sábado, 22 de julio de 2017

CAPITULO 8 (TERCERA HISTORIA)




Salimos del pub y cogemos un taxi hasta la 56 Oeste con la Sexta. Por suerte, el vestíbulo está desierto; el guardia de seguridad debe de estar haciendo la ronda, así que no necesitamos ninguna excusa para colarnos.


En el ascensor tenemos algún que otro ataque de risa, pero conseguimos llegar a la planta sesenta sin problemas. Pasamos junto a la oficina de Claudio y nos detenemos frente a una puerta de cristal con aspecto muy pesado y en la que puede leerse en unas discretas y sencillas letras blancas «Colton, Alfonso y Brent».


Pongo la palma de la mano sobre el cristal y, justo antes de empujar, tengo un último ataque de dudas.


Haces esto por Hernan, Bluebird. No puedes echarte atrás ahora, me recuerdo.


Asiento reafirmándome y al fin impulso la puerta. No se mueve. Empujo más fuerte.


—No se abre —me lamento.


Lo más probable es que no quede nadie y la oficina esté cerrada. ¡Maldita sea!


—Joder —vuelvo a protestar.


Amelia observa concienzudamente la puerta, alza la mano y, en lugar de empujar, tira del reluciente manillar de metal hacia nosotras, moviendo la puerta sin problemas.


Yo arrugo la nariz y asiento bajo la atenta mirada de mi amiga, que mantiene la entrada abierta.


—Lo mejor será que nos olvidemos de este incidente sin importancia. Han sido los daiquiris —me disculpo.


Sin más, entro y Amelia me sigue con una sonrisilla de lo más impertinente.


Pasamos la recepción y, junto a una sofisticada sala de espera, la oficina se divide en dos pasillos.


—¿Cuál crees que será su despacho? —inquiero.


Amelia se encoge de hombros. Yo miro hacia ambos lados. La cosa se está complicando. Cogemos el pasillo de la izquierda como podríamos haber optado por el de la derecha, pero la única oficina que hay está cerrada.


—¿Sabes lo que me vendría bien para saber si puedo o no confiar en Pedro Alfonso? —comento mientras desandamos nuestros pasos en busca del otro pasillo—. Hacer una lista; ya sabes, valorar los pros y los contras.


Mi amiga asiente muy concentrada.


—Es la mejor manera de tomar una decisión —continúo—, y desde luego la más inteligente.


Amelia se detiene delante de un despacho con las paredes de cristal. Parece una pecera.


—En los contras estarían que no lo conozco, que lo manda el comprador, que es un completo engreído —asiento a mis propias palabras—. Ése, sin duda, es el peor contra, ¿o quizá el mejor?


Abre el despacho y entra.


—Un pro seguro que sería que es muy inteligente... y lo de las leyendas urbanas —confieso con una risilla.


La luz al otro lado de la pared de cristal encendiéndose me hace dar un respingo.


—¿Qué haces ahí? —grito en un susurro.


—Estoy buscando un lápiz —responde sin ver ningún problema—, para tu lista.


No acaba de parecerme buena idea. El guardia de seguridad podría aparecer en cualquier momento y pillarnos con las manos en la masa.


—Coge también papel —le pido, trabándome en la última palabra por culpa del alcohol.


—No he encontrado ninguno —confirma tras revisar uno a uno todos los cajones—, pero esto servirá —añade, con un rotulador negro en la mano.


Camina hasta que nos situamos cada una a un lado del cristal. Destapa el rotulador y, algo torpe, se aparta uno de sus rizos afro de la cara.


—¿Cuál decías que es el primer contra?


—Lo manda el comprador —repito.


Un largo bostezo se me escapa de los labios, pero el gesto se me corta y los ojos se me abren como platos cuando la veo escribiendo en la pared de cristal.


—¡Estás loca! —murmuro.


—¿Quieres que me ponga a buscar una hoja de papel? —replica—. ¿Es que quieres que nos pillen?


Recapacito sobre sus propias palabras y todos los daiquiris de fresa que llevo en el cuerpo le dan la razón.


Rodeo la pequeña pecera y finalmente entro.


—¿El segundo contra? —me pregunta.


No sé cuánto tiempo después, hemos escrito una enorme lista de pros y contras, además de todo lo que pensamos de él, como que tiene el culo mejor puesto de todo Nueva York o pelo de recién follado.


También escribimos su mote, Guapísimo Gilipollas, un centenar de veces, alguna letra de canción que lo describe a la perfección y, en un alarde creativo, un intento de dibujo de una postura del Kamasutra porque, de acuerdo con su leyenda urbana, es un dios del sexo sin parangón y eso es un contra importantísimo... o un pro, ya no me acuerdo.


No dejamos de reírnos y, cuando Amelia pone la canción Let’s go de Tiësto con Icona Pop, en bucle en su móvil, comenzamos a cantar y bailar. Estamos tan entusiasmadas que no nos damos cuenta de que la luz del vestíbulo se enciende y también la de nuestro pasillo. Ni siquiera nos percatamos de nada cuando alguien se detiene al otro lado del cristal y empieza a leer todo lo que hemos escrito.


—Joder —grito con la voz evaporada cuando me giro y veo al mismísimo Pedro Alfonso leyendo todo lo que pone en el cristal.


¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!


Apago la música rápidamente, le doy un manotazo en el hombro a Amelia, que se vuelve sorprendida, y creo que las dos tragamos saliva a la vez. Pedro está al otro lado de la pared transparente, ladeando suavemente la cabeza mientras lee y sonríe y continúa leyendo con una expresión que entremezcla la curiosidad, la diversión y todo el engreimiento del mundo. El Guapísimo Gilipollas está disfrutando con esto.


Despacio, como en esa canción de Maroon 5 que escuchamos en el Goose, rodea la pared y entra en la pequeña pecera. El alcohol se evapora de golpe.


—Buenas noches, señoritas —nos saluda con la voz ronca.


De prisa, Amelia coge su móvil de encima de la mesa y se lo lleva al oído.


—¿Diga? —miente descaradamente.


Yo abro la boca escandalizada mientras clavo mi vista en ella. ¡Nadie la ha llamado!


—¿Que tu madre está en el hospital? —prácticamente grita—. Voy para allá.


Finge colgar su falsa llamada y se dirige hacia la puerta sin mirar atrás.


—¿Adónde vas? —protesto.


—¿No lo has odio? —se queja girándose para verme, pero sin ninguna intención de detenerse—. Su madre está en el hospital.


Yo alzo las manos. No puedo creerme que vaya a echarle tanto morro. ¡Todo esto fue idea suya!


—¡Amelia! —protesto de nuevo, pero no hay nada que hacer. Probablemente ya esté en la frontera con México.


Bajo los brazos y contengo todo mi nerviosismo para no empezar a dar golpecitos con el tacón sobre el parqué. Mientras, Pedro Alfonso me observa, estudiándome. 


Maldita sea, ¿qué va a pensar de mí ahora?


«Eso debiste pensarlo tú antes de colarte en la oficina.»


Oh, cállate.


Lo mejor será fingir que no tengo nada por lo que avergonzarme, que es de lo más común entrar en el
despacho de otros ejecutivos a escribir obscenidades en las paredes. Además, si no quería que eso pasase, no debería haber puesto unas paredes de cristal tan tentadoras para locas borrachas.


—¿Ha sido divertido? —pregunta con una impertinente sonrisa.


—No era diversión, era trabajo —respondo sin achantarme—. Estaba tratando de tomar una importante decisión.


—¿Sobre mí?


—Exacto —contesto alzando la barbilla altiva y cruzándome de brazos.


Eso es. Sólo tengo que fingir ser una fría ejecutiva de una peli de los ochenta un poco más.


—¿Sobre cómo se me da follar? —inquiere socarrón, inclinándose ligeramente hacia delante.


—Sí... digo, no —me retracto en cuanto analizo su pregunta.


Pedro sonríe, se incorpora de nuevo y comienza a andar desenfadado hacia la pared garabateada.


Incluso cuando parece despreocupado, sigue resultando increíblemente masculino.


Yo hundo los hombros y me doy cuenta de que esta estrategia no me está dejando demasiado bien.


Debería sincerarme.


—Mira —arranco caminando hasta colocarme a su lado—: yo sólo quería saber si puedo confiar en ti.


Pedro alza la mirada, fijándose en las frases de más arriba. 


La luz que llega desde el pasillo incide en sus ojos y de pronto se ven increíblemente azules. Yo pestañeo y me obligo de inmediato a dejar de observarlo.


—Cunningham Media es muy importante para mí —añado.


De reojo puedo ver cómo deja de contemplar la pared y centra su mirada en mí.


—¿Por qué es tan importante para ti salvar esa empresa?


—Porque Hernan me salvó a mí. —Hago una pequeña pausa, recordando exactamente qué significan esas palabras—. Se lo debo.


Levanto la cabeza y volvemos a encontrarnos frente a frente. 


No he mentido. Hernan me salvó cuando nadie daba un mísero centavo por mí. Si tengo que tragarme mi orgullo y trabajar con Alfonso, tener al enemigo en casa, lo haré, pero antes necesito saber que de verdad va a permitirme sacar a Cunningham Media del pozo y que ofrecerme salvarla no es sólo una estrategia para terminar de hundirla.


Seguimos mirándonos y creo que estudiándonos el uno al otro. Me gustaría que me dijera exactamente lo que necesito escuchar, aunque, para ser franca, no sé si podría creerlo.


—Será mejor que te marches a casa —dice tras humedecerse el labio inferior—. El chófer está abajo, él te llevará.


Asiento. Tiene razón.


En el ascensor estamos prudentemente separados. Yo, apoyada en una de las paredes laterales con los brazos cruzados; él, en la otra esquina de la pared frontal, con los brazos estirados y sus masculinas manos apoyadas en la barandilla que rodea todo el cubículo a poco más de un metro del suelo. El silencio se instala entre ambos, pero, por algún extraño motivo, no es algo violento. En realidad, desde que lo conozco, lo he odiado e incluso he querido golpearlo en la cara con algo increíblemente pesado, pero nunca me he sentido incómoda a su lado. Quizá ése sea un buen punto de partida para trabajar juntos.


Atravesamos el vestíbulo caminando uno junto al otro. Pedro me abre la puerta y, al salir, debido al aire frío de mediados de diciembre, todo mi cuerpo se tensa y las preguntas se estrellan unas contra otras en mi cerebro. 


Tengo mucho en lo que pensar esta noche.


Un hombre de unos cincuenta años cuadra los hombros profesional al ver a Pedro y se separa un paso del Jaguar negro en el que estaba apoyado.


—Lleve a la señorita Chaves a su casa —lo informa Pedro, metiéndose las manos en los bolsillos de sus pantalones—. Ella le dará la dirección.


El conductor asiente y, presto, me abre la puerta de atrás. Pedro me mira, pero sigue en silencio. Yo no sé qué decir. Supongo que lo mejor es que me marche ya. Asiento suavemente para reafirmarme y giro sobre mis pies para montarme en el coche.


—Al final es una cuestión de confianza —dice.


Su voz es ronca, pero extrañamente cálida, y detiene mis pies en seco antes de que mi cerebro hubiese decidido que quería pararme y enfrentarlo.


—La confianza en sí, quiero decir. Es una jodida paradoja —continúa hablando con una suave sonrisa rascándose la barbilla—, como aquella historia de los prisioneros y los policías de Dresher. Si quieres confiar en mí, tienes que confiar en que puedes confiar. Te lo dije esta tarde y vuelvo a repetírtelo: no hay nada escrito sobre Cunningham Media. Todavía puedes salvarla.


Yo suspiro manteniéndole la mirada.


—Gracias —respondo.


Giro sobre mis pies de nuevo y entro en el coche. El conductor cierra tras mi paso y, por un momento, sigo observando a Pedro a través del cristal.


Tiene razón, pero yo la tenía en que, aunque dijese lo que yo quería escuchar, no sabría si podría creerlo.


—Siento haber pintado tu pared —le digo tras bajar la ventanilla, asomándome.


El vehículo arranca y avanza los primeros metros. Pedro sonríe y, sin esperar a que nos alejemos del todo, da media vuelta todavía con las manos en los bolsillos y regresa al edificio.


Definitivamente, tengo muchísimo en lo que pensar.





No hay comentarios:

Publicar un comentario