Corro más rápido de lo habitual, o por lo menos ésa es la sensación que tengo, porque las treinta y cinco manzanas hasta la catedral de San Patricio se funden como si sólo hubiesen sido una. Acelero el ritmo. Times Square. Central Park. De vuelta en el Upper East Side. Me detengo en seco frente a mi edificio y prácticamente me arranco los cascos de golpe. What makes a good man?,de The Heavy, sigue
sonando débil desde mi mano. No he conseguido dejar de pensar. Yo siempre consigo dejar de pensar.
Sacudo la cabeza, me echo el pelo hacia atrás con una mano y entro. Desde que ayer descubrí a Paula en mi oficina, más concretamente desde que dijo que Hernan la salvó, no he podido parar de darle vueltas a las mismas preguntas. ¿De qué la salvó? ¿Qué ocurrió? ¿Cuándo?
Además, está el molesto hecho de cuánto me importa que ella no tenga claro que puede confiar en mí ni siquiera después de haberle dicho específicamente que todavía podemos salvar Cunningham Media. No soy ningún gilipollas sin moral. No voy a mandar una compañía con más de doscientas personas al traste sin antes intentar reflotarla.
Resoplo y salgo del ascensor. También es verdad que nunca
me ha temblado el pulso cuando acabar desmantelándola y vendiéndola ha sido lo que he tenido que hacer.
Abro el grifo de la ducha. El baño se llena al instante de vapor. Me quito la camiseta y me meto bajo el chorro de agua caliente, casi hirviendo. Quiero que confíe en mí y quiero que trabaje conmigo, aunque no tenga claro por qué quiero ninguna de esas dos cosas.
****
Me revuelvo el pelo un par de veces mientras observo el Rock Center a través del enorme ventanal. Me pregunto si ya habrá llegado, qué habrá decidido. Repito el gesto y me concentro en el prospecto de inversiones que tengo delante.
No alzo la mirada cuando la oigo entrar. Sé que podría ponerle las cosas más fáciles, pero yo ya dije todo lo que tenía que decir. La decisión ahora depende de ella. Me observa unos segundos y finalmente hunde los hombros como si se rindiese a la elección que ya ha hecho.
Camina hasta mí, coge una carpeta y se sienta a mi lado.
Ladeo la cabeza satisfecho y la observo un segundo antes de volver a mis papeles. Sonrío. Ha hecho lo que tenía que hacer.
—Que trabajemos juntos no significa que necesite ver tu sonrisa cada quince segundos —apunta.
Mi gesto automáticamente se ensancha.
—Yo tampoco necesito ver muchas cosas de ti que me hacen pensar otras muchas cosas y aquí estoy, dejándome llevar y disfrutando — replico.
— Descarado —responde divertida.
Sonrío de nuevo y ella también lo hace. No sé por qué, pero me gusta tenerla cerca.
Salimos del pub y cogemos un taxi hasta la 56 Oeste con la Sexta. Por suerte, el vestíbulo está desierto; el guardia de seguridad debe de estar haciendo la ronda, así que no necesitamos ninguna excusa para colarnos.
En el ascensor tenemos algún que otro ataque de risa, pero conseguimos llegar a la planta sesenta sin problemas. Pasamos junto a la oficina de Claudio y nos detenemos frente a una puerta de cristal con aspecto muy pesado y en la que puede leerse en unas discretas y sencillas letras blancas «Colton, Alfonso y Brent».
Pongo la palma de la mano sobre el cristal y, justo antes de empujar, tengo un último ataque de dudas.
Haces esto por Hernan, Bluebird. No puedes echarte atrás ahora, me recuerdo.
Asiento reafirmándome y al fin impulso la puerta. No se mueve. Empujo más fuerte.
—No se abre —me lamento.
Lo más probable es que no quede nadie y la oficina esté cerrada. ¡Maldita sea!
—Joder —vuelvo a protestar.
Amelia observa concienzudamente la puerta, alza la mano y, en lugar de empujar, tira del reluciente manillar de metal hacia nosotras, moviendo la puerta sin problemas.
Yo arrugo la nariz y asiento bajo la atenta mirada de mi amiga, que mantiene la entrada abierta.
—Lo mejor será que nos olvidemos de este incidente sin importancia. Han sido los daiquiris —me disculpo.
Sin más, entro y Amelia me sigue con una sonrisilla de lo más impertinente.
Pasamos la recepción y, junto a una sofisticada sala de espera, la oficina se divide en dos pasillos.
—¿Cuál crees que será su despacho? —inquiero.
Amelia se encoge de hombros. Yo miro hacia ambos lados. La cosa se está complicando. Cogemos el pasillo de la izquierda como podríamos haber optado por el de la derecha, pero la única oficina que hay está cerrada.
—¿Sabes lo que me vendría bien para saber si puedo o no confiar en Pedro Alfonso? —comento mientras desandamos nuestros pasos en busca del otro pasillo—. Hacer una lista; ya sabes, valorar los pros y los contras.
Mi amiga asiente muy concentrada.
—Es la mejor manera de tomar una decisión —continúo—, y desde luego la más inteligente.
Amelia se detiene delante de un despacho con las paredes de cristal. Parece una pecera.
—En los contras estarían que no lo conozco, que lo manda el comprador, que es un completo engreído —asiento a mis propias palabras—. Ése, sin duda, es el peor contra, ¿o quizá el mejor?
Abre el despacho y entra.
—Un pro seguro que sería que es muy inteligente... y lo de las leyendas urbanas —confieso con una risilla.
La luz al otro lado de la pared de cristal encendiéndose me hace dar un respingo.
—¿Qué haces ahí? —grito en un susurro.
—Estoy buscando un lápiz —responde sin ver ningún problema—, para tu lista.
No acaba de parecerme buena idea. El guardia de seguridad podría aparecer en cualquier momento y pillarnos con las manos en la masa.
—Coge también papel —le pido, trabándome en la última palabra por culpa del alcohol.
—No he encontrado ninguno —confirma tras revisar uno a uno todos los cajones—, pero esto servirá —añade, con un rotulador negro en la mano.
Camina hasta que nos situamos cada una a un lado del cristal. Destapa el rotulador y, algo torpe, se aparta uno de sus rizos afro de la cara.
—¿Cuál decías que es el primer contra?
—Lo manda el comprador —repito.
Un largo bostezo se me escapa de los labios, pero el gesto se me corta y los ojos se me abren como platos cuando la veo escribiendo en la pared de cristal.
—¡Estás loca! —murmuro.
—¿Quieres que me ponga a buscar una hoja de papel? —replica—. ¿Es que quieres que nos pillen?
Recapacito sobre sus propias palabras y todos los daiquiris de fresa que llevo en el cuerpo le dan la razón.
Rodeo la pequeña pecera y finalmente entro.
—¿El segundo contra? —me pregunta.
No sé cuánto tiempo después, hemos escrito una enorme lista de pros y contras, además de todo lo que pensamos de él, como que tiene el culo mejor puesto de todo Nueva York o pelo de recién follado.
También escribimos su mote, Guapísimo Gilipollas, un centenar de veces, alguna letra de canción que lo describe a la perfección y, en un alarde creativo, un intento de dibujo de una postura del Kamasutra porque, de acuerdo con su leyenda urbana, es un dios del sexo sin parangón y eso es un contra importantísimo... o un pro, ya no me acuerdo.
No dejamos de reírnos y, cuando Amelia pone la canción Let’s go de Tiësto con Icona Pop, en bucle en su móvil, comenzamos a cantar y bailar. Estamos tan entusiasmadas que no nos damos cuenta de que la luz del vestíbulo se enciende y también la de nuestro pasillo. Ni siquiera nos percatamos de nada cuando alguien se detiene al otro lado del cristal y empieza a leer todo lo que hemos escrito.
—Joder —grito con la voz evaporada cuando me giro y veo al mismísimo Pedro Alfonso leyendo todo lo que pone en el cristal.
¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
Apago la música rápidamente, le doy un manotazo en el hombro a Amelia, que se vuelve sorprendida, y creo que las dos tragamos saliva a la vez. Pedro está al otro lado de la pared transparente, ladeando suavemente la cabeza mientras lee y sonríe y continúa leyendo con una expresión que entremezcla la curiosidad, la diversión y todo el engreimiento del mundo. El Guapísimo Gilipollas está disfrutando con esto.
Despacio, como en esa canción de Maroon 5 que escuchamos en el Goose, rodea la pared y entra en la pequeña pecera. El alcohol se evapora de golpe.
—Buenas noches, señoritas —nos saluda con la voz ronca.
De prisa, Amelia coge su móvil de encima de la mesa y se lo lleva al oído.
—¿Diga? —miente descaradamente.
Yo abro la boca escandalizada mientras clavo mi vista en ella. ¡Nadie la ha llamado!
—¿Que tu madre está en el hospital? —prácticamente grita—. Voy para allá.
Finge colgar su falsa llamada y se dirige hacia la puerta sin mirar atrás.
—¿Adónde vas? —protesto.
—¿No lo has odio? —se queja girándose para verme, pero sin ninguna intención de detenerse—. Su madre está en el hospital.
Yo alzo las manos. No puedo creerme que vaya a echarle tanto morro. ¡Todo esto fue idea suya!
—¡Amelia! —protesto de nuevo, pero no hay nada que hacer. Probablemente ya esté en la frontera con México.
Bajo los brazos y contengo todo mi nerviosismo para no empezar a dar golpecitos con el tacón sobre el parqué. Mientras, Pedro Alfonso me observa, estudiándome.
Maldita sea, ¿qué va a pensar de mí ahora?
«Eso debiste pensarlo tú antes de colarte en la oficina.»
Oh, cállate.
Lo mejor será fingir que no tengo nada por lo que avergonzarme, que es de lo más común entrar en el
despacho de otros ejecutivos a escribir obscenidades en las paredes. Además, si no quería que eso pasase, no debería haber puesto unas paredes de cristal tan tentadoras para locas borrachas.
—¿Ha sido divertido? —pregunta con una impertinente sonrisa.
—No era diversión, era trabajo —respondo sin achantarme—. Estaba tratando de tomar una importante decisión.
—¿Sobre mí?
—Exacto —contesto alzando la barbilla altiva y cruzándome de brazos.
Eso es. Sólo tengo que fingir ser una fría ejecutiva de una peli de los ochenta un poco más.
—¿Sobre cómo se me da follar? —inquiere socarrón, inclinándose ligeramente hacia delante.
—Sí... digo, no —me retracto en cuanto analizo su pregunta.
Pedro sonríe, se incorpora de nuevo y comienza a andar desenfadado hacia la pared garabateada.
Incluso cuando parece despreocupado, sigue resultando increíblemente masculino.
Yo hundo los hombros y me doy cuenta de que esta estrategia no me está dejando demasiado bien.
Debería sincerarme.
—Mira —arranco caminando hasta colocarme a su lado—: yo sólo quería saber si puedo confiar en ti.
Pedro alza la mirada, fijándose en las frases de más arriba.
La luz que llega desde el pasillo incide en sus ojos y de pronto se ven increíblemente azules. Yo pestañeo y me obligo de inmediato a dejar de observarlo.
—Cunningham Media es muy importante para mí —añado.
De reojo puedo ver cómo deja de contemplar la pared y centra su mirada en mí.
—¿Por qué es tan importante para ti salvar esa empresa?
—Porque Hernan me salvó a mí. —Hago una pequeña pausa, recordando exactamente qué significan esas palabras—. Se lo debo.
Levanto la cabeza y volvemos a encontrarnos frente a frente.
No he mentido. Hernan me salvó cuando nadie daba un mísero centavo por mí. Si tengo que tragarme mi orgullo y trabajar con Alfonso, tener al enemigo en casa, lo haré, pero antes necesito saber que de verdad va a permitirme sacar a Cunningham Media del pozo y que ofrecerme salvarla no es sólo una estrategia para terminar de hundirla.
Seguimos mirándonos y creo que estudiándonos el uno al otro. Me gustaría que me dijera exactamente lo que necesito escuchar, aunque, para ser franca, no sé si podría creerlo.
—Será mejor que te marches a casa —dice tras humedecerse el labio inferior—. El chófer está abajo, él te llevará.
Asiento. Tiene razón.
En el ascensor estamos prudentemente separados. Yo, apoyada en una de las paredes laterales con los brazos cruzados; él, en la otra esquina de la pared frontal, con los brazos estirados y sus masculinas manos apoyadas en la barandilla que rodea todo el cubículo a poco más de un metro del suelo. El silencio se instala entre ambos, pero, por algún extraño motivo, no es algo violento. En realidad, desde que lo conozco, lo he odiado e incluso he querido golpearlo en la cara con algo increíblemente pesado, pero nunca me he sentido incómoda a su lado. Quizá ése sea un buen punto de partida para trabajar juntos.
Atravesamos el vestíbulo caminando uno junto al otro. Pedro me abre la puerta y, al salir, debido al aire frío de mediados de diciembre, todo mi cuerpo se tensa y las preguntas se estrellan unas contra otras en mi cerebro.
Tengo mucho en lo que pensar esta noche.
Un hombre de unos cincuenta años cuadra los hombros profesional al ver a Pedro y se separa un paso del Jaguar negro en el que estaba apoyado.
—Lleve a la señorita Chaves a su casa —lo informa Pedro, metiéndose las manos en los bolsillos de sus pantalones—. Ella le dará la dirección.
El conductor asiente y, presto, me abre la puerta de atrás. Pedro me mira, pero sigue en silencio. Yo no sé qué decir. Supongo que lo mejor es que me marche ya. Asiento suavemente para reafirmarme y giro sobre mis pies para montarme en el coche.
—Al final es una cuestión de confianza —dice.
Su voz es ronca, pero extrañamente cálida, y detiene mis pies en seco antes de que mi cerebro hubiese decidido que quería pararme y enfrentarlo.
—La confianza en sí, quiero decir. Es una jodida paradoja —continúa hablando con una suave sonrisa rascándose la barbilla—, como aquella historia de los prisioneros y los policías de Dresher. Si quieres confiar en mí, tienes que confiar en que puedes confiar. Te lo dije esta tarde y vuelvo a repetírtelo: no hay nada escrito sobre Cunningham Media. Todavía puedes salvarla.
Yo suspiro manteniéndole la mirada.
—Gracias —respondo.
Giro sobre mis pies de nuevo y entro en el coche. El conductor cierra tras mi paso y, por un momento, sigo observando a Pedro a través del cristal.
Tiene razón, pero yo la tenía en que, aunque dijese lo que yo quería escuchar, no sabría si podría creerlo.
—Siento haber pintado tu pared —le digo tras bajar la ventanilla, asomándome.
El vehículo arranca y avanza los primeros metros. Pedro sonríe y, sin esperar a que nos alejemos del todo, da media vuelta todavía con las manos en los bolsillos y regresa al edificio.
Definitivamente, tengo muchísimo en lo que pensar.
Cuadro los hombros y salgo de la estancia mientras observo su media sonrisa de autosuficiencia, a pesar de que él ya no me está mirando a mí.
Bajo las escaleras más de prisa de lo que debería, incluso me sorprende no acabar rodando por ellas.
«Sí, definitivamente lo que necesitas para que empiece a tomarte en serio.»
Resoplo malhumorada y al fin salgo a la planta principal. La atravieso como una exhalación y llego hasta mi despacho. Cuando Amelia entra y cierra con cuidado tras de sí, ya estoy dando cortos e inconexos paseos. No sé qué hacer, ¡y yo siempre sé qué hacer!
—¿Qué te ha hecho ese desgraciado de Pedro Alfonso? ¿Tengo que subir y darle una paliza?
—No sé qué hacer —me sincero—. Y yo siempre sé qué hacer. Ése es mi superpoder.
Amelia suelta un bufido y niega con la cabeza.
—De eso nada. Si tuvieras un superpoder, sería el de pedir siempre la ensalada que ya se ha terminado en el restaurante o, mejor aún, el de ser tan responsable —se burla alargando todas las vocales de las dos últimas palabras.
—Ey —me quejo.
Ella sonríe encantada con su propia broma. Tengo una amiga horrible.
—Volviendo a lo importante —conviene—. ¿Con qué no sabes qué hacer?
—Con Alfonso. Me ha ofrecido la posibilidad de trabajar juntos para salvar Cunningham Media.
—Y no sabes si puedes fiarte de él.
Me toco la nariz con el índice. Has dado en el clavo, amiga.
—Cuando lo conocí, quise asesinarlo... y el plan malévolo sigue en pie —me apresuro a aclarar—, pero ahora no sé si debería pasar a ser el plan B.
—¿Sabes que, si aceptas, tendrás que trabajar con él, codo con codo?
—Lo sé.
—¿Que tendrás que contarle todos los secretos de la empresa y dejar que tome decisiones?
—Lo sé.
—Decisiones importantes —especifica.
—Lo sé.
—¿Confías en él?
Lo pienso un instante.
—No —respondo veloz, y algo dentro de mí me dice que no debería haberlo dicho tan de prisa.
Estoy hecha un lío.
Amelia me observa unos segundos y da un paso hacia mí, con el índice en alto.
—Vámonos de aquí. Necesitas una copa y dejar de pensar para tomar la mejor decisión.
—¿Cómo voy a dejar de pensar para tomar la mejor decisión? —clamo alzando los brazos—. Es absurdo.
—No pongas en tela de juicio mi sabiduría, pequeña.
Lo dice tan convencida que no tengo más remedio que sonreír.
—De todas formas, no puedo —continúo—. Tengo que...
—Ya me he encargado de eso. He llamado a Gustavo.
—¿Qué? —¿En serio?—. ¿Has llamado a Gustavo?
Nunca pensé que viviría para ver esto.
—Desde que te vi salir de tu despacho para hablar con Alfonso, supe que acabarías necesitando una copa y... ya sé que Gustavo se ha comportado como un auténtico imbécil los últimos diez años —se adelanta a cualquier cosa que pensara decir —, pero a veces cumple y hoy, mira por dónde, ha cumplido.
—No sé si es una buena idea... aunque supongo que es lo mejor —recapacito al cabo de un momento.
Amelia asiente y yo mentalmente también. Puede que Gustavo, por fin, haya decidido cambiar.
Miro mi reloj y después mi teléfono.
—Quizá debería llamar —sigo con voz culpable agitando mi BlackBerry—. Sólo para hablar con él.
—Quizá, no —responde con una sonrisa, cruzándose de brazos.
Maldita sea, tiene razón, pero es más complicado de lo que parece. Finalmente asiento de nuevo y también sonrío, dejando escapar toda la tensión.
—Coge tu bolso y vámonos al Goose.
—Amelia Harley, siempre sabes lo que me conviene —me burlo obedeciendo y saliendo tras ella.
—Por supuesto, pequeña. Ése y mi increíble capacidad para la moda son mis superpoderes.
Dos horas después aún seguimos en el Goose, nuestro pub favorito, en nuestra tercera ronda de daiquiris de fresa, nuestro cóctel favorito.
—¿Te has dado cuenta de lo bueno que está Pedro Alfonso? —pregunta Amelia—. Es tan atractivo que incluso llega a ser un poco ridículo... el Guapísimo Gilipollas.
Asiento. No le falta razón. Es ridículamente atractivo y también muy inteligente. Ya lo sospechaba, pero, la cantidad de asuntos que trató con su secretaría esta tarde, terminó de confirmármelo.
Amelia abre los ojos con una mezcla de puro deleite y expectación, y se inclina sobre la mesa.
—Hay leyendas urbanas sobre él.
—¿Cuáles? —me apresuro a preguntar curiosa, inclinándome yo también.
—El máximo tiempo que ha estado sin sonreír han sido diez segundos. Es in-cre-í-ble en la cama. Y nunca le ha dicho que no a una mujer.
Suena Animals, de Maroon 5, y definitivamente no ayuda a hacer más pequeño el mito.
—¿Con cuántas mujeres crees que se ha acostado? —inquiero acariciando la base de mi copa de cóctel.
—No lo sé... ¿Un millón?
—¡Eso es imposible! —replico.
—Es verdad... —recapacita jugueteando con la sombrillita de su combinado—... ¿dos millones?
—Nadie puede acostarse con dos millones de personas... ni con un millón.
—Si alguien pudiera, sería él —sentencia.
Y de pronto las dos nos echamos a reír. Mantener conversaciones profundas con un daiquiri de fresa en la mano resulta muy complicado.
—¿Sabes lo que te ayudaría a tomar la mejor decisión? —dice de pronto, increíblemente convencida —, conocer la guarida del lobo.
Lo pienso un instante.
—¿Los lobos tienen guarida?
—Sí, porque viven en manadas.
—No viven en manadas, idiota —me quejo—. Son nómadas.
Amelia niega con la cabeza y a continuación asiente.
—Estás confundiendo nómada con monógamo.
—¿Los lobos son monógamos? Qué romántico —añado con la sonrisa más idiota del mundo, que inmediatamente se contagia en los labios de mi amiga.
—Como los pingüinos.
Vuelvo a pensarlo unos segundos.
—Creo que no —estoy ciento por ciento segura… o eso creo tras tres daiquiris—, porque los pingüinos no viven en guaridas como los lobos.
Asiento. Asiente. Nos miramos y, antes de darnos cuenta, estallamos en risas otra vez.
—Céntrate —me pide cuando nuestras carcajadas se calman—. Estoy hablando de Pedro, de conocer la guarida del Guapísimo Gilipollas.
—¿Ése es su mote oficial? —le pregunto al ver que lo ha repetido dos veces en la misma conversación.
—Por supuesto.
Sonrío. Le va como anillo al dedo.
—Sabemos que su oficina está enfrente de la del hermano de Hernan —continúa—. Si le decimos al guardia de seguridad que vamos a ver a un Cunningham de parte del otro Cunningham, seguro que nos deja pasar.
Sopeso sus palabras. La verdad es que estaría bien ver su oficina, quizá curiosear algún papel. Si tiene su despacho lleno de las cabezas de los ejecutivos cuyas empresas ha desguazado colgadas en la pared, es mejor saberlo ahora.
—Decídete —me apremia.
—Lo estoy pensando. Las cosas hay que estudiarlas para tomar la mejor decisión.
—¿Ves? Ahí está otra vez tu superpoder —se burla.
Entorno la mirada. Soy responsable, pero serlo es lo lógico.
—He decidido que vamos a hacerlo —la informo—. Necesito saber a qué me enfrento.