sábado, 1 de julio de 2017
CAPITULO 64 (PRIMERA HISTORIA)
Ha empezado a llover. Cuando abro los ojos, el ruido de las miles de gotas de lluvia golpeando el inmenso ventanal del dormitorio de Pedro roba por completo mi atención. La noche es aún cerrada. Me giro buscándolo, pero no está.
Me levanto despacio, algo adormilada, y camino descalza por el parqué. No recuerdo haberme quitado los zapatos.
Salgo al salón y el corazón me da un vuelco cuando veo una vez más a Pedro sentado en el suelo. Todo es igual que las veces anteriores. Tiene la espalda apoyada en el sofá, la mirada perdida en el skyline de Nueva York y una copa de
Glenlivet con hielo en la mano. Sin embargo, el dolor, la tristeza, la rabia, todo parece haberse multiplicado por mil.
Despacio, camino hasta él. Debe de haberme oído, porque no se sobresalta cuando me detengo a su lado. Durante lo que me parece una eternidad, se queda en silencio con la mirada perdida en el mismo lugar.
No sé qué debo hacer, así que decido hacer lo que quiero hacer y tomándole por sorpresa, me siento a horcajadas sobre su regazo. El tul de mi vestido nos cubre a los dos.
Pedro observa todo el movimiento y, cuando ya estamos acoplados, me mira directamente a los ojos. Lo que veo en ellos me destroza un poco más, porque todo lo que había imaginado, todo ese dolor, esa rabia, están ahí, pero, sobre todo, hay un profundo y cristalino miedo.
—Pedro—susurro. Sólo quiero consolarlo.
Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero la intercepta y la baja hasta colocarla de nuevo en mi regazo. El dolor se recrudece en su mirada. Automáticamente recuerdo las palabras de Jeremias.
—¿Qué fue lo que pasó? —pregunto en un murmuro.
—Nada —responde lacónico.
Me está mintiendo. Todas esas emociones siguen ahí.
—Pedro… —le suplico.
—No me pasó nada —me interrumpe.
No voy a rendirme. Lo observo tratando de descifrar su expresión y entonces me fijo en la pequeña cicatriz que tiene en la ceja derecha.
Recuerdo que no me dejó tocarla aquella mañana. De pronto las piezas parecen comenzar a encajar.
Pedro va a llevarse el vaso de whisky a los labios, pero ahora soy yo quien intercepta su mano.
—¿Tus padres murieron en un accidente? —murmuro—. ¿La cicatriz es de ese accidente? ¿Tú ibas con ellos?
Su mandíbula se tensa imperceptiblemente y algo, más profundo que la rabia o el dolor, cambia en su mirada.
—Mi padre está vivo —contesta en un golpe de voz.
Frunzo el ceño confusa.
—Creí que tus padres habían muerto.
—Para mí lo estaba —responde sin compasión.
Y de pronto lo entiendo todo. Suspiro nerviosa y contengo un
sollozo.
—¿Tu padre te hizo eso?
Nunca he querido tanto como ahora estar equivocada.
Pedro se mantiene en silencio una vez más lleno de dolor.
—Mi padre me destrozó la vida.
Se lleva la copa a los labios y le da un largo trago. Esta vez no le detengo.
—Empezó a pegarme cuando tenía cinco años, por lo menos ésa es la primera vez que recuerdo, y no paró nunca.
Trago saliva. No quiero llorar.
—¿Y tu madre? —murmuro.
—Cuando me pegaba a mí, ya había conseguido dejarla inconsciente a golpes... hasta que un día la mató.
Su voz suena llena de un dolor tan profundo que traspasa mi piel y agujerea mi corazón. No es sólo un mal recuerdo, está herido, y cada palabra, cada recuerdo, sólo le trae rabia y una constante tristeza.
—Pedro —susurro.
—El día que cumplí quince años, me largué de allí. Mi madre había dejado un fideicomiso a mi nombre y ésa era la edad legal en la que podía disponer de él. Esa noche me dio una paliza —recuerda con su mirada llena de rabia—. Yo la aguanté. Sabía que iba a ser la última. Esperé a que se durmiera y me fui. En el control de seguridad del aeropuerto estuvieron a punto de no dejarme pasar porque, al cachearme, caí de rodillas por el dolor. El hijo de puta me había fisurado dos costillas como recuerdo.
Me llevo la mano a la boca y ahogo un sollozo contra la palma.
—Todas las noches, lo último que veo antes de dormirme es su cara. Durante años me he recordado los peores golpes para no flaquear. Las costillas, el brazo izquierdo roto por dos sitios, el hombro derecho dislocado, la cicatriz. —Le da un trago a su copa hasta apurarla del todo —. Tenía cinco años —sus ojos se llenan de las lágrimas que su masculinidad no le permite llorar—. Se bebió una botella de vodka y yo estaba allí, mirándolo, muerto de miedo. No entiendo por qué no me escondía. Nunca me escondía —recuerda en un golpe de voz.
Yo sí entiendo por qué nunca se escondía. Aunque sólo tuviera cinco años, estoy completamente convencida de que ya tenía el carácter repleto de fuerza que tiene ahora.
—Me golpeó y acabó rompiéndome la botella en la cabeza. Esa noche mató a mi madre.
Todas las piezas de un puzle demasiado triste comienzan a encajar.
Lo que dijo sobre que Franco bebiera vodka, que no me dejara hacerle más preguntas sobre su familia... pero, sobre todo, encajan todas las veces que le he visto sentado en este mismo lugar. Llevándose la mano a esos mismos sitios.
Resoplo obligándome a dejar de sollozar y, muy despacio, dejándole claro lo que voy a hacer, me inclino sobre su costado derecho. Pedro me observa y todo su cuerpo se tensa. Cuando mis labios rozan su piel, exhala todo el aire de sus pulmones brusco, entrecortado. Sólo quiero calmarlo, borrar todos sus recuerdos tristes, que estos golpes dejen de doler. Me incorporo igual de despacio y tomo con cuidado su brazo izquierdo y lo beso dos veces. Él sigue mirándome, sigue asustado, tenso, triste, dolido, lleno de rabia, pero, lentamente, un poco de calor va mezclándose con todo eso.
Muy despacio vuelvo a inclinarme y le beso el hombro derecho.
¿Cómo pudo hacerle eso a un niño? ¿A su hijo? Me imagino a un crío tan guapo como es ahora con la mirada llena de rabia sin ni siquiera entender por qué su padre le hace algo así. Le acuno suavemente la cara y deslizo mis manos hasta perderlas en su pelo. Le doy un beso en su cicatriz. Él vuelve a resoplar brusco y una lágrima cae por mi mejilla. Sólo quiero que olvide todo ese dolor.
Pedro alza las manos y rodea mi cintura con fuerza,
estrechándome contra su cuerpo. Sólo quiero hacerle feliz.
Alza la cabeza y busca mis labios. Nos besamos desesperados. Ha sufrido demasiado. Las lágrimas siguen cayendo, pero no me importa, tampoco creo que pudiese pararlas si quisiese.
Pedro toma mi cara entre sus manos. Me besa aún con más fuerza, con más pasión, como si por primera vez estuviera dispuesto a entregármelo todo.
—Paula—susurra separándose de mí y apoyando su frente en la mía.
Nuestras respiraciones se aceleran. Los dos aún tenemos los ojos cerrados.
—Tienes que aprender a elegir mejor tus batallas.
De pronto siento que han tirado de la alfombra bajo mis pies.
Abro los ojos e inmediatamente busco los suyos. ¿Por qué ha dicho eso? Justo esa frase, justo esas palabras. Hay demasiado dolor entre los dos.
Pedro nos levanta ágil y se separa de mí caminando hasta la isla de la cocina. Yo me quedo inmóvil, observándolo.
—Pedro, podemos arreglarlo, podemos estar bien.
—Ya te lo dije una vez: yo no tengo arreglo —replica sin ni siquiera mirarme.
Doy unos pasos hacia él. No pienso dejar que se rinda.
—Lo que te pasó fue horrible pero…
—Paula, para —me interrumpe de espadas a mí.
Por su voz, su expresión, sé que está llegando al límite, pero necesito que entienda que las cosas pueden ser diferentes.
—¿Por qué haces esto? Tenemos solución…
—¡No, no la tenemos! —replica furioso a la vez que se gira y camina hacia mí—. No la tenemos. Yo no la tengo.
Otra vez todo ese dolor, toda esa rabia. Me seco las lágrimas con el reverso de la mano y le mantengo la mirada.
—Un día, al salir de la oficina, íbamos a ir a cenar —recuerda como si, que me viese involucrada, aún sin saberlo, fuese lo que más le enfureciese de todo—, y lo vi. Hacía diecisiete años que no lo veía y allí estaba, en la acera de enfrente de mi maldito trabajo.
Frunzo el ceño. Recuerdo aquel día. Me mandó a casa sin darme explicaciones. Fue la primera vez que creí ver miedo en sus ojos.
—Intenté olvidarlo. No pensar, pero me estaba comiendo por dentro. La noche que te pedí que te marcharas había vuelto a verlo y... ¿sabes lo que hice? —me pregunta y juraría que en este instante se odia a sí mismo —. Lo seguí, lo empujé a un callejón oscuro y le di una paliza. —Está destrozado, herido de más maneras de las que siquiera ninguno de los dos puede imaginar—. Ni siquiera lo pensé. De pronto volvía a ser un crío de cinco años con la mirada triste que echaba demasiado de menos a su madre y no lo pensé. Dijo mi nombre, Paula, me reconoció y yo seguí pegándole. No tengo sentimientos. No puedo tenerlos. Tú misma lo dijiste.
Lloro en silencio sin desunir nuestras miradas. Quiero decirle que fui una idiota, que claro que tiene sentimientos, que ninguna persona que no los tuviera sentiría todo el dolor que él siente.
—Antes... hablaste en sueños —me explica con una cristalina tristeza empañando cada palabra—. Me pediste que te hiciera feliz.
—Pedro... —murmuro.
—¿Y si no lo consigo? —replica desoyendo mi suplica—. ¿Y si soy el mismo monstruo que mi padre?
—Tú no eres así —logro decir entre lágrimas.
Necesito que lo entienda.
—Le pegué, sangraba y yo continué pegándole, Paula. Tengo tanta rabia dentro...
—Y tanto amor —sentencio acercándome a él.
Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero Pedro detiene mi muñeca.
—Si fueras el mismo monstruo que él, no te sentirías así —trato de hacerle comprender.
—Tú no me conoces —sentencia.
Suena cansado del mundo. Lleva luchando toda su vida.
Primero, con sus recuerdos, y ahora, con la idea de que pueda ser igual que lo que más odia. No sabe cuánto se equivoca. Él no es así. Nunca será así.
Una idea cruza mi mente como un ciclón y, aunque al principio me niego a creerlo, no tarda en inundarlo todo.
—¿Creías que saldría huyendo cuando me contaras lo que habías hecho?
Pedro aparta la mirada incómodo un segundo y, cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, todas esas emociones siguen en ellos, pero ahora están bañadas de la arrogancia que siempre le domina.
—Es lo que tendrías que hacer —concluye.
—Pedro, yo te quiero, ¿no lo entiendes?
—Y tú no entiendes que yo no quiero que tú me quieras.
Nos miramos a los ojos por un momento, pero esta vez soy yo la que rompe el contacto mientras asiento suavemente.
Yo también estoy cansada de chocar siempre con la misma pared. Ha sufrido lo indecible, pero yo no lo he juzgado, sólo quiero ayudarlo, estar con él, y está claro que Pedro nunca va a permitirlo. Cuando vuelva a subir su coraza, no querrá a nadie dentro de ella.
—No me conoces, no dejas que yo te conozca y está claro que no confías en mí. Si hicieras cualquiera de esas tres cosas, te habrías dado cuenta de que yo jamás habría salido huyendo de ti. —Mi voz vuelve a sonar llena de lágrimas, pero no son de tristeza, sino de rabia—. Esto se ha acabado, porque me he cansado de luchar por ti, Pedro.
Él me mantiene la mirada. Su expresión ha cambiado por completo y otro tipo de dolor se ha instalado en ella. Voy hasta la isla de la cocina y recojo mi abrigo, mi bolso y mis zapatos. Los dejó aquí y no en la habitación porque ya sabía que no me permitiría quedarme o, quizá, pensó que saldría huyendo sin mirar atrás. Cualquiera de las ideas me entristece demasiado.
Pedro continúa mirándome, pero también sigue en silencio.
Camino hasta el ascensor, pulso el botón de llamada y las puertas se abren inmediatamente. Dudo si montarme y por un momento simplemente me quedo de pie, frente al pequeño cubículo perfectamente iluminado. No va a decir nada y yo tengo que dejar de pensar que va a hacer alguna estupidez romántica como correr tras de mí, porque es obvio que eso no va a suceder.
Pedro Alfonso se ha acabado y esta vez es para siempre.
CAPITULO 63 (PRIMERA HISTORIA)
Gimo contra sus labios y estoy a punto de dejarme llevar y devolverle el beso, pero en el último microsegundo oigo todas las alarmas de mi cuerpo y lo empujo para apartarlo.
—¿Qué haces? —le pregunto furiosa cuando, a regañadientes, se separa de mí.
Él no contesta. Sus ojos siguen llenos de rabia e incluso de una pizca de frustración, pero con toda esa arrogancia y esa exigencia brillando con fuerza en ellos. Soy suya y ha querido demostrárselo al mundo en general y a Franco en particular. Es un gilipollas.
Jeremias y Octavio lo miran sorprendidos y furiosos y yo,
sencillamente, ya no quiero estar aquí.
—Lo siento —murmuro.
Mi disculpa era sobre todo para Franco. Ahora mismo ni siquiera soy capaz de mirarlo a la cara.
Giro sobre mis pies y salgo disparada hacia las escaleras de
emergencia. No quiero tener que esperar el ascensor donde ellos puedan seguir viéndome.
Apenas he bajado un par de plantas cuando oigo la puerta abrirse brusca y unos pasos acelerados cada vez más cerca.
Sé que es Pedro.
Me planteo acelerar el paso y bajar las ochenta y cuatro plantas que me quedan corriendo, pero acabaría rodando por ellas dentro de tres tramos aproximadamente y, al final, tendría que enfrentarme a Pedro igualmente. Mejor me cruzo de brazos y lo hago mentalizándome de que la violencia no conduce a nada.
Sin embargo, cuando lo oigo detenerse a unos metros de mí, no puedo más.
—¿Qué coño pasa contigo, Pedro? —pregunto furiosa.
—¿En serio me lo preguntas? —inquiere a su vez tan enfadado como yo—. No pienso dejar que ese gilipollas crea que tiene algo que hacer contigo.
Yo suspiro absolutamente exasperada a la vez que me llevo las manos a las caderas.
—Eso no es asunto tuyo —siseo.
—Claro que es asunto mío, joder —sentencia—. No va a tocarte un solo dedo.
Su voz amenazadoramente suave logra intimidarme, pero no pienso demostrarlo. No tiene ningún derecho a estar enfadado y mucho menos a hacer lo que ha hecho. ¡Estoy tan cabreada!
—¿Qué quieres de mí, Pedro? Hablo en serio. Dímelo, porque ya no entiendo nada. ¡Tienes novia!
—¡Lo sé!
Su grito nos silencia a los dos. Está lleno de demasiada rabia.
—Bebe vodka. Sólo los gilipollas beben vodka, joder.
Sus palabras me dejan fuera de juego. ¿Qué demonios le importa lo que beba Franco?
—¿Qué es lo que quieres? —replico exasperada.
—Quiero que dejes de comportarte como una niña malcriada que por la mañana me suplica que esté con ella y por la noche aparece de la mano del primer gilipollas que se lo propone.
Ni siquiera lo pienso. La furia y la indignación me sacuden y le doy una bofetada.
Nuestras respiraciones aceleradas son lo único que se oye en todas las escaleras.
Pedro se lleva la mano a la mejilla mientras gira la cabeza
lentamente. Sus ojos inescrutables atrapan por completo los míos, pero no me importa. En ellos sólo va a encontrar rabia y decepción.
—Te odio, Pedro —digo con una convicción demasiado triste en cada palabra —. No quiero volver a verte nunca.
Sin esperar respuesta por su parte, me pierdo escaleras abajo. Él no me sigue. Mejor así. A pesar de todo el enfado que siento, voy a romper a llorar en cualquier momento. Otra vez no he querido hacerlo delante de él por un ataque de orgullo que llega demasiado tarde. Esta vez he tenido suficiente. No es como antes. Esa vocecita que me decía que me necesita, que está perdido, sigue ahí, sólo que mi sentido común vestido de Clint Eastwood en Gran Torino la ha encañonado. Ya no puedo conformarme sólo con lo que creo que siente. Maldita sea, yo le quiero y me merezco que también me quieran, y que lo reconozcan, y que me hagan el amor, y que me dejen ser feliz, sin condiciones, sin un «no te enamores» y «si te enamoras, no lo digas» y «si lo dices, olvídalo todo, yo también lo haré».
Voy tratando de abrir las puertas de las diferentes plantas para entrar en un baño y lavarme la cara. Si sigo así, no quiero saber el aspecto que tendré cuando llegue al vestíbulo después de ochenta y cuatro pisos llorando. No hay mascara de pestañas que resista eso por muy waterproof que sea.
Estoy a punto de desistir cuando en la planta setenta y seis la puerta se abre. Un rápido vistazo me hace comprender que me encuentro en unas oficinas, un bufete de abogados o algo por el estilo. Intento buscar alguna señal que indique los lavabos, pero nada. Me meto en la primera puerta que consigo abrir. Es un lujoso despacho. Con un poco de suerte, tendrá aseo privado. Respiro hondo al divisarlo sólo a unos metros de mí.
Me mojo las manos y me las llevo a la cara. El agua está helada, pero inexplicablemente sienta bien. Con el segundo chapuzón, me quito casi todo el maquillaje. La bendita máscara de pestañas sigue resistiendo. Me miro al espejo.
Parezco un panda tratando de dejar el Prozac.
Me estoy mojando las manos por tercera vez cuando oigo pasos en el pasillo. Cierro el grifo de golpe, apago la luz y entorno la puerta con cuidado. Ni siquiera sé dónde estoy, y mucho menos creo que pueda estar.
Las voces y los pasos se oyen más próximos. Cierro los ojos con fuerza y le pido al universo que pasen de largo, pero, como siempre, no sólo me ignora, sino que hace justo lo opuesto y reparte palomitas a todo el que quiera sentarse y mirar.
La luz del despacho se enciende y dos pares de pies entran.
—¿Qué coño haces, tío? —Reconozco esa voz al instante. Es Jeremias.
Sorprendida, me acerco a la puerta y agudizo el oído todo lo posible.
Sea quien sea con el que habla, no contesta.
—¿Por qué la tratas así? —continúa exasperado—. Dime que la quieres y que, que te estés comportando como el mayor cabrón del mundo con ella, tiene algún sentido... porque, si no, te juro que yo mismo me encargaré de que no vuelvas a verla, Pedro.
Me quedo boquiabierta. ¡Son Jeremias y Pedro!
—¿Crees que yo quiero que todo esto sea así? —replica Pedro alzando la voz —. ¿Piensas que me gusta verla sufrir? ¡Me estoy muriendo, joder!
Sus palabras son tan sinceras que me desarman. Me siento
increíblemente mal por haberle dicho que lo odiaba, pero es que a veces no me deja otra opción.
—¿Qué crees que pasará si admites lo que realmente sientes por Paula? ¿Que no saldrá bien? ¿Que se esfumará?
Abro un poco más la puerta, apenas un par de centímetros. Pedro se pasa las manos por el pelo y su actitud parece casi desesperada, como si estuviera muerto de miedo.
—Pedro, ¿tan jodido estás?
—No te haces una idea.
Son las cinco palabras más rebosantes de dolor que he escuchado en toda mi vida. Me muerdo el labio con fuerza para no romper a llorar. Es el hombre al que quiero y está roto por dentro.
Jeremias también se da cuenta. Guarda silencio y simplemente observa a su amigo.
—Yo sólo quiero…
La voz de Pedro se evapora y no termina la frase. Ha vuelto a ponerse la coraza. Resopla brusco y vuelve a pasarse las manos por el pelo.
—Jeremias, no necesito esto —masculla.
—¿Y qué necesitas?
Pedro cabecea un instante.
—A ella.
Ya no aguanto más. Mi devastado corazón se ha roto en pedazos aún más pequeños, pero sencillamente ha vuelto a llenarse de esperanza con esas dos palabras. Me necesita y yo a él. Me da igual lo que haya pasado, todo lo que nos hayamos dicho.
Empujo la puerta suavemente. Tal y como pasó cuando le escuché hablar con los chicos en el despacho, Pedro es el primero en verme aparecer. Su expresión se llena de sorpresa, pero casi al mismo tiempo de ese desconcierto de saber que tienes exactamente lo que quieres y ser plenamente consciente de que, a pesar de todo, no puedes tenerlo.
Nos miramos a los ojos sin saber qué otra cosa hacer. Yo sólo quiero correr a abrazarlo y creo que eso es exactamente lo que él quiere que haga.
—Os dejaré solos —murmura Jeremias dirigiéndose hacia la puerta.
Ninguno de los dos lo mira, pero los dos somos perfectamente conscientes de cuándo nos hemos quedado solos. Pedro cubre la distancia que nos separa con paso lento. Alza la mano y acaricia mi mejilla. El calor de sus dedos en mi piel me llena por dentro y, sin quererlo, dejo escapar un suspiro. Pedro sonríe tenue, fugaz, triste, y deja caer su frente sobre la mía al tiempo que me estrecha contra su cuerpo.
—Vámonos a casa —susurra.
Asiento suavemente. Pedro me toma de la mano y nuestros dedos automáticamente se entrelazan. Salimos del edificio en el más absoluto silencio y lo mismo ocurre durante el camino a su apartamento. Tengo la sensación de que hemos firmado una delicada tregua y ninguno de los dos quiere hacer o decir nada para no estropearla.
Las puertas se abren y, como tantas veces, el precioso ático de Park Avenue se abre a mis pies. Es la primera vez que estoy aquí desde que Pedro me dijo que me había reservado una habitación en el Saint Regis.
Tira suavemente de mi mano y salimos del ascensor. El corazón me late de prisa y creo que no he vuelto a respirar pausadamente desde que lo vi junto a la barra en el Empire State.
Atravesamos el salón y entramos en la habitación. Todas las
sensaciones se multiplican. Estoy delante de los veinte metros cuadrados donde he sido más feliz en toda mi vida.
Sin desentrelazar nuestras manos, Pedro se coloca frente a mí. Alza la que le queda libre y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Sus preciosos ojos siguen el suave movimiento y siento que, sin ni siquiera mirarme, me han hipnotizado.
Ahora son azules y lo son aún más cuando, por fin, se posan en los míos.
Pedro exhala todo el aire de sus pulmones y se sienta en el borde de la cama; antes de que pueda hacer o decir nada, tira de mí y me sienta en su regazo. Con un fluido movimiento, nos tumba de lado sobre el colchón, frente a frente, y me acomoda para que mis piernas rodeen su cintura. Yo suspiro hondo al sentirme exactamente donde quiero estar y como quiero estar. No tengo claro hasta qué punto esto es una buena idea, y tampoco quiero pensarlo, así que simplemente me quedo muy quieta, saboreando el momento.
—Paula —me llama con su grave voz—, estás sufriendo por mi culpa.
Pretende que suene como una pregunta, pero la culpabilidad le gana la partida y acaba afirmándolo.
Yo niego con la cabeza suavemente.
—No —pronuncio tratando de imprimir toda la seguridad del mundo en esa pequeña palabra.
Pedro alza la mano una vez más y me acaricia suavemente la mejilla con el reverso de los dedos.
—Sé cuándo mientes, Pecosa —replica, pero, por primera vez desde que nos conocimos, tengo claro que no lo hace para reírse de mí.
Respiro hondo. Supongo que es hora de sincerarse.
—Me duele que estés con esa chica. Te oí decir tantas veces que tú no querías tener novia, que no te interesaba enamorarte…
Pedro se inclina sobre mí y me da un intenso beso. Mi cuerpo reacciona inmediatamente al contacto y suspiro dejándome llevar por completo. Su caricia me calma y, aunque sé que no es bueno para mí, también calma todos y cada uno de mis miedos.
—No estoy enamorado de ella —susurra contra mis labios—. Jamás podría estarlo.
Me besa de nuevo y yo vuelvo a recibirlo absolutamente encantada.
Nos pasamos el resto de la noche besándonos, acariciándonos o simplemente asegurándonos de que el otro está ahí. También sé que eso no es bueno para mí. No hemos aclarado nada. No sé si estoy en otro callejón sin salida, pero levantarme y marcharme ahora mismo ni siquiera es una opción para mí.
Me duermo sintiendo su mano acariciar suavemente mi cadera.
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