sábado, 5 de agosto de 2017
CAPITULO 54 (TERCERA HISTORIA)
A la mañana siguiente pienso en ir directamente a mi oficina, pero mañana se hará pública la auditoría y Cunningham Media pasará directamente a las manos de Sebastian. Hernan se merece que esté allí, aunque supongo que Paula le habrá contado lo que piensa hacer y ya sabrá que conservará la dirección de su empresa y a todos los que trabajan en ella.
Sentado a mi escritorio, trato de concentrarme, pero es inútil.
Recuerdo cómo me miró Paula una y otra vez cuando me dijo que Macarena estaba embarazada, cómo me miró ayer cuando se despidió de mí. Joder, no puedo más. Me levanto como un resorte, como si el sillón ardiese, y me paso las dos manos por el pelo a la vez que pierdo la mirada en el ventanal. ¿Esto es lo que me espera? ¿Todos los malditos días van a ser así? Apoyo las palmas de las manos en la mesa y me inclino suavemente hacia delante. La echo de menos. La echo demasiado de menos.
—Señor Alfonso —me llama Beatrice.
—No quiero que nadie me moleste —le recuerdo sin levantar la cabeza.
—Lo sé, señor, pero ha venido a verlo un... niño —termina la frase confusa.
—¿Un niño? —inquiero mirándola a la vez que frunzo el ceño.
—Dice que se llama Maxi.
Mi expresión cambia por completo. ¿Qué hace aquí? ¿Está bien? ¿Paula está bien? Ese hormigueo tan familiar comienza a recorrerme las costillas.
Asiento al tiempo que rodeo mi mesa y Beatrice gira sobre sus pies y abre la puerta que entornó con cuidado.
—Puedes pasar —oigo que dice.
A los pocos segundos, Maxi entra en mi despacho. Lleva la mochila del colegio a la espalda, así que me imagino que ha debido de venir desde allí. Paula me contó que iba a una escuela pública cerca de su casa, eso son más de cincuenta manzanas hasta aquí.
—Hola —me saluda deteniéndose frente a mí.
—Hola —respondo todavía confuso—. ¿No deberías estar en el colegio?
—Sí, pero tenía que hablar contigo.
—¿Y has venido andando hasta aquí?
—He venido en metro —contesta resuelto.
—¿En metro?
Tiene que ser una puta broma. Podría haberse perdido y aparecer en Queens. ¡Podrían haberlo secuestrado!
—Ya tengo diez años —se queja por la forma en la que lo miro.
No puedo evitar sonreír. Es tan peleón como su madre.
—Necesito hablar contigo —repite alzando la cabeza para mirarme a los ojos.
—¿De qué?
—Ayer oí a mi madre decirle a Amelia que mi tío Sebastian va a comprar la empresa de Hernan, ¿es verdad?
—Sí —respondo cruzándome de brazos.
—¿Y por qué no la compras tú?
Su pregunta me pilla fuera de juego.
—Las cosas no funcionan así, Maxi.
—¿Por qué no? —replica sin apartar esos enormes ojos azules de los míos—. Mi madre no quiere que el tío Sebastian compre la empresa, pero seguro que sí quiere que la compres tú.
—Maxi, yo no...
—Tienes que ayudarla —me interrumpe impaciente.
—¿Y por qué crees que yo puedo hacerlo?
El niño lo piensa un segundo.
—No lo sé —contesta sincero—, pero ella siempre sonríe cuando escucha tu nombre. Eso es bueno, ¿no?
Joder, eso ha sido como llevar la soga a casa del ahorcado.
—Sí —balbuceo—, pero eso no significa que pueda hacer algo para que Sebastian no compre la empresa —reconduzco la conversación.
—¿Por qué no? —contraataca tozudo.
—Porque es mucho más complicado —respondo alzando las manos.
—Ayer se durmió llorando —dice acelerado—. Ella cree que no la oí, pero sí lo hice. Es mi madre y tengo que ayudarla, por favor.
La presión sobre mis costillas crece más y más.
—Maxi...
—Por favor, Pedro, ven conmigo —repite agarrándome de la mano y tirando de ella para que lo siga—. Vamos a ayudarla, por favor.
Ojalá pudiera, daría todo lo que tengo por ayudarla. No quiero que se vaya con Sebastian, que los aleje de mí llevándoselos a Glen Cove, pero, si me inmiscuyo, sólo conseguiré que sufra todavía más.
—Maxi, no puedo —sentencio soltándome.
El dolor es tan fuerte que casi no puedo respirar.
—Por favor —murmura y, aunque lucha por aguantar los sollozos sin hacer ningún gesto, las primeras lágrimas comienzan a caer.
Lo último que quiero es decepcionarlo, joder, pero no puedo.
—Vais a estar bien —trato de hacerle entender acuclillándome frente a él—. Sebastian va a cuidar de vosotros, vais a vivir en una casa genial y tu madre volverá a estar contenta.
Sólo tiene que olvidarse de mí, encontrar a alguien y ser feliz. La rabia vuelve y lo arrasa todo. No quiero que conozca a nadie, joder. No quiero tener que renunciar a ella.
—Te lo prometo —sentencio.
Maxi no responde y tampoco me mira. Yo resoplo tratando de controlar todo lo que siento ahora mismo. Maldita sea, sólo quiere que su madre sea feliz, lo que cualquier crío quiere, lo que yo quería que fuese mi padre cuando tenía su edad.
—Amelia, ven a mi despacho —la llamo por el intercomunicador, controlándome por no lanzarlo contra la pared.
Estoy furioso y la impotencia y todo el dolor me están comiendo por dentro.
No tarda más que un par de segundos en entrar. Al ver a Maxi, se frena en seco y su expresión se llena de confusión.
—Acompáñalo al colegio —le pido refiriéndome al crío—. El Jaguar está en la puerta. Os llevará donde le digas. Tómate todo el tiempo que necesitéis.
Mis palabras la hacen dejar de mirar al niño y mirarme a mí, y por un momento tengo la horrible sensación de que puede ver dentro de mí, de que es capaz de adivinar cuánto me afecta todo esto.
—Ahora mismo —contesta finalmente.
Amelia lo agarra del hombro y Maxi camina junto a ella todavía con la cabeza gacha. Yo los observo hasta que salen de mi despacho. En cuanto la puerta se cierra, me paso las manos por el pelo y comienzo a dar paseos cada vez más inconexos, más acelerados, más frustrados.
Yo quiero cuidarla. ¡Lo quiero más que nada, joder! Pero no puedo volver a su vida, entrar en la de Maxi y, después, tener que largarme porque voy a tener un hijo con otra.
Joder. Joder.
¡Joder!
Antes de que pueda controlarlo, la rabia lo inunda todo y salgo flechado del despacho. ¿Qué se supone que debería hacer? ¿Cómo debería comportarme? Me marché a Portland para mantenerme alejado de ella y no funcionó. Intenté ser distante, frío, y tampoco funcionó.
La recuperé, volví a perderla y nunca he dejado de quererla y, maldita sea, es una tortura.
Tampoco me doy cuenta de cómo acabo frente a la puerta de un bar mugriento en un callejón cualquiera cerca de la Sexta. Doy el primer paso para entrar, pero de pronto pienso en Maxi. Nos imagino jugando al rugby en Central Park un domingo, corriendo de un lado a otro mientras Paula está tumbada en una manta sobre el césped con un vestido de tirantes y pequeñas florecitas estampadas. El sol le da en la
cara y parece muy relajada hasta que decido ir a molestarla, tumbándome a su lado y acariciándole la nariz con el índice.
Sonrío satisfecho cuando suelta un pequeño gruñido molesto y se revuelve sin abrir los ojos, y un segundo después la beso acallando todas sus protestas.
Al volver a la realidad, me doy cuenta de que mis manos ya no están cerradas en un puño, que puedo respirar más allá de la rabia, y entonces lo entiendo todo: quizá ya no pueda tener todo eso, pero sí tengo que luchar porque ellos puedan tenerlo. Renunciando a Cunningham Media y a su vida en Manhattan, Paula nunca va a ser feliz. Tengo que impedirlo.
Ésa es mi manera de cuidar de ellos.
Regreso a Colton, Alfonso y Brent y comienzo a revisar cada carpeta, cada archivo, cada tabla de inversiones, buscando la manera de salvar la empresa de Hernan al margen de Sebastian. Ya ha anochecido cuando encuentro una vía de escape. Me levanto como un resorte y salgo al pasillo.
—Damian —lo llamo abriendo la puerta sin molestarme en llamar—, te espero en el despacho de Jeremias.
Sin aguardar respuesta, vuelvo al pasillo.
—Eva —la nombro al cruzar la recepción—, sobre mi mesa tienes una lista de llamadas que hacer. Todas las reuniones tienen que ser para mañana a primera hora.
Ella asiente y responde algo, aunque la verdad es que no la escucho, y continúo flechado hasta el despacho de Colton.
—Tenemos que hablar —irrumpo en su oficina.
Su secretaria me sigue con cara de susto.
—Joder, ¿qué hay de eso de llamar a la puerta? —se queja mi socio desde detrás de su mesa, mirándome con cara de pocos amigos.
—Es importante. —Pronuncio esas palabras justo cuando llega Damian.
Jeremias le hace un gesto a su secretaria y ésta se retira, cerrando la puerta a su paso.
—¿Qué ocurre? —pregunta Damian.
—Se trata de Cunningham Media —comienzo—. No podemos dejar que Sebastian Hamilton la compre.
—Eso es bastante complicado —comenta Jeremias—. La auditoría se hará pública mañana cuando Wall Street abra.
—Eso sólo significa que tenemos hasta las nueve y media de la mañana para cerrar todos los acuerdos con otro comprador.
Jeremias suspira. Sé por qué ninguno de los dos está dando saltos de alegría. Deshacernos de Sebastian Hamilton a estas alturas no nos dejaría en muy buen lugar como empresa teniendo en cuenta que hemos dirigido la operación en su nombre desde el principio.
—Para Hamilton la compra de la empresa no son negocios.
Ya visteis lo que pasó con Paula en la reunión.
—Pedro, los dos entendemos por qué quieres hacer esto —replica Damian—, pero ¿en serio te parece que es una buena idea? Vas a tener un crío con Macarena, deberías olvidarte de Paula y de esa compañía.
Yo lo miro y me humedezco el labio inferior. Está claro que ninguno de los dos entiende una mierda.
—Dime una cosa: si ahora jodieras las cosas con Karen y tuvieras que renunciar a ella, ¿la olvidarías? —Damian resopla con la mirada clavada en la mía, pero no dice nada. Sabe adónde quiero llegar—. Y tú, Jeremias—continúo
dirigiendo mi vista hasta él—, ¿te olvidarías de Lara? Me estáis pidiendo que haga algo que ninguno de los dos estaría dispuesto a hacer.
—Tienes razón, pero ninguno de nosotros dejó embarazada a la mejor amiga de la chica a la que quiere —sentencia Jeremias,desafiándome desde su sillón.
—Eso ha sido un golpe bajo —gruño.
—Eso ha sido lo que te mereces —interviene Damian.
El silencio se hace en la habitación. Cualquiera que nos conozca sabe que nos apoyamos en todo sin fisuras, pero, de puertas para dentro, se lavan los trapos sucios, y eso es lo que estamos haciendo ahora. Sólo que no es el puto momento.
—La jodí —me sincero—, y precisamente por eso necesito ayudarla, impedir que pierda nada más.
—No es una buena idea —repite Jeremias—. Lo estamos haciendo por ti, por los dos.
Cabeceo. No están siendo justos. Nada justos.
—Yo siempre he estado ahí para vosotros —replico—. Era yo el que estaba en aquel callejón vigilando que no viniera nadie mientras tú le dabas una paliza al hijo de puta de tu padre, Damian. Y fui yo quien se llevó a Lara llorando de nuestra oficina cuando tú decidiste que no querías volver a verla —le digo a Jeremias—. Ahora se trata de mí.
Los dos se miran un único instante.
—Haremos lo que quieras —sentencia Damian.
Asiento. Sabía que no me fallarían.
Nos pasamos toda la noche trabajando, ultimando documentos y preparando reuniones. Las primeras horas de mañana van a ser una locura. Tenemos que conseguir cerrar la compra antes de las nueve y media.
Apenas dormimos, pero merece la pena y a las ocho estoy saliendo de la sala de juntas de Cunningham Media.
Acabamos de explicarle a Hernan todos los detalles y, francamente, creo que le hemos dado la alegría de su vida.
El comprador vendrá en poco menos de una hora, así que tengo que darme prisa. Damian se ha llevado el Jaguar a la Oficina del ejercicio bursátil. Esa reunión será complicada. Debe convencerlos de que no ha habido ningún conflicto de intereses y que no hemos perjudicado a Sebastian Hamilton en ningún paso de la operación.
En el bordillo de la 49, llamo a un taxi y le pido que me lleve al West Side. El tráfico se porta bien y llego relativamente pronto.
Sacudo su puerta como un desquiciado hasta que oigo pasos al otro lado y el cerrojo abrirse.
—¿Qué? —dice Amelia con cara de pocos amigos, a punto de caer dormida otra vez—. ¿Qué coño haces aquí? —reformula su pregunta en cuanto advierte que soy yo.
—Necesito un favor.
—No pienso hacerte ningún favor.
Sin dejarla seguir protestando, la agarro de la muñeca y tiro de ella para que me siga escaleras abajo.
—Pero ¿quién te crees que eres? —se queja—. Si piensas que a todas las mujeres nos gusta que nos traten como si fueras el rey del mundo... estás en lo cierto —claudica al cabo de unos segundos—, pero que no se te olvide que no eres mi persona favorita, Alfonso.
Me detengo frente a la puerta de Paula y ella frunce el ceño aún más confusa. Pienso en darle las explicaciones oportunas, pero mejor no. La curiosidad la está matando y yo estoy disfrutando.
Llamo una vez y me propongo esperar paciente, pero no soy capaz y golpeo la puerta hasta que, como pasó con Amelia, oigo pasos al otro lado.
—¿Qué sucede? —pregunta Paula abriendo.
La miro e inmediatamente sonrío. Tiene el pelo alborotado y la respiración tranquila. Me la imagino así, en mi cama, y siento que vuelvo a respirar por primera vez en tres días.
—¿Qué...? —repite confundida al ver a Amelia a mi lado, malhumorada y en pijama, y a mí.
—Tienes que venir conmigo —le digo.
—¿Qué? ¿Adónde? No puedo —se apresura a replicar.
—Sí, puedes, ven.
Sueno arrogante y seguro, porque lo estoy.
Paula me mira, abre la boca y, al cabo de un par de segundos, la cierra sin saber qué decir.
—Pedro —murmura finalmente sobrepasada.
—Sé que no me he ganado que vuelvas a confiar en mí —la interrumpo dando un paso hacia ella—, pero necesito que me dejes hacer esto por ti, por los dos —sentencio llevando mi vista a su espalda, donde está Maxi.
El crío, también en pijama, me mira y sonríe de oreja a oreja.
Creo que es el único que sabe por qué estoy aquí.
Paula se vuelve y lo mira y, a continuación, me presta de nuevo toda su atención. Yo atrapo su mirada y le tiendo una mano. Quiero que ella dé ese último paso, que de alguna manera vuelva a saltar al vacío.
Hincha su pecho, armándose también de valor, y se muerde el labio inferior.
—Está bien —responde estrechando mi mano.
Yo sonrío y tiro de ella. Empezamos a caminar pero, cuando sólo llevamos unos pasos, se detiene en seco.
—Voy en pijama —dice con una sonrisa, remarcando lo obvio.
Se suelta y vuelve dentro, y todo mi cuerpo protesta. La espero junto al marco de la puerta y en cuestión de minutos regresa vestida con unos leggins y un jersey.
—No sé adónde vamos —se disculpa por si no ha acertado con el vestuario.
—Estás perfecta —la interrumpo.
Y es la jodida verdad.
La cojo de nuevo de la mano y otra vez tiro de ella. Paula se despide de Maxi y de Amelia. Yo le guiño un ojo al crío como despedida y él vuelve a sonreír. Esa sonrisa me hace feliz.
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