lunes, 31 de julio de 2017
CAPITULO 38 (TERCERA HISTORIA)
Me despierto. Aún es de noche. Está nevando. Miro el reloj de su mesita. Son casi las seis. Paula sigue durmiendo a mi lado hecha un ovillo, con el pelo cubriéndole la cara. Está tan relajada, tan serena, que no puedo evitar acariciarle la nariz con la mía sólo para fastidiarla.
Acaba soltando algo parecido a un gruñido y se acurruca al lado contrario. Yo sonrío y me levanto con cuidado. Le quito los zapatos procurando no despertarla y la tapo con la colcha. Soy plenamente consciente de que debería marcharme a casa, pero algo más fuerte que yo mismo me grita que todo eso puede esperar y que haga lo que en realidad me muero de ganas de hacer.
Sonrío concediéndome esa tregua y me siento en la cama.
Apoyo las manos a ambos lados de su cabeza y me inclino suavemente hasta que tengo su preciosa cara frente a la mía. Dejo escapar el aire de mis pulmones sin parar de mirarla y casi involuntariamente comienzo a recordar todas las cosas que nos han pasado: la manera en la que nos conocimos, cuando la descubrí pintando las paredes de la pecera —ni Jeremias, ni Damian ni yo imaginamos el juego que daría ese despacho cuando nos mudamos a aquella oficina—, la primera vez que la besé...
Me pregunto si ella recordará la primera vez que nos vimos en la recepción de mi oficina cuando entró preguntando por el despacho de Claudio Cunningham. Fue un maldito segundo, pero me hice hiperconsciente de ella. La vi y la deseé.
Sólo espero que esta especie de tierra en ninguna parte en la que nos encontramos le valga. Sé que acabará saliendo mal, pero quiero estar con ella el tiempo que dure.
Paula murmura algo en sueños sobre hacer los deberes y yo no puedo evitar sonreír. ¿Con qué demonios estará soñando?
Le doy un beso en los labios, que probablemente alargo más de lo que debería, y me obligo a salir de su habitación y de su apartamento.
A eso de las once y media estoy cruzando la puerta de cristal y metal blanco envejecido del Malavita. Estaba metido en la ducha cuando recibí un whatsapp de Damian diciéndome que me esperaban para el brunch. Después de apuntar que ya nunca nos vemos en antros sórdidos porque tienen dos novias muy monas y meterme un poco con él, por el hecho de que me haya invitado a un restaurante caro el Día de San Valentín y por los brunchs en general, acepto.
—Buenos días —saludo acercándome a la mesa.
Damian, Jeremias y Lara ya están sentados. Me dejo caer en una de las sillas y cojo la carta.
—Lara Archer —la saludo.
—Pedro Alfonso —responde divertida a mi lado.
Yo asiento con propiedad y me quito el marinero. Aquí hace muchísimo calor.
—¿Qué tal está mi católico favorito? —pregunta Jeremias burlón.
—Muy bien —respondo repasando la carta—, deseando que llegue el fin del mundo para ver cómo todos los capullos impíos presbiterianos ardéis en el infierno.
Jeremias sonríe mientras Lara me mira escandalizada.
—No te preocupes —le digo ladeando la cabeza para acercarme a ella—. Las chicas guapas siempre vais al cielo.
Ella asiente con una sonrisa. Jeremias entorna los ojos, mitad amenazante, mitad divertido, por lo que acabo de decirle a su novia.
—Si quieres, puedo bautizarte en el lavabo —bromeo.
—No, gracias —responde mi amigo recostándose sobre su silla—. Me cuesta compartir oficina contigo, creo que religión ya sería demasiado. Además, no sé si quiero tener diecisiete hijos.
—Por lo menos te aseguras de que tienes sexo diecisiete veces —replico.
Jeremias no tiene más remedio que echarse a reír a la vez que niega con la cabeza.
—Eres un cabronazo —murmura.
Sonrío y sigo revisando la carta. Un par de segundos después, Karen se acerca desde el fondo del local. Imagino que ha ido al baño.
Como cada vez que la veo, no puedo evitar sonreír con ternura. Ya está de seis meses.
—¿Qué tal está mi ahijado? —pregunto cuando sólo está a unos pasos.
—Me parece que a éste también vas a tener que bautizarlo en el lavabo —murmura Damian concentrado en el New York Times, tan exquisitamente distante como siempre.
Karen toma asiento junto a su prometido y coge la carta, ignorándome estoicamente.
—¿Qué pasa? —pregunto con una sonrisa.
—No te hablo —responde sin mirarme.
Pretende sonar intimidante, o por lo menos muy enfadada, pero es una monada y no puedo evitar que mi sonrisa se ensanche.
—Sea lo que sea lo que creas que he hecho, me obligó Damian—digo sin una pizca de arrepentimiento.
Mi amigo extiende las manos en un claro «¿por qué coño tienes que meterme?», pero yo sonrío y vuelvo a prestarle atención a Karen para saber si mi broma ha funcionado.
—¿Ah, sí? —responde displicente—. ¿Damian te obligó a partirle el corazón a Macarena?
La sonrisa se me borra de golpe.
—Karen, yo... —empiezo a decir.
—Mira, sé que somos todos adultos y ese rollo —me interrumpe, y ahora sé que está realmente enfadada—, y sé que tú nunca engañas a las chicas, pero es mi amiga y lo está pasando mal, por tu culpa —añade.
Resopla y vuelve a fijarse en la carta. Un silencio sepulcral se hace en la mesa. Tendría que haberme imaginado que Macarena no lo está pasando bien y Karen es su amiga. Es lógico que ahora mismo no sea su persona favorita.
Miro a Damian y él enarca las cejas. Los dos sabemos que tiene razón.
—¿Por qué tienes que ser tan encantador? —dice Karen de pronto, como si la frase le quemara en la lengua.
Todos la miramos sorprendidos. Yo frunzo el ceño. ¿Qué se supone que debo contestar a eso?
—Karen...
—Ni siquiera puede odiarte —me interrumpe de nuevo—. Quiere odiarte y no puede, y yo también quiero odiarte y no puedo —protesta indignadísima, lo que hace sonreír a los chicos. Yo también lo hago. No lo puedo evitar. Ahora parece todavía más furiosa, pero también más adorable. Creo que son las pecas.
—No se te ocurra sonreír —me amenaza con el índice
—Lo siento —me disculpo sincero—. Macarena es una chica increíble, pero no podía seguir con ella. Además, hacía dos meses que no nos acostábamos.
Ella finge no oírme de nuevo.
—Karen —la llamo.
Sigue con la vista clavada en la carta.
—Pecosa —contraataco.
—Eso sólo me funciona a mí —comenta Damian pasando una nueva página de su periódico.
Yo lo fulmino con la mirada y él me dedica una sonrisa displicente.
—Te llevaré al refugio del Bronx y te regalaré otro gato —le propongo.
—De eso nada —interviene su prometido.
—¿Un perro? —pruebo al ver que sigue sin hablarme.
—¿Te has vuelto loco? —se queja Damian.
—¿Una ardilla?
—En mi ático no va a entrar un solo bicho más —me amenaza Brent.
—¿Qué animales les gustan a las pecosas? —pregunto al aire.
Karen, disimulando con la mirada fija en la carta, trata de impedirlo, pero sus labios se curvan en una sonrisa.
—¿Un koala? —propone Jeremias.
—Yo no tengo pecas —interviene Lara divertida—, pero a todas las chicas nos gustan los pingüinos.
—Estoy en una mesa de jodidos chiflados —se queja Damian en un bufido.
Jeremias sonríe. Está claro que estamos haciendo esto para que Karen me perdone, pero fastidiar a Damian tampoco está mal.
—Ey, pelirroja —la llamo inclinándome sobre la mesa. Ella al fin alza la cabeza con esa misma sonrisa que no puede disimular—, te los regalo todos. Los dejamos en el ático en plena noche y nos largamos. ¿A ver cuánto tiempo tarda Damian en perder los papeles?
Ella rompe a reír y yo también lo hago.
—Lo siento —repito en un susurro que sólo ella puede oír cuando nuestras carcajadas se calman, mientras Jeremias sigue incordiando a Damian y él lo llama de todo.
Karen asiente.
—Está todo bien —responde.
Le sonrío sincero y ella me devuelve el gesto. Karen y Lara son como mis hermanas. No me gusta que estén enfadadas conmigo.
—Si ya somos todos amiguitos de nuevo —comenta Jeremias con ese tono arrogante que lo caracteriza, buscando a la camarera con la mirada—, ¿podemos pedir?
Todos asentimos. La empleada se presenta en cuestión de segundos y todos encargamos el desayuno.
—¿Qué tal te va con Paula? —pregunta Lara—. ¿La has vuelto a ver o es uno de esos ligues de una sola noche?
Sonrío. Lara tiene una curiosidad científica arrolladora y la pone en juego continuamente para conocer cómo funciona la vida real, como si siempre estuviese tratando de comprobar si es verdad lo que lee en los libros o ve en las películas. Mi sonrisa se ensancha. Me recuerda a Paula. Todavía recuerdo cuando me pidió que le hablara de mi vida sexual.
—Paula me gusta mucho —interviene Karen—. Es muy divertida.
—He seguido viéndola —los informo—. De hecho, la he visto todos los días y ayer... —no sé cómo seguir—... fue un día raro.
—¿Define raro? —pregunta Jeremias perspicaz.
¿Por dónde empiezo? ¿Por que le mandaron un ramo de flores y a mí me entraron ganas de buscar a ese capullo y darle una paliza? ¿Por que me presenté en su casa para arruinar su cita? ¿O por que acabé confesándole que no quiero que esté con otros y tuve el sexo más íntimo de toda mi vida en un rellano? Me froto los ojos con las palmas de las manos y, ciertamente incómodo, les explico todo lo que pasó, incluida la bofetada y toda la conversación.
—Así que, básicamente, le has pedido que esté exclusivamente contigo, pero no le has ofrecido nada —recapitula Jeremias.
Asiento.
—¿Y te la tiraste en su rellano? —continúa.
—Sí.
Joder, suena mucho peor en boca de otro. Automáticamente miro a las chicas. Su opinión es la que más me interesa. Las dos guardan silencio, hasta que Karen resopla indignadísima.
Creo que he vuelto a enfadarla.
—Eres un bastardo egoísta, Pedro —suelta a bocajarro—. Paula es una buena chica, dulce, inteligente, divertida, y Dios sabe que te da la caña que te mereces. Si no estás dispuesto a ofrecerle nada, tampoco impidas que otro lo haga.
—¿Y si sí estoy dispuesto a ofrecerle algo? —Las palabras salen de mi boca antes de que pueda controlarlas.
—¿El qué? —pregunta Karen inmisericorde.
—No lo sé —me sincero.
—Ésa no es una respuesta.
—Eso sí lo sé —replico a la defensiva.
—¿De qué tienes tanto miedo? —me acorrala.
—De acabar jodiéndola —casi grito.
Los cuatro se quedan en silencio y mi nivel de incomodidad prácticamente se estrella contra el techo.
—No quiero perderla —gruño—. No quiero tener que dejar de verla, aunque sólo sea como amigos.
—¿Y acaso te valdría ser sólo amigo suyo? —pregunta Damian.
Lo asesino con la mirada y al cabo de un segundo resoplo exasperado. Joder, claro que no me valdría ser sólo su amigo.
—No —respondo arisco.
—Contéstame a una cosa —me pide Jeremias—: cuando se fue a esa cita, ¿cuál fue tu primera reacción?
Frustrado, resoplo de nuevo. Lo sabe de sobra, me conoce demasiado bien. Lo único que quería hacer era meterme en un bar y partirme la cara con algún tío; cuanto más grande, mejor.
—Vale, ¿y por qué no lo hiciste?
—Jeremias, joder —me quejo.
Esto no tiene ningún sentido.
—¿Quieres contestar de una vez?
—No lo hice por ella —respondo malhumorado—, ¿es eso lo que querías oír? No quería preocuparla o hacer que se sintiera culpable.
Jeremias sonríe, pero no dice nada, y un par de segundos después me doy cuenta de que todos están haciendo lo mismo.
—¿Se puede saber qué os pasa? —inquiero con el ceño fruncido.
—¿No lo entiendes, capullo? —interviene Damian—. Pudiste haberla jodido y no lo hiciste por ella. Probablemente salga mal, pero ¿qué vas a hacer hasta entonces? ¿Por qué no te levantas —continúa, agitando las manos con una urgencia displicente—, vas a buscarla y le dices que lo que en realidad quieres es que seáis novios y cogeros de la manita en el cine para que podamos tomar el brunch tranquilos?
—Eres un gilipollas —protesto, pero lo hago con una sonrisa en los labios.
—Puede salir mal —añade Karen—, pero también puede salir bien, y deberías quedarte con esa parte.
Cabeceo. Tienen razón, joder. Me levanto de golpe y recupero mi abrigo del respaldo de la silla prácticamente a la vez. Las chicas me miran encantadas por ese arrebato, y Jeremias y Damian lo hacen con una sonrisa. Me despido atropellado y mis viejas Adidas rechinan contra el suelo encerado.
Paro un taxi y, acelerado, le doy la dirección de Paula.
Tengo que hablar con ella. Tengo que contarle esta especie de revelación. Salga bien o mal, nos queda un camino por vivir, ¿por qué tener que hacerlo llenos de dudas? Ella quiere estar conmigo y yo, aunque no tenga ni la más remota idea de lo que siento por Paula, quiero estar con ella.
Subo los escalones de dos en dos y atravieso su rellano con el paso decidido. Sonrío contemplando el suelo de tarima y, al fin, llego a su puerta. Llamo y espero. La impaciencia me puede y estrello la palma de la mano contra la madera varias veces. Por fin percibo pasos al otro lado. Estoy nervioso, inquieto, con la sangre bombeando de prisa por todo mi cuerpo y la adrenalina saturando mi cerebro, mi corazón y mi
cabeza. Asusta, joder, pero también es una sensación increíble.
La puerta se abre y un niño rubio de unos diez años aparece al otro lado. Tiene los ojos azules, grandes y curiosos. Me recuerda a alguien. Frunzo el ceño y miro los números dorados de la puerta para asegurarme de que no me he equivocado de apartamento.
—Hola —me saluda—, soy Maxi. ¿Tú quién eres?
—Soy Pedro —respondo sin entender nada.
Él asiente.
—¿Y qué quieres?
—Estoy buscando a Paula.
Quizá sea el crío de una amiga, un sobrino o algo así.
El chico asiente de nuevo
—Vale. —Se gira y mira hacia el interior del apartamento—. Mamá, un hombre pregunta por ti.
Pero ¿qué coño?
CAPITULO 37 (TERCERA HISTORIA)
Contemplo las escaleras, inmóvil en el centro del vestíbulo.
Vuelvo de golpe a Portland, a los billares. Vuelvo a sentir toda esa impotencia. Esta mañana, cuando la vi sonreír delante de aquel ramo de flores, una violenta corriente de adrenalina mezclada con una peligrosa cantidad de testosterona y el neandertal que llevo dentro invadieron todo mi cuerpo.
Observaba a Amelia dar palmas entusiasmada mientras corría de un lado a otro a por un jarrón, a por agua. Mientras, Paula no dejaba de mirar las rosas. Leyó la tarjeta, habló de tener una cita con otro tío, y yo nunca había estado tan furioso en toda mi vida. Decidí que me enteraría de a qué hora tendría su cita, me presentaría aquí y me las ingeniaría para llevármela a la cama y follármela hasta que perdiese la noción del tiempo.
Soy plenamente consciente de que ha sido una cabronada demasiado grande incluso tratándose de mí, pero sólo necesité verla entreabrir sus perfectos labios mientras se inclinaba a oler las flores y que una de ellas le rozase tímidamente el escote para darme cuenta de que toda la cuestión moral quedaba atrás.
No pienso dejar que ningún tío le ponga las manos encima.
Me da igual lo que dijera antes o lo seguro que estoy de que no tenemos ninguna oportunidad de que esto salga bien. Fui un completo gilipollas al decirle que me acostaba con otras mujeres cuando no es verdad. No sé lo que siento por Paula, pero quiero que sea feliz y tengo clarísimo que lo mejor para ella es encontrar a alguien. Sin embargo, detesto esa idea.
No estoy celoso, joder, pero quiero que ella sólo esté conmigo. Paula es mía.
Aprieto los puños con rabia, conteniéndome. Una decena de ideas recorren mi mente a toda velocidad. Pienso en llamarla, en averiguar dónde está, en presentarme en el maldito restaurante, cargarla sobre mi hombro, llevarla a mi apartamento y demostrarle como mejor sé que todo esto es una estupidez, que puede que no tengamos ningún futuro, pero que no quiero perder lo que tenemos ahora.
Salgo de su edificio y, con el iPhone ya en la mano, me detengo en seco en mitad de una calle cualquiera del West Side. Estoy a punto de perder el maldito control. Yo no soy así.
Aprieto la mandíbula y me guardo el maldito teléfono en el bolsillo. Las ganas de pelearme son más grandes que nunca. Sin embargo, sé que, si hago eso, Paula se preocupará y se culpará. Esa idea se acomoda bajo mis costillas y las aprieta hasta impedirme respirar. Lo último que quiero es que sufra.
Comienzo a deambular sin mucho sentido. Manhattan siempre me ha gustado. Casi sin darme cuenta, poco a poco toda esa rabia descontrolada va transformándose en algo más profundo y la desconcertante presión bajo mis costillas crece. ¿Qué pasa si pierdo a Paula?
¿Qué pasa si ella ya no quiere seguir con esto? No creo que ninguno de los dos pudiese volver adonde estaba y acabaría perdiendo a la única mujer que ha significado algo para mí más allá del sexo.
Tres horas después, regreso a su apartamento. Tenemos que hablar, aunque no tenga ni idea de qué decirle. Sigo siendo un egoísta de mierda y sólo quiero tenerla cerca. La puerta del edificio está abierta, pero no hay nadie en su piso.
Después de llamar media docena de veces, comprendo que aún no ha llegado y decido esperarla. Sé que ahora mismo parezco alguien desesperado y vulnerable. Prefiero no pensarlo. Prefiero no ahondar en la idea de que en este jodido instante no podría parecerme más a él.
Cuando oigo pasos al fondo del pasillo, en las escaleras, estoy sentando en el rellano con las piernas estiradas a lo largo de la vieja tarima, esperando. Alzo la cabeza. Ya sé lo que voy a encontrarme. Paula está a un puñado de pasos de mí, mirándome. En ningún momento pensé en la posibilidad de que hubiera traído a ese tío hasta aquí. De golpe la sangre me arde. Ésa es otra idea que prefiero no pensar.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con la voz tomada.
Yo exhalo con fuerza todo el aire de mis pulmones.
—No quiero que veas a otros hombres —digo al fin—. No significa que estemos juntos. —Callo un segundo, tratando de reordenar mis ideas—. Joder, no sé lo que significa, Paula.
O quizá justamente es eso lo que quiero decir y éste es el retorcido mecanismo de defensa que mi mente ha creado para ignorar la acuciante verdad, esa que dice «ey,
Pedro Alfonso , estás bien jodido».
—Creo que me estoy cansando de todo eso —la interrumpo.
Paula arruga el ceño confusa.
—¿Estás seguro?
—Ahora mismo no estoy seguro nada.Pero no quiero perderte, Niña Buena. Sólo quiero asegurarme de que te quedarás.
Paula sopesa mis palabras durante largos segundos y finalmente echa a andar hacia mí. Se sienta a mi lado y suspira con fuerza. Su vestido blanco resalta perfecto contra la tarima oscurecida. Es la cosa más sexy y preciosa que he visto nunca.
—Y tú, ¿qué? —pregunta con la mirada clavada al frente.
Yo asiento, también con la vista posada en la pared.
—La última vez que me acosté con otra mujer fue el día que nos conocimos.
Ella suspira bruscamente. Parece aliviada, pero también algo arrepentida. Finalmente lanza algo parecido a una sonrisa cansada y apoya su cabeza en mi hombro. Ese pequeño contacto revoluciona todo mi cuerpo, pero al mismo tiempo tengo la sensación de que pone cada cosa en su lugar.
—Sólo acepté esa cita porque estaba demasiado furiosa y triste pensando que no era suficiente para ti.
Esa especie de revelación vuelve a arrasarlo todo dentro de mí, como una montaña rusa que nunca acaba. No lo dudo.
Me giro y atrapo su hermosa cara entre mis manos.
—Eres lo mejor que me ha pasado en toda mi maldita vida, Paula —digo con una convicción absoluta. No hay una mísera duda—, y, desde luego, eres mucho más de lo que merezco.
Ella sonríe y yo la beso disfrutando de sus labios, de todo lo que me hace sentir aunque ni siquiera lo entienda, y suavemente nos tumbo sobre la tarima. Mi cuerpo cubre el suyo; mis manos acarician sus pechos, se agarran a sus caderas, se pierden bajo su vestido y, al final, suben para entrelazarse con las suyas por encima de su cabeza.
Siento por ella más cosas de las que ni siquiera puedo explicar y por primea vez no me importa, no me importa absolutamente nada.
Despacio, acompasados a la perfección, nos movemos hasta que mis caderas quedan entre las suyas.
Pierde su mano entre nosotros y con el pulso tembloroso desabrocha mis pantalones, me acaricia con ternura y me guía hasta ella. Entro despacio, sin apartar mis ojos de los suyos, que se mantienen despiertos y curiosos, queriendo leer cada emoción que cruza mi mirada. No hay nada entre nosotros y la intimidad crece, nos envuelve, nos ata de esa manera que me recuerda despacio, bajito, que ella es mi mayor tesoro, algo que tengo que cuidar, que proteger del mundo, como si Dios me hubiese hecho el mejor regalo.
Dejo caer mi frente contra la suya.
—Todo en lo que puedo pensar eres tú —susurro contra su boca.
Su cuerpo comienza a temblar suavemente. Sigo moviéndome sin tener ninguna prisa por llegar al final, reviviendo cada segundo, cada gesto, cada mirada.
Paula gime mi nombre, susurra cuánto me ha echado de menos, lo llena que se siente, lo feliz. Yo sonrío y la beso una y otra vez, diciéndole sin palabras que me siento exactamente igual.
Acelero el ritmo. Ella se aferra a mis hombros, escondiendo su cuerpo bajo el mío, acercándonos más, uniéndonos más a pesar de estar completamente vestidos, de estar en el suelo, en mitad de su rellano, y entonces comprendo que esta vez es diferente, que, a partir de ahora, nosotros somos diferentes.
Retuerce la tela de mi chaqueta, mi nombre se evapora en sus labios y se corre despacio, gimiendo, mostrándose vulnerable, dulce, abriéndose para mí en todos los malditos sentidos.
La corriente eléctrica contagia mi cuerpo y sólo un par de segundos después me pierdo en ella gruñendo un juramento ininteligible.
La observo siguiendo el contorno de su cara con mis dedos.
Está preciosa en ese estado febril, con la piel encendida y el pelo revuelto.
Quiero conservarla así el máximo tiempo posible, así que me levanto, la cojo en brazos y la alzo suavemente del suelo.
Paula rodea mi cuello con sus brazos y hunde su cara en ellos. Su olor se ha mezclado con el mío en mi piel. Es perfecto, casi irreal.
Entramos y la tumbo en la cama, pero, antes de que me haya separado del todo, ella me toma de la mano con los ojos cerrados y la respiración tranquila.
—Por favor, no te vayas —murmura.
Yo sonrío sin poder apartar mis ojos de ella y, sin soltarla, me tumbo a su lado. Ella acomoda su espalda contra mi pecho, acurrucándose sobre mi brazo, y yo deslizo mi otra mano por su cintura y la estrecho contra mi cuerpo. Otra vez sin dudas, ni preguntas, simplemente dejándonos llevar.
Pierdo la nariz en su pelo e inspiro suavemente.
—No voy a irme a ninguna parte —susurro.
La noto sonreír y, aún vestidos, nos quedamos dormidos.
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