Noto unos brazos alzarme del sofá. Adormilada, hundo la cabeza en su cuello. Huele maravillosamente bien, como siempre, sólo que ahora ese olor a suavizante caro y gel aún más caro se ha mezclado con otro suave y dulzón, a whisky creo, y la combinación lo hace todavía más irresistible.
Más aún cuando me trae recuerdos de nuestra noche en el club.
Pedro me deja con cuidado sobre la cama y me cubre con el nórdico. Involuntariamente lanzo un suspiro al sentirme entre tantas almohadas en esta cama tan cómoda. Lo noto sonreír y tras unos segundos alejarse de la cama.
Disimuladamente abro los ojos. Contemplo cómo se quita el reloj y lo deja sobre la cómoda. De los bolsillos del pantalón se saca la cartera, el dinero y lo que parece una servilleta, y del interior de la chaqueta, el móvil.
Se desviste e inconscientemente mi mirada se agudiza. Es
terriblemente atractivo. Alto y delgado, exactamente el cuerpo de uno de esos dioses griegos esculpidos en mármol.
Se pone el pantalón del pijama y con el movimiento los músculos de su espalda se tensan y armonizan.
Una visión abrumadora.
Rápidamente cierro los ojos al verle girarse y pocos segundos después noto el peso de su cuerpo en la cama.
Fingiéndome dormida, tengo que esforzarme en no suspirar o sonreír cuando rodea mi cintura con sus brazos y estrecha mi espalda contra su pecho. Me acomoda contra él y sus labios rozan mi pelo. Ahora mismo el corazón me late tan de prisa que por un momento temo que él vaya a notarlo.
Me duermo pensando en lo bien que me siento y en cuánto me asusta eso.
*****
Humm. Adoro esta cama. Me giro e inconscientemente busco a Pedro, pero no está. Suspiro. Creo que adorar esta cama me traerá problemas.
Abro los ojos despacio y frunzo el ceño casi al momento al
comprobar que todavía es de noche. Me incorporo adormilada y doy un interminable bostezo. No sé la hora exacta, pero la noche está aún completamente cerrada.
Me bajo de la cama y, al poner los pies en el parqué, encantadísima, suspiro otra vez. Adorar este suelo a veinticinco perfectos grados creo que también me traerá problemas.
Me dirijo a la puerta del salón y, nada más abrirla, Pedro roba toda mi atención. Está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Juega con un vaso, con lo que imagino que es whisky y hielo, entre las manos. Le da un largo trago y pierde la mirada en el inmenso ventanal.
No sé por qué, pero no parece el Pedro Alfonso de siempre.
Alza la mano y despacio se la lleva al costado a la vez que pronuncia algo, un susurro que no logro entender. Después se toca el brazo izquierdo en dos sitios, el hombro derecho y la cicatriz sobre la ceja. No es algo arbitrario. Sabe perfectamente dónde está dirigiendo sus dedos.
Todos sus movimientos son muy lentos, incluso muy tristes.
Con cada uno, vuelve a pronunciar algo que no puedo entender. El dolor se hace más patente en cada susurro, pero al mismo tiempo se llena de rabia y, sobre todo, de una cristalina soledad. Le da un nuevo trago a su whisky y simplemente se queda ahí sentado.
Quiero acercarme, comprobar si está bien o simplemente hacerle compañía, pero lo cierto es que no sé cómo reaccionaría. ¿Qué le habrá ocurrido? Cuando salió de la oficina, no parecía estar preocupado por nada.
Durante un par de minutos sigo debatiéndome sobre si acercarme o no. Finalmente niego con la cabeza y giro sigilosa sobre mis talones. No quiero que piense que, porque esté aquí, ha perdido por completo la intimidad de su casa, incluyendo la de su salón a las tantas de la madrugada.
Además, Pedro Alfonso no necesita a nadie.
Me duermo sin que haya regresado a la cama.
Su boca está peligrosamente cerca de la mía. Su mirada brilla indomable y me hipnotiza una vez más.
—Me has llamado Paula —murmuro con una sonrisa nerviosa en los labios. —Lo sé. —Él también sonríe—. Ni siquiera entiendo por qué, pero algo dentro de mí sólo quiere que quieras complacerme.
Mi sonrisa se ensancha. El corazón me late de prisa y un anhelo hecho de pura electricidad me recorre entera. Suspiro con fuerza. Quiero que me bese, aunque sea la idea más temeraria y kamikaze que he tenido en todos los días de mi vida.
—Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —susurra y, ¡por el amor de Dios!, ha sonado increíblemente sensual—. Prométeme que irás al ático.
—Te lo prometo.
Respondo sin ni siquiera pensar, pero lo cierto es que ahora mismo no quiero ir a ningún otro lugar.
Pedro cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, su
determinación ha regresado y sé que no me besará. Se separa suavemente y desbloquea el ascensor. Las puertas se abren al instante.
—Tienes trabajo que hacer —me recuerda y, en realidad, es más bien una suave orden.
Yo asiento y, rezando para que las piernas me respondan, salgo del ascensor. Me doy cuenta de que, sin quererlo, me he encontrado demasiadas veces en situaciones de este tipo desde que lo conocí.
Situaciones en las que queda claro cuánto le deseo.
A solas en el despacho, respiro hondo. Ha sido uno de los momentos más intensos de toda mi vida.
A las seis, minuto arriba, minuto abajo, salgo de la oficina.
He ido a buscar varias veces a Lola, pero Macarena me ha dicho que hoy tenía reuniones con el señor Seseña por toda la ciudad y me sería difícil localizarla.
Voy hasta el ático en metro. En la puerta tengo un último ataque de dudas. Si subo, ya no habrá vuelta atrás. Me estaré mudando con Pedro, el hombre que esta tarde ha conseguido que me enfadase como nunca y, casi al mismo tiempo, lo desease como no había deseado a nadie en toda mi vida. Mi sentido común me dice que es una auténtica locura, pero una parte de mí, esa que brilla con fuerza cada vez que él está cerca, me pide, casi me suplica, que entre.
Resoplo y, antes de que la decisión se cristalice en mi mente, estoy empujando la enorme puerta de cristal del número 778 de Park Avenue.
—Buenas noches —me saluda el portero amablemente.
—Buenas noches.
Me sonríe pero no aparta su profesional mirada de mí.
Supongo que quiere saber adónde voy. No es el mismo que me vio salir con Pedro esta mañana.
—Voy al ático del señor Alfonso —le aclaro.
—¿Es usted la señorita Chaves?
Frunzo el ceño.
—Sí —respondo confusa.
—Han dejado esto para usted.
El portero rodea el mostrador y sale a mi encuentro con la maleta y la mochila que le dejé al chófer. Había olvidado que las traería hasta aquí.
—Muchas gracias.
Hago el ademán de cogerlas, pero él insiste en llevarlas hasta el ascensor.
—Gracias —repito esperando a que salga del elevador para entrar yo.
—El señor Alfonso me pidió que le recordara «tres huecos, tres números».
Sonrío y asiento.
Pedro Alfonso, eres un capullo. Aunque, mal que me pese, mi indisimulable sonrisa sigue ahí.
Marco los números en un pequeño panel digital y las puertas se cierran automáticamente. Cuando se abren, estoy en el vestíbulo del ático.
En el apartamento no hay rastro de Pedro, pero todo parece más limpio y ordenado. Supongo que tiene servicio y viene por las mañanas.
Llevo mi maleta y mi mochila a la habitación, pero no las deshago.
Soy plenamente consciente de que es una estupidez, ya estoy viviendo aquí, pero prefiero darme un poco más de tiempo antes de instalarme con todas las letras.
Aún estoy acomodando mi maleta en un rincón del inmenso
dormitorio para que moleste lo menos posible cuando llaman por teléfono. Es el fijo. Corro hasta el salón y descuelgo.
—¿Diga?
Automáticamente me pongo los ojos en blanco. Otra vez he
descolgado sin preguntarle a Pedro si quiere que lo haga o prefiere que deje saltar el contestador.
—¿Diga? —repito—. ¿Hola? —Espero unos segundos—. ¿Hola?
Supongo que se habrán equivocado o quizá sea un ligue de Pedro que ahora mismo está llorando subida a sus altísimos tacones de marca pensando que él está casado.
Sin darme cuenta vuelvo a sonreír, pero en cuanto comprendo que lo estoy haciendo paro de golpe. Tengo que dejar de alegrarme con estas cosas.
Regreso a la habitación, me pongo uno de mis pijamas, pantalón corto y camiseta, nada de franela para mi desgracia, y monto de nuevo mi cama en el sofá esperando pasar la noche en ella. Antes de acostarme me tomo las pastillas y gracias a ellas y a lo cansada que estoy, apenas aguanto despierta unos minutos. Otra vez me duermo contemplando las vistas. Son espectaculares.
Ya en mi apartamento, ni siquiera sé por dónde empezar.
Todo esto es una locura. Voy a mudarme a vivir con Pedro. Apenas lo conozco y ya me ha sacado de quicio como un millón de veces. Sé que es una estupidez que me recuerde esto una y otra vez, porque ya he aceptado, pero una parte de mí sigue con las zapatillas de deporte puestas dispuesta a salir corriendo.
Supongo que lo más sensato sería autoimponerme unas cuantas normas. Por ejemplo, primera: se acabó discutir con él. Eso sólo me lleva a que Pedro diga algo descarado y sexy. Además, nunca consigo salirme con la mía. Segunda: nada de contemplarlo, mirarlo embelesada u observarlo, mucho menos cuando esté sin camiseta. Y tercera y fundamental: nada de tener fantasías con él. Esta norma es estricta y cada vez que la infrinja tendré que salir a correr.
Asiento para reafirmarme.
Odio levantarme temprano y odio correr. No hay peor castigo.
Voy hasta mi habitación y comienzo a hacer una pequeña maleta. Un poco de todo pero no mucho de nada. No voy a pasarme allí mucho tiempo. En cuanto mi vida se normalice, arreglaré mi apartamento para que vuelva a ser habitable y me mudaré.
Estoy a punto de cerrar la maleta cuando caigo en la cuenta de que me olvidaba de algo importantísimo. Giro sobre mis talones y voy hasta la cómoda. Necesito un pijama. Abro el primer cajón. Camisetas de tirantes, pantalones cortos. Esto no me sirve. Abro el segundo cajón. La palabra clave es franela. El tercero, el cuarto. ¡Mierda! Yo no tengo pijamas de franela.
Resoplo y meto un par de los que uso normalmente. Al menos es mejor que pasearme con sus bóxers.
Recojo todas mis cosas de aseo, mi viejo portátil, el cargador del móvil y el propio teléfono. Está apagado. Debe de haberse quedado sin batería. Lo pondré a cargar cuando regrese al ático de Pedro.
El amable chófer sale rápido a mi encuentro y guarda mi pequeña maleta y mi mochila en el maletero del jaguar. La verdad es que podría acostumbrarme a esta vida. Son las treinta y seis horas más relajadas que he vivido en años.
En la universidad pregunto por el señor Nolan y todo resulta ser de lo más sencillo. Como el semestre ya está bastante avanzado, me aconseja que sólo me matricule en un par de asignaturas. Escojo Contabilidad 1 y Estudio de la economía occidental. Aún no sé si seguiré los estudios de biología que empecé o los números ganarán la partida. Tengo hasta el próximo semestre para decidirme.
Compro los libros y todo lo necesario en una librería cerca del campus y, aunque sé que tengo que volver a la oficina, decido pasarme antes por el restaurante para hablar con Saul.
Ya tendría que haberlo hecho ayer.
—Hola —digo dejando que mi voz se entremezcle con el tintineo de la campanita de la puerta al abrirse.
—¡Paula! —grita Cleo saliendo de detrás de la barra con su
monumental barriga—. ¿Estás bien?
—Estás enorme —comento sorprendida—. Este bebé está creciendo por momentos.
—¿Cómo estás? —replica llegando hasta mí—. ¿Por qué no has venido a trabajar en estos dos días? Saul está preocupado.
—¿Preocupado o enfadado? —pregunto mordiéndome el labio inferior.
Me temo lo peor.
—Más enfadado que preocupado, pero el porcentaje está igualado.
Ambas sonreímos.
En ese momento oigo a Saul farfullar en la cocina y el ruido de unas cacerolas cayendo al suelo. Sospecho que no es el momento más apropiado para hablar con él, pero Saul casi nunca está de buen humor, así que tampoco iba a notar mucho la diferencia.
Empujo la puerta de la cocina y preparo mi mejor sonrisa.
—Hola, Saul.
—Mira quién ha decidido pasarse por aquí —me saluda enfadado aunque también parece aliviado.
—Lo siento —me apresuro a continuar—, pero tengo una buena excusa. Estaba en el hospital.
—¿El hospital? —pregunta preocupado.
La expresión de su rostro ha cambiado en un solo segundo.
—Neumonía —respondo y en ese preciso instante decido callarme el hecho de que sólo fueran unas horas de hospital y unas veinticuatro en casa de mi guapísimo jefe.
—¿Estás bien?
—Sí, pero tenemos que hablar de algo, Saul.
Él deja el trapo que llevaba entre las manos sobre la mesa de trabajo, da unos pasos en mi dirección y cruza los brazos sobre su grueso torso.
—No voy a poder seguir trabajando aquí —digo en un golpe de voz —. Vuelvo a la universidad.
Saul me observa unos segundos y finalmente resopla.
—Me alegro por ti —masculla— y no es que piense que vaya a salirte mal —continua caminando hacia mí—, pero, si necesitas un trabajo, siempre puedes volver.
Sonrío y resoplo.
—Muchas gracias.
No puedo creerme que esté a punto de echarme a llorar.
—No se te ocurra derramar una sola lágrima en mi cocina —me amenaza.
—Viejo gruñón —protesto.
Y ambos sonreímos. Voy a echarlo de menos.
—¿Una última comida de empleado? —pregunta.
—¿Puedo elegir?
—Como voy a perderte de vista, supongo que hoy puedo hacer una excepción.
Mi sonrisa se ensancha y, sin dudarlo, lo sigo hacia los fogones.
A las tres estoy de regreso en la oficina. Saludo a Eva mientras me cuelgo la identificación del cuello y voy directa al despacho de Pedro.
Imagino que me esperaba antes de comer, así que no quiero que salga y me encuentre hablando con Lola y Macarena antes de haberle visto a él.
Todavía recuerdo lo que me dijo en el despacho de Joaquin.
Frente a su puerta, me descubro retocándome el pelo y colocándome bien la falda. Pero ¿qué estoy haciendo? Me pongo a mí misma los ojos en blanco, exasperada. Es mi jefe, sólo eso.
Finalmente llamo y espero a que me dé paso.
—Hola —saludo cerrando la puerta tras de mí.
—Anda —comenta fingidamente sorprendido y lleno de ironía, recostándose sobre su sillón de socio ejecutivo y lanzando su estilográfica de quince mil dólares sobre los documentos que ojeaba—, si aún recuerdas el camino a la oficina.
Ahora sus ojos parecen estar hechos de un profundo verde.
—Sé que llego tarde —me disculpo.
—Y, exactamente, ¿a mí de qué me vale que lo sepas? —me interrumpe arisco.
—Tenía cosas que hacer.
Y también estaba de muy buen humor hasta que he puesto los pies en este despacho.
—Pues aquí también —dice señalando el sofá con la cabeza y volviendo a centrarse en los papeles sobre su mesa.
Yo decido dar la conversación por terminada. Una de las reglas es no discutir con él y pienso cumplirla.
Me siento en el tresillo, abro mi portátil y, mientras espero a que se encienda, ojeo las carpetas que ha dejado sobre mi mesa.
Pedro se levanta, se pone la chaqueta y echa un vistazo a su smartphone último modelo.
—Pecosa, el código del ascensor es veintiuno, setenta y dos, ciento tres —me dice guardándose su iPhone en el bolsillo de los pantalones.
—Dos, uno, siete, dos, uno, cero, tres —repito para memorizarlo.
—Por Dios —protesta exasperado frotándose los ojos con las palmas de las manos —, ¿siempre eres tan torpe?
Pero ¿qué demonios le pasa?
—¿Qué he hecho ahora? —me quejo.
—Código de tres huecos, código de tres números, no tienen por qué ser de una sola cifra —me explica como si yo fuera la persona más estúpida del mundo—. Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —repite—. ¿Necesitas que te haga un dibujo?
¡Al infierno las reglas!
Me levanto como un resorte.
—Pedro, vete a la mierda —mascullo enfadadísima—. Si tenía la más mínima duda de si irme o no a tu apartamento, gracias a ti, acabo de resolverla. —Cojo mi bolso y me lo cuelgo en bandolera—. Me marcho a casa, a mi casa.
Ante su atenta mirada, salgo de la oficina, me despido de Eva con un rápido «adiós» y voy hasta el ascensor.
Afortunadamente está en planta y no tengo que esperarlo.
Está vez se ha pasado, y mucho.
Las puertas de acero se están cerrando cuando él entra como un ciclón. Me mira furioso y de un sonoro golpe con el puño para el elevador. Estoy furiosa pero también intimidada, aunque me esfuerzo en que no se note.
Da un paso hacia mí e involuntariamente yo lo doy hacia atrás, haciendo que mi espalda choque contra la pared del ascensor. Pedro da uno más y me acorrala entre la pared y su cuerpo. Sin levantar sus ojos, ahora más azules que nunca, de los míos, clava sus manos en la pared a ambos lados de mi cara.
—No vuelvas a huir de mí —susurra exigente, salvaje y muy muy sensual.
—Pues dejar de comportarte como un capullo conmigo —replico con la voz inundada de mi respiración acelerada.
—No me gusta que me desobedezcas.
No tengo la más remota idea de cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que su voz suene aún más masculina.
—No lo he hecho a propósito —musito y el deseo es palpable en cada letra que pronuncio—. Tenía algo muy importante que hacer.
—Paula, vas a volverme loco.