lunes, 12 de junio de 2017
CAPITULO 6 (PRIMERA HISTORIA)
Me levanto como un resorte y me acerco a su mesa para recoger las carpetas. Empiezo con las que están prudentemente alejadas de él, pero, dada su nula colaboración, llega un momento en que me veo obliga a rodear la mesa y colocarme a su lado para continuar apilando los dosieres. Con cuidado, me inclino para coger la última.
—Veo que has decidido volver a ignorar lo que te dije sobre la ropa de trabajo.
Usa un tono a caballo entre la pura sensualidad y una exigente distancia. Un tono que domina a la perfección y con el que parece querer demostrar la facilidad con la que puede hacer que una chica haga todo lo que él desee.
Me mira de arriba abajo lleno de descaro, igual que cuando nos conocimos, y, como en aquel instante, en vez de resultarme violento o incómodo, me parece atractivo. Más aún que la primera vez. ¿Pero qué me pasa?
Pedro se recuesta sobre su elegante sillón de ejecutivo, alza la mano y acaricia el bajo de mi vestido con los dedos. No llega a tocar mi piel y por un momento me siento decepcionada, como si todo mi cuerpo hubiese estado deseándolo en secreto.
—Creo que podría acostumbrarme a estos vestiditos.
No aparta sus penetrantes ojos, ahora casi azules, de mí. Mi
respiración se acelera y el corazón me late con fuerza en el pecho. Ni siquiera entiendo por qué me siento así.
En ese momento la puerta del despacho de abre.
Automáticamente el señor Alfonso rompe el contacto entre nuestras miradas y presta toda su atención a quien sea que esté entrando.
—Tío, no sabes la mañana que llevo hoy.
El chico entra con paso decidido y se deja caer en la silla al otro lado del escritorio. Pedro toma la carpeta que yo pretendía alcanzar y, sin ni siquiera mirarme, me la tiende. La cojo y suspiro discretamente intentando recuperarme mientras me alejo de él. Necesito distanciarme de él.
—¿Dónde están mis modales? —dice el recién llegado reparando en mí a la vez que se levanta—. Soy Octavio Fitzgerald —se presenta tendiéndome la mano.
Otro de los socios. Debe de tener más o menos la misma edad que el señor Alfonso. Alto, guapo y con unos preciosos ojos azules.
—Soy Paula Chaves.
—Sí, algo ha dicho Pedro de que estabas por aquí, aunque no ha dado los detalles suficientes —me replica dedicándome una sonrisa de lo más pícara.
Está claro que no le han dicho que no a muchas cosas con esa sonrisa, sobre todo mujeres.
—Así que... Paula—añade sin dejar de sonreír.
El señor Alfonso frunce el ceño imperceptiblemente, apenas un segundo, y se recuesta en su sillón con una expresión diferente, perspicaz, y, sobre todo, sin levantar la vista de su amigo. Parecen estar teniendo una conversación telepática.
—Será el nuevo enlace con Colby —comenta el señor Alfonso—. La estoy preparando.
Al igual que con su expresión, no podría decir el qué, algo ha sonado diferente.
—Espero que aprendas mucho —comenta Octavio Fitzgerald divertido centrando de nuevo su atención en mí.
Me devuelve la sonrisa y yo aprovecho la oportunidad para salir del despacho. Si no fuera imposible, diría que el atractivo sin fin señor Alfonso estaba marcando su territorio. Supongo que le viene bien tener una asistente extra y no quiere que otro se la quite. Me pongo los ojos en blanco cayendo en el mote que involuntariamente acabo de ponerle.
¡Prohibido pensar en lo guapísimo que es, aunque sea de manera inconsciente!
Afortunadamente para mí, la sala de reuniones está vacía.
Nunca había estado aquí. Me sorprende lo grande que es. Como en cada estancia, la pared frontal es un enorme ventanal del suelo al techo con unas increíbles vistas de Manhattan. Tiene una inmensa mesa en el centro con espacio para al menos veinte ejecutivos. Todo es de una preciosa madera brillante, suave acero y cristal, por lo que esa sensación de estar en el lugar de negocios más elegante del mundo se mantiene paso a paso.
Suspiro hondo e intento concentrarme. Alejo cualquier pensamiento mínimamente relacionado con Pedro y con la manera en la que sus dedos han tocado mi vestido y dejo el portátil, la tablet y mi bolso sobre la mesa. Abro Skype en el ordenador y llamo a Lola.
—Hola, cariño, ¿qué puedo hacer por ti?
—Qué educada —bromeo.
—La que más. Soy una señorita, maldita sea.
Ambas sonreímos.
—Necesito ayuda.
—No te preocupes, pásate por aquí. Tengo un par de horas libres.
—No, no quiero que me hagas el trabajo, quiero que me enseñes a hacerlo.
—Vaya —pronuncia perspicaz—, así que nos hemos pasado al rollo «no le des un pez, enséñale a pescar».
Yo vuelvo a sonreír.
—Más o menos. Si voy a quedarme con este trabajo, no puedo esperar a que tú lo hagas por mí. Eso no tiene ningún sentido.
Ella asiente dándome la razón.
—¿Y qué es lo que tienes que hacer? —pregunta.
—Previsiones de ventas.
—Eso es fácil.
Gracias a Dios, un golpe de suerte que celebro con el suspiro de alivio más largo del mundo.
—Hay un programa —me explica—, el Atticus, que tiene unas plantillas. Tú sólo tienes que meter los datos y él solito se encarga de calcular las cifras.
—Suena bien.
—¿Algo más?
—Gráficos y estadísticas —digo con voz de pena como si ella fuera la que inventa esa clase de programas e intentara convencerla para que creara uno para mí.
—Por suerte para ti, mismo programa, diferente plantilla.
—Gracias, gracias, gracias —respondo pletórica.
Definitivamente ha sido un golpe de suerte en toda regla.
—Cuelgo —me anuncia—, viene el señor Seseña.
La comunicación se corta y con una sonrisa radiante en los labios cierro Skype y abro el programa que va a salvarme la vida.
CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)
No tengo la más remota idea de qué hacer o decir. Sus ojos me han hipnotizado. Me hacen imposible reaccionar en cualquier sentido. Él vuelve a sonreír; sabe exactamente lo que ha hecho, y una luz se enciende en el fondo de mi cerebro: Reacciona, sal de aquí. Te estás comportando exactamente como la niña tonta que él ha dado por sentado que eres.
Trago saliva, apoyo los papeles en la mesa y los firmo apresurada.
—Mi jornada laboral ha terminado, señor Alfonso —O al menos eso creo; si no, acabo de subir un peldaño más en mi escala particular del ridículo—. Nos vemos mañana.
Me separo de él y todo mi cuerpo protesta. Es la situación más frustrante con la que me he encontrado nunca.
Farfullando, regreso al sofá, recupero mi bolso y voy hasta la puerta.
—Hasta mañana, Pecosa.
Se despide sin ni siquiera mirarme, pero con ese tono tan
presuntuoso. ¡Idiota!
—Hasta mañana, señor Alfonso.
Cierro con un comedido portazo y cruzo la oficina como una
exhalación. ¡Ah! ¡Me pone de los nervios!
«Y más cosas.»
Llego a casa con el tiempo justo para cambiarme de ropa. Mi turno en el restaurante empieza en menos de diez minutos.
Afortunadamente, Sal siempre ha sido bastante comprensivo con mi falta de puntualidad.
*****
Cuando suena el despertador, tengo ganas de tirarme por un
precipicio sólo por los días que estaría de descanso obligado en un hospital. Apenas he dormido y todo el estrés del día de ayer la ha tomado con cada hueso y músculo de mi cuerpo.
Por si fuera poco, la madera de las ventanas de mi apartamento se hinchó a principios de otoño y desde entonces no encajan bien. Hace un frío que pela y hoy me he levantado con ese mismo frío metido en el cuerpo.
Me doy la ducha más larga del mundo y delante del armario pienso en qué ponerme. Al final opto por uno de mis vestidos. Soy plenamente consciente de que no cumple con lo que una oficinista se pondría, pero tengo veinticuatro años, en mi armario no hay esa clase de ropa. Es un vestido o unos vaqueros.
En la parada del autobús queda un asiento libre y lo atrapo sin dudar.
Estoy demasiado cansada para esperar de pie. Sin embargo, antes de poder saborear mi recién adquirida comodidad, una mujer empujando un carrito de bebé se acerca a la parada. A su lado corretea un niño pequeño jugando con un avión de plástico. El crío parece tener toda la energía que le han robado a ella. La miro y suspiro a la vez que me levanto farfullando mentalmente. La última vez que esta mujer durmió debió de ser en la inauguración de las olimpiadas de Pekín.
Llego a la oficina puntual como un reloj. No quiero darle motivos al señor Alfonso para que pueda volver a quejarse.
No he avanzado un metro más allá del mostrador de Eva cuando oigo pasos a mi espada.
—Pecosa, llegas tarde.
¿Qué?
—Siento contradecirle, señor Alfonso, pero son las ocho en punto.
—Si yo ya estoy aquí, significa que tú llegas tarde.
Le pongo los ojos en blanco consciente de que no puede verme y lo sigo hasta su despacho.
—Hoy la cosa va así.
—Espere un segundo —lo interrumpo.
Él me mira confuso; supongo que no está acostumbrado a que le hagan esperar muy a menudo, pero esta vez no quiero olvidar ni una sola coma. Meto las manos en mi bandolera y saco una pequeña libreta y un bolígrafo.
—Qué mona —comenta sardónico—, pero ¿no le faltan unas
pegatinas de estrellas, unicornios o algo parecido?
Es demasiado temprano para soportar al señor odioso, así que, sin pensármelo dos veces, y probablemente debería haberlo hecho, le dedico un mohín de lo más infantil. Él me mira increíblemente sorprendido y finalmente sonríe, casi ríe, sincero.
—Pero ¿qué demonios? —masculla divertido.
—Lo que se merecía —sentencio interrumpiéndolo—. ¿Podemos seguir? —pregunto displicente pero con un trasfondo también divertido.
—Esto es increíble —farfulla cabeceando—. Tenemos tres reuniones. Estarás en las tres. La primera no es hasta última hora de la mañana, así que tienes tiempo de sobra para preparar las previsiones de inversión de Butller y Summers. Nada que no reporte beneficios del catorce por ciento o más.
Asiento concentrada.
—Ah —continúa—, archiva toda la documentación de esta semana. Odio ver tanto papeleo por aquí —dice señalando vagamente su mesa—. Y prepara todo el material audiovisual para la reunión: gráficos, estadísticas. Sandra te dará las tarjetas de memoria.
¿Algo más? Y todo para antes de la una. Mi yo profesional acaba de desmayarse.
El señor Alfonso se sienta a su mesa y yo hago lo mismo en el sofá. Ni siquiera tengo un maldito escritorio, pero sí trabajo como para llenarlo.
Cojo la tablet, la desbloqueo y pienso una solución. Hay que ser prácticos. Lo primero sería saber qué es y cómo se hace una previsión de inversión. Busco en Google; eso es, Google es como la enciclopedia británica y el empollón de la clase, todo en uno. Hago clic en el primer resultado y no es nada halagüeño. Demasiados números, entradas de Excel y, ¡por Dios!, hay hasta fórmulas matemáticas. No voy a ser capaz.
Estoy muerta de sueño y cada vez más convencida de que debería dejar este trabajo. Tengo que hablar con Lola.
—Voy a pedirle las tarjetas de memoria a Sandra —comento
levantándome.
—No tienes que anunciarme adónde vas. Hazlo y punto —replica sin mirarme.
Vuelvo a ponerle los ojos en blanco. En realidad me gustaría
llamarlo gilipollas. Nunca había entendido a la gente que incendia el despacho de su jefe el día que deja el trabajo hasta que he conocido al señor Alfonso.
Mientras avanzo por el pasillo, me doy cuenta de que no puedo seguir así. Tengo veinticuatro años. Soy una mujer adulta y puedo hacer cualquier trabajo. Si cada vez que se pone un poco complicado voy a ir a esconderme a la oficina de enfrente, lo mejor será que lo deje ya, y eso no pienso hacerlo. No renunciaré. No voy a darle el gusto de ver cómo me rindo al imbécil del señor Alfonso.
Doy media vuelta y regreso a la mesa de Sandra con mi mejor sonrisa. Todo va a salir bien.
—Sandra, el señor Alfonso me ha dicho que tenías unas tarjetas de memoria para mí.
Asiente mientras le da un sorbo a su café de Starbucks y abre uno de los cajones de su escritorio. Me entrega tres tarjetas de memoria en sus respectivos estuches.
—Aquí está todo, ¿verdad? Los gráficos, las estadísticas…
—No —me interrumpe con ternura—, esas tarjetas están vacías. Tú debes guardar la información.
Sonrío nerviosa. No voy a venirme abajo por esto. He dicho que no iba a rendirme y lo mantengo. Cojo las tarjetas y me encamino al despacho.
Al entrar, me sorprende ver un MacBook Pro Air último modelo sobre la mesita. Está reluciente, como si acabaran de sacarlo de la caja.
—¿Qué es eso? —pregunto perpleja.
—Un ordenador, Pecosa. Soy consciente de que es alta tecnología para alguien que se sorprendió viendo un rascacielos, pero sé que al final serás capaz.
Vale, se lo he puesto en bandeja, pero, aun así, ahora mismo se lo tiraría a la cara.
Suspiro hondo para recuperar la calma y me siento en el sofá.
Lentamente voy sacando el trabajo adelante. Como no tengo ni idea de hacer previsiones y no voy a conseguirlo por mucho que mire fijamente la hoja de cálculo en la pantalla del ordenador, repaso otras viejas de los mismos clientes e intento modificarlas.
En la parte álgida de mi concentración, el señor Alfonso suspira y no puedo evitar alzar la mirada. Aunque no conseguiría que se lo dijese ni por un millón de dólares, es el hombre más guapo que he visto en toda mi vida. No sólo son sus ojos, también sus sensuales labios y su pelo castaño perfectamente peinado y atusado con la mano.
Todo, cicatriz incluida, le hacen terriblemente atractivo.
Sacudo la cabeza y vuelvo a centrarme en el ordenador. No puedo perder el tiempo y mucho menos quedarme embobada con él.
Miro el reloj. ¡Mierda! Ya han pasado casi dos horas y todavía lo tengo casi todo por hacer. Será mejor que me vaya a la sala de conferencias. Allí no me distraeré, llamaré a Lola para unas consultas técnicas y podré ordenar las carpetas e ir a guardarlas mientras las tarjetas de memoria se graban. En teoría, un gran plan.
CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)
De vuelta en la oficina, mientras espero a que mi jefe regrese, me doy cuenta de que lo que tengo que hacer es adelantarme a cada paso y así tener tiempo de prepararme.
Miro en el iPad y la reunión será con un tal Ben Foster. No encuentro más información sobre él en la tablet, así que decido ir hasta recepción y preguntar a Eva dónde encontrar ese tipo de archivos.
La encuentro charlando con una mujer de unos cuarenta años, muy simpática y con pinta de hablar por los codos. Resulta ser Sandra, la secretaria del señor Alfonso. Ella me ayuda a encontrar la información que necesito.
En los cuarenta y tres minutos siguientes memorizo hasta el último detalle de ese hombre, su empresa y lo que Colton, Fitzgerald y Alfonso han hecho para él.
Cuando la puerta del despacho se abre, me levanto como un resorte y cuadro los hombros. El señor Alfonso entra y, sin ni siquiera mirarme, se sienta a su mesa. Yo me quedo de pie esperando a que se levante y nos marchemos a la reunión.
—Pecosa, sé que soy guapo —comenta sin alzar la vista de la pantalla de su reluciente Mac último modelo—, pero ¿qué tal si, aparte de mirarme embobada, terminas todo lo que te he pedido?
Por el amor de Dios, ¿se puede ser más engreído?
—Ya lo he terminado todo —respondo insolente.
Él me mira sorprendido y yo luzco mi sonrisa más arrogante. Sí, señor. Ahora entiendo a Macarena. Esa cara vale millones.
—Era lo que tenías que hacer —contesta recuperando el control de la situación y poniendo su expresión más displicente—. En la tablet tienes la agenda de mañana. Tenemos tres reuniones, prepáralas. Sandra tiene la documentación.
—¿Y qué pasa con la reunión de hoy con Ben Foster? —pregunto confusa.
—Aplazada. Las reuniones de mañana —me apremia.
Salgo del despacho y me permito dedicarle mi mejor mohín cuando me aseguro de que, ya de espaldas a su escritorio, no puede verme. Lola tenía razón. Es tan atractivo como gilipollas; quiero decir, tan gilipollas como atractivo.
Maldita sea.
Sandra me da todo lo que necesito y regreso al despacho. Es encantadora. Creo que me va a resultar muy fácil trabajar con ella.
No sé exactamente lo que incluye preparar una reunión, pero imagino que se refiere a conocer toda la información y tener previsto cualquier problema que pueda surgir.
Después de una hora sentada en el sofá, comienza a resultarme de lo más incómodo y me siento en el suelo. El señor Alfonso me mira de reojo, sonríe pero no dice nada, así que doy por sentado que no le parece mal.
Miro el reloj. Dentro de cuatro horas comienza mi turno en el
restaurante. Espero acostumbrarme rápido a este ritmo o morir en el intento, pero, sea lo que sea, que ocurra pronto.
Tengo sueño sólo con imaginar lo poco que podré dormir.
El señor Alfonso parece muy concentrado. Repasa papeles, responde emails, lee gráficos... Es muy eficiente y las palabras de Macarena acuden a mi mente: muy inteligente y muy listo. Desde luego da esa impresión.
Calsa perfectamente con el ambiente sofisticado y elegante que se respira aquí.
Se levanta sacándome de mi ensoñación. ¿Cuánto tiempo llevo mirándolo? Espero que no haya sido mucho y que no se haya dado cuenta.
Intento mantener mi vista centrada en el iPad, pero no me lo está poniendo fácil. Se ha quitado la chaqueta y se ha remangado la camisa hasta el antebrazo. Es una absoluta locura lo sexy que le caen los pantalones sobre las caderas.
Va hasta la estantería, regresa a la mesa y vuelve a la estantería. ¿Así cómo voy a dejar de mirarlo? Si no fuera completamente imposible, diría que lo hace a propósito.
Concéntrate en las reuniones, Paula Chaves. Sé profesional.
Preparo todo lo que creo que podrá sernos útil mañana.
Memorizo los perfiles de las personas con las que nos reuniremos. Repaso todo el material que hay sobre ellos e incluso pienso el itinerario más corto para llegar a cada una de las citas.
Alzo la mirada para descansar los ojos de la tablet unos segundos y, sin quererlo, nuevamente vuelvo a quedarme hipnotizada por Pedro Alfonso. Me pregunto de qué será esa pequeña cicatriz que tiene sobre la ceja derecha. ¿Una pelea en un bar, un accidente de coche?
Me mira y automáticamente clavo mis ojos en el iPad. Ha sonreído.
¡Mierda! Eso sólo puede significar que me ha pillado contemplándolo embobada.
—Pecosa, ven aquí.
Mentalmente me pongo los ojos en blanco. ¿Por qué no he podido mirar al techo?
Mientras camino hacia su escritorio, se levanta, coge una carpeta y se inclina para teclear algo en el ordenador.
—No has firmado el acuerdo de confidencialidad —me comenta apoyándose, casi sentándose, en la mesa y quedando frente a mí.
Es cierto. Salí escopetada para pedirle ayuda a Lola y no lo hice.
Sonrío y me inclino para firmarlo.
—Léelos —me ordena suavemente y por algún extraño motivo me siento incapaz de desobedecerlo.
Cojo los papeles y comienzo a leerlos. Él no se mueve y tampoco aparta esos increíbles ojos de mí. Otra vez, casi sin quererlo, levanto la mirada de los documentos y dejo que la suya me atrape. Con el sol de la tarde atravesando el enorme ventanal, parecen casi verdes. Pero rápidamente me obligo a apartar mi vista. No quiero volver a quedarme admirándolo embobada.
Lo noto sonreír; es un sonrisa arrogante pero increíblemente
atractiva, muy muy sexy.
—¿Qué tal el primer día de trabajo? —pregunta con su voz grave y masculina.
—Bien, muy bien —musito volviendo a alzar imprudente la cabeza.
Su mirada se clava de nuevo en la mía y, robándome cualquier tipo de reacción, se inclina sobre mí hasta que su cálido aliento acaricia mi mejilla.
—Me alegro, porque no quiero que tengas que cortarte esos dedos. —Su voz se agrava aún más sensual y yo tengo que concentrarme en no suspirar—. Apuesto a que estuviste toda la noche pintándote las uñas para que te hicieran juego con ese vestidito.
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