Despacio, nerviosa, tímida, me llevo las manos al bajo de mi jersey y lentamente me deshago de él sacándomelo por la cabeza. Pedro no dice nada, pero la manera en la que me mira me hace sentir increíblemente sexy. Es una mirada fría, incluso un poco dura, pero llena de una sensualidad sin precedentes, como si estuviese haciendo exactamente lo que quiere, como si otra vez le estuviese complaciendo sin ni siquiera saber que lo conseguiría.
Me descalzo, me desabrocho los vaqueros y con la misma lentitud me deshago de ellos. Llevo un sencillo conjunto de ropa interior azul, pero ahora mismo me siento como si fuese carísima lencería de La Perla.
Pedro me hace un leve gesto con la cabeza para que entre en la habitación. Comienzo a caminar. Uno de mis pies sigue al otro y, en realidad, los dos siguen su estela de increíble atractivo. Cuando sólo me quedan un par de metros, Pedro se separa apenas un paso de la puerta.
Todo es tan sensual.
Al pasar junto a él, tomándome por sorpresa, me coge de las caderas y me lleva contra la puerta. Me levanta a pulso sin ningún esfuerzo y yo reacciono inmediatamente entrelazando mis piernas alrededor de su cintura y mis brazos en su cuello. Me besa desbocado. Su cuerpo aprisionando el mío es lo único que necesito para dejarme llevar.
—Pecosa —me llama contra mis labios.
—Lo sé. Esto es sexo, nada más —respondo completamente entregada.
—No —replica a la vez que se separa lo suficiente para que sus ojos atrapen los míos, dejándome absolutamente claro con su mirada que no podría estar más equivocada—. Esto es follar, hasta caer rendidos, y no lo vamos a estropear con una estupidez como el amor.
Antes de que pueda responder o protestar, vuelve a conquistar mi boca absolutamente indomable y yo lo recibo encantada. Saca un condón del bolsillo, rasga el envoltorio con los dientes y, con la agilidad del que se ha visto en esta situación un millón de veces, se echa hacia atrás, libera su erección y se coloca el preservativo.
Pedro aparta la tela de mis bragas y de un solo movimiento entra en mí. Los dos gemimos al unísono. Su mano avanza por mi costado hasta perderse en mi pelo. Con la segunda embestida me obliga a alzar la cabeza y otra vez mi boca, y yo, somos suyas.
*****
Meto las manos bajo la almohada y me acomodo de lado. Pedro está tumbado junto a mí, con la vista clavada en el techo y una de sus manos descansado en mi cadera, haciendo perezosos círculos con el pulgar. Nuestras respiraciones aún están suavemente aceleradas.
—Lola me dijo que eras alemán —comento con la voz tenue para no romper la atmósfera tranquila y relajante en la que estamos sumidos —, pero no tienes acento.
Quiero conocerlo un poco mejor.
—Nací en Múnich. Mis padres murieron cuando tenía quince años y vine aquí.
Sus palabras son frías, distantes. Me pregunto si es un mecanismo de defensa o simplemente es que, el hombre con menos empatía que he conocido, ni siquiera puede sentirla consigo mismo.
—Lo has simplificado bastante, ¿no?
—Eso pasó hace diecisiete años. No hay más que contar, ni más que preguntar —Y tengo la sensación de que ha sido una advertencia.
Pedro se incorpora levemente y apaga la luz.
—Además —continúa—, será mejor que nos durmamos ya. Imagino que querrás estar descansada para tu examen ficticio de mañana.
Tuerzo el gesto en la oscuridad. ¡Mierda! ¡Me ha pillado!
Pedro sonríe, me coge de la cintura y me lleva una vez más contra su pecho. Mis labios se inundan de su sonrisa y me dejo envolver por sus brazos.
Espero de verdad tener claro lo que quiero.
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