domingo, 2 de julio de 2017
CAPITULO 66 (PRIMERA HISTORIA)
Me despierta el estridente sonido de mi iPhone un par de horas después. Me duele la cabeza. Adormilada, miro la pantalla y todo mi cuerpo se tensa cuando veo el nombre de Pedro iluminarse en ella.
¿Qué quiere? Sostengo el móvil con fuerza. ¿Por qué me está llamando?
Todo quedó claro en el ático. La llamada se corta y yo suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración.
Las dudas y la curiosidad comienzan a ganar terreno, así que, antes de hacer una tontería, le quito el sonido al smartphone y lo pongo bocabajo sobre la mesita, pero entonces veo la pequeña pegatina del unicornio. Me gustaría tanto que las cosas fueran diferentes, pero sencillamente no lo son.
Lo intento, pero después de la llamada no consigo volver a
dormirme. No quiero seguir dándole vueltas a lo mismo, así que me levanto, me ducho y comienzo a poner en práctica alguna de las decisiones que tome en el taxi.
Me siento en el borde de la cama y, tras pensar con mucho cuidado lo que quiero decir, escribo mi carta de dimisión y se la mando por correo electrónico a Jeremias desde el iPhone que me dio Pedro. Podría habérsela enviado a él directamente, pero reducir el contacto al mínimo posible me parece lo mejor para conseguir pasar página. Al final del mensaje le pido que entienda que es una decisión irrevocable y que absolutamente nada me hará volver.
Respiro hondo y, antes de que me arrepienta de lo que he hecho o de lo que estoy a punto de hacer, llamo a Franco.
Descuelga al segundo tono.
—Hola —le saludo tratando de sonar lo más conciliadora posible.
—Hola.
A pesar de todo lo que ocurrió ayer, sigue siendo todo amabilidad. Es un tipo genial y se merece encontrar a una chica maravillosa.
—Franco —respiro hondo otra vez. Es más difícil de lo que creía—, te debo una disculpa por lo que pasó ayer.
—No me debes nada —se apresura a interrumpirme.
—Sí, te la debo. Las cosas se complicaron y lo siento, pero quiero que sepas que no fue algo planeado.
—Paula…
—Simplemente ocurrió —me apresuro a interrumpirlo.
—Paula... —repite.
—Ni siquiera sabía que Pedro estaría allí.
—Paula—me llama alzando la voz entre risas para hacerse escuchar.
Me muerdo el labio inferior sintiéndome algo ridícula y guardo silencio.
—Está todo bien —me aclara sin asomo de duda—. Tú y yo sólo somos amigos. No voy a negar que me molestó lo que hizo Alfonso, pero no es culpa tuya y, aunque lo que estoy a punto de decir juegue en mi contra, tampoco es culpa de él. Está loco por ti. Si yo estuviese en su posición, también haría una cantidad absurda de estupideces.
Asiento aún en silencio.
—Gracias, Paula.
No sé muy bien cómo asimilar esas palabras, así que prefiero ignorarlas.
«Eso es taaaaan maduro.»
—Supongo que, si te pido una cita, me dirás que no, ¿verdad?
Vuelvo a callar por un segundo y Franco lo entiende como la
negativa que es.
—No te preocupes, lo entiendo.
—Franco, eres un tío increíble. Encontrarás a una chica que te haga feliz.
—Y espero que me lo ponga más fácil que tú —añade socarrón.
—Ey —me quejo, pero sin darme cuenta sonrío. Franco siempre consigue sacarme una sonrisa—. Será una chica maravillosa.
—Y guapísima.
—Y estará forrada —sumo con una sonrisa.
—Y hará todo lo que quiera en la cama.
—Más te vale que tú hagas todo lo que quiera ella.
Los dos nos echamos a reír.
—Cuídate, encanto —se despide cuando nuestras carcajadas se calman.
—Lo mismo digo.
Cuelgo y, de nuevo antes de arrepentirme, apago el teléfono.
A seguir poniendo en práctica decisiones.
Dejo el iPhone en la mesita del salón y le pido a Lola que se lo devuelva a Jeremias mañana en la oficina. Ella frunce los labios y me dice que soy tonta y que debería quedarme con el teléfono en concepto de compensación por daños morales, que si no recuerdo grandes películas de los ochenta sobre mujeres ejecutivas como Armas de mujer o Acoso.
Cuando trato de explicarle que en Acoso la mala es ella y que, además, es de los noventa, Lola me hace un mohín de lo más decadente y me responde escuetamente que Michael Douglas llevaba una década pidiéndolo a gritos.
Cojo las llaves del pequeño mueble de la entrada tratando de disimular una sonrisa y me marcho.
Después de tres manzanas a pie, llego al restaurante de Saul. Resoplo con fuerza para llenarme de valor mientras contemplo mis Converse blancas sobre la acera mojada. Es extraño. Tengo el estómago encogido y el corazón me late como si hubiese acabado de correr la media maratón.
No puedo pensar con claridad. Tengo la horrible sensación de que estoy renunciando a una parte de mí, de que, sin él, ya no estoy completa.
Cabeceo y resoplo de nuevo. No quiero pensarlo. No puedo permitirme pensarlo.
Echo a andar y empujo la puerta del restaurante haciendo sonar la campanilla. Miro hacia la barra y sonrío al ver a Cleo. Está enorme. Antes de que pueda dar el siguiente paso y saludar, Saul empuja la puerta batiente de la cocina, pala de madera en mano. Abre la boca dispuesto a decir algo, pero entonces repara en mi presencia. Su expresión cambia por completo.
Saul conocía a mi abuelo y me conoce a mí. Quiero mantenerle la mirada, pero no soy capaz. Me siento tan avergonzada. Me he comportado como una niña jugando a creer que podría tener un futuro con Pedro sólo porque en los libros y en las películas estas historias siempre salen bien.
El príncipe valiente con pelazo y la chica que vive en una cabañita del bosque. ¡Soy tan idiota!
—Ponte el mandil —me dice señalando vagamente el sitio donde los guardamos bajo la barra—. El turno ya ha empezado.
Alzo la cabeza.
—Gracias —murmuro tratando de que mi voz no se quiebre.
Saul no dice nada y regresa a la cocina. Yo abro ligeramente los labios tratando de contener de nuevo las lágrimas mientras finjo una sonrisa de vuelta a la que Cleo me dedica acercándose a mí. La chica ha vuelto al bosque.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario