jueves, 22 de junio de 2017

CAPITULO 35 (PRIMERA HISTORIA)




Me despierto y perezosa estiro los brazos a la vez que lanzo un gruñidito de puro placer. Esta cama es una pasada. Ruedo hasta levantarme por el otro lado y vuelvo a estirarme. Apenas he dormido, aunque la maratón de sexo ha merecido la pena. Lo de este hombre definitivamente es otro nivel. No es que yo tenga mucho con qué comparar, pero es como la primera vez que pruebas el chocolate belga con noventa y nueve por ciento de cacao. Sabes que no puede existir en el mundo nada mejor.


Frunzo los labios cuando caigo en la cuenta de que Pedro no está.


Miro el reloj de su mesita. Sólo son las seis y media. Aún es temprano.


Voy hasta la cómoda y le robo una camiseta. Ni siquiera pierdo tiempo en buscar mis bragas. Sólo saldré, me aseguraré de que no ha vuelto al suelo del salón y me meteré en el baño para darme una larga, larguísima ducha.


Aunque sea sábado, me espera mucho trabajo en Colton, Fitzgerald y Alfonso. Cruzo la puerta recogiéndome el pelo en una coleta.


Automáticamente miro hacia el sofá y respiro aliviada cuando no lo veo sentado en el suelo.


—¿Pedro? —lo llamo.


—Buenos días, Pecosa —me saluda de lo más socarrón desde la terraza.


Con el ceño fruncido, me giro hacia él y creo que voy a tener un ataque de puro bochorno cuando veo a Jeremias a su lado.


¡Ni siquiera llevo bragas!


¡Joder!


Echo a andar con el paso acelerado, casi corriendo, para ocultarme tras la barra de la cocina mientras noto cómo las mejillas, y creo que todas las partes de mi cuerpo, se están tiñendo de un rojo intenso. Trato de ir tan de prisa y que al mismo tiempo no se me vea el culo, que doy un traspié justo al alcanzar la isla y acabo cayéndome tras el mueble de elegante diseño italiano. ¡Joder, joder, joder! Me levanto casi de un salto y carraspeo intentando recuperar la dignidad perdida.


«Y eso que sólo son las ocho de la mañana.»


—Buenos días —saludo muerta de la vergüenza.


—Así es ella —anuncia Pedro ceremonioso caminando hacia mí seguido de su amigo—, capaz de cualquier cosa para que empieces la mañana con una sonrisa.


Lo fulmino con la mirada. Es un gilipollas. Podría haberme avisado de que no estábamos solos.


—Buenos días, Paula —me saluda Jeremias con una sonrisa, luchando por no reírse abiertamente.


Pedro se acomoda en uno de los taburetes con una impertinente sonrisa y yo vuelvo a asesinarlo con la mirada.


—Revisa esas inversiones y tomaremos una decisión con Octavio sobre todo el asunto —le comenta a Pedro y él asiente—. Hasta después, Paula —se despide dirigiéndose al ascensor.


Mentalmente suspiro aliviada, aunque de paso se podría llevar a este gilipollas.


—Eres un capullo —me quejo en cuanto Jeremias se marcha.


Cargo la cafetera y la enciendo.


—Y tú, muy divertida.


No puedes tirarle la cafetera a la cabeza. No puedes tirarle la cafetera a la cabeza.


—¿Ni siquiera te importa que me haya visto medio desnuda?


—¿Te gustaría que me hubiese puesto celoso? —pregunta con una media y presuntuosa sonrisa colgada del rostro.


Pedro se levanta, abre el frigorífico y saca una manzana.


—Claro que no —bufo indignada, aunque en realidad no estoy tan segura.


Me esfuerzo en ignorarlo, pero soy plenamente consciente de cuándo camina hasta mí, quedándose a mi espada, exactamente a un puñado de centímetros.


—Sólo hay dos motivos por los que un hombre se pone celoso, Pecosa —susurra con esa voz tan masculina—, y aquí no se cumple ninguno de los dos.


Sin más, se aleja y yo me quedo completamente inmóvil. 


Otra vez me ha robado la reacción. ¡Maldita sea!


—Mueve el culo —me advierte desde el pasillo—. Vestida o no, nos vamos en una hora.


Cierro malhumorada la cafetera y resoplo. Gilipollas, gilipollas, ¡gilipollas!


Me doy una ducha rápida y me pongo un bonito vestido rojo. 


No tiene nada de espectacular, pero me gusta cómo me sienta y, después del bochorno sufrido a primera hora de la mañana, necesito algo que me suba la autoestima.


Salgo al salón poniéndome mis tacones nude. Ha pasado poco más de media hora desde que Pedro se metió en su estudio, así que tengo un momento para tomarme otro café. Apenas he llegado a la cocina cuando él aparece desde el fondo del pasillo.


—Tarde —gruñe sin más pasando junto a mí camino del ascensor.


Pongo los ojos en blanco y, resignada, giro sobre mis bonitos
zapatos. ¿Si lo asesinara se consideraría un crimen pasional? Si me toca una jueza que haya conocido a Pedro, seguro que me declara inocente y me da la llave de la ciudad.


El repiquetear de mis tacones suena contra el elegante parqué mientras me dirijo al ascensor. Eso parece llamar la atención de Pedroque mantiene sujeta la puerta. Alza la mirada y con descaro me observa de arriba abajo, poco a poco, a la vez que una media sonrisa dura y sexy se va dibujando en sus perfectos labios.


Entro en el elevador con la autoestima por las nubes y las mariposas haciendo triples giros y tirabuzones en mi estómago.


Pedro pulsa el botón del vestíbulo y se deja caer contra la pared al tiempo que se cruza de brazos. Yo clavo mi vista al frente. El ascensor es demasiado pequeño y él, una vez más, parece un modelo de Esquire. No pienso mirarlo y un microsegundo después lo hago embobada.


Le noto sonreír, esa sonrisa diseñada para que todo el vocabulario de las mujeres se reduzca a las palabras «sí, señor», y alza la mano hasta que despacio acaricia el bajo de mi vestido.


Pedro —protesto, pero no me muevo ni un ápice.


—Es culpa tuya, Pecosa. Me la has puesto dura —comenta divertido colocándose a mi espalda.


Sus manos se deslizan por mi cintura y, lleno de descaro, me hace comprobar cómo su miembro se ha despertado bajo sus pantalones a medida rozándolo con mi trasero.


Pedro —me quejo entre risas de nuevo, tratando de zafarme de sus manos.


—Seremos muy rápidos.


—No voy a tener sexo contigo ahora —replico—. Tenemos que ir a la oficina.


Pedro me gira entre sus brazos.


—Soy uno de los jefes y llegar tarde por estar follando aparece en nuestros estatutos —me explica mientras sus manos vuelan bajo mi vestido.


—Qué previsores —apunto socarrona apartándoselas.


—Los que más —replica volviendo a colarlas.


Pedro


—También puedo meterte algo en la boca para que estés entretenida.


Lo miro con los ojos como platos, tratando de disimular que estoy a punto de echarme a reír, y lo empujo apartándolo de mí. Apenas lo muevo un centímetro. Él sonríe como sabe que tiene que hacerlo para que olvide hasta el año en el que vivo y, despacio, vuelve a inclinarse sobre mí.


—Eres un maldito descarado —me quejo divertida, manteniéndole la mirada.


Está peligrosamente cerca.


—Quiero llevarte al club.


Su voz es sencillamente increíble.


—¿Al Archetype? —murmuro.


—Sí.


Pedro mueve sus manos y acaricia el interior de mis muslos.


—Y quiero follarte con este vestido.


Yo ahogo una sonrisa nerviosa en un suspiro aún más nervioso.


—Me parece bien —musito tratando de sonar indiferente.


Obviamente no lo consigo, pero la otra opción hubiese sido darle un «sí» mientras movía la cabeza como los perritos de adorno de los coches.


Pedro sonríe.


—No te estaba pidiendo permiso —sentencia rebosando sensualidad en cada palabra.


—¿Te he dicho ya que eres un descarado? —replico al borde del tartamudeo, intentado demostrarle que también puedo jugar.


—Y yo ya te he advertido que la culpa es sólo tuya…


Nuestras respiraciones aceleradas lo inundan todo.


El ascensor pita, avisándonos de que las puertas van a abrirse.


—… Pecosa —sentencia separándose de mí con la sonrisa más impertinente del mundo.


Lo observo salir del ascensor como si nada hubiese pasado, mientras yo estoy al borde de estallar como si estuviese fabricada de fuegos artificiales.


—Muévete —me recuerda sin girarse—. Tenemos mucho trabajo.


Yo pongo los ojos en blanco a la vez que echo la cabeza hacia atrás, resoplo, sonrío y finalmente echo a andar. El cabronazo es imposible, pero también divertidísimo. No se puede negar la evidencia.


Al poner un pie en pleno Park Avenue, respiro hondo. 


Necesito un poco de aire fresco que no huela deliciosamente bien para dejar de imaginármelo desnudo.


—Hoy comeremos con Mariano Colby —comenta Pedro mientras el jaguar se sumerge de lleno en el caótico tráfico de la Séptima.


Yo me giro sorprendida hacia él.


—¿Significa que empezaré a trabajar en el edificio Pisano?


Me hace mucha ilusión.


—Sí —contesta displicente—, quiero recuperar la intimidad de mi despacho.


Le dedico mi peor mohín.


—Vas a echarme de menos —replico socarrona.


Pedro se inclina despacio sobre mí. Por un momento creo que va a besarme y todo mi cuerpo se enciende. El segundo asalto ha llegado demasiado pronto y no tengo fuerzas para hacerme la interesante. Mi libido está desatada desde el ascensor.


—Pecosa —me advierte en un susurro—, otra vez estás pensando que eres irresistible.


Se separa torturador y su delicioso olor a suavizante caro y gel aún más caro vuelve a sacudirme. Debería darle una bofetada por lo que ha dicho, pero, en lugar de eso, mi cuerpo se está deleitando con toda su proximidad. Siempre pensé que mi único problema era que es demasiado guapo, después se sumó que folla demasiado bien. Ahora me doy cuenta de que el mayor de todos mis problemas es ese halo de puro atractivo y sexo que lo envuelve y hace que me sea absolutamente imposible pensar en cualquier otra cosa.


Después de pasar la mañana en la oficina, a eso de la una,
atravesamos la ciudad hasta el barrio de Chelsea. Vamos a comer en Malavita. Lo cierto es que ya tengo curiosidad por conocer ese sitio. Si se parece un poco a la comida que preparan, será espectacular.


Durante el trayecto, Pedro me da algunos detalles sobre Mariano Colby. Trabaja para ellos desde hace varios años, pero desde hace algunas semanas Pedro no está nada contento. Si todavía sigue en nómina, es por Jeremias y Octavio y, sobre todo, porque McCallister ha accedido a una segunda reunión y esos dos millones de dólares no están perdidos del todo.


El Malavita resulta ser aún mejor de lo que imaginaba. Es un local inmenso con las paredes pintadas de un impoluto blanco y toda la decoración, desde las lámparas hasta los pequeños y sofisticados centros de mesa, en tonos dorado envejecido y negro. La sala es completamente diáfana, de manera que desde cualquier punto del restaurante puede contemplarse la cocina, separada únicamente por una pared de cristal. El resultado final es sobrio, elegante y, sobre todo, exclusivo. Sólo se necesita echar un pequeño vistazo para darse cuenta de que, a pesar de su sencillez, el noventa por ciento de los neoyorquinos no puede permitirse venir a almorzar aquí.


La maître, con un entallado vestido tangerine, nos acompaña hasta nuestra mesa, prácticamente en el centro de la sala. Ya a unos pasos puedo ver a un hombre de unos cincuenta años perfectamente trajeado que me imagino será Mariano Colby. Junto a él hay otro de unos treinta, muy guapo y bastante nervioso. Debe de ser su asistente.


—Buenos tardes, señor Alfonso—lo saluda Mariano Colby al vernos llegar.


Inmediatamente se levanta y le tiende la mano.


—Buenos tardes —añade el otro chico también incorporándose.


Pedro se detiene junto a una de las sillas y alza la mirada lleno de arrogancia. Un simple gesto que ha resultado increíblemente intimidante.


No ha necesitado más para demostrar quién manda aquí.


Aparta la silla y lentamente se gira para mirarme. Frunzo el ceño un segundo y tardo otro en comprender que me la está apartando a mí. No deja de sorprenderme que pueda ser una persona tan implacable y, al mismo tiempo, cuando quiere, tener unos modales perfectos. Es algo que sin duda alguna debe de haber interiorizado desde pequeño.


—Buenas tardes —saludo tomando asiento.


Los hombres, visiblemente intimidados por la actitud de Pedroreparan en mí y agradecen con sendas sonrisas el salvavidas que acabo de lanzarles.


—Me llamo Gustavo —se presenta el joven tendiéndome la mano cuando se sienta a mi lado—. Gustavo Derby —me aclara cuando se la estrecho.


Pedro coge la carta y todos lo imitamos. El camarero se acerca y pide vino para los dos. Una botella con nombre francés. Me parece bien, aunque no se me pasa por alto el detalle de que ni siquiera me ha consultado.


—Tienes nombre de corredor de la NASCAR —le comento a Gustavo con una sonrisa que inmediatamente me devuelve.


—Nunca lo había pensado —se defiende—. ¿Y cuál es tu nombre? A lo mejor yo también tengo algo que decir sobre él.


Automáticamente recuerdo la primera vez que Pedro me llamó Pecosa.


—Me llamo Paula, Paula Chaves—respondo desafiándolo a que haga algún comentario.


Gustavo se devana los sesos casi un minuto y finalmente 
estalla en una sonrisa llena de dientes infinitamente blancos. Es muy bonita, pero no me dice nada. No es sexy, ni dura, ni impertinente. No tiene ese no sé qué.


—No, no tengo nada que decir —se sincera al fin.


—Entonces he ganado yo —replico divertida.


—Si no es mucho pedir, podemos empezar ya con esta estupidez de reunión. No quiero perder más el tiempo.


La voz de Pedro, mordaz y sin una pizca de amabilidad, me sobresalta. Cuadro los hombros y lo miro de reojo. No parece muy contento. Sabía que Mariano Colby no le caía demasiado bien, pero no imaginé que su animadversión fuera tan contundente.


—Por supuesto, señor Alfonso—responde Colby solicito—. Con respecto al asunto McCallister…


Pedro cierra la carta y la deja caer sobre la mesa sin levantar los ojos de Mariano Colby. Con ese simple gesto le está diciendo que tenga mucho cuidado con lo que piensa decir acerca de ese asunto. Si yo fuera Colby, tragaría saliva y fingiría locura transitoria.


—Lamento lo ocurrido —continúa, y juraría que ha estado a punto de tartamudear —. Sólo quiero que sepa que, en las nuevas negociaciones, no habrá margen de error.


—Por supuesto que no lo habrá —sentencia Pedro—. Voy a encargarme personalmente.


Colby abre los ojos como platos. Si tuviera un monóculo, se le habría caído en la copa de vino.


—Efectivamente —continúa Pedro mordaz—. Significa que se queda sin su comisión del dos y medio por ciento. Supongo que ahora sí que lamenta lo ocurrido —añade repitiendo con sorna las mismas palabras que Mariano Colby ha pronunciado hace sólo unos segundos.


Pedro toma su copa de vino y le da un trago aún con los ojos
sobre su interlocutor. Ha sido una exhibición de poder y masculinidad en toda regla. Brillante, intimidante y también muy excitante. Yo me obligo a dejar de mirarlo embobada y centro mi vista en la carta. Es ridículo, pero todos los músculos de mi vientre se han tensado con cada palabra que ha pronunciado.


El camarero regresa para tomarnos nota, pero aún no sé qué pedir.


—Pide los ravioli de langosta con trufa blanca —me aconseja Gustavo—. Te encantarán.


Yo asiento y se lo agradezco con una sonrisa.


Mientras esperamos la comida, charlo discretamente con Gustavo.


Como imaginé, trabaja como asistente de Colby. Es muy simpático y realmente amable. Pedro no me dirige la palabra ni una sola vez. Creo que sigue demasiado enfadado.


Cuando le doy el primer bocado a mis ravioli, no puedo evitar que un gruñidito se me escape. Están deliciosos.


—Te lo dije —comenta Gustavo satisfecho.


—Están muy buenos —le confirmo.


Él sonríe y se inclina con disimulo sobre mí.


—Me gusta tu vestido —dice en un murmuro.


Nota mental: este vestido es la caña.


Sonrío y, al alzar la mirada, me encuentro con la de Pedro. 


Él frunce el ceño imperceptiblemente y rompe nuestro contacto, pensativo.


—Señorita… —me llama Mariano Colby invitándome a decir mi nombre.


—Chaves, Paula Chaves.


Mi futuro jefe directo me sonríe amable.


—¿Cuándo se incorporará al edificio Pisano con nosotros?


Ahora la que sonríe soy yo. Me hace mucha ilusión empezar a trabajar en mi nuevo puesto, pero no sé cuándo decidirá Pedro que ya estoy lista.


—Lo cierto…


—Las señorita Chaves es nuestra nueva ejecutiva júnior —me interrumpe Pedro—. Se quedará con nosotros en las oficinas principales.


¡¿Qué?!


Miro a Pedro con los ojos como platos, como si ahora fuese yo quien se hubiese quedado sin su comisión del dos y medio por ciento.


¿Cómo se le ocurre contratarme como ejecutiva júnior? 


¿Cómo se le ocurre siquiera insinuarlo? Es cierto que he aprendido mucho durante este tiempo trabajando con él y me estoy esforzando en la universidad, pero todavía no tengo la preparación ni la experiencia necesarias para un puesto así.


Sin embargo, Pedro ni siquiera se molesta en devolverme la mirada y sigue centrado en su plato de comida. ¿Por qué está haciendo esto?


Sonrío algo aturdida a las felicitaciones de Colby y Gustavo. 


Ahora mismo la mente me está funcionando a mil kilómetros por hora.


El almuerzo termina poco después. Sigo sin poder creer lo que ha dicho Pedro. No quiero parecer desagradecida, pero es una auténtica locura y una verdadera estupidez. Nada más pagar la cuenta, Pedro se levanta y, amable, aunque creo que en realidad lo hace para que no me quede charlando con Gustavo, me aparta suavemente la silla para que haga lo mismo.


—Ha sido un placer, señor Alfonso —se despide Mariano Colby. Pedro ni siquiera lo mira—. Señorita Chaves.


—Lo mismo digo —respondo con una sonrisa.


Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones y coloca la palma de su mano al final de mi espalda, obligándome a empezar a caminar. Cuando nos hemos alejado unos pasos, me giro y saludo con un gesto de mano a Gustavo, que aún nos observaba. Por muy discreta que he intentado ser, Pedro parece darse cuenta porque su palma baja posesiva unos centímetros, lo suficiente para dejar de ser un gesto absolutamente inocente y convertirse en otra cosa.


Una idea de lo más absurda se pasea por mi mente, pero la descarto rápidamente.