suplicando por no encontrarme con Pedro. No sería capaz de ver cómo se marcha una vez más. Afortunadamente diviso a Octavio sentado en una de las mesas antes de que él me vea a mí y consigo cruzar la estancia sin que repare en mi presencia. Es más que probable que Pedro esté con él.


Llego a mi apartamento y, sin pensarlo, me meto en la cama. 


Antes de poder pensar, de tratar de ordenar mis ideas, de respirar, comienzo a llorar. Lo echo de menos. Lo echo de menos como si todo lo que tengo ya no valiese nada sólo porque él no está.


Me acurruco con fuerza. El frío y la lluvia han vuelto de golpe. Vuelvo a tener siete años de golpe.


Sólo quiero dormir y olvidarme de todo.




CAPITULO 43 (SEGUNDA HISTORIA)




Estoy envuelta en la toalla, sentada en el elegante banco de piel negro en el centro del lujoso baño.


Mi pelo aún mojado gotea y salpica el cuero. No me importa. 


A mi lado, Pedro, también sentado, termina de vestirse. 


Ninguno de los dos ha vuelto a decir nada. Nos comportamos como si no acabase de pedirme que me fuese a vivir con él y yo no le hubiese dicho que le quiero.


—¿Por qué no me tratas a mí como tratas a Natalie? —murmuro.


En realidad, la pregunta hubiese sido ¿por qué necesitas que ella esté aquí?, ¿por qué no podemos tener una relación normal sin normas, sin otras personas? Te quiero y quiero que tú sólo me quieras a mí.


—¿Quieres que te trate como la trato a ella? —inquiere a su vez arisco.


La posibilidad de que yo misma me considere como Natalie le enfurece.


—No —me apresuro a responder.


Su mirada se recrudece y la pierde al fondo de la habitación.


—No voy a dejar a Natalie —dice frío, como si no se tratase de una de las cosas que nos separaran.


Yo asiento y trago saliva empujando el nudo de mi garganta. 


No pienso llorar.


—Entonces se acabó —sentencio sin asomo de duda.


Me estoy muriendo por dentro, pero, si él puede ser como un témpano de hielo, yo también.


Aunque en el fondo ninguno de los dos se sienta así.


Pedro se humedece el labio inferior discreto y fugaz, asiente una sola vez con toda su arrogancia y se levanta.


—Christian vuelve mañana a Nueva York —pronuncia aún con más frialdad, deteniéndose un segundo en la puerta antes de marcharse definitivamente.


Por un momento he tenido la sensación de que le duele tanto como me duele a mí.




CAPITULO 42 (SEGUNDA HISTORIA)




A las diez menos diez estoy atravesando la desierta 50 Este. 


Me pregunto si los dueños del Archetype eligieron esta calle por ser así de discreta o la volvieron de este modo cuando instalaron su club aquí.


El mismo portero de siempre me saluda lacónico y profesional con la cabeza y me abre la puerta.


Suspiro antes de entrar para tomar fuerzas. Lo necesito.


El ambiente sigue siendo exacto al de todos los días que he estado aquí, con la idea de que cualquier cosa que desees puede suceder flotando en el aire. Cruzo la estancia principal y tomo el pasillo. Mis tacones rojos resuenan contra el parqué.


Abro la puerta de la habitación privada de Pedro y entro concentrada en controlar los nervios que burbujean en la boca de mi estómago. Suspiro hondo por última vez y alzo la cabeza. Él ya me está esperando, tan condenadamente atractivo como siempre, mirándome, dominándome, haciéndome sentir deseada, anhelada, sexy, consiguiendo que cada parte de mi cuerpo, mi mente y mi corazón sientan que me mira a mí porque no quiere mirar a ninguna otra mujer, que le pertenezco.


Pedro se acerca a mí. Camina despacio, dejándome disfrutar del espectáculo de ver al animal más bello del mundo cercar a su presa. Se detiene apenas a unos centímetros. Mi respiración se acelera pensando en todo lo que vendrá. Me pierdo en sus ojos, que dicen sin palabras todo lo que quiere hacerme. El deseo y el placer se multiplican. Agacho la cabeza tratando de controlarme, controlar todo lo que él provoca en mí, pero es completamente inútil.


—Quítate los zapatos —me ordena con su voz más ronca.


Asiento y rápido me bajo de mis salones.


—Desnúdate.


El espacio entre los dos va cargándose de una suave sensualidad. Es la misma idea de «todo es posible» que crece y nos ata, lo vuelve perfecto para mí. Despacio, deslizo los tirantes de mi vestido por los hombros y la tela negra y brillante cae aún más lentamente hasta llegar a mis pies. Suspiro y el sonido se transforma en un gemido cuando noto su respiración acelerarse.


—Tengo que ser un gilipollas con demasiada suerte si puedo ver esto una vez más. —Traga saliva y devora el último paso que nos separa. Alza las manos y acaricia mis costados—. Todo —me advierte con la voz más sensual que he oído en toda mi vida.


Me observa deshacerme de mi sujetador y de mis bragas a un ritmo tan lento que casi resulta agónico, pero no tengo elección. Toda la sangre, la energía, la actividad de mi cuerpo está saturada de placer.


Vuelve a recorrer mi piel con sus largos y hábiles dedos. 


Disfruto de su caricia y otro gemido se escapa de mi boca. Mi mente ya ha zarpado y mi libido está al mando.


—Te deseo, Paula. Joder, te deseo más y más cada día.


Desliza sus dedos y los pierde en mi interior. Todo mi cuerpo reacciona y por un momento creo que voy a desmoronarme sobre su mano. Yo también le deseo, le deseo más que a nada.


Mi sexo húmedo y caliente saborea sus dedos entrando y saliendo, girando, acariciándome, pellizcándome.


Cierro los ojos. Me pierdo en cada movimiento. Es placer, placer y más placer.


—Mírame —me ordena.


Abro los ojos sin dudar. Los suyos verdes ya me esperan. El deseo se hace más grande, más intenso, casi puede llegar a ahogar.


Grito.


Bombea en mi interior. Sus dedos se acompasan a la perfección y me rindo. Salto al vacío y caigo en un maravilloso orgasmo, una ola de placer arrasándolo todo. 


Llenándome de él, por él, para él.


Una suave y sincera sonrisa inunda mis labios y los suyos imitan mi gesto. Ahora mismo estoy unida a él en todos los sentidos.


Sin embargo, el sonido de la puerta abriéndose me devuelve de la forma más cruel al mundo real.


Sé quien ha entrado.


Pedro se aleja un paso de mí, exhala todo el aire de sus pulmones furioso y frustrado y camina hasta el pequeño bar. En ese momento ella entra en mi campo de visión. Pedro se sirve una copa y se la bebe de un trago. Natalie se detiene a su espalda, pero él no se gira. Se quita el batín morado y deja al descubierto un espectacular conjunto de lencería negra con un elegante corsé también negro.


Sin embargo, no hay ningún pudor, ni siquiera expectación, para ella es un arma más. Deja el batín en el mueble, a la vista de Pedro, pero él sigue sin volverse.


—Siéntate —sisea.


Natalie obedece inmediatamente y toma asiento en el sofá de piel negra. Me observa y me dedica una sonrisa con cierta malicia, pero, sobre todo, con cierta condescendencia. Tiene más claro que yo cómo va a acabar esto y cuánto voy a sufrir.


«No estás preparada para esto, Chaves.»


Pedro se sirve una nueva copa y también se la bebe de un trago. Brusco, se quita la chaqueta y la corbata. Exhala todo el aire de sus pulmones y se desabrocha arisco, malhumorado, los botones de su impecable camisa blanca. La tensión, la rabia, le están carcomiendo por dentro. Se deshace de la prenda y camina hasta una especie de diván de un gris suave, muy suave, con forma de ola. Es un sillón tántrico.


—Aquí —ruge.


Sé que se dirige a mí y, nerviosa, echo a andar bajo las atentas miradas de los dos.


—Ponte de rodillas.


Miro el diván y obedezco. Pedro coloca la palma de su mano en el centro de mi espalda y me empuja hasta que mi mejilla toca la parte más alta del sillón.


—No te muevas.


Interiorizo su orden y lucho por controlar todo mi cuerpo. 


Pedro se aleja un paso. No veo lo que hace, pero de pronto un chasquido rápido y fugaz corta el ambiente e inmediatamente comprendo que ha hecho que su cinturón de Cesare Paciotti se tense entre sus manos. Mi estómago se contrae expectante. Mi respiración se acelera hasta casi desaparecer.


Da un paso hacia mí.


Sé lo que va a hacer. Lo quiero.


Quiero que me tenga de la forma que desee.


Me azota.


Un suspiro atraviesa mi garganta. Mi mente se cortocircuita. 


Una ola de dolor baña mi trasero. Un mar de placer, todo mi cuerpo.


Otro azote.


Gimo más fuerte.


Otro.


Más dolor. Más placer.


Otro.


No se trata de que me guste sentir dolor o que me peguen. 


Se trata de que soy suya en todos los sentidos posibles, de que el control le pertenece.


Otro.


Otro.


Otro.


Lanza el cinturón al fondo de la habitación y me gira con brusquedad al tiempo que se inclina hasta apoyar sus manos a ambos lados de mi cabeza. Sus ojos verdes me observan, me estudian, me desean. La rabia no ha desaparecido de su mirada, se ha trasformado en otra cosa.


—¿Por qué no me tienes miedo? —me pregunta con la voz jadeante como si de verdad no pudiese entenderlo.


—Nunca podría tenerte miedo.


La respuesta sale clara y serena de mis labios. Es la pura verdad. Nunca podría tenerle miedo porque me hizo saltar al vacío, porque me hizo dejarme llevar, porque confío en él, porque… El último motivo está ahí, pero no logro atraparlo del todo o, a lo mejor, no quiero.


—Necesito sentir que sigues siendo mía.


Con esa simple frase acaba de entrelazar aún más todos nuestros sentimientos. Por eso me ha azotado y por eso yo me he sentido más cerca de él con cada golpe. No se trata del dolor, se trata de pertenecerle a alguien.


Pedro se incorpora, se deshace de sus pantalones y de sus bóxers y se sienta en la parte baja del diván. Vuelve a inclinarse sobre mí y comienza a repartir besos sobre mi estómago. Cortos, húmedos, calientes. Se pasea por toda mi cintura y baja al interior de mis mulos demorándose perversamente en cada centímetro de mi piel.


Su boca se mueve para encontrarse con mi sexo y se hunde en él.


Gimo y pierdo mis manos en su pelo. Pedro no me lo impide, no me ordena que las suba y me regala otra manera de disfrutar de él.


Nunca habíamos probado este sillón. La postura es increíble. 


Me abre a él de más formas de las que pueda imaginar y a la vez todo es íntimo, nuestro.


Su lengua inunda mi sexo. Sus labios juegan conmigo. Estoy en el paraíso y, antes de que pueda evitarlo, un orgasmo delicioso y glotón tensa mi cuerpo, lo arquea contra su boca y me derrito entre sus brazos.


Pedro se levanta triunfal mientras mi respiración entrecortada lo inunda todo. Se deja caer sobre mi cuerpo y, otra vez sin mediar palabra, entra en mí. Mi hipersensibilizado sexo después de dos maravillosos orgasmos lo siente aún más grande, más duro. Se mueve. Me mueve. Las curvas del diván se adaptan a nuestros cuerpos a la perfección.


Gimo.


Grito.


El placer lo arrasa todo.


Soy plenamente consciente de que deberíamos hablar de todo lo que ha pasado, de cómo nos sentimos, pero me temo que, si uno de los dos abre la boca, diga lo que diga, esto se acabará y perderemos la última oportunidad de estar juntos. Pedro también lo sabe, por eso está enfadado, frustrado, y por eso me ha pedido que venga, por eso me toca brusco, salvaje, casi desesperado.


Tiene demasiado miedo a que lo nuestro se esfume y vuelva a dejarnos en el punto de partida.


—Me siento diferente cuando estoy contigo —murmuro absolutamente embargada de placer, tan bajito que ni siquiera sé si ha podido oírme—. Me siento mejor cuando estoy contigo.


Puede parecer una frase sencilla, pero los dos sabemos que no lo es. Nunca me he sentido bien conmigo misma. 


Siempre he vivido como un animalillo asustado que no se siente seguro en ninguna parte, que siempre está frío y espantado, como si aún tuviese siete años y continuase lloviendo.


Pedro consigue que todo eso desaparezca. Lo sustituye por un sentimiento que no sé entender, pero que me llena por dentro y, cuando estamos así, los dos metidos en nuestra burbuja, sencillamente soy feliz.


Pedro me observa un momento con la mano perdida en mi pelo. Tiene la mirada fija en mi boca y ese simple detalle vuelve a aislarnos del mundo. Se inclina sobre mí, toma mi labio inferior entre sus dientes y tira de él. Nuestras respiraciones se aceleran aún más, caóticas, inundándolo todo. El dolor, el placer y todas las ganas de que me bese se entremezclan e incendian mi cuerpo.


No puedo más y sé que él tampoco.


—Bésame. Bésame, Pedro, por favor.


—Ojalá pudiese, Paula —susurra contra mi boca, con los ojos cerrados, luchando, conteniéndose —. Por Dios, lo daría todo por poder besarte.


Gimo. Sus palabras me llevan al paraíso una vez más.


Ágil, nos cambia de postura. Me hace disfrutar más y más de él, de mí.


Sus labios, sus manos, se pierden en cada centímetro de mi cuerpo.


Se sienta y, tomándome por las caderas, me inserta en su delirante sexo. Todo el placer entre los dos crece como si estuviese fabricado de brasas ardientes. Guía mis movimientos, los hace más lentos, más rápidos. Me domina. Nuestros cuerpos perlados de sudor se deslizan el uno contra el otro.


De pronto oigo un ruido.


—No se te ocurra moverte —ruge Pedro.


Llevo mi mirada a su espalda y veo a Natalie frenándose a unos pasos de nosotros y regresando al sofá. No le ha permitido acercarse y, aunque sé que es lo último en lo que debería pensar, algo dentro de mí brilla con fuerza. No quiere otras manos sobre mi cuerpo y tampoco sobre el suyo. Este momento es sólo de los dos.


Un fuerte azote en el trasero me devuelve al diván, a Pedro.


—Te estoy follando yo —me advierte—. Mírame a mí.


—Sí —susurro obedeciendo.


—Joder —ruge de nuevo.


Como si no pudiese más, se incorpora empujándonos hacia delante. Hace sus movimientos más intensos, casi violentos. ¡Dios! Me trasporta embestida a embestida al paraíso. Mi cuerpo cae por la parte baja del diván.


Todo se intensifica.


El deseo.


El placer.


El amor.


Le quiero.


Y un espectacular orgasmo me atraviesa.


Pedro continúa moviéndose implacable y también alcanza el clímax. Toma mi cuerpo inconexo rendido al placer y me incorpora hasta que volvemos a estar sentados el uno frente al otro, con mis piernas rodeando su cintura.


Me aparta el pelo de la cara y una vez más atrapa mi mirada. 


Todo a nuestro alrededor se ha desvanecido. Me hace sentir deseada, consigue que cada parte de mi cuerpo, mi mente y mi corazón sientan que me mira a mí porque no quiere mirar a ninguna otra mujer, que le pertenezco, que me pertenece, que le quiero.


Pero no puedo quererle. Sólo me haría daño. Sus propias palabras retumban en mi cabeza.


«Tienes que alejarte de las personas que no son buenas para ti.» Él mismo me lo ha advertido. Tengo que protegerme.


Me levanto todo lo rápido que soy capaz y con el paso acelerado voy hasta la esquina de la habitación y abro la puerta oculta del baño. Pedro no me detiene. Los dos sabemos que no puede ser.


Corro hacia la ducha. Necesito pensar. Por Dios, necesito volver a ser práctica, entender que Pedro no me conviene, que no es bueno para mí… pero él tampoco va a concederme esta tregua.


Oigo la puerta del baño y un instante después aparece frente a mí. Me mira una décima de segundo y, sin dudarlo, devora la distancia que nos separa y me estrecha contra su cuerpo. 


Le quiero. No puedo pensar en otra cosa. Le quiero mientras me levanta a pulso con las manos ancladas en mi trasero, mientras mis piernas rodean su cintura, mientras el agua caliente, casi hirviendo, cae sobre los dos.


Le quiero mientras me embiste una vez más, mientras volvemos a ser sólo él y yo.


—¿Qué me estás haciendo, Paula? —susurra contra mis labios—. Joder, no me vale sólo con esto. Necesito más. Lo quiero todo. Lo quiero todo contigo.


Sus palabras suenan desesperadas, llenas de rabia.


Realmente se siente como me siento yo, al borde de un abismo inmenso.


—Ven a vivir conmigo.


Todo me da vueltas.


No puedo irme a vivir con él. No puedo dejarle que me haga daño. He visto a chicas llorando por él desde los siete años. Tengo que protegerme. Tengo que proteger a mi pobre y enamorado corazón.


Es una presa demasiado fácil.


—No puedo, Pedro.


—Paula, necesito verte todos los putos días. Necesito que duermas en mi cama. Tocarte. Follarte. Paula, te necesito a ti.


El agua cae, pero no la siento.


Salta al vacío, Chaves.



Sé feliz.


—Te quiero —susurro.


Pedro se detiene dentro de mí. Un sinfín de emociones atraviesan sus ojos verdes, pero, en lugar de dejarlas salir, de expresarlas, comienza a moverse más brusco, entrando y saliendo de mí cada vez con más fuerza, uniéndonos más a los dos. Rodeo su cuello con mis brazos y me aferro a todo lo que los dos sentimos.


El placer esta vez es diferente. Después de hoy, Pedro Alfonso y yo somos diferentes.