miércoles, 19 de julio de 2017

CAPITULO 50 (SEGUNDA HISTORIA)




Atravieso el vestíbulo y salgo a la calle. Soy plenamente consciente de que debería volver a mi casa, tratar de olvidarme de Pedro y seguir adelante con mi vida, pero tengo tanta rabia y tristeza dentro que casi me impiden respirar.


A unos metros de mi apartamento frunzo el ceño al ver a Doc, el coche de Sofia, aparcado.


Acelero el paso y no tardo en verla en mi portal. Aún lleva el vestido de gala de ayer, pero con una chaqueta deportiva claramente de chico encima. Me alegro de que alguien lo pasara bien anoche.


—¿Qué haces aquí? —pregunto a unos pasos.


—Qué pinta.


Me encojo de hombros. Parecer una indigente adicta a las pastillas para la tos es lo que menos me preocupa ahora mismo.


—Alejandro nos ha llamado —me explica—. Está muy preocupado y nos ha pedido que viniésemos a verte. No te voy a negar que estaba algo ocupada con mi ligue —dice señalándose el atuendo—, pero…


—Lo siento —me apresuro a interrumpirla.


—Pero —repite haciéndome entender que la parte importante de la frase viene ahora— lo dejaría todo sin dudarlo por ti.


Me lanzo en sus brazos y las dos sonreímos. La necesitaba.


—Además —continúa cuando empezamos a andar hacia mi portal—, Ale me ha llamado cuando estaba desnuda —continúa eufórica—. He estado a punto de pedirle sexo telefónico.


Sonrío de nuevo, con Sofia es imposible no hacerlo.


Subimos a mi apartamento. Nos hacemos un cubo de palomitas, preparamos unos Cosmos y vemos La chica de rosa. Nada mejor contra las penas sentimentales que pelis de los ochenta.


Sofia no me pregunta qué me pasa. No sé si Ale le ha contado algo, si su instinto jedi se ha puesto en marcha o simplemente se imagina que no quiero hablar; sea lo que sea, se lo agradezco.


Sólo quiero distraerme y no volver a llorar.


A eso de las nueve literalmente la echo de casa. El chico con el que ligó en la fiesta de la Sociedad Histórica no para de enviarle mensajes para ir a cenar. Ella mantiene que probablemente sólo quiera recuperar su chaqueta, pero tengo clarísimo que sólo lo dice para que no me sienta mal.


Está deseando ir.


Cuando me quedo sola, miro a mi alrededor sin saber qué hacer y acabo metiéndome en la cama.


No tengo sueño, pero la idea de dormir hasta que sea mañana es de lo más tentadora. Este día no me ha traído nada bueno.


Ya a oscuras, mirando el cielo a través de mi ventana, trato de no llorar. Estoy cansada de llorar.


Pero, sin que pueda evitarlo, mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas. Echo de menos a Pedro.


Puede que él haya sido capaz de borrarme de su vida, pero yo no lo soy. Rompo a llorar desconsolada. Le quiero y él también me quiere a mí. No puedo pensar en otra cosa.


Percibo la puerta abrirse. Mi cuerpo se tensa al instante, pero sé que no tengo que estar asustada.


Oigo pasos acercándose a la habitación y cierro los ojos a la vez que una suave sonrisa inunda mis labios. La cama cede cuando se tumba junto a mí. Cubre mi cintura y me abraza con fuerza.


—No te preocupes. Todo pasará y volverás a estar bien.


La voz de Victoria me hace abrir los ojos. Sólo quiero que tenga razón.


No sé cuándo me quedo dormida.



*****


Unos brazos se deslizan bajo mi cuerpo y me levantan de la cama. Escondo mi cara en su cuello y su delicioso olor me envuelve. Pedro me estrecha contra él. Vuelvo a estar entre sus brazos. Vuelvo a respirar.


Me lleva hasta el salón, se sienta en el suelo y me acomoda en su regazo. Sus manos acunan mi cara y las mías se pierden en las solapas de su cazadora de cuero.


—Te echo tanto de menos que voy a volverme loco —susurra buscando mi boca con la suya.


Pedro me besa con fuerza, como si el mundo a nuestro alrededor simplemente dejara de existir mientras Manhattan nos ilumina dos plantas más abajo.


Ninguno de los dos dice nada. Sus manos me acarician, me protegen. Sus besos son dulces, salvajes, perfectos. Me está diciendo sin palabras que él también me quiere, que me necesita como yo lo necesito a él, que le duele como me duele a mí y, aunque sea por un mísero instante, vuelvo a ser feliz.


No sé cuánto tiempo pasamos así.


No sé cuándo me quedo dormida entre sus brazos.



****


Giro en la cama y sonrío con los ojos aún cerrados. Los rayos de sol atraviesan la ventana y me calientan la cara. Me molesta. Refunfuño. Me giro de nuevo y me tapo hasta las orejas. Sólo quiero dormir un poco más.


Sus besos. Sus labios. Su olor.


Abro los ojos desorientada y miro a mi alrededor. Estoy en mi cama, con Victoria. ¿Dónde está Pedro? Me levanto y voy hasta el salón con el paso acelerado. ¿Dónde está? ¿Por qué ha vuelto a marcharse? Sólo quiero estar con él... y él no va a permitirlo. La idea me entristece y me enfurece a
partes iguales. Me apoyo en la pared y suspiro con fuerza.


Sólo quiero estar con él.


Tras una larga ducha, desayuno con Victoria y me marcho a la oficina. He estado tentada de volver a ponerme el chándal de indigente, es más, he estado tentada de no volver a quitármelo jamás, pero soy una persona adulta y responsable.


Tengo más de cinco llamadas perdidas de Ale. Entiendo que esté preocupado y le agradezco que mandase a Sofia para que no estuviese sola, pero no quiero hablar con él. Es egoísta, lo sé, pero una parte de mí no deja de pensar que, si no nos hubiese sorprendido, ahora Pedro y yo estaríamos juntos.


Delante del edificio de Wall Street, resoplo por enésima vez. 


No quiero entrar. Estoy a punto de darme la vuelta una docena de veces, pero, al final, el fiero orgullo de demostrarme a mí misma que no soy ninguna ratoncita de biblioteca pesa más que todo lo demás y entro.


Alejandrocontinúa llamando y yo continúo fingiendo que mi teléfono no está sonando. Sin embargo, cuando llama más de cinco veces en dos minutos, comprendo que, si no respondo, acabará presentándose aquí y, si tengo que elegir entre enfrentarme a él por teléfono o hacerlo en persona, prefiero el teléfono.


—Estoy trabajando. Estoy bien —digo con poco convencimiento a modo de saludo.


—Paula —me reprende con voz compasiva—. ¿Por qué no comemos juntos? ¿El Jardín del Emperador?


El Jardín del Emperador es mi restaurante chino favorito de toda la ciudad. Es cierto que es algo viejo, la decoración pareció estancarse en 1974 y las flores de plástico en las mesas no ayudan mucho, pero la comida está realmente deliciosa. Ya desde que entras, a veces incluso a unos pasos de él, un aroma dulzón y que en seguida abre el apetito te atrapa. Oficialmente Alejandro lo odia, pero secretamente creo que lo adora como yo y ahora lo está usando como cebo.


No pienso picar.



—Tengo mucho trabajo.


—Está bien —dice al cabo de unos segundos en silencio—. Mamá quiere que esta noche cenemos todos en Glen Cove. Quiere celebrar que el comité benéfico batió un récord de recaudación en la fiesta de la Sociedad histórica.


Niego con la cabeza.


—No voy a ir.


No tengo ánimos.


—Paula, si no vas, mamá te llamará y tendrás que darle muchas explicaciones. Además, estoy seguro de que te vendrá bien salir y tomar un poco el aire.


Resoplo malhumorada. Sigo sin querer ir, pero sé que tiene razón sobre Elisa.


—Está bien, iré, pero no te preocupes, nos veremos allí.


Con un poco de suerte Sofia me prestará a Doc, así podré regresar a Nueva York en cuanto sirvan los postres.


—Paula…


—Hasta la cena —me despido interrumpiéndolo.


Cuelgo y respiro hondo para contener el llanto. No quiero llorar más. Estoy cansada de llorar.


Esa misma mañana recibo una carta de Nadine Belamy informándome de que, dado los últimos acontecimientos, mi proyecto no entrará a formar parte del programa de ayuda al refugiado de Naciones Unidas que se votará mañana en Asamblea General. Con los ojos vidriosos leo la carta y después simplemente me quedo observando el impoluto papel blanco. Pedro se aseguró de que Adrian Monroe firmara los acuerdos de inversión, pero, sin el señor Sutherland, volvíamos al punto de partida con un solo benefactor, justo lo que la señora Belamy dejó claro que no iba a permitir.


A las cinco en punto regreso a mi apartamento con la intención de cambiarme de ropa y arreglarme un poco, cualquier cosa que me dé mejor aspecto. Lo último que quiero es tener que contestar las preguntas perspicaces de Ernesto y Elisa y que, además, Pedro me vea hecha polvo.


Tengo dignidad, aunque actualmente esté en paradero desconocido.


Paso a buscar el coche de Sofia y voy hasta Glen Cove. 


Una hora de camino es mucho tiempo para pensar y, después de todo lo que ha pasado, eso no es una buena idea para mí. Estoy a punto de frenar en seco, cambiar de carril y regresar a Manhattan una docena de veces. Por lo menos consigo no llorar.


Sin embargo, al llegar a la mansión de los Alfonso, la situación se complica muchísimo más para mí. A pesar de no haber coincidido con Pedro entre estas cuatro paredes más de una docena de veces, los recuerdos me asaltan por completo y, sobre todo, uno: la fiesta de cumpleaños de Ernesto.


¿Cómo no pude darme cuenta entonces de que fue él quien me besó en Atlantic City? Sólo necesitó bailar conmigo en mitad de un salón abarrotado para hacerme sentir que nada más importaba. Una lágrima resbala por mi mejilla.


—Pequeña.


La voz de Ernesto desde el salón me sobresalta.


Me obligo a sonreír y me seco rápidamente las lágrimas con el reverso de la mano.


—¿Estás bien? —me pregunta con el ceño fruncido cuando llega hasta mí.


Yo asiento y fuerzo aún más mi sonrisa.


—Vamos —le apremio echando a andar—, Elisa nos espera a la mesa. Ya sabes que odia que lleguemos tarde.


Por suerte, cuando llego al enorme comedor, sólo Elisa y Alejandro están sentados a la elegante mesa.


No hay rastro de Pedro, aunque, por otra parte, no sé por qué he dado por hecho que vendría.


Probablemente esté en el Archetype bebiendo Glenlivet con una chica espectacular en su regazo.


Estoy a punto de volver a llorar, pero me freno a tiempo.


¡Basta ya, Chaves!


—¿Estás bien, tesoro? —me pregunta Elisa.


Yo asiento y me obligo a sonreír de nuevo.


—Sí, sólo un contratiempo en el trabajo.


Ella sonríe y me acaricia el pelo con dulzura metiéndome un mechón tras la oreja. Ese gesto siempre me ha reconfortado. 


Ahora no parece funcionar.


Aún no me he sentado a la mesa cuando oigo unos pasos acelerados que se apagan hasta detenerse por completo al llegar a la sala. Sin ni siquiera saber por qué, sé que es él y odio que estemos conectados de esa forma.


Alzo la mirada y lo que veo me deja fulminada. Está más guapo que ningún otro día, el traje le sienta mejor, la barba que atraviesa su mandíbula le da un aspecto aún más sexy y, si no fuera imposible, diría que tiene los ojos más verdes y es un poco más alto. Sin embargo, también soy capaz de ver que está cansado, que necesita dormir más y mejor y dejar de pensar. Y toda la situación me parece de lo más injusta, incluso ridícula. ¿Por qué él pasando una mala racha tiene que parecer un modelo de revista y a mí parece que acaba de atropellarme un autobús?


Paula Chaves: 0; la vida cruel e injusta: 1.


—Sentémonos —comenta Elisa señalando la mesa.


Me esfuerzo en ignorarlo, pero soy plenamente consciente de cómo Pedro me sigue con la mirada hasta que tomo asiento. Me gustaría que no fuéramos una de esas familias con asientos asignados y haber podido cenar tranquilamente, no sé, en Dakota del Norte, pero, para mi desgracia, mi sitio en la mesa familiar de los Alfonso es junto a Elisa y frente a él.


Mientras las chicas del servicio nos sirven un delicioso plato de salmón, Ernesto comienza a contarnos qué tal le ha ido el día. Sin embargo, no tardo en desconectar. Trato de recordar cuántos ataques de pánico he tenido las últimas semanas y una idea comienza a formarse en el fondo de mi cerebro. 


¿Qué me queda en Nueva York? El proyecto se ha desvanecido y con él la posibilidad de trabajar en Naciones Unidas, mi sueño. El señor Sutherland ya me odiaba cuando creía que estaba equivocada con el asunto Foster y ahora me odia aún más cuando se ha descubierto que tengo razón.


Y, por si no fuera suficiente, cada rincón de la ciudad, cada edificio, me recuerda a Pedro. ¿Cómo tengo la más mínima oportunidad de olvidarlo cuando toda la ciudad parece hecha a su medida?


—Paula, ¿de verdad que estás bien?


Por la forma en la que Ernesto pronuncia esas palabras comprendo inmediatamente que no es la primera vez que lo hacía.


Levanto la cabeza y por enésima vez desde que me monté en aquel taxi con la ropa completamente empapada me obligo a sonreír. Todos me están observando.


—Sí —murmuro volviendo a concentrar mi vista en mi plato—, es sólo que estaba pensando algunas cosas. Voy a irme de la ciudad —suelto de un tirón—. Aún no sé adónde.


La mirada de Pedro se recrudece sobre mí. No necesito mirarlo para saberlo.


—¿Qué? —responde Ernesto sorprendido—. ¿Cómo que vas a mudarte? ¿Qué pasa con tu trabajo? ¿Con tu proyecto para Naciones Unidas?


Me encojo de hombros.


Por favor, Chaves, no rompas a llorar.


—Mi trabajo era sólo algo temporal —trato de explicarme—. No es lo que quiero hacer el resto de mi vida, y el proyecto para Naciones Unidas se ha acabado. No ha salido bien.


Ernesto se revuelve en su silla. Está confuso y también comienza a enfadarse.


—Pero ¿y qué vas a hacer con la casa de tus padres? —vuelve a inquirir—, llevas meses trabajando en ella...


—La venderé.


Nadie replica esa frase. Todos están tan sorprendidos como yo de que la haya pronunciado.


Podría haber dicho que quería irme de mochilera y escalar el Himalaya para llegar al Tíbet y hacerme budista, todo sin zapatos y sin dinero, y les habría sorprendido menos. Adoro cada centímetro cuadrado de esa casa, es lo último que me queda de mis padres. Todos los que están sentados a esta mesa lo saben. Pero ya no puedo seguir así. Sencillamente no puedo.


—Pequeña, ¿estás segura? —me pregunta Ernesto una vez más.


—Sí, lo estoy —musito.


Los ojos se me llenan de lágrimas y apenas un segundo después una se estrella en el bonito plato de Helen Levi.


—Si me perdonáis —digo levantándome.


Voy a romper a llorar y lo último que quiero es hacerlo delante de ellos, hacerlo delante de uno de ellos en particular.


Arrastro mi silla por el impoluto mármol y salgo disparada. 


Atravieso el salón, el vestíbulo y paso a la otra ala de la casa. No sé adónde ir y acabo refugiándome en el despacho de Ernesto. Me siento a su enorme escritorio y cojo la estilográfica que ha dejado sobre los documentos que revisaba. Siempre ha usado la misma pluma. Recordarlo trabajando aquí con ella es uno de mis primeros recuerdos felices en esta mansión. Antes de que pueda controlarlo, comienzo a llorar en el más absoluto silencio. Ése también es uno de mis primeros recuerdos en esta casa, antes de que fueran felices, llorar bajito, sin hacer ruido, para que nadie viniese a consolarme.


Odio toda esta tristeza, este dolor. Odio esta situación.


—Estás aquí. —La voz de Alejandro me distrae, pero no levanto mis ojos desenfocados de la pluma.


No digo nada. Sólo quiero estar sola.


—Peque, ¿por qué no vuelves a la mesa? —me pide caminando hasta mí—. Podemos hablar tranquilamente de todo lo que quieres hacer.


Se acuclilla a mi lado, pero no me giro para mirarlo. Sé que está muy preocupado, que los he dejado muy preocupados a todos, pero ahora no quiero hablar. No puedo.


—Paula, por favor. —Sigo en silencio—. Paula…


—Déjanos solos.


Todo mi cuerpo se tensa sólo con oír su voz.


—No creo que sea lo más apropiado —responde Ale levantándose.


Pedro lo fulmina con la mirada, dejándole claro que quiere que se marche y quiere que lo haga ya. Alejandro aprieta los labios hasta convertirlos en una fina línea. Le mantiene la mirada, pero finalmente se marcha.


Durante largos segundos estamos en el más absoluto silencio y, a pesar de eso, soy consciente de sus ojos verdes sobre mí.


—¿Por qué vas a marcharte?


No le contesto. No se merece escuchar una respuesta.


Pedro camina hasta la mesa y se inclina sobre mí apoyando su mano en ella.


—¿Por qué vas a marcharte?


Su voz no es dulce, ni siquiera es amable. No va a concederme una tregua ni siquiera ahora. La tristeza va entremezclándose con la rabia más dura. No quiero verlo. 


¡No quiero estar cerca de él!


¡Por eso me voy!


Pedro mueve la silla con brusquedad hasta dejarme frente a él.


—Mírame —ruge con la voz amenazadoramente suave.


No digo nada. No le obedezco.


Pedro me arranca la estilográfica de las manos y la lanza contra la pared. El gesto me sobresalta y, al fin, alzo la cabeza. Sus ojos están llenos de dolor, de un genuino enfado y de todas las heridas que por mucho que queramos nunca van a cicatrizar.


—¿Por qué te marchas? —pregunta arisco, exigente, impaciente, exactamente como es él.


—¡Porque te odio! —grito.


No es lo que realmente siento, pero quiero que sufra como estoy sufriendo yo.


—Pues ódiame —replica sin suavizar un ápice su tono de voz—, pero no te comportes como una cría asustada. Eres más fuerte que esto, joder.


Sus palabras me despiertan por dentro y sus ojos verdes también, porque por un momento lo que veo en ellos me deja totalmente noqueada.


—Tú también estás sufriendo —murmuro.


Esta situación también le duele.


Pedro aparta su mirada como si hubiesen tirado de la alfombra bajo sus pies, finge su media sonrisa más arrogante, una parte de su escudo, pero ni siquiera le llega a los ojos. Cuando volvemos a encontrarnos, su mirada está vidriosa.


—Claro que sufro, Paula —responde brutalmente sincero —. ¿Crees que no te echo de menos? ¿Qué he dejado de quererte? Ayer me presenté en tu casa porque no podía respirar si no volvía a tocarte.


Le duele. Me echa de menos. Me quiere.


Alzo las manos y suavemente las coloco en sus mejillas. Al sentir el contacto, cierra los ojos como si ya no fuese capaz de luchar más y todo su perfecto cuerpo entra en una tensión completamente diferente.


—Pues tócame —murmuro como lo hice en el almacén del Indian.


Mis palabras hacen que una tenue pero sincera sonrisa inunde sus labios, como si lo que acabo de pedirle, casi suplicarle, fuese lo único que pudiese hacerle feliz.


Pedro se inclina sobre mí y me besa. Es mi regalo. Mi recompensa. Mi paz. Mi amor. Todo lo que necesito.


—Renunciar a ti es lo más difícil que he hecho en toda mi maldita vida —susurra contra mis labios justo antes de darme un beso más corto, más intenso, más desesperado, y alejarse de mí de nuevo camino de la puerta.


Yo abro los ojos, una lágrima cae por mi mejilla y una auténtica revelación sacude mi cuerpo, y tengo la sensación de que todo sucede en el mismo segundo.


Pedro Alfonso me ha enseñado a ser valiente, fuerte, a estar orgullosa de mí misma, a sentirme especial... y ahora quiere que olvide cuánto le quiero, todo lo que significa para mí, que simplemente esconda todo eso y siga adelante con mi vida.


—Estás renunciando a mí porque eres un cobarde —digo levantándome.


Mis palabras lo frenan en seco a unos pasos de la puerta. 


No lucho por sonar segura, lo estoy.


—Y esa lección no pienso aprenderla —sentencio echando a andar—. Prefiero ser una ratoncita de biblioteca el resto de mi vida que dejar de luchar por lo que quiero.


Sin decir nada más, paso a su lado y salgo del despacho y también de la mansión de los Alfonso.


Me equivoqué el día que pensé que él era Apolo y yo Prometeo. Pedro es Ícaro y lo único que ha hecho ha sido darme clases de cómo volar demasiado cerca del sol pretendiendo no quemarme.


Ahora sólo hay que vernos para darse cuenta de que maestro y alumna han fracasado. Sin embargo, este preciso instante es un punto de inflexión para mí. Le quiero como nunca he querido a nadie, pero él no quiere luchar por mí. Daría todo lo que tengo para que las cosas fueran diferentes y nos dejara querernos, pero, por mucho que duela, no depende de mí y desde este momento voy a seguir adelante con mi vida.


Cuando me meto en la cama esa noche, soy plenamente consciente de que, aunque no quiera, me acabaré torturando y pensado en Pedro, así que me concedo una última tregua y me permito pensar en él sin restricciones ni arrepentimientos, en todos los momentos que me hicieron enamorarme del hombre más arrogante sobre la faz de la tierra.


Me duermo con una sonrisa en los labios.





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