domingo, 2 de julio de 2017
CAPITULO 67 (PRIMERA HISTORIA)
Los ocho días siguientes se parecen mucho los unos a los otros.
Trabajo en el restaurante de Saul doblando turno siempre que puedo y me paso las noches con Lola. Cuando le dije que pensaba mudarme de vuelta a mi apartamento, no le hizo mucha gracia, pero entendió mis motivos.
Siguiendo con la idea que tuve en el taxi sobre asegurarme un futuro por mí misma, he presentado mi solicitud para la beca McKinley Maguire para estudiar Económicas en la Universidad de Nueva York.
Pedro no ha vuelto a llamarme. No sé nada de él. Me repito constantemente que eso es lo que quiero y es mi respuesta estándar cuando Lola quiere contarme algo de la oficina. Sin embargo, en cuanto bajo la guardia, los recuerdos me sacuden cogiéndome por sorpresa. Lo echo de menos y no es una sensación que esté mitigando. Cada vez se está haciendo más y más fuerte. No me permito llorar.
Lola no para de reñirme diciéndome que eso sólo va a conseguir que de repente un día rompa a llorar en mitad de la cafetería o en la parada del autobús. No estaría tan mal. Quizá así consiga de una vez por todas que me cedan el asiento.
El viernes por la noche, al terminar el turno, Saul nos da la paga de la semana. Me guardo el sobre en el bolso y, después de despedirme de Cleo y de él, salgo del restaurante. Está lloviendo a mares, pero antes de irme a casa tengo algo que hacer.
Espero el autobús en la parada de Grand con Essex. Estoy nerviosa, pero sé que hacer esto es lo mejor. Alzo la mirada y suspiro al darme cuenta de que estoy frente al viejo taller de mi abuelo. Ahora es una lavandería. La noche es cerrada y sigue lloviendo. Creo que a mi abuelo le hubiese gustado Pedro. Probablemente lo habría mirado un segundo y después habría vuelto a meter la cabeza bajo el capó de algún coche, pero estoy segura de que, de reojo, habría visto algún detalle, como la manera en la que Pedro me cogía la mano entrelazando sus dedos con los míos y apretando con fuerza, haciéndome sentir tan segura, y habría entendido cuánto le quería. Echo de menos su mano contra la mía. Echo de menos a Pedro. Echo de menos cómo me hacía sentir. Echo de menos a mi abuelo. Ojalá los dos hubiésemos podido tener vidas más fáciles. Quizá, si yo hubiese sido una chica normal, una de aquellas rubias que esperaba la entrevista de trabajo, y él un chico normal, con una infancia corriente, ahora seríamos felices. Resoplo y cabeceo. Todo ocurre por algo, Paula Chaves. Cierro el puño con fuerza mientras trato de frenar el aluvión de lágrimas.
Algún día dejaré de echarlo de menos. Nadie echa de menos eternamente a otra persona... espero.
Me monto en el 14A y observo Manhattan por la ventanilla. Adoro esta ciudad. Dejo atrás el Lower East Side, el East Village y, tras un trasbordo, Gramercy Park, el lujoso Chelsea y, por último, Midtown hasta que me bajo en la 56.
A cada barrio que he ido atravesando, me he sentido más y más nerviosa, pero extrañamente también más segura. Entro en el edificio y saludo al guardia de seguridad que, por suerte, aún se acuerda de mí.
—Quería dejar algo para el señor Pedro Alfonso, de Colton,
Fitzgerald y Alfonso.
El guardia asiente y me tiende sobre el mostrador una carpeta de plástico con un formulario sujeto con una pinza. Lo firmo rápidamente y saco el sobre con mi sueldo de la semana. Las propinas no han estado mal y todavía conservo algo del dinero que los chicos me pagaron por trabajar con ellos tres semanas. Escribo «A la atención de Pedro Alfonso» y lo entrego.
—El señor Alfonso ha salido a una reunión, pero volverá en seguida — me informa —. Puede esperarlo si quiere.
Niego con la cabeza. No quiero verlo. Bueno, sí quiero, pero sé que no debo.
—Muchas gracias, pero tengo que marcharme —me excuso.
Giro sobre mis pasos y salgo del edificio. Llueve tanto o más que antes, pero sigue sin importarme. Espero de nuevo en la parada y regreso al apartamento. Nunca me gustó que Pedro pagara mis deudas, pero ahora menos que nunca. Le devolveré el dinero, aunque tenga que doblar turno todos los días.
Llego al apartamento antes de lo que esperaba. Aún con la puerta abierta, me quito las Converse y los calcetines empapados y los dejo en el recibidor.
—¡Hola! —grito al aire cerrando la puerta—. ¡Lola!
—¡En la cocina! —responde—. Estoy preparando chili. Receta de mi abuela.
Me quito el abrigo, lo cuelgo del perchero y me sacudo el pelo con los dedos. Estoy empapada. Apenas he dado un par de pasos hacia el salón cuando llaman al timbre. Giro sobre mis pies descalzos y desando el camino en dirección a la puerta. Otra vez sólo he dado dos pasos cuando llaman al timbre de nuevo e inmediatamente golpean la puerta con la mano. Frunzo el ceño. Abro la boca dispuesta a preguntar quién es, pero no tengo oportunidad.
—Paula, abre la maldita puerta —me ordena Pedro al otro lado.
No necesito verlo para saber que está furioso. Su voz exigente y dura es una prueba inequívoca de ello.
—Sé que estás ahí. Abre o te juro por Dios que tiro la puerta abajo.
Todo mi cuerpo se tensa y al mismo tiempo se enciende. El frío se me ha quitado de golpe. No quiero verlo. ¿Qué hace aquí?
—Pedro, márchate.
—De eso nada —masculla.
—¡No quiero verte! —grito tratando de no mostrar un resquicio de duda.
—Me importa bastante poco lo que quieras —me interrumpe—. ¿Cómo has podido pensar que aceptaría tu dinero?
Resoplo. Sabía que no me lo pondría fácil, pero nunca imaginé que se presentaría aquí. Tengo mis motivos y él tiene que entenderlos o, al menos, respetarlos.
—¿Y por qué a mí tiene que importarme lo que quieras tú? Pagaste mis deudas sin consultármelo y yo no quería que lo hicieras, así que ahora pienso devolvértelo.
—Paula—me reprende.
El hecho de que haya una puerta de madera entre los dos me da el suficiente valor como para mantenerme en mis trece a pensar de que su voz en esa única palabra consigue intimidarme.
—Tienes que entenderlo, Pedro.
—¿Y qué tal si tú empiezas a dejar de ser tan infantil y tan digna y haces números por una jodida vez? Trabajas en una cafetería por el puto salario mínimo y pretendes devolverme más de cien mil dólares. ¿Alguna vez piensas las putas cosas antes de hacerlas?
No lo soporto. ¿Por qué tiene que ser tan increíblemente arrogante?
—Antes se los pagaba al banco —respondo con esa dignidad de la que se queja hecha bandera.
—Y casi te mueres de una neumonía porque ni siquiera tenías dinero para pagar un médico. ¡Abre la maldita puerta!
Resoplo. Puede que tenga razón, pero no me importa. No voy a ceder.
No quiero deberle nada.
—Ése es mi problema, Pedro—replico ignorando su orden—, no el tuyo.
—Tú eres mi problema.
No sé si lo está diciendo como algo malo o como algo
increíblemente romántico. En cualquier caso, no puedo dejar que me ablande.
—No, dejé de ser tu problema cuando me echaste de tu apartamento, cuando empezaste a salir con otra chica, cuando, después de todo, me dijiste que no querías que yo te quisiese.
Él no dice nada y yo acabo de ser consciente de toda la rabia y la tristeza con la que he pronunciado cada palabra.
—Yo quiero que me quieras —pronuncia después de lo que me parece una eternidad con la voz de nuevo llena de ese cristalino dolor—. Paula, es lo único que quiero en esta vida, pero no podemos estar juntos, ¿no lo entiendes? Durante diecisiete años he odiado a mi padre por arrebatarme a mi madre, por obligarme a estar solo, y era una sensación con la que me había acostumbrado a vivir, pero de pronto llegas tú y me vuelves completamente loco siendo exactamente como eres y empiezo a plantearme tantas cosas, a casi ser feliz... pero la vida no es como en los libros y hay cosas que te persiguen siempre.
No sigue y mi corazón se detiene por la simple posibilidad de que se haya marchado.
—Te echo de menos —continúa sereno, triste pero al mismo tiempo con la cálida sensación de que lo que tuvimos fue real y nos marcó para siempre a los dos—. Echo de menos dormir contigo. Echo de menos llegar a casa, al despacho, y encontrarte, verte revolotear a mi alrededor. Echo de menos lo bien que me sentía cuando estabas cerca. Mi padre me quitó la posibilidad de estar contigo y eso me ha dolido más que cualquier golpe, Pecosa.
Me muerdo el labio inferior con fuerza a la vez que clavo mi mirada en mis pies descalzos. Le quiero. Le quiero más que a nada.
—He sido un gilipollas. Tienes razón, no te conozco y tampoco dejé que tú me conocieras a mí. Pensaba que eso complicaría las cosas, las haría más íntimas, y ahora ya es demasiado tarde. —Otra vez calla un segundo—. Ábreme, por favor, Pecosa.
Respiro hondo tratando de contener las lágrimas, pero es inútil.
—No puedo.
No puedo enfrentarme a él. Dejar que me bese, volver al paraíso que sus manos construyen para mí y después decirle adiós, porque sé que habría un adiós. Pedro no cree merecerse una relación.
—No voy a aceptar tu dinero. No puedo y tampoco quiero hacerlo. — Cabeceo. Ahora mismo es lo que menos me importa—. Y ella no es mi novia. Sólo lo fingí porque sabía que te enfadarías y así te olvidarías antes de mí. Después resultó que eso era lo último que quería. Ahí tienes los dos motivos para que un hombre esté celoso: estar completamente loco por una chica y comportarse como un auténtico idiota.
Ambos sonreímos tristes y fugaces.
—Ni siquiera la he dejado dormir en mi cama una sola vez. Tampoco la he llevado al ático o al club. No he querido estar con ella en ninguno de los sitios que estuve contigo. Pensé que querrías saberlo.
Respiro hondo de nuevo y me llevo los dedos a los dientes con la mirada clavada en la puerta. Ahora odio que esté entre nosotros. Odio todas las cosas que hay entre nosotros.
—Adiós, Paula.
Oigo un leve golpe, como si acariciara la puerta por última vez, y después sus pasos alejándose por el rellano. En ese mismo momento mi corazón cae destrozado y sollozo con fuerza. Creí que podía mantener las lágrimas y los sentimientos a raya. Ahora me doy cuenta de lo estúpida que fui. Le quiero y tengo cristalinamente claro que nunca va a dejar de doler.
— Creo que te estás equivocando.
La voz de Lola a mi espalda no me sorprende. Aún estoy repasando mentalmente una y otra vez cada palabra que ha dicho Pedro.
Me giro sin mirarla y comienzo a andar hacia la habitación. Ella no sabe todo lo que ha pasado. No sabe cómo me siento. No puedo volver a su lado para ver cómo él lucha contra todo lo que siento por él y lo que él siente por mí. No me recuperaría.
—Paula, escúchame —me llama saliendo tras de mí.
Pero no lo hago.
—Paula—vuelve a llamarme.
Finjo no oírla. No quiero hablar. Sólo quiero meterme en la cama y esperar a que sea mañana y, con un poco de suerte, haya habido un terremoto, se me haya caído una librería encima y haya perdido la memoria.
—¡Paula! —repite—. ¡Pecosa!
Esa última palabra me frena en seco. Me vuelvo y la miro confusa.
¿Qué pretende?
—¿Te das cuenta? —me pregunta con una sonrisa en los labios ante la evidencia—. No podemos elegir de quién nos enamoramos y tampoco podemos dejar de estarlo sólo porque creamos que es lo mejor.
—Él no me quiere —trato de hacerle comprender entre lágrimas.
—Por Dios, Paula, él está loco por ti, pero, cuando nunca te han querido, es muy complicado saber cómo hacerlo.
Lola se marcha dejándome con sus palabras revoloteando en mi cabeza. No sé qué hacer. No sé qué decir. No sé qué pensar. Y, la verdad, estoy completa y absolutamente muerta de miedo.
Entro en la habitación y, sin importarme que aún esté empapada, me tumbo en la cama y me acurruco con los brazos metidos bajo la almohada.
No puedo dejar de pensar en las palabras de Lola. En la vida de Pedro sólo están Jeremias y Octavio. Se quieren como hermanos y cuidan los unos de los otros, pero los conoció con dieciocho años. Su madre murió cuando tenía sólo seis.
Eso son doce años completamente solo y asustado.
Pedro dijo que ni siquiera se escondía de su padre. Seguramente era por su carácter, pero, sobre todo, porque ¿dónde habría ido? ¿Dónde se habría sentido seguro? Sin quererlo, comienzo a llorar de nuevo. ¿Cómo te recuperas de tener seis años y no sentirte seguro? Sollozo con fuerza.
Lola tenía razón. Una vez que he empezado, ya es imposible parar, pero no estoy llorando por mí, estoy llorando por él.
No pego ojo en toda la noche. Cuando el sueño me vence, ya está amaneciendo.
CAPITULO 66 (PRIMERA HISTORIA)
Me despierta el estridente sonido de mi iPhone un par de horas después. Me duele la cabeza. Adormilada, miro la pantalla y todo mi cuerpo se tensa cuando veo el nombre de Pedro iluminarse en ella.
¿Qué quiere? Sostengo el móvil con fuerza. ¿Por qué me está llamando?
Todo quedó claro en el ático. La llamada se corta y yo suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración.
Las dudas y la curiosidad comienzan a ganar terreno, así que, antes de hacer una tontería, le quito el sonido al smartphone y lo pongo bocabajo sobre la mesita, pero entonces veo la pequeña pegatina del unicornio. Me gustaría tanto que las cosas fueran diferentes, pero sencillamente no lo son.
Lo intento, pero después de la llamada no consigo volver a
dormirme. No quiero seguir dándole vueltas a lo mismo, así que me levanto, me ducho y comienzo a poner en práctica alguna de las decisiones que tome en el taxi.
Me siento en el borde de la cama y, tras pensar con mucho cuidado lo que quiero decir, escribo mi carta de dimisión y se la mando por correo electrónico a Jeremias desde el iPhone que me dio Pedro. Podría habérsela enviado a él directamente, pero reducir el contacto al mínimo posible me parece lo mejor para conseguir pasar página. Al final del mensaje le pido que entienda que es una decisión irrevocable y que absolutamente nada me hará volver.
Respiro hondo y, antes de que me arrepienta de lo que he hecho o de lo que estoy a punto de hacer, llamo a Franco.
Descuelga al segundo tono.
—Hola —le saludo tratando de sonar lo más conciliadora posible.
—Hola.
A pesar de todo lo que ocurrió ayer, sigue siendo todo amabilidad. Es un tipo genial y se merece encontrar a una chica maravillosa.
—Franco —respiro hondo otra vez. Es más difícil de lo que creía—, te debo una disculpa por lo que pasó ayer.
—No me debes nada —se apresura a interrumpirme.
—Sí, te la debo. Las cosas se complicaron y lo siento, pero quiero que sepas que no fue algo planeado.
—Paula…
—Simplemente ocurrió —me apresuro a interrumpirlo.
—Paula... —repite.
—Ni siquiera sabía que Pedro estaría allí.
—Paula—me llama alzando la voz entre risas para hacerse escuchar.
Me muerdo el labio inferior sintiéndome algo ridícula y guardo silencio.
—Está todo bien —me aclara sin asomo de duda—. Tú y yo sólo somos amigos. No voy a negar que me molestó lo que hizo Alfonso, pero no es culpa tuya y, aunque lo que estoy a punto de decir juegue en mi contra, tampoco es culpa de él. Está loco por ti. Si yo estuviese en su posición, también haría una cantidad absurda de estupideces.
Asiento aún en silencio.
—Gracias, Paula.
No sé muy bien cómo asimilar esas palabras, así que prefiero ignorarlas.
«Eso es taaaaan maduro.»
—Supongo que, si te pido una cita, me dirás que no, ¿verdad?
Vuelvo a callar por un segundo y Franco lo entiende como la
negativa que es.
—No te preocupes, lo entiendo.
—Franco, eres un tío increíble. Encontrarás a una chica que te haga feliz.
—Y espero que me lo ponga más fácil que tú —añade socarrón.
—Ey —me quejo, pero sin darme cuenta sonrío. Franco siempre consigue sacarme una sonrisa—. Será una chica maravillosa.
—Y guapísima.
—Y estará forrada —sumo con una sonrisa.
—Y hará todo lo que quiera en la cama.
—Más te vale que tú hagas todo lo que quiera ella.
Los dos nos echamos a reír.
—Cuídate, encanto —se despide cuando nuestras carcajadas se calman.
—Lo mismo digo.
Cuelgo y, de nuevo antes de arrepentirme, apago el teléfono.
A seguir poniendo en práctica decisiones.
Dejo el iPhone en la mesita del salón y le pido a Lola que se lo devuelva a Jeremias mañana en la oficina. Ella frunce los labios y me dice que soy tonta y que debería quedarme con el teléfono en concepto de compensación por daños morales, que si no recuerdo grandes películas de los ochenta sobre mujeres ejecutivas como Armas de mujer o Acoso.
Cuando trato de explicarle que en Acoso la mala es ella y que, además, es de los noventa, Lola me hace un mohín de lo más decadente y me responde escuetamente que Michael Douglas llevaba una década pidiéndolo a gritos.
Cojo las llaves del pequeño mueble de la entrada tratando de disimular una sonrisa y me marcho.
Después de tres manzanas a pie, llego al restaurante de Saul. Resoplo con fuerza para llenarme de valor mientras contemplo mis Converse blancas sobre la acera mojada. Es extraño. Tengo el estómago encogido y el corazón me late como si hubiese acabado de correr la media maratón.
No puedo pensar con claridad. Tengo la horrible sensación de que estoy renunciando a una parte de mí, de que, sin él, ya no estoy completa.
Cabeceo y resoplo de nuevo. No quiero pensarlo. No puedo permitirme pensarlo.
Echo a andar y empujo la puerta del restaurante haciendo sonar la campanilla. Miro hacia la barra y sonrío al ver a Cleo. Está enorme. Antes de que pueda dar el siguiente paso y saludar, Saul empuja la puerta batiente de la cocina, pala de madera en mano. Abre la boca dispuesto a decir algo, pero entonces repara en mi presencia. Su expresión cambia por completo.
Saul conocía a mi abuelo y me conoce a mí. Quiero mantenerle la mirada, pero no soy capaz. Me siento tan avergonzada. Me he comportado como una niña jugando a creer que podría tener un futuro con Pedro sólo porque en los libros y en las películas estas historias siempre salen bien.
El príncipe valiente con pelazo y la chica que vive en una cabañita del bosque. ¡Soy tan idiota!
—Ponte el mandil —me dice señalando vagamente el sitio donde los guardamos bajo la barra—. El turno ya ha empezado.
Alzo la cabeza.
—Gracias —murmuro tratando de que mi voz no se quiebre.
Saul no dice nada y regresa a la cocina. Yo abro ligeramente los labios tratando de contener de nuevo las lágrimas mientras finjo una sonrisa de vuelta a la que Cleo me dedica acercándose a mí. La chica ha vuelto al bosque.
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