sábado, 5 de agosto de 2017
CAPITULO 55 (TERCERA HISTORIA)
Nos montamos en el taxi y el conductor se incorpora inmediatamente al tráfico. Ya le dejé claro dónde debíamos ir después de darle un billete de cien y decirle que no podía moverse de aquí hasta que regresáramos.
En la parte de atrás del coche me revuelvo inquieto por demasiados motivos. Quiero que lleguemos ya, quiero que sepa que todo se ha solucionado, que no tendrá que marcharse. Sin embargo, una parte de mí está acelerada por tenerla así de cerca. Tiene la mirada perdida en la ventanilla.
El sol empieza a relucir con fuerza y atraviesa el cristal, iluminándola. La observo despacio: sus enormes ojos marrones, la manera en la que se mete un mechón de pelo tras la oreja y después se muerde el pulgar nerviosa. Es preciosa y es mía, igual que yo soy suyo. No importa que ya no podamos estar juntos. Ninguno de los dos tiene ya elección.
Cuando el coche se detiene frente a Cunningham Media, Paula se gira hacia mí con su mirada curiosa.
—¿Qué está pasando? —inquiere.
Yo sonrío lleno de todo lo que siento por ella y salgo del taxi, tendiéndole la mano para ayudarla a hacer lo mismo.
Justo antes de montarnos en los ascensores, recibo un mensaje de Damian diciéndome que la reunión en la Oficina del ejercicio bursátil, gracias a Luciano Oliver, ha ido como esperábamos y ya está de vuelta, en la sala de reuniones.
Perfecto.
Al verme pulsar el botón de la planta de dicha sala, Paula me mira de nuevo buscando respuestas y yo no puedo evitar sonreír con la vista al frente. Quiero contarle ya qué hacemos aquí y al mismo tiempo estoy disfrutando de toda esta expectación.
Despacio, sin que ninguno de los dos haga nada, el espacio entre los dos comienza a cambiar suavemente. Puedo sentir su respiración acelerada y notar cómo mi corazón late más y más rápido. Nuestras manos, como si tuvieran vida propia, se acomodan contra la otra y nuestros dedos se entrelazan.
La deseo más que a nada, aunque sepa que no puedo, y todo en lo que soy capaz de pensar es en besarla y llevarla contra la puta pared. Aprieto su mano obligándome a aplacar mis instintos y ella responde dejando escapar un suspiro sin mover ninguna otra parte de su cuerpo, luchando como estoy luchando yo. Ahora mismo los dos nos estamos conteniendo.
Las puertas se abren frente a nosotros, pero ninguno de los dos tiene prisa por salir. Tengo que recordarme qué recompensa nos espera en esta misma planta para obligarme a caminar.
—Pedro ¿adónde vamos? —vuelve a preguntar.
—Hay quien diría que estás un poco ansiosa.
La miro y sonrío; ella tuerce el gesto, conteniendo una sonrisa, y recuerdo lo bien que se nos daba esto de estar juntos.
—¿Preparada? —pregunto deteniéndonos junto a la puerta de la sala de reuniones.
—No lo sé —responde sincera—. Supongo que sí —suspira confusa, con la mente trabajándole a mil kilómetros por hora—. Sí, para todo —concluye al fin.
Mi sonrisa se ensancha y algo dentro de mí vibra con fuerza. Paula es fuerte y valiente, y tiene una curiosidad sin límites y creo que por eso la quiero todavía más.
—Ésa es mi chica —respondo saboreando cada letra, disfrutando de sus ojos marrones.
Giro el pomo y entro. Paula me sigue y, cuando ve a Hernan feliz, charlando animadamente con Jeremias, sonríe encantada.
—Perdonad el retraso —me disculpo—. Podemos firmar cuando queráis.
—¿Firmar? —inquiere en un murmuro, mirándome de nuevo.
—Perfecto.
Esa voz llama la atención de Paula, que lleva su vista hasta la presidencia de la mesa justo a tiempo de ver cómo Ryan Riley coge la estilográfica que su abogado le tiende y firma los documentos que tiene delante.
—Es... es Ryan Riley —musita admirada.
—Pues ya está todo —anuncia Jeremias.
Ryan Riley se levanta y todos lo imitan.
—Bienvenido al Riley Group —le dice a Hernan, tendiéndole la mano. Éste se la estrecha con una sonrisa de oreja a oreja—. Es un honor contar con alguien como usted, señor Cunningham.
—Muchas gracias.
Paula observa la escena feliz, sin perder un solo detalle y sin soltarse de mi mano. Ryan Riley abandona la habitación seguido de su abogado. Paula espera un par de segundos para que se alejen, sale corriendo hacia Hernan como una niña la mañana de Navidad y se tira en sus brazos.
Yo no puedo dejar de mirarla, saboreando el momento.
Conservará su trabajo y su vida en Manhattan y Hernan, Cunningham Media. Riley Enterprises Group es la primera empresa de la Costa Este y una de las más importantes del país, así que Sebastian Hamilton ya no podrá hacer nada contra ellos. Y, sobre todo, Paula será feliz.
—¿Cómo lo has conseguido? —le pregunta a Hernan, separándose—. El Riley Enterprises Group es lo mejor que podría pasarnos.
—No he sido yo —responde pletórico—. Han sido ellos.
Paula me mira boquiabierta e inmediatamente sonríe.
—Ha sido más fácil de lo que parece —digo socarrón.
—Pero ¿qué pasa con Sebastian y la auditoría?
—Esta historia ya me la sé —comenta Jeremias—. Opto por pasar a las celebraciones.
Damian asiente con las manos metidas en los bolsillos y los dos se dirigen hacia la puerta.
—Nos vemos en el Malavita, Alfonso —comenta Jeremias antes de salir.
Yo sonrío y observo a Hernan acercarse a nosotros.
—Muchas gracias, Pedro —dice tendiéndome la mano.
Mi sonrisa se vuelve más tenue y también más sincera y se llena de deferencia. Paula tenía razón la primera vez que me dijo que Hernan Cunningham se merecía el respeto y la admiración de Nueva York. Es un hombre íntegro y leal.
Pudo deshacerse de Paula para salvar la empresa y nunca lo hizo. Son esa clase de cosas las que marcan la diferencia.
Le estrecho la mano y estoy seguro de que él ha sabido interpretar mi mirada.
—Parece que sí es un hombre en el que poder confiar —le señala a Paula con una sonrisa.
Ella le devuelve el gesto y apenas un segundo después baja la cabeza, conteniendo un decena de emociones distintas en su mirada. Hernan sale de la habitación y cierra la puerta tras él, dejándonos solos.
—¿Cómo lo has...? —pregunta sin que toda su curiosidad la abandone.
—Renunciamos a trabajar para Sebastian Hamilton y nos reunimos con miembros de la Oficina del ejercicio bursátil para explicarles por qué lo hacíamos. Hemos sido penalizados con una multa y la imposibilidad de cobrar por las gestiones en la compraventa por el Riley Group, además de que una persona de la Oficina del ejercicio bursátil estudiará la operación. Nada importante.
Paula suspira culpable.
—Sí que lo es, Pedro —replica concentrando la mirada en sus propias manos—. Vuestra empresa...
—Nuestra empresa no ha salido perjudicada —la interrumpo de nuevo.
Le agarro la barbilla y le obligo a alzar la cabeza, atrapando una vez más sus preciosos ojos.
—Una pequeña multa y un estudio de una operación completamente legal no son un problema —sentencio—. Tenía que hacer esto por ti.
Nos quedamos en silencio y, de pronto, me doy cuenta de que mi mano sigue en su barbilla, que mis dedos se han estirado hasta alcanzar la comisura de sus labios, que estamos solos y demasiado cerca.
—Paula... —susurro.
Mi móvil comienza a sonar, interrumpiéndonos. Resoplo y lo saco del bolsillo de la chaqueta. Podría ser algo importante relacionado con la compraventa. Miro la pantalla. Es Macarena. Recuerdo que quedé con ella para ir al médico, pero aún falta más de una hora. Corto la llamada y doy un paso hacia Paula. Mi teléfono vuelve a sonar. Es Macarena otra vez.
—Quizá sea importante —comenta Paula.
—No lo es —respondo sin asomo de dudas, guardándome el iPhone antes de que pueda ver de quién se trata.
Procuro ordenar mis ideas, todo lo que quiero decirle, pero entonces es su móvil el que comienza a sonar. Ella mira la pantalla y me la enseña. El nombre de Amelia y una foto de las dos comiendo helado se ilumina.
—Podría ser Maxi.
Asiento. Ella se aleja un paso y responde. Mi teléfono vuelve a sonar. Descuelgo sin comprobar el número. Doy por hecho que es Macarena.
—Hola —la saludo.
Miro a Paula. Parece angustiada. Habla muy rápido. Yo frunzo el ceño y automáticamente mi cuerpo se pone en guardia. ¿Qué ha pasado?
—Pedro, estoy en el hospital —me interrumpe, nerviosa.
—¿Qué? —murmuro.
¿Qué coño ha pasado?
—¿Estás bien? ¿El bebé está bien?
—No —responde en un susurro.
—Voy para allá.
Cuelgo y doy un paso hacia la puerta.
—Macarena está en el hospital —me anuncia Paula corriendo hacia mí.
En el viaje hasta el Hospital Universitario Presbiteriano, ninguno de los dos dice nada. Paula me mira un par de veces, pero siempre acaba devolviendo su vista a la ventanilla. Los dos nos sentimos culpables.
Llegamos a la puerta de Urgencias en el mismo instante en que Amelia se baja de un taxi.
—¿La habéis visto? —pregunta angustiada, acercándose a Paula.
—Acabamos de llegar —responde.
Entramos y camino con el paso ligero hasta el mostrador de admisiones. Nos explican que Macarena llegó por su propio pie hace una hora y que está en la segunda planta.
—¿Macarena Mills? —pregunto frenando a una enfermera en mitad del pasillo junto a los ascensores.
Ella asiente y rodea el mostrador a unos pasos. Teclea algo en el ordenador y finalmente vuelve a mirarme.
—En seguida saldrá el doctor.
Resoplo a la vez que me llevo las manos a las caderas.
¿Cuánto tiempo piensan hacernos esperar? Unos minutos después, un hombre con un pijama azul de quirófano y una bata blanca sale desde detrás del mostrador empujando una puerta batiente y se acerca a nosotros.
—¿Familiares de Macarena Mills?
—Soy Pedro Alfonso —me apresuro a responder bajo la atenta mirada de Paula y Amelia—, soy su... —ni siquiera sé cómo cojones terminar la frase—. Soy el padre del bebé que está esperando.
Por una milésima de segundo, mi mirada se cruza con la de Paula, pero los dos la apartamos de prisa.
—Soy el doctor Hoffman. La señorita Mills está bien. Llegó al hospital con dolores en el vientre y pequeñas pérdidas.—Calla un segundo —. Desgraciadamente no pudimos hacer nada por el bebé. Sufrió un aborto natural antes de llegar.
—¿Qué? —murmuro.
—La parte positiva es que no fue algo traumático. No ha sufrido hemorragias severas ni daños en el útero o el aparato reproductor. Sé que es muy duro, pero a veces, sencillamente, pasa.
—¿Puedo verla? —lo interrumpo.
El médico asiente.
—Está en la 225. En unas horas recibirá el alta.
No digo nada y comienzo a caminar hacia la habitación. Me paso la palma de la mano por la cara y acabo perdiéndola en mi pelo. No sé cómo sentirme. Macarena me importa y no quiero que sufra. Ese bebé también me importaba.
Empujo la puerta y me quedo a unos pasos de ella.
Macarena está sentada en la cama, vestida con un chándal oscuro. Tiene las piernas cruzadas sobre el colchón y las manos escondidas en su regazo. Ahora mismo está tan triste, tan vulnerable.
Alza la cabeza y me ve, y yo nunca había querido haber hecho las cosas de otra manera con tanta fuerza como lo quiero ahora.
—Hola —susurro caminando hasta ella.
—Hola —responde.
—¿Cómo estás?
Lo piensa un instante.
—No lo sé —murmura—. Tampoco sé cómo me siento. Hace unos días no sabía que estaba embarazada y ahora lo he perdido. No paro de pensar que podría haber venido al médico antes, no dejarlo pasar, y habría podido disfrutar de él estos tres meses, pero entonces pienso que le habría cogido cariño, que le habría puesto un nombre y ahora estaría llorando.
Macarena se queda muy callada y de pronto un sollozo cargado de tristeza se escapa de sus labios.
—Sólo medía seis centímetros —murmura entre lágrimas—. ¿Cómo puedo estar llorando por algo que sólo medía seis centímetros?
Tiro de ella, la estrecho con fuerza contra mi pecho y rompe a llorar. No se lo merece, joder. No se merece nada de esto. Recuerdo la ecografía. Recuerdo esas manitas. Era mi hijo y ya no está.
—Lo siento —susurro—. Lo siento mucho.
No sé cuánto tiempo pasamos así. Yo la abrazo con fuerza y le acaricio el pelo mientras, paciente, espero a que deje de llorar. También pienso muchas cosas y una vez más la idea de que no se merece estar pasándolo así de mal pesa más que todas las demás.
—Lo siento —repito.
Macarena asiente contra mi pecho y se separa despacio.
—Estoy bien —responde—. No tienes por qué preocuparte por mí.
Frunzo el ceño, confuso e incluso un poco enfadado.
—Claro que tengo que preocuparme por ti.
—Pedro, los dos sabemos que sólo hacías esto por el bebé.
Tiene razón, pero no quiero que lo piense y mucho menos ahora.
—Te agradezco que cuidaras de mí —continúa—, muchísimo, pero no voy a dejar que te quedes conmigo sólo porque te sientas culpable.
—No voy a abandonarte.
Me da igual lo que piense. Puede que hiciera todo esto por el bebé, pero Macarena también me importa y, después de lo que ha pasado, no pienso dejarla sola.
Ella me mira recorriendo mi cara con sus bonitos ojos heterocromáticos.
—Pedro, tú no me quieres —dice al fin.
—Macarena, tú me importas —me apresuro a replicar.
No voy a mentirle y confesarle un amor que no siento, pero ya he aprendido que, por mucho que luches, el amor no es suficiente, así que, de todas formas, qué más da.
—Me gusta estar contigo —sentencio.
—Pero yo no soy Paula.
Esa simple y obvia frase me silencia. No tengo nada que contestar, ni siquiera creo que pueda.
—Lo siento —digo.
Macarena sonríe, pero no le llega a los ojos.
—No podemos elegir de quién nos enamoramos.
—El amor es un asco —protesto.
—Dímelo a mí.
Ahora sonreímos los dos y son dos sonrisas mucho más sinceras.
—Me encantaría que las cosas fueran diferentes —me sincero.
—Lo sé.
Daría todo lo que tengo por haber hecho todo de otro modo, por no hacerle daño a ninguna de las dos.
—Ahora lárgate —me pide divertida—. Tienes una empresa que dirigir y dos socios a los que fastidiar.
Sonrío.
—Es un trabajo muy duro.
Ella me devuelve el gesto.
—¿Vas a estar bien?
—Sí, dentro de un tiempo, sí.
Yo asiento, me inclino sobre ella y le doy un suave beso en la frente.
—Adiós, encanto —me despido cuando ya me he alejado unos pasos de la cama.
—Adiós —responde.
Asiento de nuevo y salgo de la habitación. Al poner en un pie en el pasillo, la puerta se cierra a mi espalda y siento como si la presión más intensa me cortara la respiración. Me paso la mano por el pelo y trato de poner las cosas en perspectiva, pero no soy capaz.
Amelia y Paula pasan junto a mí. La primera entra rápidamente, pero, justo cuando Paula va a hacerlo, se detiene con su mano sosteniendo la puerta. Alzo la cabeza y la observo; tiene la mirada clavada en sus propios pies. A ella también le gustaría poner las cosas en perspectiva y tampoco es capaz.
Quiero llamarla, levantar la mano, tocarla, pero sé que no puedo hacerlo, que, por mucho que lo deseemos, ninguno de los dos quiere que lo haga. Antes nos separaban muchas cosas y ahora, aunque ninguna de ellas está ya, el abismo
entre los dos es mucho más profundo.
Una lágrima resbala por la mejilla de Paula y finalmente entra. Yo la sigo con la mirada por la delgada ventana de la puerta y contemplo cómo Amelia y ella abrazan a Macarena con fuerza, consolándola. Son una familia y ahora menos que nunca ella podría olvidar eso por mí.
Salgo del hospital con el paso acelerado y voy al Archetype.
Pido una botella de Glenlivet y me encierro en una de las habitaciones privadas. No quiero chicas, ni sexo, sólo quiero beber hasta caer rendido y olvidarme de todo lo que no puedo tener.
CAPITULO 54 (TERCERA HISTORIA)
A la mañana siguiente pienso en ir directamente a mi oficina, pero mañana se hará pública la auditoría y Cunningham Media pasará directamente a las manos de Sebastian. Hernan se merece que esté allí, aunque supongo que Paula le habrá contado lo que piensa hacer y ya sabrá que conservará la dirección de su empresa y a todos los que trabajan en ella.
Sentado a mi escritorio, trato de concentrarme, pero es inútil.
Recuerdo cómo me miró Paula una y otra vez cuando me dijo que Macarena estaba embarazada, cómo me miró ayer cuando se despidió de mí. Joder, no puedo más. Me levanto como un resorte, como si el sillón ardiese, y me paso las dos manos por el pelo a la vez que pierdo la mirada en el ventanal. ¿Esto es lo que me espera? ¿Todos los malditos días van a ser así? Apoyo las palmas de las manos en la mesa y me inclino suavemente hacia delante. La echo de menos. La echo demasiado de menos.
—Señor Alfonso —me llama Beatrice.
—No quiero que nadie me moleste —le recuerdo sin levantar la cabeza.
—Lo sé, señor, pero ha venido a verlo un... niño —termina la frase confusa.
—¿Un niño? —inquiero mirándola a la vez que frunzo el ceño.
—Dice que se llama Maxi.
Mi expresión cambia por completo. ¿Qué hace aquí? ¿Está bien? ¿Paula está bien? Ese hormigueo tan familiar comienza a recorrerme las costillas.
Asiento al tiempo que rodeo mi mesa y Beatrice gira sobre sus pies y abre la puerta que entornó con cuidado.
—Puedes pasar —oigo que dice.
A los pocos segundos, Maxi entra en mi despacho. Lleva la mochila del colegio a la espalda, así que me imagino que ha debido de venir desde allí. Paula me contó que iba a una escuela pública cerca de su casa, eso son más de cincuenta manzanas hasta aquí.
—Hola —me saluda deteniéndose frente a mí.
—Hola —respondo todavía confuso—. ¿No deberías estar en el colegio?
—Sí, pero tenía que hablar contigo.
—¿Y has venido andando hasta aquí?
—He venido en metro —contesta resuelto.
—¿En metro?
Tiene que ser una puta broma. Podría haberse perdido y aparecer en Queens. ¡Podrían haberlo secuestrado!
—Ya tengo diez años —se queja por la forma en la que lo miro.
No puedo evitar sonreír. Es tan peleón como su madre.
—Necesito hablar contigo —repite alzando la cabeza para mirarme a los ojos.
—¿De qué?
—Ayer oí a mi madre decirle a Amelia que mi tío Sebastian va a comprar la empresa de Hernan, ¿es verdad?
—Sí —respondo cruzándome de brazos.
—¿Y por qué no la compras tú?
Su pregunta me pilla fuera de juego.
—Las cosas no funcionan así, Maxi.
—¿Por qué no? —replica sin apartar esos enormes ojos azules de los míos—. Mi madre no quiere que el tío Sebastian compre la empresa, pero seguro que sí quiere que la compres tú.
—Maxi, yo no...
—Tienes que ayudarla —me interrumpe impaciente.
—¿Y por qué crees que yo puedo hacerlo?
El niño lo piensa un segundo.
—No lo sé —contesta sincero—, pero ella siempre sonríe cuando escucha tu nombre. Eso es bueno, ¿no?
Joder, eso ha sido como llevar la soga a casa del ahorcado.
—Sí —balbuceo—, pero eso no significa que pueda hacer algo para que Sebastian no compre la empresa —reconduzco la conversación.
—¿Por qué no? —contraataca tozudo.
—Porque es mucho más complicado —respondo alzando las manos.
—Ayer se durmió llorando —dice acelerado—. Ella cree que no la oí, pero sí lo hice. Es mi madre y tengo que ayudarla, por favor.
La presión sobre mis costillas crece más y más.
—Maxi...
—Por favor, Pedro, ven conmigo —repite agarrándome de la mano y tirando de ella para que lo siga—. Vamos a ayudarla, por favor.
Ojalá pudiera, daría todo lo que tengo por ayudarla. No quiero que se vaya con Sebastian, que los aleje de mí llevándoselos a Glen Cove, pero, si me inmiscuyo, sólo conseguiré que sufra todavía más.
—Maxi, no puedo —sentencio soltándome.
El dolor es tan fuerte que casi no puedo respirar.
—Por favor —murmura y, aunque lucha por aguantar los sollozos sin hacer ningún gesto, las primeras lágrimas comienzan a caer.
Lo último que quiero es decepcionarlo, joder, pero no puedo.
—Vais a estar bien —trato de hacerle entender acuclillándome frente a él—. Sebastian va a cuidar de vosotros, vais a vivir en una casa genial y tu madre volverá a estar contenta.
Sólo tiene que olvidarse de mí, encontrar a alguien y ser feliz. La rabia vuelve y lo arrasa todo. No quiero que conozca a nadie, joder. No quiero tener que renunciar a ella.
—Te lo prometo —sentencio.
Maxi no responde y tampoco me mira. Yo resoplo tratando de controlar todo lo que siento ahora mismo. Maldita sea, sólo quiere que su madre sea feliz, lo que cualquier crío quiere, lo que yo quería que fuese mi padre cuando tenía su edad.
—Amelia, ven a mi despacho —la llamo por el intercomunicador, controlándome por no lanzarlo contra la pared.
Estoy furioso y la impotencia y todo el dolor me están comiendo por dentro.
No tarda más que un par de segundos en entrar. Al ver a Maxi, se frena en seco y su expresión se llena de confusión.
—Acompáñalo al colegio —le pido refiriéndome al crío—. El Jaguar está en la puerta. Os llevará donde le digas. Tómate todo el tiempo que necesitéis.
Mis palabras la hacen dejar de mirar al niño y mirarme a mí, y por un momento tengo la horrible sensación de que puede ver dentro de mí, de que es capaz de adivinar cuánto me afecta todo esto.
—Ahora mismo —contesta finalmente.
Amelia lo agarra del hombro y Maxi camina junto a ella todavía con la cabeza gacha. Yo los observo hasta que salen de mi despacho. En cuanto la puerta se cierra, me paso las manos por el pelo y comienzo a dar paseos cada vez más inconexos, más acelerados, más frustrados.
Yo quiero cuidarla. ¡Lo quiero más que nada, joder! Pero no puedo volver a su vida, entrar en la de Maxi y, después, tener que largarme porque voy a tener un hijo con otra.
Joder. Joder.
¡Joder!
Antes de que pueda controlarlo, la rabia lo inunda todo y salgo flechado del despacho. ¿Qué se supone que debería hacer? ¿Cómo debería comportarme? Me marché a Portland para mantenerme alejado de ella y no funcionó. Intenté ser distante, frío, y tampoco funcionó.
La recuperé, volví a perderla y nunca he dejado de quererla y, maldita sea, es una tortura.
Tampoco me doy cuenta de cómo acabo frente a la puerta de un bar mugriento en un callejón cualquiera cerca de la Sexta. Doy el primer paso para entrar, pero de pronto pienso en Maxi. Nos imagino jugando al rugby en Central Park un domingo, corriendo de un lado a otro mientras Paula está tumbada en una manta sobre el césped con un vestido de tirantes y pequeñas florecitas estampadas. El sol le da en la
cara y parece muy relajada hasta que decido ir a molestarla, tumbándome a su lado y acariciándole la nariz con el índice.
Sonrío satisfecho cuando suelta un pequeño gruñido molesto y se revuelve sin abrir los ojos, y un segundo después la beso acallando todas sus protestas.
Al volver a la realidad, me doy cuenta de que mis manos ya no están cerradas en un puño, que puedo respirar más allá de la rabia, y entonces lo entiendo todo: quizá ya no pueda tener todo eso, pero sí tengo que luchar porque ellos puedan tenerlo. Renunciando a Cunningham Media y a su vida en Manhattan, Paula nunca va a ser feliz. Tengo que impedirlo.
Ésa es mi manera de cuidar de ellos.
Regreso a Colton, Alfonso y Brent y comienzo a revisar cada carpeta, cada archivo, cada tabla de inversiones, buscando la manera de salvar la empresa de Hernan al margen de Sebastian. Ya ha anochecido cuando encuentro una vía de escape. Me levanto como un resorte y salgo al pasillo.
—Damian —lo llamo abriendo la puerta sin molestarme en llamar—, te espero en el despacho de Jeremias.
Sin aguardar respuesta, vuelvo al pasillo.
—Eva —la nombro al cruzar la recepción—, sobre mi mesa tienes una lista de llamadas que hacer. Todas las reuniones tienen que ser para mañana a primera hora.
Ella asiente y responde algo, aunque la verdad es que no la escucho, y continúo flechado hasta el despacho de Colton.
—Tenemos que hablar —irrumpo en su oficina.
Su secretaria me sigue con cara de susto.
—Joder, ¿qué hay de eso de llamar a la puerta? —se queja mi socio desde detrás de su mesa, mirándome con cara de pocos amigos.
—Es importante. —Pronuncio esas palabras justo cuando llega Damian.
Jeremias le hace un gesto a su secretaria y ésta se retira, cerrando la puerta a su paso.
—¿Qué ocurre? —pregunta Damian.
—Se trata de Cunningham Media —comienzo—. No podemos dejar que Sebastian Hamilton la compre.
—Eso es bastante complicado —comenta Jeremias—. La auditoría se hará pública mañana cuando Wall Street abra.
—Eso sólo significa que tenemos hasta las nueve y media de la mañana para cerrar todos los acuerdos con otro comprador.
Jeremias suspira. Sé por qué ninguno de los dos está dando saltos de alegría. Deshacernos de Sebastian Hamilton a estas alturas no nos dejaría en muy buen lugar como empresa teniendo en cuenta que hemos dirigido la operación en su nombre desde el principio.
—Para Hamilton la compra de la empresa no son negocios.
Ya visteis lo que pasó con Paula en la reunión.
—Pedro, los dos entendemos por qué quieres hacer esto —replica Damian—, pero ¿en serio te parece que es una buena idea? Vas a tener un crío con Macarena, deberías olvidarte de Paula y de esa compañía.
Yo lo miro y me humedezco el labio inferior. Está claro que ninguno de los dos entiende una mierda.
—Dime una cosa: si ahora jodieras las cosas con Karen y tuvieras que renunciar a ella, ¿la olvidarías? —Damian resopla con la mirada clavada en la mía, pero no dice nada. Sabe adónde quiero llegar—. Y tú, Jeremias—continúo
dirigiendo mi vista hasta él—, ¿te olvidarías de Lara? Me estáis pidiendo que haga algo que ninguno de los dos estaría dispuesto a hacer.
—Tienes razón, pero ninguno de nosotros dejó embarazada a la mejor amiga de la chica a la que quiere —sentencia Jeremias,desafiándome desde su sillón.
—Eso ha sido un golpe bajo —gruño.
—Eso ha sido lo que te mereces —interviene Damian.
El silencio se hace en la habitación. Cualquiera que nos conozca sabe que nos apoyamos en todo sin fisuras, pero, de puertas para dentro, se lavan los trapos sucios, y eso es lo que estamos haciendo ahora. Sólo que no es el puto momento.
—La jodí —me sincero—, y precisamente por eso necesito ayudarla, impedir que pierda nada más.
—No es una buena idea —repite Jeremias—. Lo estamos haciendo por ti, por los dos.
Cabeceo. No están siendo justos. Nada justos.
—Yo siempre he estado ahí para vosotros —replico—. Era yo el que estaba en aquel callejón vigilando que no viniera nadie mientras tú le dabas una paliza al hijo de puta de tu padre, Damian. Y fui yo quien se llevó a Lara llorando de nuestra oficina cuando tú decidiste que no querías volver a verla —le digo a Jeremias—. Ahora se trata de mí.
Los dos se miran un único instante.
—Haremos lo que quieras —sentencia Damian.
Asiento. Sabía que no me fallarían.
Nos pasamos toda la noche trabajando, ultimando documentos y preparando reuniones. Las primeras horas de mañana van a ser una locura. Tenemos que conseguir cerrar la compra antes de las nueve y media.
Apenas dormimos, pero merece la pena y a las ocho estoy saliendo de la sala de juntas de Cunningham Media.
Acabamos de explicarle a Hernan todos los detalles y, francamente, creo que le hemos dado la alegría de su vida.
El comprador vendrá en poco menos de una hora, así que tengo que darme prisa. Damian se ha llevado el Jaguar a la Oficina del ejercicio bursátil. Esa reunión será complicada. Debe convencerlos de que no ha habido ningún conflicto de intereses y que no hemos perjudicado a Sebastian Hamilton en ningún paso de la operación.
En el bordillo de la 49, llamo a un taxi y le pido que me lleve al West Side. El tráfico se porta bien y llego relativamente pronto.
Sacudo su puerta como un desquiciado hasta que oigo pasos al otro lado y el cerrojo abrirse.
—¿Qué? —dice Amelia con cara de pocos amigos, a punto de caer dormida otra vez—. ¿Qué coño haces aquí? —reformula su pregunta en cuanto advierte que soy yo.
—Necesito un favor.
—No pienso hacerte ningún favor.
Sin dejarla seguir protestando, la agarro de la muñeca y tiro de ella para que me siga escaleras abajo.
—Pero ¿quién te crees que eres? —se queja—. Si piensas que a todas las mujeres nos gusta que nos traten como si fueras el rey del mundo... estás en lo cierto —claudica al cabo de unos segundos—, pero que no se te olvide que no eres mi persona favorita, Alfonso.
Me detengo frente a la puerta de Paula y ella frunce el ceño aún más confusa. Pienso en darle las explicaciones oportunas, pero mejor no. La curiosidad la está matando y yo estoy disfrutando.
Llamo una vez y me propongo esperar paciente, pero no soy capaz y golpeo la puerta hasta que, como pasó con Amelia, oigo pasos al otro lado.
—¿Qué sucede? —pregunta Paula abriendo.
La miro e inmediatamente sonrío. Tiene el pelo alborotado y la respiración tranquila. Me la imagino así, en mi cama, y siento que vuelvo a respirar por primera vez en tres días.
—¿Qué...? —repite confundida al ver a Amelia a mi lado, malhumorada y en pijama, y a mí.
—Tienes que venir conmigo —le digo.
—¿Qué? ¿Adónde? No puedo —se apresura a replicar.
—Sí, puedes, ven.
Sueno arrogante y seguro, porque lo estoy.
Paula me mira, abre la boca y, al cabo de un par de segundos, la cierra sin saber qué decir.
—Pedro —murmura finalmente sobrepasada.
—Sé que no me he ganado que vuelvas a confiar en mí —la interrumpo dando un paso hacia ella—, pero necesito que me dejes hacer esto por ti, por los dos —sentencio llevando mi vista a su espalda, donde está Maxi.
El crío, también en pijama, me mira y sonríe de oreja a oreja.
Creo que es el único que sabe por qué estoy aquí.
Paula se vuelve y lo mira y, a continuación, me presta de nuevo toda su atención. Yo atrapo su mirada y le tiendo una mano. Quiero que ella dé ese último paso, que de alguna manera vuelva a saltar al vacío.
Hincha su pecho, armándose también de valor, y se muerde el labio inferior.
—Está bien —responde estrechando mi mano.
Yo sonrío y tiro de ella. Empezamos a caminar pero, cuando sólo llevamos unos pasos, se detiene en seco.
—Voy en pijama —dice con una sonrisa, remarcando lo obvio.
Se suelta y vuelve dentro, y todo mi cuerpo protesta. La espero junto al marco de la puerta y en cuestión de minutos regresa vestida con unos leggins y un jersey.
—No sé adónde vamos —se disculpa por si no ha acertado con el vestuario.
—Estás perfecta —la interrumpo.
Y es la jodida verdad.
La cojo de nuevo de la mano y otra vez tiro de ella. Paula se despide de Maxi y de Amelia. Yo le guiño un ojo al crío como despedida y él vuelve a sonreír. Esa sonrisa me hace feliz.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)