sábado, 15 de julio de 2017

CAPITULO 40 (SEGUNDA HISTORIA)




Natalie está en mi rellano con una sonrisa taimada y un carísimo vestido de Vivienne Westwood.


¿Qué hace aquí? ¿Qué demonios hace aquí?


Instantáneamente lo comprendo todo. Pedro la ha llamado para que viniese. Está enfadado por lo que Sofia le dijo, y obviamente por lo de Teo, y quiere castigarme.


Es un hijo de puta.


A pesar de que no la invito a entrar, pasa a mi lado ignorándome por completo y llega hasta Pedro. Él ni siquiera la mira. Natalie le coloca la mano en el hombro y se inclina grácil para darle un beso en la mejilla. Después se vuelve para asegurarse de que lo he visto y, antes de tomar asiento,
otra vez sin que nadie la haya invitado, le tiende la mano a Teo y se presenta.


Yo observo toda la escena con un nudo en el estómago. 


Ahora mismo sólo quiero tirarme en mi cama y llorar hasta que haya pasado una semana. ¿Cómo ha sido capaz? 


Aprieto los labios y lucho por contener las lágrimas. No pienso dejar que me vea llorar y tampoco pienso darle el gusto a ella.


Camino decidida hasta mi escritorio, anoto mi teléfono en un papel y regreso a la mesa.


—Teo —lo llamo a la vez que me coloco frente a él—, te agradezco que hayas venido. Me siento muy halagada, pero me duele un poco la cabeza y creo que voy a irme a dormir.


Él asiente y se levanta. Supongo que la situación tampoco está siendo nada cómoda para él.


—Pero, si todavía lo quieres —continúo tendiéndole el trozo de papel—, aquí tienes mi teléfono. Llámame cuando quieras. Te prometo una cita más normal.


Noto la mirada de Pedro fulminándome la nuca y toda mi piel se eriza. Por un microsegundo soy plenamente consciente del lío en el que acabo de meterme, pero no me importa absolutamente nada.


Teo sonríe y coge mi número.


—Te tomo la palabra —me advierte divertido.


—Eso espero —respondo dedicándole una sonrisa inmensa, rezando porque, si alguna vez por un extraño fenómeno de la naturaleza voy a convertirme en la reina del coqueteo, sea ésta.


Asiente de nuevo y durante unos segundos le mantengo la mirada sin dejar de sonreír. Una reacción completamente opuesta a toda la tristeza y la rabia que siento por dentro.


—Si me perdonáis —me disculpo sin dejar de mirar a Teo—, lo acompañaré hasta la puerta.


Rescata su cazadora de la espalda de su silla y me sigue hasta el recibidor. Nos despedimos con un par más de frases tontas y cierro la puerta. El sonido de la madera encajando en el marco me devasta por dentro. ¿Qué he hecho? ¿En qué clase de persona me estoy convirtiendo? He jugado con las esperanzas de ese chico. Nunca podría estar con él. Sólo me he comportado así para estar a la altura del mezquino juego de Pedro.


Estoy a punto de girar sobre mis pasos y pedirle a los dos que se marchen cuando el ruido de una silla arrastrándose suavemente por el parqué me distrae. Me vuelvo despacio y, atónita y confusa y herida y triste, sobre todo, muy triste, veo cómo Pedro se levanta, le tiende la mano a Natalie y se la lleva hacia mi habitación. Hipnotizada por algo que en el fondo no quiero ver, los sigo con la mirada.


Entran en la estancia y la puerta está a punto de cerrarse pero Pedro la mantiene abierta para asegurarse de que vea todo lo que pasa. Eso es lo que quiere. Éste es su castigo. 


Gira a Natalie entre sus brazos sin ninguna delicadeza y le desabrocha el vestido que inmediatamente cae a sus pies. 


Cae a sus pies a la vez que una lágrima resbala por mi mejilla; pero no aparto la mirada. Soy fuerte y pienso demostrárselo.


Pedro Alfonso se ha acabado para mí.


Sus manos recorren su cuerpo. Siento náuseas. Vuelve a girarla. Sus dedos se pierden en su pelo y tira fuertemente de él. Pedro se inclina sobre ella y la besa…


La besa.


Me llevo la palma de la mano a la boca para ahogar un suspiro triste y lleno de dolor mientras no puedo contener más mis lágrimas y comienzo a llorar. La ha besado. Le ha dado lo único que no me ha dado a mí.


No puedo más, no quiero saber más, y salgo disparada del apartamento. Bajo las escaleras como una exhalación y comienzo a caminar hacia la boca de metro, pero en realidad no sé adónde ir. Se ha levantado un viento helado y hace muchísimo frío. Es sorprendente cómo puede cambiar el tiempo en unas horas. El tiempo y todo lo demás, tu propia vida.


Giro por Broadway y sigo caminando, caminando y llorando. 


La ha besado. La ha besado para castigarme. Puede regalarle sus besos a cualquier chica y negármelos a mí. 


Todo este tiempo he pensando que le dolía no poder besarme, que en el fondo estaba deseando romper su estúpida regla, y no podría haber estado más equivocada. 


Soy tan idiota...


Estoy a unos metros de la estación cuando oigo pasos acelerados a mi espalda. Inmediatamente acelero el ritmo y, antes siquiera de que el pensamiento cristalice en mi mente, estoy corriendo.


—¡Paula! —grita Pedro a mi espalda—. ¡Paula!


Cada vez suena más cerca, pero no me detengo. No quiero.


¡No se lo merece!


—Paula —me llama a la vez que me coge del brazo y tira de mí obligándome a girarme.


—¡Suéltame!


Me zafo y echo a correr de nuevo. ¡Ni siquiera quiero estar cerca de él!


—¿Adónde demonios vas? —pregunta casi en un grito agarrándome otra vez.


—Déjame en paz —siseo volviéndome—. No quiero verte. No quiero hablar contigo.


Lo miro y sencillamente creo que es el mayor error que puedo cometer. Está tan guapo que duele.


En realidad, como siempre lo ha estado. Sería injusto decir que su belleza me cegó, pero no es ninguna tontería admitir que me puso las cosas complicadas. Su magnetismo es absolutamente perturbador. El hombre dominante y controlador, el de los exquisitos modales y la boca sucia, el dios del sexo y ese otro atento que en raras ocasiones deja salir, es una mezcla que puede dejar KO a cualquier mujer. 


¿Por qué tuvo que elegirme a mí?


Pedro, me marcho.


—No —ruge.


—¿Y qué quieres que haga? —prácticamente grito exasperada—. ¿Que me siente a mi mesa a disfrutar de mi cena mientras te tiras a otra mujer en mi cama?


Ya no aguanto más. Mi pobre corazoncito ya no aguanta más.


—¿Te haces una idea de cómo me he sentido?


—Paula —me reprende con la mirada entornada y la voz endurecida.


—No pienso volver.


—Yo no te he pedido que lo hagas —ruge sin liberarme de sus ojos verdes.


—¿Y qué quieres de mí?


Mi intención era preguntarlo, pero casi lo he suplicado. Estoy desesperada. No puedo con todo esto. No soy capaz. Queda tan poco de mí que a duras penas me reconozco.


—Todo esto ha sido por tu culpa —masculla ignorando absolutamente a propósito mi pregunta.


—¿Por qué? ¿Por cruzar otra estúpida línea imaginaria? Las parejas normales hablan, PedroNo se castigan.


Me devuelve una sonrisa llena de sarcasmo, pero también parece herido, con la rabia, el dolor y el miedo brillando en su mirada.


—Y me lo dice la que era toda sonrisas mientras le daba su teléfono a otro tío.


Trago saliva. No puedo negar que tiene razón, pero es injusto que empiece a contar desde ahí.


—¡Sólo lo hice porque tú trajiste a Natalie!


—¡Te estaba esperando en tu maldita puerta, Paula!


Por primera desde que lo conozco, su control empieza a resquebrajarse.


Exhala brusco todo el aire de sus pulmones y se pasa las manos por el pelo.


—Esta mañana te llamé…


—Y Sofia te cogió el teléfono —lo interrumpo con los ojos llenos de lágrimas—. Yo estaba allí. Todo lo que te dijo era mentira. Sólo quería llamar tu atención —sentencio y las lágrimas vuelven a caer y, aunque es lo último que quiero, rompo a llorar de nuevo.


Ahora el que traga saliva es él, al tiempo que sus ojos se llenan de arrepentimiento. A veces me cuesta creer la poca empatía que tiene o que demuestra. ¿De verdad no pensó cómo me sentiría viéndolo con Natalie?


—Podrías haberme parado —gruñe en clara referencia a lo que acaba de pasar en mi propio apartamento.


—La besaste, Pedro —musito llena de rabia, de dolor.


—Quería hacerte daño —confiesa con la voz apagada.


Ya no hay soberbia en sus palabras. Ahora sólo hay dolor, como en las mías.


—Pues… felicidades. Lo has conseguido.


Sin más, me alejo y él me deja que lo haga. Cruzo a la acera de enfrente y me detengo sin saber adónde ir. No quiero volver a mi apartamento. Esta noche no.


Pedro me observa. No va a marcharse. Suspiro con fuerza tratando de pensar, pero no soy capaz.


Veo un taxi a un puñado de metros y, antes de que un pensamiento cristalice en mi mente, alzo la mano para pararlo. Sin embargo, en cuanto el vehículo amarillo se detiene, Pedro cruza la calzada de un par de zancadas y se asoma a la ventanilla del chófer.


—Se ha equivocado. No quiere un taxi —le informa.


Yo ahogo un suspiro sorprendida y también enfadada y me agacho para poder verle la cara al conductor a través del cristal abierto del copiloto.


—No le haga caso —replico—. Sí quiero un taxi.


Estoy a punto de abrir la puerta cuando Pedro resopla, se mete la mano en el bolsillo y saca un billete de cien.


—La señorita no necesita ningún taxi —le informa mientras le entrega el dinero.


El conductor lo mira, me mira, y finalmente chasquea la lengua un par de veces a la vez que niega con la cabeza y coge el billete justo antes de marcharse suavemente.


Yo fulmino a Pedro con la mirada y me alejo un par de pasos. Él se mantiene a distancia. Tiene claro que no quiero tenerlo cerca, pero no piensa permitir que otra persona cuide de mí de la manera que sea, ni siquiera un taxista cualquiera.


Recuerdo que tengo el iPhone en el bolsillo. Lo saco bajo su atenta mirada buscando a quién llamar. No puedo pedir otro taxi, Pedro se desharía de él igual que de Sofia o Victoria. Lo pienso un instante… Ya sé a quién llamar. La única persona con la que Pedro no intervendría.


Pasamos los quince minutos siguientes en silencio, cada uno en una acera. Yo, tratando de ignorar que él y yo compartimos siquiera continente. Él, observándome, con sus ojos verdes clavados en mí.


Entre la maraña de coches que desafían el tráfico de la Avenida Broadway, creo que los dos distinguimos el SUV de Alejandro a la vez. Pedro tensa su mandíbula y atrapa mi mirada una vez más, pero yo la aparto rápidamente.


—Pequeña, ¿estás bien? —me saluda Ale en cuanto abro la puerta.


Asiento y sin quererlo vuelvo a mirar a Pedro. Tiene los puños apretados con fuerza y rabia junto a sus costados. Está a punto de mandarlo todo al diablo, cargarme sobre su hombro y sacarme de aquí delante de su hermano.


No puedo dejar que lo haga.


—Sí —me obligo a responder montándome—. Sólo me he dejado las llaves dentro. Mañana le pediré la copia de repuesto a Sofia.


Él niega con la cabeza divertido como reproche a mi despiste y arranca el coche. En el segundo que tarda en incorporarse al tráfico, todo me da vueltas. Vuelvo a mirar a Pedro. Él continúa mirándome a mí. ¿Éste es el final de lo que sea que tuviésemos? ¿Las cosas van a acabar así? 


Suspiro hondo y frunzo los labios luchando por no llorar.


Estoy furiosa, pero, a pesar de eso, de lo que ha hecho, de que yo haya elegido marcharme, el dolor se hace un hueco y sencillamente es sobrehumano.


Llegamos al apartamento que Ale tiene en la ciudad, en Gramercy Park. Me presta uno de sus pijamas y, aunque me gano una charla por no cenar, me encierro directamente en su cuarto de invitados.


A solas en la habitación, me tumbo en la cama y, abrazada a la almohada, comienzo a llorar como una idiota. Trato de convencerme de que sólo es toda la tensión; tensión por el trabajo, por el proyecto, por Teo, por Natalie, pero es obvio que hay algo más, aunque me niegue incluso a pronunciar su nombre.




CAPITULO 39 (SEGUNDA HISTORIA)




Apenas he puesto un pie en la oficina cuando la alerta de mensajes de mi móvil me avisa de que he recibido un nuevo email. Es de Pedro.


De: Pedro Alfonso Enviado: 29/09/2015 14.12
Para: Paula Chaves
Asunto: Reunión importante


Tenemos que hablar del proyecto. Ven a mi despacho cuando termines en tu oficina.


Leo esas catorce palabras alrededor de cien veces, buscando mensajes subliminares o el doble sentido a alguna frase. Teniendo en cuenta que en el email sólo hay dos, tampoco hay mucho que hacer. Hubiese agradecido un «he hablado con tu amiga y ahora estoy tan celoso que quiero que vengas para besarte y jurarte amor eterno». Supongo que, tratándose de Pedro, eso es mucho pedir.


Después de haberle dado aproximadamente un millón quinientas ochenta y siete mil doscientas cuarenta y tres vueltas, a las cinco en punto, bajo las escaleras de la boca de metro de Rector Street y voy hasta el centro de la ciudad.


—¿Aún aquí? —saludo a Eva, a la vez que empujo la pesada puerta de cristal.


—Aún aquí —responde ella tan divertida como resignada—. Hoy hemos tenido un día complicado —continúa en un susurro, como si estuviese confiándome el lugar donde desembarcarán los aliados el día D—; reuniones, reuniones y más reuniones.


Sonrío. Puede que parezca una empresa pequeña porque sólo trabajan siete personas en sus oficinas centrales, pero Alfonso, Fitzgerald, Brent es un auténtico hervidero de negocios.


—No me puedo creer que le hayas regalado un puto gato.


Reconozco esa voz. Es Damian y está más que enfadado. Me giro y lo veo entrar en el vestíbulo tras Lola, la amiga de Karen que trabaja en las oficinas de enfrente.


—Estás muerta —la amenaza sin ningún arrepentimiento.


—Y tú, condenado —replica ella sin achantarse lo más mínimo.


Damian bufa indignado y se lleva las manos a las caderas a la vez que da un paso hacia ella.


—¿Qué es lo que quieres? —Más que una pregunta, es una amenaza.


Empiezo a pensar que debería marcharme y no estar aquí espiando, pero la escena es hipnótica.


Estos dos podrían acabar en un enfrentamiento termonuclear en cualquier momento.


—Mi familia irá a tu boda, tal y como Karen quiere —responde Lola, cruzándose de brazos y dando también un paso hacia él. Desde luego, esta mujer no se amilana.


—Ni hablar —ruge sin asomo de dudas—. No quiero que mi boda se convierta en un reencuentro de sin papeles bebiendo mate.


Lola ahoga una risa escandalizada en un suspiro aún más escandalizado.


—Los argentinos beben mate —responde indignada—. Yo soy mexicana.


—Oh, siento la confusión —replica mordaz—. Lo dices como si me importara lo más mínimo.


Los dos se fulminan con la mirada. Ella acaba frunciendo los labios, girando sobre sus tacones de infarto y echando a andar dejando que su espesa melena negra se bambolee sobre su ceñido vestido rojo.


—Suerte librándote de ese gato, señor Alfonso —se despide—. Pendejo.


Me sonríe al pasar a mi lado y se marcha a su oficina.


Damian suelta un juramento ininteligible y se dirige a su despacho.


Sonrío. La cosa está animada por aquí.


Voy hasta el despacho de Pedro y llamo suavemente a la puerta, pero, antes de que pueda darme paso, mi curiosidad, y otras cosas que no me atrevo a reconocer, ganan la batalla y entro.


—Hola —lo saludo.


Él alza la mirada y me recorre entera, desde mis peep toes nude con plataforma hasta mi blusa color champagne, pasando por mi falda lápiz gris perla.


—Tenemos que hablar —me informa.


En un solo segundo, una decena de posibilidades cruza mi mente. ¿Quiere hablar de lo que pasó ayer? ¿De nosotros? ¿De nuestro trato?


—Claro —respondo invitándolo a que continúe.


—Nadine Belamy sabe que el señor Sutherland ya no subvencionará el proyecto.


Tuerzo el gesto. ¿Cómo ha podido enterarse? Confiaba en contárselo yo misma cuando ya tuviésemos firmados los contratos con Adrian Monroe y los otros inversores.


—Eso nos perjudica, ¿verdad?


Me siento culpable. Tengo la sensación de que, con todo lo que ha pasado, no le he prestado la suficiente atención al proyecto.


Pero él niega con la cabeza y ese simple gesto me llena de alivio. Pedro Alfonso siempre consigue todo lo que se quiere.


—Paula, ¿con quién has comido hoy? —pregunta dejándose caer en su sillón de ejecutivo.


Frunzo el ceño imperceptiblemente y tengo que contenerme para no sonreír. ¿Está celoso?


—Con Sofia —respondo lacónica.


Entrelazo las manos a la espalda y me muerdo el labio inferior fingiéndome nerviosa.


Pedro se pasa la mano por el pelo malhumorado y asiente tratando de que no note que está inquieto. ¡Está celoso!


—¿Sólo con Sofia?


—Sí.


Si quieres más detalles, tendrás que suplicar por ellos, Alfonso.


El despacho se llena de un sepulcral silencio mientras sigue observándome.


—¿Eso es todo? —pregunto con aire inocente pero también con cierta insolencia—. Me gustaría irme a la pecera. Hay mucho que hacer en el proyecto.


Pedro se humedece el labio inferior despacio, estudiándome, y finalmente asiente. De pronto me da pánico que pueda averiguar que le estoy mintiendo sólo con clavar sus ojos en los míos, así que doy un paso atrás y señalo la puerta muy torpe, muy nerviosa, y con un cartel de culpable iluminándose en mi frente.


Huyo sin mirar atrás y me instalo en la pecera. Estoy revisando los contratos de Adrian Monroe cuando Pedro aparece en mi puerta.


—Vámonos. —Más que decirlo, lo ordena.


Su única palabra me saca de la fotografía mental que le estaba haciendo.


—Aún me queda mucho por hacer —trato de explicarle.


—Tienes dos minutos. Te espero abajo —replica sin más.


Se da media vuelta y camina hasta los ascensores bajo mi atenta mirada. Este hombre nunca acepta un no.


«Y cuánto te gusta eso.»


Me pongo los ojos en blanco con una sonrisa, despejo la mesa y salgo de la pecera. Después de las sesenta plantas en el ascensor, atravieso el vestíbulo del edificio de oficinas y estoy a punto de perder el pie cuando alzo la mirada y veo a Pedro al otro lado de las puertas de cristal. Está apoyado en su precioso coche de colección. El perfecto complemento para su perfecto traje a medida negro. Agarra la puerta suavemente pero lo suficiente para que sus brazos y su pecho se tensen armónicos bajo su impecable camisa blanca. Tiene la mirada perdida en la Sexta y, cuando vuelve a mirarme a mí, sus ojos verdes me cortan la respiración. 


¿Siempre va a ser así? ¿Siempre voy a sentir todo esto cada vez que lo vea?


Me obligo a echar a andar, y, de paso, a no tropezar como una boba y darme de bruces contra el suelo, y llego hasta él. Pedro me abre la puerta y rodea el coche para tomar asiento.


La noche es agradable y una suave brisa acaricia el ambiente. Pedro va muy concentrado en la carretera y yo disfruto de mi ciudad favorita montada en un Ferrari de 1961.


—¿Adónde vamos? —pregunto sorprendida cuando lo veo girar hacia la parte baja de la ciudad.


Di por hecho que iríamos a su casa.


Pedro no responde y acelera el coche pensativo. ¿Seguirá dándole vueltas a lo de Sofia? Me gusta la idea de que esté celoso, no voy a negarlo, pero no quiero que esté así, más hermético de lo normal. Suspiro mentalmente. Si hubiese un manual de instrucciones sobre Pedro Alfonso, pagaría una buena fortuna por tenerlo.


Unos minutos después aparca el coche a un par de manzanas de mi apartamento. Me abre la puerta y comenzamos a caminar despacio, dando algo parecido a un paseo. Lleva las manos en los bolsillos y yo agarro el asa de mi bolso con las dos mías, sólo para tenerlas ocupadas. 


Ahora mismo me gustaría preguntarle muchas cosas: ¿qué hacemos aquí?, ¿va a quedarse a dormir otra vez aunque sólo sea un rato? y ¿por qué se marchó anoche?


Estamos cruzamos la calle Church. El semáforo cambia de color cuando nos faltan unos metros para alcanzar la acera. 


Sin que pueda prepararme, Pedro se saca la mano del bolsillo, la coloca en la parte baja de mi espalda y me obliga a acelerar suavemente el paso. El contacto me deja devastada y echa abajo todas mis defensas. No sabía cuánto necesitaba que me tocase hasta que lo ha hecho.


Nuestras miradas se encuentran con el primer pie que ponemos en la acera, pero Pedro no permite esa muestra de intimidad, retira su mano y continúa caminando. ¿Qué le pasa? ¿En que está pensado? Estoy completamente perdida.


A unos pasos de mi portal, me freno en seco y frunzo el ceño absolutamente confusa. Verlo es lo último que me esperaba.


—Teo, ¿qué haces aquí? —pregunto.


Al oír mis palabras, Pedro alza la cabeza y repara en Teo. Su mirada inmediatamente se recrudece. No dice nada, pero la arrogancia inunda cada centímetro de su cuerpo.


Teo observa a Pedro y traga saliva. Lo entiendo perfectamente, esos ojos verdes y esa cara de perdonavidas intimidarían a cualquiera. Se levanta nervioso y cuadra los hombros antes de dar un paso hacia mí.


—No me tomes por un loco —empieza a explicarse—, pero necesitaba volver a verte, así que hablé con Sofia. No me quiso dar tu teléfono, pero conseguí sonsacarle tu dirección.


Sonrío incómoda y miro a Pedro con muchísima cautela. 


Sigue callado, observando la situación y, sin embargo, tiene todo el control.


Vuelvo la vista hacia Teo sin saber muy bien cómo reaccionar. Maldita sea, ni siquiera tengo la más remota idea de qué decir.


—Será mejor que me vaya —claudica Teo.


Yo doy un paso hacia él dispuesta a despedirme. Me siento muy halagada, un chico nunca me había esperado en mi portal, pero lo mejor es que se marche. Mi vida ya es demasiado complicada.


Llega hasta mí y me tiende la mano con una sonrisa.


—No tienes por qué irte —comenta Pedro sorprendiéndonos a los dos, impidiendo el contacto de nuestras manos sólo con su voz y toda su seguridad—. Sube a cenar.


Sin esperar respuesta o reacción por nuestra parte, pasa a nuestro lado destilando una fuerza atronadora, sube el único escalón de mi portal y entra. Yo lo observo hasta perderse camino de las escaleras. ¿Qué pretende?


—¿Tú quieres que suba? —inquiere Teo sacándome de mis pensamientos.


Lo observo aturdida un segundo.


—Sí —respondo inquieta—. Claro que sí —añado obligándome a sonreír.


Echo a andar y, cuando subo el escalón, le hago una señal con la mano para que me siga.


Pedro nos espera junto a mi puerta, apoyado en la pared con las manos a la espalda. Otra vez una actitud aparentemente calmada que esconde una arrogancia y un control inmensos.


Nerviosa, me acerco a la puerta y, bajo la atenta mirada de los dos, la abro. Estoy tan acelerada que necesito varios intentos para poder meter la llave en la cerradura y conseguir girarla. Cuando al fin lo logro, entro y los dos me siguen. Teo, nervioso como yo; Pedro, en silencio, observándolo todo, resultado increíblemente intimidante.


Me quito el abrigo y lo dejo sobre la espalda del sofá. Como no tengo la más remota idea de qué decir, huyo a la cocina con la excusa de preparar la cena. Abro el frigorífico y observo cada balda; en parte, porque no sé qué cocinar y, en parte, porque, cuanto más tiempo tenga la cabeza aquí metida, menos tendré que estar fuera. Ahora mismo me arrepiento muchísimo de no vivir en una casa con la cocina independiente y, a poder ser, blindada. Finalmente saco la bandeja de pollo fileteado y todas las verduras que encuentro. Prepararé mi plato estrella: pollo con verduras y fideos chinos. La cocina no se me da mal, pero tampoco soy ningún chef en potencia.


Mientras troceo los calabacines, observo cómo Pedro se quita la chaqueta, la deja con cuidado sobre uno de los taburetes y, remangándose las mangas de la camina, se gira hacia mí. Atrapa mi mirada, pero no me permite ver nada ella. Esos ojos verdes son inexpugnables.


—Yo también ayudaré —comenta Teo.


Sin que nadie diga nada, pelamos y cortamos todas las verduras. La situación no podría ser más violenta. Voy a sufrir un infarto en cualquier momento.


Mientras cocino el pollo, Teo pone la mesa y Pedro abre la botella de vino que compré siguiendo las instrucciones de una aplicación de enología de mi iPhone.


Todo está siendo muy civilizado y por ese motivo también increíblemente incómodo. Además, que Pedro esté tan extrañamente calmado me pone los pelos de punta. Todavía recuerdo cómo reaccionó ante la posibilidad de que tuviera una cita con Marcos Pharrell.


Lo sigo con la mirada por mi salón mientras sirve el vino en las copas que Teo acaba de poner sobre la mesa. Después toma una y la deja junto a mi mano en la encimera. Dios, es como la calma que precede a la tormenta. Va a volverme loca.


—¿Qué estás haciendo? —susurro para que Teo no pueda oírnos—. Esto es un sinsentido. Ni siquiera sé qué hacer.


—Piensa en lo que vas a comer, Ratoncita —replica arisco pero también exigente—. Yo lo hago.


Maldita sea, ha sido una advertencia en toda regla.


Lo observo alejarse aún más confusa que antes. Mi mente está trabajando a mil kilómetros por hora, pero no estoy consiguiendo sacar ninguna conclusión.


Termino de cocinar y sirvo tres platos, pero no quiero moverme de la cocina. La isla es mi trinchera.


Ánimo, Chaves. Tú puedes.


—Tiene una pinta deliciosa —comenta Teo tomando asiento.


Pedro aparta la silla a su lado y, una vez que me siento, me empuja suavemente. Da igual la surrealista situación en la que nos encontremos, sus buenos modales nunca le abandonan.


—Gracias —murmuro.


Los observo a los dos, pero inmediatamente bajo la mirada y la clavo en mi plato. Por mucho valor que me haya autoinfundido, todavía no estoy preparada para charlar del tiempo y esas cosas.


Tomo mi copa de vino y estoy a punto de darle un sorbo cuando llaman a la puerta. Miro hacia el recibidor extrañada. ¿Quién puede ser? La verdad es que me vendría de perlas que fueran Sofia o Victoria. Se pondrían a contar chistes malos y a hablar de Adam Levine y acabarían con toda la tensión en un santiamén.


—Ya voy yo —me excuso levantándome.


Por un segundo mi mirada se encuentra con la de Pedro y un escalofrío helado me recorre la columna. Algo dentro de mí no para de gritar que debería salir huyendo sin mirar atrás.


Abro la puerta y, al alzar la cabeza, todos los miedos y las dudas vuelven de golpe