sábado, 1 de julio de 2017
CAPITULO 63 (PRIMERA HISTORIA)
Gimo contra sus labios y estoy a punto de dejarme llevar y devolverle el beso, pero en el último microsegundo oigo todas las alarmas de mi cuerpo y lo empujo para apartarlo.
—¿Qué haces? —le pregunto furiosa cuando, a regañadientes, se separa de mí.
Él no contesta. Sus ojos siguen llenos de rabia e incluso de una pizca de frustración, pero con toda esa arrogancia y esa exigencia brillando con fuerza en ellos. Soy suya y ha querido demostrárselo al mundo en general y a Franco en particular. Es un gilipollas.
Jeremias y Octavio lo miran sorprendidos y furiosos y yo,
sencillamente, ya no quiero estar aquí.
—Lo siento —murmuro.
Mi disculpa era sobre todo para Franco. Ahora mismo ni siquiera soy capaz de mirarlo a la cara.
Giro sobre mis pies y salgo disparada hacia las escaleras de
emergencia. No quiero tener que esperar el ascensor donde ellos puedan seguir viéndome.
Apenas he bajado un par de plantas cuando oigo la puerta abrirse brusca y unos pasos acelerados cada vez más cerca.
Sé que es Pedro.
Me planteo acelerar el paso y bajar las ochenta y cuatro plantas que me quedan corriendo, pero acabaría rodando por ellas dentro de tres tramos aproximadamente y, al final, tendría que enfrentarme a Pedro igualmente. Mejor me cruzo de brazos y lo hago mentalizándome de que la violencia no conduce a nada.
Sin embargo, cuando lo oigo detenerse a unos metros de mí, no puedo más.
—¿Qué coño pasa contigo, Pedro? —pregunto furiosa.
—¿En serio me lo preguntas? —inquiere a su vez tan enfadado como yo—. No pienso dejar que ese gilipollas crea que tiene algo que hacer contigo.
Yo suspiro absolutamente exasperada a la vez que me llevo las manos a las caderas.
—Eso no es asunto tuyo —siseo.
—Claro que es asunto mío, joder —sentencia—. No va a tocarte un solo dedo.
Su voz amenazadoramente suave logra intimidarme, pero no pienso demostrarlo. No tiene ningún derecho a estar enfadado y mucho menos a hacer lo que ha hecho. ¡Estoy tan cabreada!
—¿Qué quieres de mí, Pedro? Hablo en serio. Dímelo, porque ya no entiendo nada. ¡Tienes novia!
—¡Lo sé!
Su grito nos silencia a los dos. Está lleno de demasiada rabia.
—Bebe vodka. Sólo los gilipollas beben vodka, joder.
Sus palabras me dejan fuera de juego. ¿Qué demonios le importa lo que beba Franco?
—¿Qué es lo que quieres? —replico exasperada.
—Quiero que dejes de comportarte como una niña malcriada que por la mañana me suplica que esté con ella y por la noche aparece de la mano del primer gilipollas que se lo propone.
Ni siquiera lo pienso. La furia y la indignación me sacuden y le doy una bofetada.
Nuestras respiraciones aceleradas son lo único que se oye en todas las escaleras.
Pedro se lleva la mano a la mejilla mientras gira la cabeza
lentamente. Sus ojos inescrutables atrapan por completo los míos, pero no me importa. En ellos sólo va a encontrar rabia y decepción.
—Te odio, Pedro —digo con una convicción demasiado triste en cada palabra —. No quiero volver a verte nunca.
Sin esperar respuesta por su parte, me pierdo escaleras abajo. Él no me sigue. Mejor así. A pesar de todo el enfado que siento, voy a romper a llorar en cualquier momento. Otra vez no he querido hacerlo delante de él por un ataque de orgullo que llega demasiado tarde. Esta vez he tenido suficiente. No es como antes. Esa vocecita que me decía que me necesita, que está perdido, sigue ahí, sólo que mi sentido común vestido de Clint Eastwood en Gran Torino la ha encañonado. Ya no puedo conformarme sólo con lo que creo que siente. Maldita sea, yo le quiero y me merezco que también me quieran, y que lo reconozcan, y que me hagan el amor, y que me dejen ser feliz, sin condiciones, sin un «no te enamores» y «si te enamoras, no lo digas» y «si lo dices, olvídalo todo, yo también lo haré».
Voy tratando de abrir las puertas de las diferentes plantas para entrar en un baño y lavarme la cara. Si sigo así, no quiero saber el aspecto que tendré cuando llegue al vestíbulo después de ochenta y cuatro pisos llorando. No hay mascara de pestañas que resista eso por muy waterproof que sea.
Estoy a punto de desistir cuando en la planta setenta y seis la puerta se abre. Un rápido vistazo me hace comprender que me encuentro en unas oficinas, un bufete de abogados o algo por el estilo. Intento buscar alguna señal que indique los lavabos, pero nada. Me meto en la primera puerta que consigo abrir. Es un lujoso despacho. Con un poco de suerte, tendrá aseo privado. Respiro hondo al divisarlo sólo a unos metros de mí.
Me mojo las manos y me las llevo a la cara. El agua está helada, pero inexplicablemente sienta bien. Con el segundo chapuzón, me quito casi todo el maquillaje. La bendita máscara de pestañas sigue resistiendo. Me miro al espejo.
Parezco un panda tratando de dejar el Prozac.
Me estoy mojando las manos por tercera vez cuando oigo pasos en el pasillo. Cierro el grifo de golpe, apago la luz y entorno la puerta con cuidado. Ni siquiera sé dónde estoy, y mucho menos creo que pueda estar.
Las voces y los pasos se oyen más próximos. Cierro los ojos con fuerza y le pido al universo que pasen de largo, pero, como siempre, no sólo me ignora, sino que hace justo lo opuesto y reparte palomitas a todo el que quiera sentarse y mirar.
La luz del despacho se enciende y dos pares de pies entran.
—¿Qué coño haces, tío? —Reconozco esa voz al instante. Es Jeremias.
Sorprendida, me acerco a la puerta y agudizo el oído todo lo posible.
Sea quien sea con el que habla, no contesta.
—¿Por qué la tratas así? —continúa exasperado—. Dime que la quieres y que, que te estés comportando como el mayor cabrón del mundo con ella, tiene algún sentido... porque, si no, te juro que yo mismo me encargaré de que no vuelvas a verla, Pedro.
Me quedo boquiabierta. ¡Son Jeremias y Pedro!
—¿Crees que yo quiero que todo esto sea así? —replica Pedro alzando la voz —. ¿Piensas que me gusta verla sufrir? ¡Me estoy muriendo, joder!
Sus palabras son tan sinceras que me desarman. Me siento
increíblemente mal por haberle dicho que lo odiaba, pero es que a veces no me deja otra opción.
—¿Qué crees que pasará si admites lo que realmente sientes por Paula? ¿Que no saldrá bien? ¿Que se esfumará?
Abro un poco más la puerta, apenas un par de centímetros. Pedro se pasa las manos por el pelo y su actitud parece casi desesperada, como si estuviera muerto de miedo.
—Pedro, ¿tan jodido estás?
—No te haces una idea.
Son las cinco palabras más rebosantes de dolor que he escuchado en toda mi vida. Me muerdo el labio con fuerza para no romper a llorar. Es el hombre al que quiero y está roto por dentro.
Jeremias también se da cuenta. Guarda silencio y simplemente observa a su amigo.
—Yo sólo quiero…
La voz de Pedro se evapora y no termina la frase. Ha vuelto a ponerse la coraza. Resopla brusco y vuelve a pasarse las manos por el pelo.
—Jeremias, no necesito esto —masculla.
—¿Y qué necesitas?
Pedro cabecea un instante.
—A ella.
Ya no aguanto más. Mi devastado corazón se ha roto en pedazos aún más pequeños, pero sencillamente ha vuelto a llenarse de esperanza con esas dos palabras. Me necesita y yo a él. Me da igual lo que haya pasado, todo lo que nos hayamos dicho.
Empujo la puerta suavemente. Tal y como pasó cuando le escuché hablar con los chicos en el despacho, Pedro es el primero en verme aparecer. Su expresión se llena de sorpresa, pero casi al mismo tiempo de ese desconcierto de saber que tienes exactamente lo que quieres y ser plenamente consciente de que, a pesar de todo, no puedes tenerlo.
Nos miramos a los ojos sin saber qué otra cosa hacer. Yo sólo quiero correr a abrazarlo y creo que eso es exactamente lo que él quiere que haga.
—Os dejaré solos —murmura Jeremias dirigiéndose hacia la puerta.
Ninguno de los dos lo mira, pero los dos somos perfectamente conscientes de cuándo nos hemos quedado solos. Pedro cubre la distancia que nos separa con paso lento. Alza la mano y acaricia mi mejilla. El calor de sus dedos en mi piel me llena por dentro y, sin quererlo, dejo escapar un suspiro. Pedro sonríe tenue, fugaz, triste, y deja caer su frente sobre la mía al tiempo que me estrecha contra su cuerpo.
—Vámonos a casa —susurra.
Asiento suavemente. Pedro me toma de la mano y nuestros dedos automáticamente se entrelazan. Salimos del edificio en el más absoluto silencio y lo mismo ocurre durante el camino a su apartamento. Tengo la sensación de que hemos firmado una delicada tregua y ninguno de los dos quiere hacer o decir nada para no estropearla.
Las puertas se abren y, como tantas veces, el precioso ático de Park Avenue se abre a mis pies. Es la primera vez que estoy aquí desde que Pedro me dijo que me había reservado una habitación en el Saint Regis.
Tira suavemente de mi mano y salimos del ascensor. El corazón me late de prisa y creo que no he vuelto a respirar pausadamente desde que lo vi junto a la barra en el Empire State.
Atravesamos el salón y entramos en la habitación. Todas las
sensaciones se multiplican. Estoy delante de los veinte metros cuadrados donde he sido más feliz en toda mi vida.
Sin desentrelazar nuestras manos, Pedro se coloca frente a mí. Alza la que le queda libre y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Sus preciosos ojos siguen el suave movimiento y siento que, sin ni siquiera mirarme, me han hipnotizado.
Ahora son azules y lo son aún más cuando, por fin, se posan en los míos.
Pedro exhala todo el aire de sus pulmones y se sienta en el borde de la cama; antes de que pueda hacer o decir nada, tira de mí y me sienta en su regazo. Con un fluido movimiento, nos tumba de lado sobre el colchón, frente a frente, y me acomoda para que mis piernas rodeen su cintura. Yo suspiro hondo al sentirme exactamente donde quiero estar y como quiero estar. No tengo claro hasta qué punto esto es una buena idea, y tampoco quiero pensarlo, así que simplemente me quedo muy quieta, saboreando el momento.
—Paula —me llama con su grave voz—, estás sufriendo por mi culpa.
Pretende que suene como una pregunta, pero la culpabilidad le gana la partida y acaba afirmándolo.
Yo niego con la cabeza suavemente.
—No —pronuncio tratando de imprimir toda la seguridad del mundo en esa pequeña palabra.
Pedro alza la mano una vez más y me acaricia suavemente la mejilla con el reverso de los dedos.
—Sé cuándo mientes, Pecosa —replica, pero, por primera vez desde que nos conocimos, tengo claro que no lo hace para reírse de mí.
Respiro hondo. Supongo que es hora de sincerarse.
—Me duele que estés con esa chica. Te oí decir tantas veces que tú no querías tener novia, que no te interesaba enamorarte…
Pedro se inclina sobre mí y me da un intenso beso. Mi cuerpo reacciona inmediatamente al contacto y suspiro dejándome llevar por completo. Su caricia me calma y, aunque sé que no es bueno para mí, también calma todos y cada uno de mis miedos.
—No estoy enamorado de ella —susurra contra mis labios—. Jamás podría estarlo.
Me besa de nuevo y yo vuelvo a recibirlo absolutamente encantada.
Nos pasamos el resto de la noche besándonos, acariciándonos o simplemente asegurándonos de que el otro está ahí. También sé que eso no es bueno para mí. No hemos aclarado nada. No sé si estoy en otro callejón sin salida, pero levantarme y marcharme ahora mismo ni siquiera es una opción para mí.
Me duermo sintiendo su mano acariciar suavemente mi cadera.
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