Me despierto en mitad de la noche y estiro la mano buscándola en la cama. No está. Me incorporo sobre los codos, arqueando la espalda y separando la cara de la almohada, y miro su lado vacío con la sabana revuelta.
¿Dónde coño está?
Me levanto y me ajusto la cintura de mis bóxers blancos adormilado. ¿Cómo es posible que la echase de menos mientras dormía? Aunque tampoco sé de qué me sorprendo; desde que la besé en Atlantic City, literalmente no he podido sacármela de la cabeza, por eso me cabreé tanto cuando se presentó en mi maldito despacho con Elisa. Fue como llevar la soga a la casa del ahorcado. Sonrío al recordarlo y mi sonrisa se transforma en algo diferente cuando pienso en ella sobre la mesa, masturbándose para mí. Su cara era increíble, preciosa. Lo más sexy y sensual que he visto en todos los días de mi vida. Se me pone dura de golpe. Esa imagen es más sugerente que toda una vida de Playboys.
Salgo al pasillo y sonrío al ver la luz de mi estudio encendida. Sabía que estaría ahí. La noche que fui a buscarla a casa de mis padres, la traje a mi apartamento y se pasó horas allí, mirando cada libro, suspirando, sonriendo. Nunca he visto a una chica que sintiese esa predilección por los libros de derecho y economía. Eso también fue muy sexy y, por supuesto, tuve que acabar follándomela contra la estantería, y en el suelo, y en mi habitación. Podríamos decir que esa noche no la dejé dormir demasiado.
Me detengo bajo el umbral de la puerta y me apoyo en el marco a la vez que me cruzo de brazos.
Ella levanta su mirada de mi libro de Edmund Deegan y repara en mí. De inmediato me recorre de arriba abajo con la mirada glotona pero también muy inocente y eso me vuelve completamente loco.
Doy un par de pasos y me dejo caer a su lado en el sofá.
Casi al mismo tiempo, la tomo por las caderas y la siento a horcajadas sobre mí. Ella no suelta el libro y tras sonreírme continúa leyendo.
Yo pierdo mis manos bajo su camisa, en realidad mi camisa, y le agarro posesivo las caderas antes de deslizarlas por su espalda y la curva de su precioso culo.
Joder, no puedo dejar de tocarla.
—¿Sabías que Deegan analizó las tres grandes lecturas de la economía occidental del siglo XX y las reunió todas aplicando la teoría de la sinergia competitiva de…
—Movimientos matemáticos singulares —la interrumpo.
Ella me mira boquiabierta y mi yo arrogante saca pecho. Si me preguntara si alguna vez me he sentido como un puto dios, tendría que responder «sí desde que te conocí», aunque por supuesto jamás se lo diría. Hay que seguir manteniendo el encanto.
«Gilipollas.»
—Eres increíble —murmura admirada.
Yo niego con la cabeza.
—Tú eres increíble. Estás leyendo a Deegan sólo con mi camisa a las tres de la mañana —me echo hacia atrás para mirar el reloj de mi escritorio y asegurarme de que no me he equivocado con la hora—, y eso me la pone dura de golpe.
—Puedo seguir diciendo cosas muy sensuales —me advierte divertida—: Deegan apuesta por la intersección diametral opuesta para entender la capitalización del impuesto base.
Se muerde el labio inferior fingiéndose sexy y, sin poder evitarlo, los dos nos echamos a reír.
Ella deja caer la cabeza contra mi pecho y el perfecto sonido de su risa reverbera por todo mi cuerpo.
Joder, ahora mismo no podría quererla más.
No sé cuánto tiempo pasamos así. Ella sobre mi pecho, yo apoyado en el sofá con las manos perdidas en su delicioso cuerpo. De pronto ella se levanta despacio, perezosa, y rehúye mi mirada.
¿Qué está pasando aquí?
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro —respondo observándola.
—¿Por qué te acostabas con otras chicas al principio de… —Mueve la mano en pequeños círculos tratando de buscar la palabra adecuada.
Soy plenamente consciente de a qué se refiere. Es difícil definir lo que teníamos al principio. A mí me gusta llamarlo «Pedro Alfondo haciéndole entender a la ratoncita quién manda aquí». Lo he propuesto varias veces, pero no termina de tener éxito.
—… lo nuestro? —concluye al fin.
Yo atrapo su mirada y escruto sus ojos marrones. Siempre me ha sido muy fácil poder leer en ellos. He sabido cuándo la dejaba al borde la combustión espontánea y también cuándo la estaba haciendo sufrir.
—Porque quería hacerlo.
—Pedro Alfonso siempre es sincero, ¿eh?
Vuelve a apartar la mirada de la mía y la concentra en sus manos. Está claro que mi respuesta no le ha gustado lo más mínimo. Yo sonrío y me incorporo a la vez que le aprieto el culo con las dos manos, con fuerza, para conseguir toda su atención.
Ella suspira, casi gime y rápidamente alza la cabeza.
—Y porque estaba muerto de miedo —confieso.
Paula frunce el ceño imperceptiblemente y me mira confusa, pero al mismo tiempo una sonrisa va curvando sus labios hacia arriba.
Sabía que esta respuesta le gustaría mucho más.
—¿Por qué estabas muerto de miedo?
Sonrío de nuevo. ¿Cómo es posible que no sea capaz de ver el efecto que tiene en mí?
—Por estar perdiendo la cabeza por una cría de veintiún años. Por estar perdiendo la cabeza por la hermana de Alejandro, por la hija de Ernesto y Elisa Por estar perdiendo la cabeza por alguien, en general. La lista era larga.
Su sonrisa se ensancha sin ningún disimulo.
Quiero tocarla. Quiero volver a perderme en ella.
—¿Y ahora tienes miedo?
—Ahora estoy donde quiero estar, Ratoncita.
No aguanto más.
Meto la mano entre los dos, la levanto suavemente y la hundo en mí. Joder. Cualquier día acabaré aullando. Ella cierra los ojos y suelta un largo gemido.
—Pedro —murmura.
Está sobrepasada. Necesita un segundo, pero no pienso dárselo. Quiero que se sienta tan abrumada que ni siquiera pueda respirar. Quiero que se sienta como me siento yo cada maldito día desde que volvimos a encontrarnos.
*****
Me siento en el borde la cama y comienzo a darle pequeños besos cortos y húmedos en el cuello, en los hombros. Ella murmura algo en sueños y gime suavemente, pero no se despierta. Bajo la sábana un poco más, su espalda, su cintura. Bajo un poco más…
—Ay —se queja despertándose de golpe y acariciándose el culo justo donde acabo de morderla.
—Es hora de levantarse.
Me fulmina con la mirada, pero al mismo tiempo, y absolutamente en contra de su voluntad, se queda embobada con mi traje.
Estoy seguro de que me he librado.
Regreso a la cocina, saco los dos platos del calienta vajillas y los dejo sobre la barra. Me he levantado temprano y he ido hasta una cafetería en el fondo del maldito SoHo para comprarle tarta de cerezas. No tengo claro que se la haya ganado y probablemente después me cobre el favor de una manera muy interesante, pero hoy es su primer día en Naciones Unidas. Se merece un capricho.
Alzo la cabeza y la veo aparecer en el salón con mi camisa, el pelo revuelto y cara de pocos amigos. Ahora mismo la cargaría sobre mi hombro, me la llevaría de vuelta a la habitación y me la follaría hasta que los dos olvidáramos cómo nos llamamos.
Se sienta en uno de los taburetes y frunce los labios.
—Odio levantarme por las mañanas —se queja.
Yo sonrío. Lo tengo cristalinamente claro. No la he dejado dormir en su cama ni un solo día y tampoco es que le haya permitido dormir mucho en la mía, así que todos los despertares han sido poco amables.
—Te he comprado tarta de cerezas.
La dejo sobre la barra de la cocina y rodeo el mueble hasta quedar frente a ella. Debería dejarla desayunar y vestirse. Tengo muchas llamadas que hacer y debo revisar unos documentos antes de ir a la oficina.
—Muchas gracias, señor Alfonso.
Esas cuatro palabras cambian mis planes por completo.
Me inclino sobre ella y me humedezco el labio inferior con el único objetivo de centrar toda su atención en mi boca. Cuando se le escapa un suspiro entremezclado con una sonrisa, sé que he conseguido exactamente lo que quiero.
Yo siempre consigo lo que quiero.
—Repítelo.
—Señor Alfonso.
—Otra vez —susurro contra sus labios.
—Señor Alfonso.
La beso con fuerza y comienzo a desabrocharle los botones de mi camisa.
Me está volviendo completamente loco.
****
El chófer detiene suavemente el Jaguar en plena Primera Avenida, justo frente al edificio de Naciones Unidas. Paula suspira y pierde su mirada en la ventanilla. Es obvio que está nerviosa. La forma en la que da golpecitos con los pies contra las alfombrillas de diseño es sólo otra pista más.
—Todo va a ir muy bien —susurro inclinándome sobre ella.
Paula me mira y me dedica una sonrisa radiante. Por un segundo creo que el corazón me late tan rápido que va a caer fulminado. La quiero, joder.
—Nos veremos en tu oficina a las cinco y media —me recuerda bajándose del coche.
Pero, en cuanto lo hace, vuelve a entrar en el Jaguar de un salto y me besa. Yo sonrío contra sus labios, tomo su cara entre mis manos y alargo el beso hasta hacerla gemir.
No para de repetir que, cuando la besé en Atlantic City, cambió su vida; lo que no sabe es que la mía lo hizo mucho más.
Comienza a protestar contra mis labios, algo sobre llegar tarde y la primera impresión el primer día de trabajo, pero no la escucho y continúo besándola hasta que un «Pedro» a medio camino entre la súplica y el gimoteo me hace reír y le concedo la huida.
—Te quiero —dice antes de bajarse del coche.
Nunca pensé que dos palabras pudiesen hacerme sentir tan bien.
—Te quiero —respondo.
Ella vuelve a dedicarme otra sonrisa, gira sobre sus preciosos pies, cuadra los hombros y respira hondo antes de echar a andar. Mi chica es valiente y fuerte. No entiendo cómo ella misma no era capaz de verlo. Lo pasó mal a una edad a la que todos deberíamos ser sólo felices; fue muy duro, pero lo superó al noventa por ciento. Pienso cuidar de ella y construirle un mundo donde sienta ese perfecto ciento por ciento cada minuto de cada día. Las palabras de Alejandro cuando fui a buscarla a Glen Cove vienen a mi mente: «cuídala o te destrozaré la vida». No necesitaba decírmelo. Desde que este juego empezó, he tenido una necesidad, casi enfermiza, de protegerla, aunque al principio no fuese capaz de entenderlo. Por eso preferí que me odiase cuando rompimos y por eso traté de salir de su vida de una forma casi quirúrgica. Sólo quería que todo el dolor pasase lo antes posible para ella, porque, si era la décima parte del que sentía yo, ya resultaba sobrehumano. Pero entonces la vi llorar en el despacho de Ernesto y todos mis planes y esperanzas de poder olvidarla algún día se evaporaron por completo. Me llamó cobarde y, aunque estuve a punto de follármela allí mismo para demostrarnos a los dos que se equivocaba, en el fondo supe que tenía razón. Estaba eligiendo no luchar por ella porque creía que era lo mejor, pero ya entonces sabía que la vida que tenía antes de ella, a la que pretendía volver de cabeza, no tenía ningún valor.
Me paso la mano por el pelo. No me gusta recordar aquello.
Los dos sufrimos demasiado.
Cuando Paula entra en el edificio de la ONU, le hago un leve gesto al chófer para que emprendamos el camino. Tengo mucho que hacer en la oficina.
Llego a mi despacho relativamente pronto, pero, antes de que haya abierto una sola carpeta, Damian y Octavio entran en mi oficina.
—Me encantaría veros trabajar alguna vez —me quejo.
—Lo dice el que desde hace seis putos días sale escopeteado de aquí a las cinco menos cinco y se pasa todas las reuniones pensando en lo azul que es el cielo —replica Octavio.
Damian asiente y, sin que ninguno de los dos haya sido invitado, se sientan al otro lado de mi escritorio.
Disimulo una sonrisa. Son unos capullos.
—Eso es porque está enamorado —sentencia Damian.
—Otro que ha caído —bufa Octavio—. ¿Qué hay de eso de «sólo follar»? —añade indignado—. Os lo expliqué decenas de veces, incluso os puse unos vídeos; no podéis jugar con las chicas. Si pasáis mucho tiempo cerca de una, os enamoráis. Huelen demasiado bien —concluye riéndose claramente de mí.
—Además, Paula es muy guapa —añade Damian.
—Y joven, podría matarlo a polvos.
—Oh, juventud, divino tesoro.
Pero ¿qué coño?
—Sí, es preciosa y perfecta y es mía y, si la miráis más de dos segundos seguidos, os disparo — añado conteniendo de nuevo una sonrisa.
—Qué animal.
—Y qué poca clase —sentencia Octavio.
—Además, a mí déjame en paz —continúa Damian tirando de las solapas de su chaqueta—. Voy a ser padre.
Joder. ¡¿Qué?!
Octavio y yo nos miramos sorprendidos y después lo miramos a él. ¡Joder, es fantástico!
—No se os ocurra abrazarme —se queja Damian viéndonos claramente las intenciones.
—Qué arisco, joder —protesta Octavio.
No puedo dejar de sonreír. Me alegro muchísimo por este capullo y por Karen.
—¿Que yo soy arisco? Por favor —contraataca Damian—, he visto a este gilipollas —dice señalándome. Yo finjo no haber oído el cariñoso epíteto— echarles un polvo a chicas sin sonreír ni una sola vez.
—No se lo habían ganado —respondo socarrón.
—Eso sí que es tener poca clase —sentencia Octavio de nuevo.
—Ninguno de los dos tiene tanta como yo —replica Damian.
—Eso es porque vas a ser padre —contraataca —, ya eres un hombre de familia, y tienes un gato… tu vida está cambiando muy rápido.
Sonrío, casi río. Bajo esa cara de irlandés adorable se esconde un auténtico cabronazo.
—Mi vida es exactamente como tiene que ser.
—Oh, qué gilipollas —me burlo divertido.
Damian me enseña el dedo corazón y definitivamente rompo a reír.
Un par de minutos después los echo de mi despacho y me pongo a trabajar o, por lo menos, lo intento. Me las apaño para descubrir la nueva dirección de email de trabajo de Paula y nos pasamos el resto del día intercambiando mensajes. La mayoría acaban con un «te quiero desnuda en mi cama», aunque la expresión correcta habría sido desnuda y conmigo encima.
Entre el agradable intercambio de correos electrónico y la noticia bomba que nos ha soltado Damian, y que Octavio se ha encargado de difundir por todo el edificio, el reloj marca las cinco y media sin que haya revisado en serio una mísera carpeta de las que abarrotan mi mesa. Un día de estos voy a tener que volver al mundo real y volver a trabajar de verdad.
Paula está a punto de llegar, así que despejo mi mesa, me pongo la chaqueta y salgo de mi despacho ajustándome los gemelos. La encuentro charlando animadamente en el mostrador de recepción con Karen.
Al llegar junto a ellas, no puedo evitarlo. Atrapo su muñeca y tiro de mi chica hasta estrecharla contra mi cuerpo y poder besarla como llevo deseando hacer desde que se bajó del Jaguar esta mañana; en realidad, como todas las veces que tuve que contenerme lo indecible para no besarla y evitar que descubriera que fui yo quien lo hizo en Atlantic City. La culpa es del maldito vestido que lleva, o de cómo huele, o de cómo me mira... joder, qué sé yo, pero la culpa es toda suya.
Los «uuuhhh» y los jaleos absolutamente innecesarios de los cabrones que tengo por mejores amigos me hacen separarme de ella a regañadientes. Pero sencillamente no soy capaz y vuelvo a tomar su cara entre mis manos y la beso una vez más. Me importa bastante poco lo que digan. Por mí, pueden coger unas sillas y sentarse a mirar, a lo mejor aprenden un par de cosas.
Sin embargo, un instante después recuerdo que eso de dispararles si la miran más de dos segundos seguidos sigue en pie y decido parar. Prefiero que la sangre no corra todavía.
—Dile a estos dos gilipollas que nuestro hijo no va a llamarse Pedro Octavio —le pide indignadísimo Damian a Karen—. Yo ya los he dado por imposibles.
—¿Por qué tu nombre va primero? —protesta Octavio.
—Porque tengo más dinero que tú —callo un segundo y finjo caer en la cuenta de algo— y soy más guapo, más inteligente...
—Y más gilipollas —añade Octavio.
—Eso no lo dudes —sentencio con una sonrisa.
—Yo había pensado que podíamos llamarlo Damian —comenta Karen nerviosa por la reacción de su prometido—. Me muero por ver a un Damian de cinco años que no deje de sonreír.
Él la mira con los ojos muy abiertos. Apuesto a que sin comprender cómo ha podido tener la jodida suerte de encontrarla. La abraza con fuerza y la besa levantándola del suelo.
Yo sonrío sincero. Los vi a los dos pasarlo demasiado mal cuando todo lo que deseaban era quererse. Se merecen ser felices.
—Idos a un hotel —se queja Octavio—. No te ofendas, preciosa —le dice a Paula—, pero ¿cómo habéis podido echaros novia a la vez? —me pregunta—. Menos mal que ya quedo yo defendiendo el frente —concluye orgulloso.
En ese momento, una chica llama suavemente a la puerta de cristal y entra con una sonrisa de oreja a oreja. Karen y Damian dejan de comerse a besos y también le prestan atención.
—Hola, soy Andrea —se presenta—. ¿Estoy buscando el despacho de Claudio Cunningham?
—Es enfrente —responde Karen.
Ella sonríe de nuevo, gira sobre sus pies y se marcha. Octavio, embobado, la sigue mientras cruza el pasillo enmoquetado y llega a la otra oficina. Yo doy un paso hacia él y disfruto del placer de devolvérsela.
—Apuesto a que, a ella, sí tienes ganas de olerla.
Me fulmina con la mirada y se marcha visiblemente incómodo. Yo sonrío, cojo a mi chica de la mano y nos vamos a mi despacho. Tiene muchos emails que explicarme.
La hago pasar y cierro la puerta. Por un momento me apoyo sobre la madera y la contemplo paseándose por la habitación, observando cada detalle. Es preciosa y perfecta.
Es todo lo que podría soñar.
Ahora sé que a veces uno no sabe lo perdido que está hasta que le enseñan el camino que quiere tomar.
Ella es ese camino.
Es toda mi felicidad.
Y no pienso dejarla escapar.
Me despierta un sonido repetitivo, irritante. Abro los ojos.
Apenas ha amanecido y una luz grisácea lo inunda todo. Mi iPhone suena y vibra en mi mesita. Frunzo el ceño y me incorporo torpe y despacio. ¿Quién puede ser a esta hora?
—¿Diga? —respondo cauta.
—Señorita Chaves, la llamo del despacho de Nadine Belamy, directora del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Me echo hacia delante nerviosa.
—¿En qué puedo ayudarlos? —pregunto atropellada.
Espero su respuesta, pero no oigo nada. Me separo el teléfono de la oreja para ver si han colgado, pero la llamada sigue en curso. Entonces oigo un forcejeo, como si el teléfono estuviese cambiando de manos de una forma un poco brusca.
—¿Paula?
Reconozco la voz al instante.
—¿Señora Belamy?
—Sí, claro que sí —responde eufórica—. No te haces una idea de la que has liado por aquí. Te espero en una hora.
Sin darme oportunidad a responder, cuelga. Yo me quedo mirando el teléfono sin entender qué está pasando. Compruebo el reloj. Son las siete de la mañana. ¿Qué está ocurriendo?
Sonrío nerviosa y me bajo de la cama de un salto. Corro hasta la ducha y debo batir alguna plusmarca mundial arreglándome porque sólo han pasado cincuenta minutos cuando estoy atravesando el hall del edificio de Naciones Unidas.
El guardia de seguridad me permite la entrada y me informa de que la señora Belamy me está esperando en su despacho.
Sonrío y subo prácticamente corriendo a las oficinas de la primera planta. Me muerdo el labio inferior sobre otro inquieta y mi sonrisa se ensancha cuando veo el nombre de Nadine Belamy escrito en letras negras sobre una reluciente placa de metal en la puerta.
—Buenos días —saludo a su secretaria—. Soy Paula Chaves, la señora Belamy me está esperando.
No he terminado la frase cuando la puerta del despacho se abre y la propia Nadine Belamy sale de él con un traje abotonado de Óscar de la Renta y una sonrisa de oreja a oreja.
—Ya estás aquí —dice pletórica al verme—. Pasa.
Justo cuando voy a entrar, estoy a punto de chocarme con su asistente, que sale decidida del despacho. La sigo con la mirada y veo cómo recibe a otro hombre en la puerta. Le entrega una bandeja de plástico con varios sobres y camina de vuelta hacia nosotras.
—No paran de llegar —me informa Nadine señalándome la silla al otro lado de su escritorio—. ¡Llevamos así desde las cinco de la mañana!
Sonrío de nuevo y tomo asiento. En su mesa hay apiladas decenas de sobres abiertos.
—Señora Belamy, no la entiendo. No paran de llegar, ¿qué?
—¡Cheques! —responde feliz—. Cheques para tu proyecto.
¡¿Qué?!
—Benjamin Foster, Brenan McCallister, Ryan Riley… Ryan Riley es el hombre más poderoso de la ciudad. ¿Cómo has conseguido que te escuche? —pregunta admirada.
Suspiro sorprendidísima y acabo echándome a reír. No tengo ni la más remota idea de lo que está pasando.
—La lista es interminable, encanto —sentencia.
Continúa diciendo nombres y de pronto todo cobra sentido: son clientes de Alfonso, Fitzgerald y Brent, de Jackson. ¡Ha sido él quien ha conseguido todo esto!
—Y después está la gran noticia —hace una pequeña pausa y yo creo que no he estado más nerviosa en toda mi vida—: esta misma mañana Pedro Alfonso ha estado aquí para traer los primeros cheques y ha firmado, en nombre de Alfonso, Fitzgerald y Brent, un contrato por el que se compromete a subvencionar tu proyecto donando el dos por ciento de las ganancias anuales de la empresa.
No me lo puedo creer. Las piernas me tiemblan. Todo mi cuerpo está conmocionado. ¡Ha salvado mi proyecto!
—No sé lo que has hecho, Paula, pero ha funcionado.
—¿Significa que mi proyecto entrará en el programa de Naciones Unidas? —pregunto entusiasmada.
—Tu trabajo era perfecto. Sólo necesitaba la financiación y, créeme, la has conseguido. — ¡Genial!—. En unas horas es la Asamblea General y todo el programa será sometido a votación, pero, no te preocupes, no voy a dejar que un solo político se levante de su asiento sin darme un sí.
—Muchas gracias, señora Belamy —prácticamente balbuceo con una sonrisa enorme en los labios.
¡Sencillamente no puedo creerlo!
—No me las des, sobre todo, porque espero que estés dispuesta a cambiar de empleo.
—¿Me está ofreciendo un trabajo?
—Eso mismo, y empiezas el lunes. No te retrases.
Quiero darle el «sí» más grande del mundo, pero no me salen las palabras. ¡Es mi sueño!
—Muchas gracias, señora Belamy —repito. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!—. Estaré encantada de trabajar para usted.
Ella asiente satisfecha y centra su atención en los papeles que su asistente le muestra. ¡No me lo puedo creer! ¡Voy a trabajar para Nadine Belamy! ¡Voy a trabajar en Naciones Unidas! Y todo gracias a Pedro.
Sonrío de nuevo y tengo más claro que nunca lo que tengo que hacer.
La señora Belamy se levanta y yo lo hago con ella. Me explica que me quiere el lunes en este mismo despacho a las ocho en punto y promete enviarme la lista final con todas las personas que han donado dinero para el proyecto, «cuando dejen de llegar los cheques», puntualiza con una sonrisa.
Salgo del edificio de Naciones Unidas prácticamente corriendo y paro el primer taxi que cruza la Primera Avenida.
—Al 1375 de la Sexta —le digo acelerada mientras busco mi teléfono. Tengo que hablar con él.
Tengo que agradecerle todo lo que ha hecho… Tengo que decirle muchas cosas.
Encuentro el iPhone a la primera, definitivamente hoy está siendo un gran día, y llamo a Pedro.
Tuerzo el gesto cuando salta el contestador. Tiene el teléfono desconectado. Pruebo con el de su oficina.
—Claire, soy Paula. Necesito hablar con el señor Alfonso —le explico en cuanto descuelga.
—El señor Alfonso no está. Ha salido de viaje.
No sé si me está diciendo la verdad o me está aplicando el protocolo de groupie colgada por Pedro Alfonso. Necesito otra estrategia.
Me despido, cuelgo y vuelvo a marcar.
—¿Diga?
—Octavio, soy Paula.
—Hola, Paula Chaves —me saluda divertido.
—Necesito hablar con Pedro. ¿Es cierto que ha salido de viaje?
Por favor, di que no. Por favor, di que no.
—Me temo que sí, Paula. Estará fuera más de un mes. Ha ido a Glen Cove a despedirse de Elisa.
¿Glen Cove? Me muerdo el labio inferior, asiento y sonrío.
Aún no está todo perdido.
—Gracias, Octavio.
Cuelgo y le doy al taxista la nueva dirección. Me mira sorprendido por el espejo retrovisor y creo que está a punto de frotarse las manos pensando en cuánto me va a costar la carrera.
Tengo que hablar con él. Un mes es muchísimo tiempo.
Hace un mes le vi en la terraza del hotel en Atlantic City y mi vida ha dado un giro de ciento ochenta grados desde entonces. No puedo esperar.
Llego a la mansión de los Alfonso y entro atropellada.
—¿Dónde está Pedro? —le pregunto a una de las chicas del servicio.
—No lo sé —responde encogiéndose de hombros.
Giro sobre mis pies y corro hasta el salón.
—¿Dónde está Pedro? —le pregunto a Elisa.
—Tesoro, Pedro se marchó hace poco más de diez minutos. Tenía que coger un avión a Houston. Pasará allí el próximo mes por negocios.
Resoplo y cierro los ojos tratando de buscar una solución.
Podría ir hasta el aeropuerto, pero, por mucho que corriese, nunca llegaría a tiempo y ni siquiera sé si va al aeropuerto de La Guardia o al JFK, puede que incluso a Newark, en Jersey.
Me llevo las manos a las caderas y sigo pensando, pero no se me ocurre nada.
—¿Ha dejado algún teléfono donde poder contactar con él? —inquiero casi desesperada.
—No.
Elisa se levanta y camina hasta mí.
—Tesoro, ¿estás bien?
—Sí —me reafirmo asintiendo.
—¿Por qué no te quedas a comer?
Mi respuesta automática es no, pero la mirada que me dedica de sincera preocupación y mucha dulzura me hacen cambiar de opinión.
Paso el día en la mansión. Llamo al señor Sutherland y
dimito de mi cargo en la Oficina del ejercicio bursátil. Quedamos en vernos mañana para firmar mi dimisión. Él insiste en hacerlo por fax, pero me niego. Quiero ver a Luciano y a los chicos y despedirme de ellos. Me sorprende la fuerza y el control que demuestro en la llamada. No puedo evitar sonreír con el teléfono aún en la mano. Lo he conseguido. El mundo ha dejado de asustarme. Cierto profesor cumplió su misión, después de todo.
Llamo a Pedro una cantidad absurda de veces, pero no consigo hablar con él.
Después de la cena, respondo a todas las preguntas de Ernesto, Elisa y Alejandro, que se alegran muchísimo de que al final no deje Nueva York, y subo a dormir.
Ya en la cama, con el pijama y sólo la luz de la pequeña lámpara de la mesita encendida, llamo otra vez a Pedro. La respuesta vuelve a ser la misma: el contestador. Dejo el móvil sobre la mesita y meto las manos bajo la almohada.
Sólo quiero hablar con él, darle las gracias.
La vie en rose,en la versión de Daniela Andrade, me llega amortiguada desde el salón.
Suspiro y una suave sonrisa se cuela en mis labios. Es la canción que bailé con Pedro. Cierro los ojos y me pierdo en ese recuerdo en concreto mientras la música continúa sonando.
—¡Paula!
Abro los ojos de golpe y me incorporo. ¿Eso ha sido mi nombre? Miro la puerta con el ceño fruncido y agudizo el oído.
—¡Paula!
Ahora ha sido claro.
Me bajo de la cama y salgo con el paso acelerado de la habitación. Si no fuera imposible, diría que es su voz.
—¡Paula!
Llego a la escalera y me asomo desde la barandilla a la planta de abajo. Suspiro absolutamente sorprendida cuando veo a Pedro en el piso inferior, en mitad del vestíbulo. ¡Está aquí!
—Paula —repite en un susurro al verme.
Está acelerado, inquieto, con el pelo alborotado después de haberse pasado las manos unas cien veces por él… y como siempre está increíble.
—¿Qué quieres? —pregunto sin entender nada, fingiéndome más fría de lo que en realidad me siento.
El corazón me late tan de prisa que casi no puedo respirar.
¿Qué hace aquí? ¿Ha vuelto por mí?
Pedro no contesta y comienza a llamar a gritos a sus padres y a Alejandro, que no tardan en aparecer desde el salón. Al verlos, Pedro sonríe satisfecho y yo lo observo absolutamente confundida.
—¿Qué son esos gritos? —pregunta Elisa tan confusa como yo—. ¿Qué haces aquí, Pedro?
—Tengo algo que decirte —me dice sin levantar sus ojos verdes de los míos, con toda su seguridad, con toda su arrogancia— y quiero que lo oigan todos.
Me agarro con fuerza a la barandilla de la escalera. Estoy nerviosa, con las mariposas haciendo triples mortales en la boca de mi estómago.
—No voy a darle más vueltas a lo que ha pasado. Ni voy a adornarlo con una bonita historia que transforme lo gilipollas que he sido en un cuento de hadas —dice sin rodeos—, pero estaba montado en ese maldito avión y no podía dejar de pensar que no he renunciado a nada en treinta y dos años y no voy a empezar con lo único que me ha importado en mi vida.
Mi respiración sencillamente se evapora. ¡Está luchando por mí! Obligo a mi cuerpo y a mi kamikaze corazón a calmarse. No puedo dejar que una frase bonita lo cambie todo. Me ha hecho mucho daño.
—No tendrías que haberte molestado —me obligo a responder—. Yo sólo quería agradecerte lo que has hecho por el proyecto. Nada más.
Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones, manteniéndome la mirada.
—Sabes que no es verdad —ruge con la voz amenazadoramente suave.
Yo cabeceo. No es justo que venga aquí y pretenda borrar todo lo que ha hecho de un plumazo.
No es justo y no se lo merece.
—¿Y por qué tendría que creerte? —replico con rabia.
—¡Porque nunca me había enamorado, Paula! Nunca había sentido esto.
Quiero decir algo, pero no sé el qué. Los ojos de Pedro me atrapan una vez más y, por mucho que luche, sé que no quiero estar en ningún otro lugar.
—Siempre he hecho lo que he querido, cogido lo que he querido, comportándome como he querido. No soy amable, no lo necesito, pero por primera vez en toda mi vida quiero hacer feliz a alguien. Necesito que seas feliz y quiero que lo seas por mí.
Hace una pequeña pausa y se humedece el labio inferior a la vez que una preciosa sonrisa se dibuja en sus labios, como si lo que estuviese pensando no sólo le diese fuerzas para continuar, sino que sencillamente lo iluminase por dentro.
—Eres preciosa, inteligente, divertida, sexy y, sobre todo, eres una ratoncita de biblioteca impertinente y preguntona, y eso es lo que me vuelve loco. Por eso me puse celoso la primera vez que te oí hablar con Christian y por eso acepté el trato, y, antes de que me diera cuenta, me daba un miedo atroz pensar que no me dejarías volver a tocarte, que te marcharías con él. Nunca he estado tan cabreado y asustado al mismo tiempo, Paula. —Aprieto la barandilla con más fuerza. No sé si mis piernas me mantendrán en pie—. No me he acostado con Natalie ni con ninguna otra mujer desde que te marchaste del Archetype aquella noche. No podía sacarte de mi cabeza y, aunque entonces ni siquiera lo sabía, por eso te besé en Atlantic City.
Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente. Quiero bajar corriendo las escaleras y tirarme en sus brazos, pero algo me lo impide. Sin quererlo, recuerdo cómo se marchó de la fiesta de la Sociedad Histórica, cómo su recepcionista me impidió el paso, cómo él ni siquiera se dignó a mirarme cuando estaba destrozada en el vestíbulo de su oficina.
—¿Y qué hay de todo lo demás, Pedro? —No puedo olvidarlo sin más—. Me echaste de tu vida sin pestañear.
—¿De qué estáis hablando? —nos interrumpe Ernesto confuso. Apuesto a que no puede creer nada de lo que está oyendo.
—Da igual —respondo.
—No da igual —replica Pedro furioso.
—Sí, sí da igual. Ya da todo igual —sentencio.
Nos miramos durante un solo segundo. Sus ojos verdes están llenos de un sinfín de emociones: rabia, dolor, frustración pero, sobre todo, fuerza. La misma fuerza que me cautivó desde que volvimos a encontrarnos.
Sin embargo, decido ponerme por una vez las cosas fáciles y giro sobre mis pies dispuesta a subir las escaleras. Tengo que pensar. Necesito pensar.
Aún no he recorrido la mitad de los peldaños cuando le oigo pronunciar un «joder» entre dientes y subir acelerado tras de mí. Me agarra de la muñeca como tantas veces ha hecho, como hizo en Atlantic City, y me obliga a volverme al tiempo que ancla su mano en mi nuca y me besa con fuerza, arrogante, pero también desesperado. Necesita que le crea, necesita que le quiera, pero no puedo. ¡No puedo! ¡Me ha hecho demasiado daño!
Me zafo y lo abofeteo. Pedro gira la cabeza suavemente y vuelve a clavar sus ojos en los míos.
No va a rendirse, lo sé, y ahora mismo no sé si le quiero o le odio por eso.
Los Alfonso nos observan atónitos. Ese beso y esa bofetada después de todo lo que han escuchado ha sido demasiado.
—Márchate —musito.
Me hubiese gustado haber sido capaz de pronunciarlo llena de seguridad, pero mi corazón está temblando, a punto de caer fulminado.
Pedro no levanta su mirada de la mía y yo opto por lo más inteligente y comienzo a subir de nuevo.
—Tú me quieres —me desafía tan presuntuoso como siempre, completamente seguro de que tiene razón.
—Yo no te quiero, Pedro —replico sin girarme, agarrándome con fuerza a la barandilla.
—Tú estás loca por mí, Ratoncita.
Cabeceo sin mirarlo todavía al tiempo que una sonrisa se dibuja en mis labios. ¿Cómo puede ser tan arrogante?
—No puedes dormir por las noches pensando en mí —continúa—. Te cuesta trabajo trabajar, comer, pensar... joder, te cuesta trabajo respirar.
Me giro, aunque no sé por qué me castigo así. Debería marcharme, encerrarme en mi habitación y montarme en el primer avión con rumbo al Polo Norte. Mi vida entre esquimales sería más sencilla.
Por Dios, si hasta parece que cada vez que lo miro está aún más guapo.
—¿Y cómo es posible que lo tengas tan claro? —protesto.
Pedro sonríe. La sonrisa que sólo guarda para mí.
—Porque yo siento exactamente lo mismo —responde sin una mísera duda.
Suspiro tratando de pensar, de volver a ser práctica… pero le quiero. Le quiero más que a mi vida. Contra eso sencillamente no puedo luchar. Y, al final, eso es el amor, ¿no? Eso quería sentir. Se ha equivocado. Yo también. Se ha comportado como un auténtico gilipollas y nunca me ha puesto las cosas fáciles… pero yo tampoco pienso ponérselas a él.
Una vez más parece ser capaz de leer en mi mente y poco a poco una sonrisa serena, segura, preciosa, va inundando sus labios. Esa sonrisa alcanza directamente el primer puesto en mi lista de sonrisas de Pedro Alfonso.
—Por Dios, ¿qué está pasando? —inquiere Ernesto de nuevo.
—¿Qué me dices, Ratoncita?
—Tardaré años en perdonarte —respondo impertinente, sonriendo también, sintiendo cómo la felicidad lentamente va nublando cada centímetro de mi entendimiento.
—Haré que valga la pena cada día.
Nuestras sonrisas se ensanchan. Le quiero. ¡Y él me quiere a mí!
—Pedro, ¿qué estás diciendo? —pregunta Ernesto por enésima vez.
Trago saliva y, despacio, llevo mi vista hasta ellos. Dios mío, ¿cómo van a reaccionar? Ni siquiera puedo pensar en perderlos.
—Estoy diciendo exactamente lo que estáis oyendo —responde lleno de una cristalina seguridad —. La quiero y no voy a renunciar a ella. Podéis darnos la espalda o podéis aceptarlo, pero en ningún caso Paula va a volver a estar sola, pienso encargarme de eso cada maldito día —sentencia mirando a Alejandro—. Y estoy completamente seguro de que alguna vez la joderé —continúa llevando de nuevo sus espectaculares ojos verdes hasta mí—, pero también lo estoy de que conseguiré que me perdones.
Sonríe de nuevo y no tengo más remedio que hacer lo mismo.
Soy tuya, Pedro Alfonso. Creo que lo fui desde que volvimos a encontrarnos.
—Al final me he dado cuenta de que soy igual que tú —dice sereno, sin juegos, simplemente mostrando sus sentimientos—. Sólo quiero que me quieran de verdad.
La frase me toma por sorpresa y me deja sin respiración un poco más.
—Has cambiado todo mi mundo, Paula, y quiero que lo vivas conmigo. Ni siquiera puedo pensar en la posibilidad de que no lo vivas conmigo.
No necesito más. Una parte de mí se hubiese marchado con él sin dudarlo sólo con escucharle gritar mi nombre.
Bajo las escaleras como una exhalación. Él da un paso en mi dirección y me recibe cuando me lanzo en sus brazos, al mejor lugar del mundo. Pedro me besa y me estrecha contra su cuerpo y yo disfruto de esta sensación sencillamente perfecta.
—Te protegeré siempre, Ratoncita —susurra contra mis labios.
—Lo sé —respondo con una sonrisa.
Pedro me devuelve el gesto y acaricia el contorno de mi cara con la punta de los dedos.
Despacio, desliza su mano por mi costado hasta atrapar la mía y nos gira suavemente. Ahora viene la parte más difícil.
Ernesto y Elisa nos observan en silencio. Están aturdidos. No les culpo. Pedro les devuelve una mirada absolutamente impenetrable. No va a rendirse con nosotros. Los segundos se me hacen eternos. Me gustaría decir algo, pero no sé el qué. De pronto Ernesto da un paso al frente y con ese
simple gesto llama la atención de todos.
Clava sus ojos en los de Pedro y los dos se mantienen la mirada.
—Más te vale hacerla muy feliz —ruge Ernesto.
—No lo dudes.
La tensión es ensordecedora.
Pedro aprieta con fuerza mi mano.
Y, por fin, como si ya no pudiese disimularlo más, una sonrisa enorme aparece en los labios de Ernesto, toma a Pedro por los hombros y le da un sincero abrazo.
Yo suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración hasta ver qué sucedía.
—Y ahora suéltala y deja que le dé un abrazo —dice socarrón dando un paso hacia mí—. Todavía es mi pequeña.
Sonrío encantada y me pierdo en su cálido abrazo. Elisa no tarda en acercarse. Me acaricia el pelo suavemente con los ojos vidriosos y también nos abraza. Desde los siete años han cuidado de mí, son mis segundos padres. Perderlos era lo último que quería.
Al mismo tiempo, Ale se acerca a Pedro. No escucho lo que dicen. Parecen enfadados, pero, entonces, Alejandro sonríe sincero, feliz, justo antes de abrazar a su hermano.
Sonrío como una idiota. No podría pedir nada más.
—Definitivamente esto hay que celebrarlo —propone Elisa—. Pasemos todos al comedor.
Los tres echan a andar y yo voy a hacerlo con ellos, pero Pedro me agarra de la muñeca y tira de mí estrechándome contra su cuerpo. Los observa hasta que los tres desaparecen charlando y riendo, dejándonos solos de nuevo, y me besa una vez más. Yo suspiro a la vez que una sonrisa se cuela en mis labios. Estoy entre sus brazos, no necesito nada más.
—Debí haber hecho esto cuando te besé en Atlantic City —susurra imitando mi gesto.
Mi sonrisa se ensancha.
—¿Ya estabas enamorado de mí? —pregunto divertida y también un poco impertinente.
—Probablemente —responde misterioso.
—¿Y por qué has tardado tanto?
—Porque sabía que el camino contigo merecería la pena.
No hay una respuesta mejor.
—Te quiero, señor Alfonso.
—Te quiero, Ratoncita.
Paula Chaves: 1; Amor: 1.
Y este empate es para siempre.