viernes, 4 de agosto de 2017

CAPITULO 52 (TERCERA HISTORIA)




Cierro el frigorífico y dejo dos botellas pequeñas de San Pellegrino sin gas sobre la encimera. Estoy feliz, joder. Sólo necesito saber que ella está en mi cama, en mi maldito apartamento, de vuelta en mi vida. Dejo caer las fresas, las frambuesas y los plátanos sobre la pila y los lavo con cuidado. Fruta para reponer fuerzas, porque no pienso dejar que vuelva a vestirse en todo lo que queda de día y, probablemente, en los dos meses siguientes.


Oigo algunos ruidos y la puerta de mi dormitorio abrirse.


—¿Ya me echabas de menos? —pregunto socarrón.


Sigo percibiendo ruidos, pisadas, pero no hay respuesta. La broma era bastante mala, pero, por lo menos, me he ganado un «eres lo peor, Alfonso».


Me giro justo a tiempo de ver a Paula, completamente vestida, con la ropa empapada pegarse a sus piernas bajo el abrigo, cruzar el salón y salir de casa.


—Pero ¿qué coño...? —murmuro sin poder creerme lo que estoy viendo.


¿Qué demonios ha pasado?


—Paula —la llamo saliendo tras ella.


Llego al rellano.


—Paula —repito.


Pero ella parece no oírme y se monta en el ascensor. Joder, ¿qué coño ha sucedido? Acelero el paso. Cuando llego, está en el centro del iluminado cubículo con la mirada clavada en sus zapatos completamente mojados. Sin saber por qué, una corriente eléctrica fría y desagradable me recorre la columna vertebral, como si mi cuerpo ya supiese por adelantado el dolor que voy a sentir.


—Paula, ¿qué ocurre? —pregunto, tratando de obviar esa sensación.


Ella alza la cabeza. Las puertas comienzan a cerrarse. Son los ojos más tristes que he visto jamás y me dejan paralizado. Se está marchando otra vez. Está sufriendo otra vez. La horrible sensación se transforma en algo real y me atraviesa las putas costillas.


La puerta se cierra por completo y el sonido me hace reaccionar. Tengo que hablar con ella, tengo que saber qué ha sucedido, tengo que arreglarlo.


Pulso el botón del ascensor, pero no vuelve a abrirse. 


Pronuncio un «joder» entre dientes y corro hasta las escaleras. Bajo las veinte plantas lo más rápido que soy capaz y salgo a la calle. Mis pies descalzos se hunden en la nieve y el frío me cala hasta los huesos, pero no me importa.


—¡Paula! —grito al distinguirla entre la multitud.


Ella se detiene un momento, pero parece coger aire y sigue caminando.


—Joder.


Echo a correr esquivando turistas y neoyorquinos y al fin la alcanzo. La sujeto de la muñeca y la obligo a girarse.


—Paula, ¿qué coño ha pasado?


Sueno nervioso, acelerado, pero me importa una mierda. No puedo perderla otra vez.


Ella me mira. No dice nada. Está llorando, pero no es como ninguna de las otras veces que la he visto hacerlo; está más triste, mucho más triste. Joder, está destrozada.


Mi mano se desliza por su brazo hasta que con las dos acuno su preciosa cara.


—Niña Buena, soy yo —le digo tratando de tranquilizarla, dando un paso hacia ella—. Sea lo que sea, voy a arreglarlo.


—Esto no se puede arreglar —murmura.


Y sus palabras suenan exactamente como sus lágrimas.


—Sé que he metido muchas veces la pata y que estás asustada, pero yo también —me sincero con una tenue sonrisa—. Estoy muerto de miedo, pero no he sentido por ninguna otra chica lo que siento por ti.


—Macarena está embarazada —me interrumpe con la voz llena de un cristalino dolor—. Enhorabuena, Pedro. Vas a ser padre.


¿Qué?


El mundo se abre bajo mis pies, pero yo soy incapaz de moverme. Aparto mis manos de su cara por inercia. Sigo mirándola, pero, a pesar de que ella también está inmóvil, la noto cada vez más y más lejos de mí. Está embarazada. Voy a tener un hijo. Trato de entender lo que siento, pero no puedo. Estoy aturdido, confuso, triste... y la rabia comienza a hacerse paso entre todo lo demás.


La he perdido.


—Adiós, Pedro —se despide manteniéndome la mirada triste, herida, decepcionada.


Y de pronto recupero el control. Todo lo que siento se acomoda dentro de mí y me doy cuenta de que nunca me abandonará, porque jamás podré volver a tocarla.


—Adiós, Paula.


He perdido lo único que daba sentido a mi mundo.


Ella gira sobre sus pies y se marcha, mientras yo sigo mirando el camino sin ni siquiera sentir ya la nieve bajo los míos. Hace unos minutos estaba arriba, sonriendo como un idiota, y ahora ya no tengo nada.


Regreso a mi apartamento. Tengo la sensación de que todo pasa a cámara lenta, como si le estuviese pasando a otra persona y no a mí.


Recupero mis zapatos y mi abrigo y voy en taxi hasta casa de Macarena.


Recuerdo todas las veces que he estado aquí mientras llamo a la puerta. Recuerdo lo jodidamente estúpido que fui al pensar que puedes interactuar con otra persona de la manera que quieras y al mismo tiempo mantenerla fuera de tu vida sólo porque lo quieres así. Joder, hace una hora Paula estaba en mi apartamento, en mi vida, íbamos a ser felices... Es increíble cómo tu mundo puede cambiar en sólo una hora.


—¿Qué haces aquí? —me espeta Amelia hostil en cuanto abre la puerta.


Me humedezco el labio inferior, conteniéndome para no soltarle lo primero que se me pase por la cabeza. Aunque tampoco puedo decir que no la entienda; le he jodido la vida a sus dos mejores amigas. Me lo merezco.


—Quiero ver a Macarena.


—No está —se apresura a replicar, cruzándose de brazos.


—Amelia —la llama Macarena suavemente saliendo al pequeño vestíbulo—, ¿puedes dejarnos solos?


Nuestras miradas inmediatamente se encuentran. Parece avergonzada y en ese preciso instante me doy cuenta de que me estoy comportando como un gilipollas. Es una chica increíble; estará tan asustada y perdida como yo, tengo que cuidar de ella.


Amelia me mira de arriba abajo irradiando una antipatía brutal y finalmente asiente.


—Porque tú me lo pides —responde a su amiga—. Estaré arriba. Llámame cuando terminéis.


—¿Estás bien? —pregunto cuando nos quedamos solos.


—Sí —responde al tiempo que asiente—, ¿y tú?


Voy a contestar, pero entonces me percato de que eso sería como alargar más la agonía. Primero preguntas de cortesía, después hablamos del tiempo y el trabajo y, mientras, fingimos que no hay un elefante rosa sobrevolando la habitación.


—Macarena, he venido porque...


—Lo sé —me interrumpe—. Paula me ha dicho que ha hablado contigo.


—Sí —me apresuro a replicar, tratando de borrar el eco de su nombre en cada maldito hueso de mi cuerpo—. Creo que deberíamos hablar. 


Macarena asiente de nuevo y me hace un gesto para que pase. Cierra la puerta a mi espalda y nos encaminamos al salón.


—Quiero que sepas que no ha sido algo premeditado —se disculpa—. Yo tomo la píldora. Ni siquiera fui al médico pensando que estaba embarazada. —Su voz se evapora al final de la frase.


—Lo sé —respondo sin asomo de dudas.


Puede que no me tomase la molestia de conocerla profundamente antes de acostarme con ella, pero sé que no jugaría con algo así.


—¿De cuánto estás?


—Un poco más de doce semanas.


Asiento. Eso fue antes de conocer a Paula. En aquella época nos acostábamos muy a menudo y sin usar protección. Los dos nos habíamos hecho análisis y estábamos limpios y ella tomaba la píldora.


—El médico me ha hecho una ecografía —me explica caminando hasta su bolso y sacando un pequeño sobre; lo abre y me tiende lo que hay en su interior—. Es en 4D.


Giro el papel entre los dedos y entonces lo veo. Es un bebé. 


Parece ridículo, pero hasta ese momento sólo había pensado en él como algo abstracto, no en una cosita con bracitos y piernecitas. De pronto la siguiente pregunta cae por sí sola. No pienso hacerla.


—Impresiona, ¿verdad?


—Sí —murmuro con la vista aún perdida en la ecografía.


Pedro, sé que no planeamos tener un bebé, así que no voy a pedirte ninguna responsabilidad y no tienes...


—Voy a cuidar de ti —la interrumpo levantando la cabeza— y voy a cuidar del bebé. Es cierto que no es lo que había planeado —en ese momento la vida que sí había planeado reluce con fuerza, recordándome lo que ya no puedo tener. La presión bajo las costillas se hace casi infinita, pero aguanto el golpe—, pero no pienses ni por un solo segundo que estás sola en esto.


Sonríe aliviada y al mismo tiempo una lágrima cae por su mejilla. Doy un paso hacia ella y la abrazo con fuerza. Es la madre de mi hijo.


No pienso abandonarla.


Seguimos charlando un poco más y me ofrezco a acompañarla a su próxima visita al médico. Aunque está contenta con el que ya tiene, la convenzo para ir al Hospital Universitario Presbiteriano. Es el mejor.


De vuelta en mi apartamento, me sirvo un vaso de Glenlivet y me tumbo en el sofá sin ni siquiera molestarme en encender las luces. Una parte de mí quiere hacer lo único que sabe para escapar de estas situaciones e irse a un bar a buscar pelea; a la otra ya no le vale esa solución, porque no me devolverá a Paula. Pronuncio su nombre en voz alta y sonrío, y por un instante me imagino que es ella la que está embarazada, la que va a tener a mi hijo. La idea lo arrasa todo dentro de mí, llenándome de una felicidad pura y cálida. Una cría que se pareciese a ella, que tuviera esos enormes ojos marrones y su mirada curiosa. Una pequeña versión de Paula que fuese nuestra y de nadie más.


Resoplo y vuelvo de repente a la realidad. Me bebo la copa de un trago y comienzo a deambular por el apartamento buscando algo que hacer, plenamente consciente de que es imposible que pueda dormir. A las cuatro de la mañana me rindo, me pongo el chándal y salgo a correr. Fell in love with a girl,de The White Stripes, suena a todo volumen. Necesito escapar de lo que ya no puedo tener.


Bajo la Segunda Avenida, corro hasta la catedral de San Patricio, Bryant Park, Times Square... pero, cuando tengo que volver a mi apartamento bordeando el parque, me desvío y continúo corriendo hasta el West Side. Antes de que pueda pensarlo con claridad, estoy en la calle 93, en la acera frente a su edificio. Quiero hablar con Paula, decirle que cuidaré de Macarena y del bebé, pero que no voy a empezar una relación con ella, que todavía tenemos una oportunidad.


Doy el primer paso dispuesto a cruzar la calle, entrar ahí y convencerla, pero casi en el mismo segundo me doy cuenta de que ya sé la respuesta que va a darme. Paula jamás le haría eso a Macarena.


Dejo escapar todo el aire de mis pulmones y aprieto la mandíbula. La quiero, joder, y tengo que renunciar a ella.


Soy plenamente consciente de que debería marcharme, pero mi cuerpo se niega a abandonar la calle, como si de un momento a otro Paula fuese a salir corriendo en mi busca para tirarse en mis brazos, y yo no estuviese lo suficientemente cerca.


Miro a mi alrededor con el iPhone en la mano y llamo a Damian mientras entro en la cafetería a mi espalda.


—¿Qué quieres, capullo, son las seis de la mañana? —responde adormilado.


—Te invito a desayunar.


—¿Qué? ¿Ahora? No —sentencia incrédulo—. ¿Dónde estás?


—En la 93.


El silencio se hace al otro lado de la línea y no sé si se ha quedado dormido o simplemente me ha mandado al diablo y me ha colgado.


—¿Ahí no es donde vive...?


—¿Vas a venir o no? —lo interrumpo impaciente.


No necesito que nadie me diga que me estoy comportando como un controlador desquiciado, lo tengo perfectamente claro.


—Sí —contesta resignado, pero también hay un toque de preocupación en su voz—. Dame quince minutos. Necesito una ducha para espabilarme.


A eso de las seis y media estamos sentados en una de las mesas junto a la ventana con una taza de café.


—¿Vas a explicarme de una vez qué hago aquí? —se queja Damian mirando a su alrededor.


—Salí a correr y he acabado aquí casi sin darme cuenta —contesto sólo para poder cambiar de conversación.


—Eso no te lo crees ni tú —replica antes de darle un sorbo a su café.


Resoplo mientras lo observo dejar la taza de nuevo en la mesa y pierdo la mirada en el ventanal.


—Macarena está embarazada.


—¿Qué? —inquiere atónito. No lo culpo.


—Lo supe ayer. Paula también lo sabe.


No sigo hablando. No le digo lo que eso significa, porque es obvio.


Pedro —me llama. Giro la cabeza y vuelvo a prestarle atención—. Si Macarena y tú decidís tener ese crío, tienes que ocuparte de él. Tienes que ocuparte de que tenga todo lo que necesite y que sea feliz.


Yo le mantengo la mirada. Damian nunca habla de cómo se siente. Siempre ha estado encerrado en sí mismo y, cuanto más dolor siente, más alto es el muro que construye a su alrededor. Karen es a la única persona a la que ha dejado entrar. Por eso las palabras que acaba de pronunciar tienen aún más valor. Está hablando de él, del miedo que sintió cuando era un niño y del que siente ahora que va a ser padre.


—No dejes que tenga una infancia de mierda como nosotros —continúa. Yo hago el ademán de decir algo, pero Damian alza la mano apenas unos centímetros, frenándome—. Sé que vas a decirme que fuiste muy feliz con tu abuelo, pero también sé que todavía estás enfadado con tu padre. No permitas que a ese crío le pase lo mismo.


—Voy a cuidar de él y voy a cuidar de Macarena —digo sin asomo de dudas.


—¿Y qué pasa con Paula?


—Lo mío con Paula se acabó.


Trago saliva. Tengo que entenderlo de una maldita vez.


—¿Y por qué estás aquí?


Buena pregunta.


—Porque quería desayunar contigo —miento sin ningún remordimiento, obligándome a sonreír.


—Pues la próxima vez llama a Jeremias —sentencia siguiéndome el juego, sabiendo que miento y que duele, joder, que duele muchísimo.


Devuelvo mi vista a la ventana. Aún es temprano y todo está en calma. Un taxi avanza lento hasta detenerse por completo frente al edificio de Paula y llama de inmediato mi atención. 


En ese mismo instante la puerta del inmueble se abre y sale Amelia y, apenas un segundo después, lo hace ella. Está preciosa, joder. Un hombre se baja del taxi y éste se va. Se me hiela la respiración cuando el tipo sube los cuatro escalones que separan el portal de Paula de la acera y ellas lo reciben con una sonrisa. ¿Quién coño es?


Comienzan a charlar y yo aprieto el borde de la mesa con tanta fuerza que está a punto de ceder entre mis manos. 


¿Qué hace aquí? ¿A quién ha venido a ver? Hace unas horas estaba desnuda entre mis brazos, no puede haber olvidado todo eso, maldita sea. Agarro el borde un poco más fuerte. Todo mi cuerpo se tensa. Sólo quiero levantarme, cruzar la calle y tumbar a ese gilipollas de un puñetazo.


Paula da un paso en su dirección y estoy a punto de perder el control, pero, entonces, sencillamente alza la mano y se despide a la vez que comienza a bajar los escalones. Se detiene en el bordillo de la acera y mira a la calzada en busca de un taxi mientras Amelia coge al hombre de la mano y entran dentro del edificio.


Sin ni siquiera pensarlo, me levanto. Tengo que hablar con ella. Los minutos en los que no sabía si ese tío venía a buscarla a ella o no han sido los peores de mi vida, joder.


Salgo atropellado de la cafetería, desoyendo todas las veces que me llama Damian, que ha presenciado toda la escena y, sabiendo lo que estoy a punto de hacer, me pide que me calme y piense las cosas un puto segundo, pero no puedo. 


Es cuestión de tiempo que ella encuentre atractivo o se sienta lo suficientemente desinhibida con alguno de los hombres que se le acercan y acabará acostándose con alguno, y eso no puedo permitirlo. Paula es mía. No voy a dejar que ningún gilipollas le ponga las manos encima.


Sin embargo, cuando sólo he puesto un pie en la carretera, vuelvo a detenerme seco y, al neandertal que llevo dentro, y que sólo ella parece saber despertar, se unen muchas otras cosas. Se unen las palabras de Damian, la ecografía. Lleva ese abrigo que le está enorme y bajo él unos vaqueros y unas Converse. No necesito acercarme a ella para saber que está triste; joder, está hecha polvo y todo es culpa mía.


He perdido la cuenta de cuántas veces he dicho que sólo quiero protegerla, ya va siendo hora de que lo ponga en práctica.


Me cierro la chaqueta y echo a correr, alejándome de Paula. 


Se merece ser feliz, pero, sobre todo, se merece dejar de llorar de una maldita vez. Se lo debo.









CAPITULO 51 (TERCERA HISTORIA)




Llamo a la puerta impaciente. Pedro no tarda en abrirme. Al verme completamente empapada, su expresión cambia en décimas de segundo y otra vez tengo la sensación de que todo su cuerpo se pone en guardia.


—¿Estás bien? —pregunta con la voz endurecida, pero, sobre todo, cargada de urgencia.


Yo frunzo el ceño. ¡Claro que no lo estoy! Y no entiendo por qué lo pregunta. ¿A él qué le importa? Ya dejó bastante claro cuánto significo para él.


—Dime si estás bien —me ordena un poco más acelerado, un poco más inquieto.


—¿Y a ti qué te importa?


—¡Contéstame!


—¡No lo estoy!


Los dos sonamos desesperados y al borde de un límite lleno de demasiado dolor. Nos miramos en silencio, desafiándonos, y yo empiezo a dudar de que la distancia que ha marcado entre los dos sea lo que realmente quiere.


Pedro me agarra de la muñeca y tira de mí. Mis tacones repiquetean contra el parqué frente al silencio de sus pies descalzos. Me obliga a entrar en su piso y cierra a mi espalda. El gesto es brusco, casi salvaje, y mi cuerpo despierta llamándolo tan rápido como mi enfado regresa. Lo quiero y lo odio, y todo lo que siento por él acabará destruyéndome, nunca lo he tenido tan claro.


—Hoy tenía una reunión con Richard Bessett. Tenía un plan para salvar Cunningham Media y a Hernan; todo lo que tenía que hacer era traicionarte y no he sido capaz. He dejado que todo por lo que he luchado se vaya al diablo por ti y tú ni siquiera soportas tenerme cerca —sentencio con rabia.


Y no entiendo por qué no puedo dejar de quererte, por qué no puedo olvidarme de ti.


—¿Cuál era tu plan? —inquiere distante.


—¿Eso es lo único que te importa? —pregunto a mi vez.


Él no contesta y ésa es la mayor respuesta de todas.


Cuéntaselo, Bluebird, y acaba con todo esto.


—Había convencido a Bessett de comprar Cunningham Media adelantándose a tu comprador. Sólo tenía que decirle que tú te encargarías de la operación.


No necesito hablar de la Oficina del ejercicio bursátil ni decir nada más. Él sabe lo que habría ocurrido.


La mirada de Pedro se transforma y por un momento no soy capaz de leer en ella. Si le duele, no me importa. Si está furioso, no me importa, porque yo lo estoy mucho más. 


¡Hernan va a perderlo todo!


—Pero de todas formas ya da igual —añado con todo lo que siento inundando mi voz—. No he sido capaz. Al final he acabado convirtiéndome en la tonta enamorada y tú te has cansado de mí.


—Yo no me he cansado de ti —sisea.


—Claro que sí, porque tú eres así —replico con desdén.


Recuerdo cada vez que he pronunciado esas palabras. Él siempre me ha replicado tratando de esconder esa obviedad y yo siempre he sido tan estúpida de creerlo.


—Lo más triste de todo —mi voz se entrecorta. Siento tanta rabia dentro, tanta impotencia—, lo que más me enfada, es que pensaba que lo que teníamos era diferente.


Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente. No quiero que me vea llorar. Eso también se acabó.


—Era diferente —replica manteniéndome la mirada, haciendo énfasis en cada letra.


—No —musito.


—Joder, claro que sí —ruge.


—Y, entonces, ¿por qué todo ha tenido que acabar así? —pregunto dolida, exasperada.


—¡Porque tú lo quisiste! —grita sintiendo lo mismo.


—¡Yo nunca te pedí que me echaras de tu vida! ¡Ni que te comportaras como un auténtico cabrón conmigo! ¿Por qué no has dejado que al menos fuésemos amigos?


—¡Porque no me vale con eso!


Sus palabras nos silencian a ambos porque dicen mucho más. A mí tampoco me vale con eso, pero la alternativa duele demasiado.


Pedro —murmuro sin saber cómo continuar.


—Quiero volverte completamente loca —me interrumpe dando un paso hacia mí, quedándose muy cerca—. Quiero que sólo puedas pensar en mí, en esto, en lo que yo puedo darte. Quiero que no puedas trabajar, dormir. Quiero que, cada vez que puedas coger aire y respirar, sea un gemido y me pertenezca a mí. Y, si tú no quieres lo mismo, sal de aquí, porque no voy a darte nada.


No hay piedad en sus palabras y lo arrollan todo dentro de mí. Quiere estar conmigo y yo quiero estar con él, pero la situación es mucho más complicada. No puede pedirme que salte al vacío otra vez, que sea feliz con él. No puedo hacerle eso a Macarena.


Pedro —repito sobrepasada.


Y él decide por los dos. Atraviesa la distancia que nos separa, toma mi cara entre sus manos, me besa con fuerza y me acorrala contra la pared. Yo lo empujo, trato de separarme, huir, pero su olor me sacude y su cuerpo contra el mío me recuerda demasiadas cosas. Pedro atrapa mis manos y las sostiene por encima de mi cabeza. Es como luchar una batalla que ya sabes que está perdida y, aun así, lo intentas una y otra vez, cayéndote cada vez, sintiendo dolor cada vez, viviendo cada vez.


Me rindo. Lo beso. Lo quiero.


Me acaricia la cara desde la sien a la mejilla con su mano libre y deja caer su frente en la mía con los ojos cerrados.


—Te necesito, Paula —susurra contra mi boca—. Necesito tocarte. Joder, lo necesito más que respirar.


Me besa de nuevo, devorándome, y yo claudico porque también lo necesito a él, porque también necesito que me toque, que me haga sentir especial. Necesito saber que lo que tenemos es real. Necesito que me deje quererlo.


Me obliga a rodear su cintura con mis piernas y me levanta a pulso para cruzar el apartamento sin separarnos un solo centímetro, sin dejar de besarnos. No soy consciente de dónde me lleva hasta que siento el chorro de agua tibia primero y caliente después caer sobre nosotros. Estamos en su lujosa ducha vestidos, mojándonos. No nos importa.


Su mano acaricia mi cadera y se aferra a ella. Nerviosa, alzo las manos y, torpe, comienzo a desabotonar su camisa mientras nuestros besos se vuelven más desbocados. Sus dedos se ciñen a mi piel un poco más cuando desabrocho el último botón y la prenda se abre delante de mí. Acaricio su pecho.


Pedro atrapa mi mano con la suya y la aprieta contra la piel de su corazón. Sus latidos vibran contra mi palma y me siento más cerca de él que nunca.


Me besa con fuerza una vez más y se separa despacio. Yo  abro los ojos confusa. Los suyos ya me esperaban. Lentamente separa su mano de la mía, llamando mi atención con el movimiento a pesar de que sigue mirándome a mí. Yo también muevo mi mano, poco a poco, y creo que dejo de respirar y una lágrima cae por mi mejilla cuando veo un precioso bluebird emprendiendo el vuelo tatuado en su pectoral izquierdo, en la piel de su corazón.


Pedro —murmuro acariciándolo con las puntas de los dedos—, soy yo.


Deja caer su frente contra la mía y vuelve a atrapar mi mano, entrelazando nuestros dedos.


—Siempre serás tú, Paula —sentencia.


Ahora sé que no podría quererlo más.


Despacio, vuelve a dejarse caer sobre mí y me besa otra vez, reclamándome, borrando cada recuerdo triste desde que nos despedimos en una calle del West Side. Su cuerpo contra el mío, nuestros gemidos, la cálida sensación de que he vuelto al único lugar donde quiero estar se entremezclan, haciéndome subir más y más alto. Nunca he podido olvidarlo, porque sencillamente es imposible olvidar cómo me hace sentir.


Me desnuda despacio a pesar del agua, acariciándome, besándome. Yo pierdo mis manos en sus hombros y me aferro a ellos con fuerza, arañándolo suavemente, arrancándole gruñidos de placer que se unen a mis gemidos.


Pedro...


Su nombre se evapora en mis labios cuando me embiste deslizándome contra la pared de azulejos.


Pedro —repito inconexa.


Él comienza a moverse duro, implacable, y al mismo tiempo girando las caderas, llegando más y más lejos, diciéndome sin palabras que vamos a tomarnos todo el tiempo del mundo.


Sus manos vuelan por mi cuerpo hasta aferrarse a mis caderas. Gimo. Grito. Su boca se pierde en mis pechos, en mi cuello.


Todo mi cuerpo le pertenece.


Pedro —jadeo cuando el placer se arremolina en mi sexo.


—Dámelo todo —me ordena contra mi piel, haciéndola vibrar con su voz más ronca.


Y obedezco. No tengo alternativa. El placer más increíble se alía con todo mi deseo y salgo disparada al paraíso de pecado que ha construido para mí embestida a embestida.


—Joder, Paula —ruge.


Nuestros cuerpos resbaladizos por el agua chocan una y otra vez, acoplándose a la perfección. Me recreo en el placer. Pedro lo alimenta para mí hasta que todo vuelve a empezar. Siento la tensión, el deseo, el fuego... su sexo llenándome entera, volviéndome insaciable, haciéndome explotar entre sus habilidosas manos, su polla, su lengua y todo mi placer.


Su cuerpo se tensa. Su agarre en mis caderas se hace más fuerte. Me hace daño. Me gusta. ¡Me corro!


Y él lo hace en mi interior con un masculino alarido.


Santo cielo, el mejor sexo de mi vida lleva el nombre de Pedro Alfonso.


Me besa de nuevo y se queda muy cerca, con su cuerpo contra el mío y nuestros jadeos entremezclándose entre nuestras bocas. Ni siquiera siento el agua. De su piel emana calor y éste cubre la mía por completo. Alzo las manos haciendo un enorme esfuerzo y las sumerjo en su pelo castaño.


Observo cada centímetro de su cara y acabo perdiéndome en sus ojos, que a esta distancia son aún más azules.


—Te quiero —pronuncio dejando que todo lo que siento por él hable por mí.


Pedro aprieta la mandíbula sin liberar mi mirada.


—Paula —susurra y, aunque sólo es mi nombre, tengo la sensación de que esa única palabra vale por muchas otras.


Su polla se endurece de nuevo dentro de mí y el placer se reactiva, encendiéndome como si estuviese fabricada de pólvora negra y fuegos artificiales.


Se mueve con más fuerza que antes, sus manos atrapan las mías, las lleva por encima de mi cabeza y las sujeta con brusquedad contra la pared.


El clímax regresa. Lo inunda todo. Mi cuerpo se arquea.


—No puedo más —jadeo.


—Sí, sí que puedes, Niña Buena —replica sin compasión, embistiéndome con más fuerza.


—¡Pedro! —grito.


Recuerdo cada beso, cada abrazo, cada sonrisa. Lo siento a él.


Un tercer orgasmo me parte en dos y juraría que también parte la ducha, el suelo, la Quinta Avenida y llega al centro de la Tierra, calentándome a la temperatura de la lava hirviendo, llevándome al paraíso, haciéndome explotar, rompiéndome en millones de pedazos, llenándome del placer más puro.


Pedro no deja de moverse ni siquiera ahora. Mi cuerpo tiembla. ¡Es maravilloso! Y se pierde dentro de mí alargando mi orgasmo todavía más.


Poco a poco nuestras respiraciones se calman y consigo bajar de mi propia nube.


—Ha sido increíble —digo con la voz enronquecida por los gritos y gemidos.


Pedro sonríe satisfecho y muy muy sexy y acaricia mi nariz con la suya suavemente antes de salir de mí y dejarme despacio en el suelo.


Cierra la ducha, tira de mi cuerpo lánguido y relajado y me envuelve con una mullida toalla blanca de algodón.


—Voy a buscar algo de beber —dice colocándose una del mismo color, más pequeña, alrededor de su cintura.


Yo asiento y lo sigo a unos pasos sin perderme un mísero detalle. En la habitación se deshace de la toalla, recupera unos vaqueros que estaban exquisitamente doblados sobre la cama y se los pone, ajustándoselos con un par de saltitos. 


El espectáculo es increíble, como siempre, pero ahora lo es un poco más con ese pájaro azul tatuado en su pecho.


—Estás disfrutando, ¿verdad, Chaves? —pregunta burlón.


Finjo un bufido tratando de disimular que efectivamente me estoy deleitando y aparto la mirada.


—Te lo tienes demasiado creído, Alfonso —lo reto, llevando mi vista hacia él de nuevo y centrándome exclusivamente en su cara.


El espectáculo sigue siendo increíble, pero, al menos, parezco menos culpable.


—Y cuánto te gusta —sentencia engreído, entrando en el vestidor y tirando de la primera camiseta que ve en una de las baldas.


Yo lo miro boquiabierta, absolutamente escandaliza. Él me dedica su sonrisa made in Pedro Alfonso y sale de la habitación. No tengo más remedio que sonreír. Es un auténtico sinvergüenza.


Ya a solas, miro a mi alrededor y vuelvo a sonreír como una idiota. Estoy feliz, aunque no he olvidado nuestra situación. 


Si Pedro y yo volvemos a estar juntos, tengo que hablar con Macarena. Debo explicarle cómo son las cosas y que lo sepa por mí y por nadie más.


Regreso al baño y busco mi bolso con la mirada. Suspiro aliviada al encontrarlo en el suelo. Por un momento me temí que estuviera en un rincón de la ducha, donde, por ejemplo, sí están mis zapatos.


Tuerzo el gesto, pero soy incapaz de mantener la expresión un segundo completo. Si el precio por tener este sexo maravilloso son unas bonitas sandalias, gustosa lo pagaré todos los días.


Con el bolso en mis manos, saco el móvil. Le mandaré un mensaje a Macarena y cenaremos juntas esta noche, así podré hablar con ella. Sin embargo, cuando desbloqueo el teléfono, ya hay un whatsapp suyo esperándome. 


Automáticamente recuerdo su visita al médico y cómo le insistí para que me explicara cómo había ido cuando hubiesen salido. Espero que no sea nada más serio que una gripe. Abro el mensaje y en el mismo instante mi corazón se parte en pedazos y mis dedos dejan caer mi BlackBerry al suelo.