miércoles, 19 de julio de 2017

CAPITULO 51 (SEGUNDA HISTORIA)




Me despierta un sonido repetitivo, irritante. Abro los ojos. 


Apenas ha amanecido y una luz grisácea lo inunda todo. Mi iPhone suena y vibra en mi mesita. Frunzo el ceño y me incorporo torpe y despacio. ¿Quién puede ser a esta hora?


—¿Diga? —respondo cauta.


—Señorita Chaves, la llamo del despacho de Nadine Belamy, directora del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.


Me echo hacia delante nerviosa.


—¿En qué puedo ayudarlos? —pregunto atropellada.


Espero su respuesta, pero no oigo nada. Me separo el teléfono de la oreja para ver si han colgado, pero la llamada sigue en curso. Entonces oigo un forcejeo, como si el teléfono estuviese cambiando de manos de una forma un poco brusca.


—¿Paula?


Reconozco la voz al instante.


—¿Señora Belamy?


—Sí, claro que sí —responde eufórica—. No te haces una idea de la que has liado por aquí. Te espero en una hora.


Sin darme oportunidad a responder, cuelga. Yo me quedo mirando el teléfono sin entender qué está pasando. Compruebo el reloj. Son las siete de la mañana. ¿Qué está ocurriendo?


Sonrío nerviosa y me bajo de la cama de un salto. Corro hasta la ducha y debo batir alguna plusmarca mundial arreglándome porque sólo han pasado cincuenta minutos cuando estoy atravesando el hall del edificio de Naciones Unidas.


El guardia de seguridad me permite la entrada y me informa de que la señora Belamy me está esperando en su despacho.


Sonrío y subo prácticamente corriendo a las oficinas de la primera planta. Me muerdo el labio inferior sobre otro inquieta y mi sonrisa se ensancha cuando veo el nombre de Nadine Belamy escrito en letras negras sobre una reluciente placa de metal en la puerta.


—Buenos días —saludo a su secretaria—. Soy Paula Chaves, la señora Belamy me está esperando.


No he terminado la frase cuando la puerta del despacho se abre y la propia Nadine Belamy sale de él con un traje abotonado de Óscar de la Renta y una sonrisa de oreja a oreja.


—Ya estás aquí —dice pletórica al verme—. Pasa.


Justo cuando voy a entrar, estoy a punto de chocarme con su asistente, que sale decidida del despacho. La sigo con la mirada y veo cómo recibe a otro hombre en la puerta. Le entrega una bandeja de plástico con varios sobres y camina de vuelta hacia nosotras.


—No paran de llegar —me informa Nadine señalándome la silla al otro lado de su escritorio—. ¡Llevamos así desde las cinco de la mañana!


Sonrío de nuevo y tomo asiento. En su mesa hay apiladas decenas de sobres abiertos.


—Señora Belamy, no la entiendo. No paran de llegar, ¿qué?


—¡Cheques! —responde feliz—. Cheques para tu proyecto.


¡¿Qué?!


—Benjamin Foster, Brenan McCallister, Ryan Riley… Ryan Riley es el hombre más poderoso de la ciudad. ¿Cómo has conseguido que te escuche? —pregunta admirada.


Suspiro sorprendidísima y acabo echándome a reír. No tengo ni la más remota idea de lo que está pasando.


—La lista es interminable, encanto —sentencia.


Continúa diciendo nombres y de pronto todo cobra sentido: son clientes de Alfonso, Fitzgerald y Brent, de Jackson. ¡Ha sido él quien ha conseguido todo esto!


—Y después está la gran noticia —hace una pequeña pausa y yo creo que no he estado más nerviosa en toda mi vida—: esta misma mañana Pedro Alfonso ha estado aquí para traer los primeros cheques y ha firmado, en nombre de Alfonso, Fitzgerald y Brent, un contrato por el que se compromete a subvencionar tu proyecto donando el dos por ciento de las ganancias anuales de la empresa.


No me lo puedo creer. Las piernas me tiemblan. Todo mi cuerpo está conmocionado. ¡Ha salvado mi proyecto!


—No sé lo que has hecho, Paula, pero ha funcionado.


—¿Significa que mi proyecto entrará en el programa de Naciones Unidas? —pregunto entusiasmada.


—Tu trabajo era perfecto. Sólo necesitaba la financiación y, créeme, la has conseguido. — ¡Genial!—. En unas horas es la Asamblea General y todo el programa será sometido a votación, pero, no te preocupes, no voy a dejar que un solo político se levante de su asiento sin darme un sí.


—Muchas gracias, señora Belamy —prácticamente balbuceo con una sonrisa enorme en los labios.


¡Sencillamente no puedo creerlo!


—No me las des, sobre todo, porque espero que estés dispuesta a cambiar de empleo.


—¿Me está ofreciendo un trabajo?


—Eso mismo, y empiezas el lunes. No te retrases.


Quiero darle el «sí» más grande del mundo, pero no me salen las palabras. ¡Es mi sueño!


—Muchas gracias, señora Belamy —repito. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!—. Estaré encantada de trabajar para usted.


Ella asiente satisfecha y centra su atención en los papeles que su asistente le muestra. ¡No me lo puedo creer! ¡Voy a trabajar para Nadine Belamy! ¡Voy a trabajar en Naciones Unidas! Y todo gracias Pedro.


Sonrío de nuevo y tengo más claro que nunca lo que tengo que hacer.


La señora Belamy se levanta y yo lo hago con ella. Me explica que me quiere el lunes en este mismo despacho a las ocho en punto y promete enviarme la lista final con todas las personas que han donado dinero para el proyecto, «cuando dejen de llegar los cheques», puntualiza con una sonrisa.


Salgo del edificio de Naciones Unidas prácticamente corriendo y paro el primer taxi que cruza la Primera Avenida.


—Al 1375 de la Sexta —le digo acelerada mientras busco mi teléfono. Tengo que hablar con él.


Tengo que agradecerle todo lo que ha hecho… Tengo que decirle muchas cosas.


Encuentro el iPhone a la primera, definitivamente hoy está siendo un gran día, y llamo a Pedro.


Tuerzo el gesto cuando salta el contestador. Tiene el teléfono desconectado. Pruebo con el de su oficina.


—Claire, soy Paula. Necesito hablar con el señor Alfonso —le explico en cuanto descuelga.


—El señor Alfonso no está. Ha salido de viaje.


No sé si me está diciendo la verdad o me está aplicando el protocolo de groupie colgada por Pedro Alfonso. Necesito otra estrategia.


Me despido, cuelgo y vuelvo a marcar.


—¿Diga?


—Octavio, soy Paula.


—Hola, Paula Chaves —me saluda divertido.


—Necesito hablar con Pedro. ¿Es cierto que ha salido de viaje?


Por favor, di que no. Por favor, di que no.


—Me temo que sí, Paula. Estará fuera más de un mes. Ha ido a Glen Cove a despedirse de Elisa.


¿Glen Cove? Me muerdo el labio inferior, asiento y sonrío. 


Aún no está todo perdido.


—Gracias, Octavio.


Cuelgo y le doy al taxista la nueva dirección. Me mira sorprendido por el espejo retrovisor y creo que está a punto de frotarse las manos pensando en cuánto me va a costar la carrera.


Tengo que hablar con él. Un mes es muchísimo tiempo. 


Hace un mes le vi en la terraza del hotel en Atlantic City y mi vida ha dado un giro de ciento ochenta grados desde entonces. No puedo esperar.


Llego a la mansión de los Alfonso y entro atropellada.


—¿Dónde está Pedro? —le pregunto a una de las chicas del servicio.


—No lo sé —responde encogiéndose de hombros.


Giro sobre mis pies y corro hasta el salón.


—¿Dónde está Pedro? —le pregunto a Elisa.


—Tesoro, Pedro se marchó hace poco más de diez minutos. Tenía que coger un avión a Houston. Pasará allí el próximo mes por negocios.


Resoplo y cierro los ojos tratando de buscar una solución. 


Podría ir hasta el aeropuerto, pero, por mucho que corriese, nunca llegaría a tiempo y ni siquiera sé si va al aeropuerto de La Guardia o al JFK, puede que incluso a Newark, en Jersey.


Me llevo las manos a las caderas y sigo pensando, pero no se me ocurre nada.


—¿Ha dejado algún teléfono donde poder contactar con él? —inquiero casi desesperada.


—No.


Elisa se levanta y camina hasta mí.


—Tesoro, ¿estás bien?


—Sí —me reafirmo asintiendo.


—¿Por qué no te quedas a comer?


Mi respuesta automática es no, pero la mirada que me dedica de sincera preocupación y mucha dulzura me hacen cambiar de opinión.


Paso el día en la mansión. Llamo al señor Sutherland y 
dimito de mi cargo en la Oficina del ejercicio bursátil. Quedamos en vernos mañana para firmar mi dimisión. Él insiste en hacerlo por fax, pero me niego. Quiero ver a Luciano y a los chicos y despedirme de ellos. Me sorprende la fuerza y el control que demuestro en la llamada. No puedo evitar sonreír con el teléfono aún en la mano. Lo he conseguido. El mundo ha dejado de asustarme. Cierto profesor cumplió su misión, después de todo.


Llamo a Pedro una cantidad absurda de veces, pero no consigo hablar con él.


Después de la cena, respondo a todas las preguntas de Ernesto, Elisa y Alejandro, que se alegran muchísimo de que al final no deje Nueva York, y subo a dormir.


Ya en la cama, con el pijama y sólo la luz de la pequeña lámpara de la mesita encendida, llamo otra vez a Pedro. La respuesta vuelve a ser la misma: el contestador. Dejo el móvil sobre la mesita y meto las manos bajo la almohada. 


Sólo quiero hablar con él, darle las gracias.


La vie en rose,en la versión de Daniela Andrade, me llega amortiguada desde el salón.


Suspiro y una suave sonrisa se cuela en mis labios. Es la canción que bailé con Pedro. Cierro los ojos y me pierdo en ese recuerdo en concreto mientras la música continúa sonando.


—¡Paula!


Abro los ojos de golpe y me incorporo. ¿Eso ha sido mi nombre? Miro la puerta con el ceño fruncido y agudizo el oído.


—¡Paula!


Ahora ha sido claro.


Me bajo de la cama y salgo con el paso acelerado de la habitación. Si no fuera imposible, diría que es su voz.


—¡Paula!


Llego a la escalera y me asomo desde la barandilla a la planta de abajo. Suspiro absolutamente sorprendida cuando veo a Pedro en el piso inferior, en mitad del vestíbulo. ¡Está aquí!


—Paula —repite en un susurro al verme.


Está acelerado, inquieto, con el pelo alborotado después de haberse pasado las manos unas cien veces por él… y como siempre está increíble.


—¿Qué quieres? —pregunto sin entender nada, fingiéndome más fría de lo que en realidad me siento.


El corazón me late tan de prisa que casi no puedo respirar. 


¿Qué hace aquí? ¿Ha vuelto por mí?


Pedro no contesta y comienza a llamar a gritos a sus padres y a Alejandro, que no tardan en aparecer desde el salón. Al verlos, Pedro sonríe satisfecho y yo lo observo absolutamente confundida.


—¿Qué son esos gritos? —pregunta Elisa tan confusa como yo—. ¿Qué haces aquí, Pedro?


—Tengo algo que decirte —me dice sin levantar sus ojos verdes de los míos, con toda su seguridad, con toda su arrogancia— y quiero que lo oigan todos.


Me agarro con fuerza a la barandilla de la escalera. Estoy nerviosa, con las mariposas haciendo triples mortales en la boca de mi estómago.


—No voy a darle más vueltas a lo que ha pasado. Ni voy a adornarlo con una bonita historia que transforme lo gilipollas que he sido en un cuento de hadas —dice sin rodeos—, pero estaba montado en ese maldito avión y no podía dejar de pensar que no he renunciado a nada en treinta y dos años y no voy a empezar con lo único que me ha importado en mi vida.


Mi respiración sencillamente se evapora. ¡Está luchando por mí! Obligo a mi cuerpo y a mi kamikaze corazón a calmarse. No puedo dejar que una frase bonita lo cambie todo. Me ha hecho mucho daño.


—No tendrías que haberte molestado —me obligo a responder—. Yo sólo quería agradecerte lo que has hecho por el proyecto. Nada más.


Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones, manteniéndome la mirada.


—Sabes que no es verdad —ruge con la voz amenazadoramente suave.


Yo cabeceo. No es justo que venga aquí y pretenda borrar todo lo que ha hecho de un plumazo.


No es justo y no se lo merece.


—¿Y por qué tendría que creerte? —replico con rabia.


—¡Porque nunca me había enamorado, Paula! Nunca había sentido esto.


Quiero decir algo, pero no sé el qué. Los ojos de Pedro me atrapan una vez más y, por mucho que luche, sé que no quiero estar en ningún otro lugar.


—Siempre he hecho lo que he querido, cogido lo que he querido, comportándome como he querido. No soy amable, no lo necesito, pero por primera vez en toda mi vida quiero hacer feliz a alguien. Necesito que seas feliz y quiero que lo seas por mí.


Hace una pequeña pausa y se humedece el labio inferior a la vez que una preciosa sonrisa se dibuja en sus labios, como si lo que estuviese pensando no sólo le diese fuerzas para continuar, sino que sencillamente lo iluminase por dentro.


—Eres preciosa, inteligente, divertida, sexy y, sobre todo, eres una ratoncita de biblioteca impertinente y preguntona, y eso es lo que me vuelve loco. Por eso me puse celoso la primera vez que te oí hablar con Christian y por eso acepté el trato, y, antes de que me diera cuenta, me daba un miedo atroz pensar que no me dejarías volver a tocarte, que te marcharías con él. Nunca he estado tan cabreado y asustado al mismo tiempo, Paula. —Aprieto la barandilla con más fuerza. No sé si mis piernas me mantendrán en pie—. No me he acostado con Natalie ni con ninguna otra mujer desde que te marchaste del Archetype aquella noche. No podía sacarte de mi cabeza y, aunque entonces ni siquiera lo sabía, por eso te besé en Atlantic City.


Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente. Quiero bajar corriendo las escaleras y tirarme en sus brazos, pero algo me lo impide. Sin quererlo, recuerdo cómo se marchó de la fiesta de la Sociedad Histórica, cómo su recepcionista me impidió el paso, cómo él ni siquiera se dignó a mirarme cuando estaba destrozada en el vestíbulo de su oficina.


—¿Y qué hay de todo lo demás, Pedro? —No puedo olvidarlo sin más—. Me echaste de tu vida sin pestañear.


—¿De qué estáis hablando? —nos interrumpe Ernesto confuso. Apuesto a que no puede creer nada de lo que está oyendo.


—Da igual —respondo.


—No da igual —replica Pedro furioso.


—Sí, sí da igual. Ya da todo igual —sentencio.


Nos miramos durante un solo segundo. Sus ojos verdes están llenos de un sinfín de emociones: rabia, dolor, frustración pero, sobre todo, fuerza. La misma fuerza que me cautivó desde que volvimos a encontrarnos.


Sin embargo, decido ponerme por una vez las cosas fáciles y giro sobre mis pies dispuesta a subir las escaleras. Tengo que pensar. Necesito pensar.


Aún no he recorrido la mitad de los peldaños cuando le oigo pronunciar un «joder» entre dientes y subir acelerado tras de mí. Me agarra de la muñeca como tantas veces ha hecho, como hizo en Atlantic City, y me obliga a volverme al tiempo que ancla su mano en mi nuca y me besa con fuerza, arrogante, pero también desesperado. Necesita que le crea, necesita que le quiera, pero no puedo. ¡No puedo! ¡Me ha hecho demasiado daño!


Me zafo y lo abofeteo. Pedro gira la cabeza suavemente y vuelve a clavar sus ojos en los míos.


No va a rendirse, lo sé, y ahora mismo no sé si le quiero o le odio por eso.


Los Alfonso nos observan atónitos. Ese beso y esa bofetada después de todo lo que han escuchado ha sido demasiado.


—Márchate —musito.


Me hubiese gustado haber sido capaz de pronunciarlo llena de seguridad, pero mi corazón está temblando, a punto de caer fulminado.


Pedro no levanta su mirada de la mía y yo opto por lo más inteligente y comienzo a subir de nuevo.


—Tú me quieres —me desafía tan presuntuoso como siempre, completamente seguro de que tiene razón.


—Yo no te quiero, Pedro —replico sin girarme, agarrándome con fuerza a la barandilla.


—Tú estás loca por mí, Ratoncita.


Cabeceo sin mirarlo todavía al tiempo que una sonrisa se dibuja en mis labios. ¿Cómo puede ser tan arrogante?


—No puedes dormir por las noches pensando en mí —continúa—. Te cuesta trabajo trabajar, comer, pensar... joder, te cuesta trabajo respirar.


Me giro, aunque no sé por qué me castigo así. Debería marcharme, encerrarme en mi habitación y montarme en el primer avión con rumbo al Polo Norte. Mi vida entre esquimales sería más sencilla.


Por Dios, si hasta parece que cada vez que lo miro está aún más guapo.


—¿Y cómo es posible que lo tengas tan claro? —protesto.


Pedro sonríe. La sonrisa que sólo guarda para mí.


—Porque yo siento exactamente lo mismo —responde sin una mísera duda.


Suspiro tratando de pensar, de volver a ser práctica… pero le quiero. Le quiero más que a mi vida. Contra eso sencillamente no puedo luchar. Y, al final, eso es el amor, ¿no? Eso quería sentir. Se ha equivocado. Yo también. Se ha comportado como un auténtico gilipollas y nunca me ha puesto las cosas fáciles… pero yo tampoco pienso ponérselas a él.


Una vez más parece ser capaz de leer en mi mente y poco a poco una sonrisa serena, segura, preciosa, va inundando sus labios. Esa sonrisa alcanza directamente el primer puesto en mi lista de sonrisas de Pedro Alfonso.


—Por Dios, ¿qué está pasando? —inquiere Ernesto de nuevo.


—¿Qué me dices, Ratoncita?


—Tardaré años en perdonarte —respondo impertinente, sonriendo también, sintiendo cómo la felicidad lentamente va nublando cada centímetro de mi entendimiento.


—Haré que valga la pena cada día.


Nuestras sonrisas se ensanchan. Le quiero. ¡Y él me quiere a mí!


Pedro, ¿qué estás diciendo? —pregunta Ernesto por enésima vez.


Trago saliva y, despacio, llevo mi vista hasta ellos. Dios mío, ¿cómo van a reaccionar? Ni siquiera puedo pensar en perderlos.


—Estoy diciendo exactamente lo que estáis oyendo —responde lleno de una cristalina seguridad —. La quiero y no voy a renunciar a ella. Podéis darnos la espalda o podéis aceptarlo, pero en ningún caso Paula va a volver a estar sola, pienso encargarme de eso cada maldito día —sentencia mirando a Alejandro—. Y estoy completamente seguro de que alguna vez la joderé —continúa llevando de nuevo sus espectaculares ojos verdes hasta mí—, pero también lo estoy de que conseguiré que me perdones.


Sonríe de nuevo y no tengo más remedio que hacer lo mismo.


Soy tuya, Pedro Alfonso. Creo que lo fui desde que volvimos a encontrarnos.


—Al final me he dado cuenta de que soy igual que tú —dice sereno, sin juegos, simplemente mostrando sus sentimientos—. Sólo quiero que me quieran de verdad.


La frase me toma por sorpresa y me deja sin respiración un poco más.


—Has cambiado todo mi mundo, Paula, y quiero que lo vivas conmigo. Ni siquiera puedo pensar en la posibilidad de que no lo vivas conmigo.


No necesito más. Una parte de mí se hubiese marchado con él sin dudarlo sólo con escucharle gritar mi nombre.


Bajo las escaleras como una exhalación. Él da un paso en mi dirección y me recibe cuando me lanzo en sus brazos, al mejor lugar del mundo. Pedro me besa y me estrecha contra su cuerpo y yo disfruto de esta sensación sencillamente perfecta.


—Te protegeré siempre, Ratoncita —susurra contra mis labios.


—Lo sé —respondo con una sonrisa.


Pedro me devuelve el gesto y acaricia el contorno de mi cara con la punta de los dedos.


Despacio, desliza su mano por mi costado hasta atrapar la mía y nos gira suavemente. Ahora viene la parte más difícil.


Ernesto y Elisa nos observan en silencio. Están aturdidos. No les culpo. Pedro les devuelve una mirada absolutamente impenetrable. No va a rendirse con nosotros. Los segundos se me hacen eternos. Me gustaría decir algo, pero no sé el qué. De pronto Ernesto da un paso al frente y con ese
simple gesto llama la atención de todos.


Clava sus ojos en los de Pedro y los dos se mantienen la mirada.


—Más te vale hacerla muy feliz —ruge Ernesto.


—No lo dudes.


La tensión es ensordecedora.


Pedro aprieta con fuerza mi mano.


Y, por fin, como si ya no pudiese disimularlo más, una sonrisa enorme aparece en los labios de Ernesto, toma a Pedro por los hombros y le da un sincero abrazo.


Yo suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración hasta ver qué sucedía.


—Y ahora suéltala y deja que le dé un abrazo —dice socarrón dando un paso hacia mí—. Todavía es mi pequeña.


Sonrío encantada y me pierdo en su cálido abrazo. Elisa no tarda en acercarse. Me acaricia el pelo suavemente con los ojos vidriosos y también nos abraza. Desde los siete años han cuidado de mí, son mis segundos padres. Perderlos era lo último que quería.


Al mismo tiempo, Ale se acerca a Pedro. No escucho lo que dicen. Parecen enfadados, pero, entonces, Alejandro sonríe sincero, feliz, justo antes de abrazar a su hermano.


Sonrío como una idiota. No podría pedir nada más.


—Definitivamente esto hay que celebrarlo —propone Elisa—. Pasemos todos al comedor.


Los tres echan a andar y yo voy a hacerlo con ellos, pero Pedro me agarra de la muñeca y tira de mí estrechándome contra su cuerpo. Los observa hasta que los tres desaparecen charlando y riendo, dejándonos solos de nuevo, y me besa una vez más. Yo suspiro a la vez que una sonrisa se cuela en mis labios. Estoy entre sus brazos, no necesito nada más.


—Debí haber hecho esto cuando te besé en Atlantic City —susurra imitando mi gesto.


Mi sonrisa se ensancha.


—¿Ya estabas enamorado de mí? —pregunto divertida y también un poco impertinente.


—Probablemente —responde misterioso.


—¿Y por qué has tardado tanto?


—Porque sabía que el camino contigo merecería la pena.


No hay una respuesta mejor.


—Te quiero, señor Alfonso.


—Te quiero, Ratoncita.


Paula Chaves: 1; Amor: 1.


Y este empate es para siempre.





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