martes, 4 de julio de 2017
CAPITULO 3 (SEGUNDA HISTORIA)
Me da un beso más corto, más dulce, y, sin más, se aleja de mí, dejándome con la respiración acelerada y el cuerpo fabricado de gelatina húmeda y caliente.
Quiero salir tras él, pedirle que no se vaya o que, por lo menos, me explique qué acaba de pasar, pero mis piernas se niegan a cooperar. Cuando al fin reacciono, bajo las escaleras a toda velocidad pero me es imposible encontrarlo.
La sala principal del club está aún más abarrotada que cuando subimos hace unos minutos.
La canción cambia una vez más. Resoplo. Puede que ni siquiera esté ya en el club, pero ¿por qué besarme así y después marcharse? Me quito la máscara algo aturdida y camino de vuelta a la barra con la esperanza de encontrar a Sofia y a Victoria. Odio sentirme así de confusa. Soy una chica de respuestas. Siempre lo he sido.
CAPITULO 2 (SEGUNDA HISTORIA)
El sábado me levanto temprano. Todavía tengo mucho que hacer en la vieja casa de mis padres para convertirla en un lugar habitable. Lo primero y más urgente: comprarme una cama. Voy a Oly Atelier, una coqueta tienda a poco más de cinco manzanas del apartamento. No tenía ni idea de que
existía hasta que hace unos días Victoria me enseñó una revista donde la mencionaban como uno de los mejores sitios en Nueva York donde ir a comprar espejos. En una de las fotos del reportaje aparecía una cama vintage de madera blanca absolutamente increíble. Espero que esté en venta.
De camino me detengo en una ferretería y compro pintura.
Decidí dejar la pared principal del salón con ladrillo visto, me gusta el estilo que da y, además, me ahorro pintar, pero no puedo hacer lo mismo con todo el piso.
Ya en casa, con una sonrisa de oreja a oreja por saber que el lunes por la tarde tendré mi cama nueva, pongo música, me visto con la ropa vieja que siempre uso para pintar y tapo con plásticos todos los muebles que no soy capaz de mover.
Sólo paro para comer y a media tarde miro más que satisfecha el dormitorio pintado de un impoluto blanco.
Ha quedado genial. Atrapa toda la luz y hace un perfecto juego con los muebles vintage de madera. La semana pasada los limpie y les di una nueva capa de barniz. Tienen unos tonos violeta, apenas unos toques difuminados sobre la madera de haya, y grandes tiradores de latón labrado.
Nunca pensé que sería capaz de atornillar tiradores, ni siquiera estaba segura de que los tiradores se atornillaran, así que estoy muy orgullosa del resultado.
Llevo todo el verano trabajando en esta casa, pero sin lugar a dudas está mereciendo la pena. No vivía en ella desde los siete años, pero, después de darle muchas vueltas, supe que aquí era donde quería estar. Esta casa es muy importante para mí.
Estoy lavándome las manos cuando llaman a la puerta.
Salgo del baño y miro confusa hacia el recibidor. No espero a nadie, pero, antes de que pueda siquiera tratar de imaginar quién es, llaman de nuevo, aún más insistentemente. ¿Quién será?
—¿Quién es? —contesto al telefonillo.
—Abre, nenita —responde Sofia como si acabase de escaparse de un guateque de 1959.
Pulso el botón del intercomunicador y la espero al otro lado de la puerta con una sonrisa.
—Vístete —me ordena en cuanto me ve.
—Hola a ti también, Sofia —contesto burlona mientras la observo entrar en mi apartamento.
—No hay tiempo para formalismos, Paula Chaves —contraataca fingidamente seria—. ¡Nos vamos a Atlantic City! —grita entusiasmada.
Yo sonrío y camino hasta ella. Definitivamente se ha vuelto completamente loca.
—Me encantaría, pero no puedo.
Si me voy a Atlantic City, será absolutamente imposible que termine todo lo que tengo que hacer en el apartamento.
Sofia me observa con atención durante unos segundos.
—No te he oído —responde al fin a la vez que se encoge de hombros y se dirige a mi habitación.
—No puedo —repito saliendo tras ella.
—Sigo sin oírte —me recibe.
Frunzo el ceño cuando veo mi mochila sobre el viejo colchón que temporalmente uso de cama y a Sofia rebuscando en mi armario.
—Acabo de terminar de pintar, estoy cansadísima, y aún me queda mucho que organizar aquí.
Además, quiero releer un par de libros sobre reinterpretaciones del código civil, aunque ese detalle prefiero guardármelo para mí.
—Hoy es sábado —me interrumpe.
Tuerzo el gesto conteniendo una sonrisa ante su clamorosa indignación.
—Me encantaría, pero no puedo —sentencio.
—¡Dios santo! —grita Sofia sorprendiéndome—. Paula, no hay discusión posible. Me niego en redondo a que la haya. Vas a coger esta mochila, vas a meter tus mejores bragas, tu vestido más corto y tus taconazos más altos y nos vamos a ir a Atlantic City.
Empiezan a sonar los primeros acordes Never been in love,de Cobra Starship e Icona Pop.
Lo pienso un instante.
¡Qué demonios!
Subo la música.
—¡Nos vamos a Atlantic City! —grito.
—¡Sí!
Las dos empezamos a dar saltitos y palmaditas, incluso nos marcamos un baile digno de la disco de moda.
—Va a ser increíble.
—Va a ser legendario —me corrige con los labios fruncidos y el índice en alto.
Yo no puedo hacer otra cosa que sonreír y giro sobre mis pies para ir hasta la cómoda.
—No te olvides de las bragas de putón —me recuerda.
—¿Bragas de putón? —pregunto al borde de la risa.
Ella asiente, se gira para enseñarme el culo y se marca una raya a través de la nalga derecha.
—Rojas, negras, encaje, seda… esas cosas.
Mi sonrisa se ensancha mientras saco un bonito conjunto azul marino y lo tiro sobre la mochila.
Sofia vive completamente obsesionada con el catálogo de primavera de La Perla. Si las contara, me apuesto todos mis libros a que constataría que Sofia tiene más bragas que Sarah Jessica Parker zapatos.
Justo antes de cerrar la puerta, entro de nuevo en mi apartamento, corro hasta la estantería del salón y cojo mi libro Externalización directa del comercio en países subdesarrollados. Sólo por si tengo algo de tiempo.
«Sin comentarios.»
Mi voz de la conciencia no me entiende en absoluto.
Sofia ha aparcado su viejo Cinquecento rojo o Doc, como lo llama, a un par de manzanas de mi edificio. Ese coche me trae un montón de recuerdos. Lo paseamos por todo Boston cuando estuvimos en la universidad y, al descubrir que era el escenario del tórrido romance de Sofia con el ayudante del guardia de seguridad del campus, Victoria y yo estuvimos riéndonos durante semanas.
Pasamos a recoger a Victoria y nos dirigimos a Atlantic City.
Son dos horas y cuarto de camino o, lo que es lo mismo, unas treinta canciones cantadas a todo volumen con más tesón que tono. Por la vieja radio de Doc desfilan los grandes éxitos de John Newman, Taylor Swift o Nicki Minaj y una decena de veces el All night de Icona Pop. Según Victoria, nuestro himno oficial para este fin de semana.
Ya a pocos kilómetros de la ciudad, los edificios a escasísimos metros de la costa nos hipnotizan.
¡Parecen salir del propio océano Atlántico! Nos desviamos de la carretera principal y tomamos la que nos lleva directa al hotel más deslumbrante de todo el paseo marítimo. Son cincuenta plantas llenas de luz.
—¿Nos hospedamos en el Borgata? —pregunto sorprendida.
Sofia frunce los labios divertida con la mirada fija en la calzada. ¡No me lo puedo creer!
—Una noche y dos días —responde Victoria—. La MasterCard para emergencias que me dio mi padre nos ha venido de perlas.
Sofia ralentiza la velocidad y atravesamos la entrada. Este lugar no tiene nada que envidiarle al mejor hotel de Las Vegas. Lo miramos todo con los ojos como platos, incluso el cartel de «Bienvenidos al Borgata». Nadie diría que venimos de la ciudad de los rascacielos.
Nos registramos en recepción y subimos a nuestra habitación en el piso veinte. Lo primero que hago cuando entramos es mirar a mi alrededor tratando de familiarizarme con la estancia. Desde que hemos puesto un pie en el hotel, me he fijado en cada pequeño detalle. Es mi manera de dejar a un lado la ansiedad. Odio los lugares desconocidos.
—¡Chicas, mirad lo que he traído! —llama nuestra atención Victoria con una sonrisa de oreja a oreja.
Deja su pequeña maleta sobre la inmensa cama queen size, la abre y saca una bolsa llena de pelucas. Sofia y yo nos acercamos con el paso titubeante y, sorprendidas, empezamos a curiosear. Un par de minutos después, Sofia ha sustituido su pelo rubio por una larga peluca color azabache, Victoria es pelirroja y yo escondo mi melena castaña de lo más común bajo una morena a los felices años veinte.
No tardamos en intercambiárnoslas y empezamos a probarnos vestidos. Antes de que nos demos cuenta, las camas y todos los sillones están llenos de ropa, hemos sido rubias, morenas y pelirrojas y nos estamos pintando las uñas mientras escuchamos música. Nos adaptamos rápido.
El plan es cenar en la avenida principal y después regresar al hotel. En el inmenso y exclusivo club que ocupa toda la planta baja del Borgata se organizan unas fiestas increíbles y, según Sofia, tienen un DJ impresionante.
Delante del espejo empiezo a agobiarme un poco. El vestido que me ha prestado Victoria es corto, ¡cortísimo! Si lo viera en una revista, me parecería precioso: negro, con diminutas piezas de pedrería que lo hacen brillar y las mangas asimétricas. Ideal para una celebrity; creo que Lauren Conrad lo luciría a las mil maravillas, pero tratándose de mí no sé qué ocurrirá antes: si me caeré de estos taconazos o si directamente me daré de bruces contra el suelo. En cualquier caso, acabaré enseñando el culo y las preciosísimas bragas de encaje negro que Sofia me ha obligado a ponerme. No es un vestido para mí.
—No me convence —digo girando sobre mis pies para verme por detrás.
—Estás guapísima —replica Victoria acercándose al espejo y retocándose el rímel con el reverso del índice—, y aún queda lo mejor.
Camina hasta la cama con toda seguridad sobre sus botines de infarto y regresa con la primera peluca que me probé, la morena de corte años veinte. La freno alzando las manos.
Ese gesto está universalmente reconocido como una inmensa bandera blanca.
—Ya me siento un poco intimidada por el vestido y los taconazos... y las bragas —añado a punto de olvidarme de ese detalle.
—Precisamente por eso —interviene Sofia saliendo del baño y apagando la luz al tiempo que guarda su barra de labios en su clutch de Edie Parker—. Dale un disfraz a un hombre y hazlo libre.
—¿Esa frase no es «dale una armadura a un hombre y hazlo libre»? —contraataco confusa.
—¿Para qué queremos una armadura cuando estamos así de increíbles? —replica girando sobre sí misma para enseñarnos el vestido desde todos los ángulos—. No se nos verían las piernas — sentencia resaltando lo obvio.
Las tres rompemos a reír. No podría tener más razón.
Me pongo la peluca y me acerco a otro de los espejos de la habitación para ver el resultado final.
No sé si Sofia se ha inventado esa frase o no, pero lo cierto es que funciona. Me siento como si estuviera protegida por un cristal antibalas. Soy otra Paula. La ratoncita de biblioteca está perfectamente escondida bajo este disfraz.
Salimos imaginando que estamos viviendo nuestra propia versión de Resacón en Las Vegas.
Vamos a darlo todo. No hemos avanzado más que unos metros cuando nos cruzamos con tres chicos bastante guapos. Los tres nos miran de arriba abajo, pero nosotras continuamos caminando. Estamos siendo de lo más sexys y misteriosas hasta que, como vaticiné, me tropiezo con mis propios zapatos, me apoyo en Sofia para no caerme y ella se da de bruces contra una inmensa planta decorativa.
Automáticamente nos miramos, miramos a los chicos que lo han visto todo y, antes de pensar en el ridículo que hemos hecho, volvemos a estallar en risas.
Sofia tenía razón. ¡Esta noche va a ser legendaria!
Comemos algo en un pequeño gastropub con tantos letreros de neón que por un momento parece que estamos en mitad de una calle de Hong Kong y regresamos al hotel.
Ya en los pasillos que conducen al club, vemos a muchísima gente. El ambiente es sorprendente.
Dos porteros enormes hacen una criba, que por suerte pasamos, y otro con la misma cara de pocos amigos nos abre la última puerta. Las tres suspiramos alucinadas. ¡Es increíble! Centenares de personas bailan en la pista al ritmo del Happy call de Thrust. Los láseres de colores atraviesan el ambiente y se mezclan con las manos de los que bailan.
Hay muchísima gente y todos parecen estar pasándoselo en grande.
Dos mujeres altísimas y guapísimas nos dan un bonito antifaz a cada una. Las tres nos miramos sorprendidas y en ese instante nos damos cuenta de que todos en el club los llevan. Los chicos, en tonos oscuros. Las chicas, en tonos dorados. La noche promete.
Estoy perfectamente protegida: la peluca, el vestido y ahora la máscara. Me siento completamente a salvo y a la vez, en mitad de la acción, incluso consigo dejar toda mi ansiedad a raya y, tratándose de mí, es un absoluto triunfo.
Nos sonreímos absolutamente encantadas y echamos a andar decididas, dispuestas a cruzar la pista para conseguir unos Cosmopolitan. Sigo a las chicas pero no puedo evitar mirar distraída cada rincón. La sala es enorme. Hay varias barras, cada una un par de escalones más alta que la anterior, y en el centro se levanta la cabina del DJ.
Cubriéndola por completo cuelga una especie de tela de
vinilo negra donde se proyectan dibujos y formas geométricas al ritmo de la música. Es imposible no quedarse embobada. Cuando vuelvo mi mirada hacia la multitud para localizar a las chicas, no las veo. Tuerzo el gesto y echo un nuevo vistazo girando sobre mis tacones. El local está prácticamente rozando el aforo máximo. Es imposible encontrar a nadie.
Y entonces nuestras miradas se cruzan. Distingo sus ojos verdes en mitad de la multitud. De pronto ni siquiera soy capaz de moverme. Un láser cruza el ambiente entre los dos y por un momento sus ojos brillan aún más. Llevaba un año sin verlo.
Es imposible encontrar a nadie y yo lo he encontrado a él.
El ritmo de la música se ralentiza y el juego de los láseres lo hace con él. Todo se vuelve extrañamente íntimo. Christian Harlow sigue siendo igual de guapo; un pelo de infarto y una cara perfecta, que, gracias a que se ha quitado el antifaz, puedo disfrutar sin ningún estorbo. Otro chico le toca en el hombro. Sin dejar de mirarme, él ladea la cabeza y escucha lo que le dice. Cuando termina, sonríe y yo me derrito un poco más.
La canción cambia. Un ritmo electrónico sacude mis oídos y al fin logro reaccionar. ¡No puedo quedarme embobada mirándolo! ¡Ya no tengo trece años, por el amor de Dios!
Niego con la cabeza un par de veces para autoconvencerme y giro sobre mis pies para huir del escenario del crimen.
No me sentía así desde hace un maldito año.
Al fin llego a una de las barras y consigo encontrar a las chicas. Ya me han pedido una copa. Gran idea.
—¿Dónde te habías metido? —me pregunta Sofia levantándose el antifaz.
Las dos la imitamos. Necesito oxígeno casi tanto como esa copa.
—¿Ya has ligado? —añade.
Sonrío nerviosa y le doy un trago a mi Cosmopolitan. Creo que debería marcharme. Victoria me observa una milésima de segundo, alza la mano y me quita la copa de la mía.
—¿Qué ocurre, Paula?
—Acabo de ver a Christian, Christian Harlow —confieso al borde del colapso nervioso.
Victoria intenta contener una sonrisita de lo más impertinente y yo me llevo las palmas de las manos a la cara. Sé exactamente lo que está pensando. Tendría que haberme quedado en casita leyendo mis libros de derecho internacional, con el derecho internacional nunca tengo la sensación de estar pasando el rato más bochornoso de mi vida.
—Me he perdido —admite Sofia.
Yo suspiro hondo y aparto las manos.
—¿Estamos hablando de Christian Harlow? —continúa—. ¿El mejor amigo de Ale? Espera un momento —se apresura a interrumpirme—: Alejandro Alfonso.
Juraría que ha saboreado cada letra. Sofia está coladísima por mi hermano desde la primera vez que lo vio.
Suspiro de nuevo. Es mejor soltarlo todo de un tirón.
—Con trece años me colé por Christian, el mejor amigo de mi hermano mayor.
Al decirlo en voz alta, automáticamente recuerdo cómo me escondía en lo alto de la escalera para verlo charlar con Ale en los inmensos sofás o cómo me empeñaba, sin ningún éxito, en parecer mínimamente mayor cuando estaba cerca. Por Dios, creo que, si me pasase la lengua por los dientes,
todavía podría sentir los brackets.
—¿Pero fue algo elegante? —inquiere Sofia de nuevo.
Le doy un sorbo a mi cóctel y miro el techo buscando una respuesta con la que salir airosa, es decir, que mágicamente mi cerebro sufra una autolobotomía y no recuerde mi adolescencia.
—Fue bochornoso —claudico al fin—, mucho.
—Bueno —trata de animarme Sofia—, te colaste por un amigo de tu hermano cuando tenías trece años. ¿Dónde está el problema?
—Que todavía lo está —se apresura a contestar Victoria.
Yo la fulmino con la mirada y le dedico mi peor mohín, que ella me devuelve entre risas.
—¿Y? —repite Sofia como si no consiguiese ver la pila de problemas que asoman justo detrás de las palabras colada, Ale y Christian.
—Tengo veintiún años y él, treinta y cuatro. Estoy segura de que ni siquiera sabe que existo. Por no hablar de que a Alejandro no le haría la más mínima gracia. Ya sabéis lo sobreprotector que es. — Guardo silencio un momento—. Además, me siento culpable.
—Eres muy dramática —me riñe Sofia girándose hacia la barra y haciéndole un gesto al camarero para que le sirva otra copa—, como de educación católica irlandesa. ¿Quién no se ha enamorado de alguien mayor con trece años? —continúa dispuesta a animarme.
—Yo con trece años estaba colada por mi profesor de literatura, el señor Memphis —nos confiesa Victoria.
—Qué típico y qué truculento. Me encanta.
—Espera un momento —digo cayendo en la cuenta de algo—. Fuimos juntas a clase. Nuestro profesor de literatura era el señor Williamson. Memphis nos daba arte.
Me mira confusa y hace memoria unos segundos.
—Es cierto —admite—. Es que también estaba enamorada del señor Williamson.
—¿Cómo? —pregunto al borde de la risa.
—Era joven —se defiende a punto de echarse a reír ella también— y en mi imaginación había sitio para los dos.
Las tres estallamos en risas.
—¿Ves? —me dice Sofia—. No tienes nada de qué preocuparte. Estuviste pillada por él hace ocho años. Está claro que no eres la peor en ese aspecto —añade señalando a Victoria fingidamente escandalizada.
—Oye —se queja divertida.
—Además, ni siquiera creo que te haya reconocido —sentencia.
Eso me hace respirar más tranquila. La peluca, el vestido y el antifaz juegan claramente a mi favor.
—Apenas te reconozco y te veo todos los días. Él hace un año que no te ve. Podría ser tu oportunidad de dar rienda suelta a un par de fantasías.
Abro la boca dispuesta a decir algo, un discurso de lo más serio y elaborado con todos los motivos por los que no hacer algo así, pero, antes de que pueda pensarlo con claridad, acabo cerrando la boca sin soltar una palabra. El discurso sencillamente se ha esfumado.
Sofia sonríe.
—Si te pregunta, te llamas Celeste —propone Sofia.
—Me gusta —comenta Victoria removiendo el Cosmo—. Suena a telenovela de la ABC.
—No. No pienso ligar con él —les aclaro entre risas— y, si tuviese que cambiarme el nombre por uno de telenovela, claramente sería Montana. Me va muchísimo más.
Las tres nos echamos a reír.
La idea es tentadora, no voy a negarlo, pero no puedo hacerlo, aunque eso signifique ignorar esa parte descerebrada y kamikaze de mí misma que no para de gritarme que es el destino. Christian Harlow es mi destino.
¡Suena de maravilla!
—Vamos a bailar —les pido con mi mejor sonrisa, saliendo de mi ensoñación.
Nos colocamos los antifaces de nuevo y rápidamente nos hacemos un hueco en el centro de la pista y comenzamos a movernos. La música es genial. Un chico se acerca a mí.
Trago saliva y mi cuerpo se tensa al instante. No me gustan los desconocidos.
—Hola —me saluda sin dejar de bailar.
Tiene una sonrisa enorme y unos bonitos ojos marrones. Trato de fijarme en esos detalles para dejar de pensar que es un extraño.
—Hola —respondo obligándome a sonreír.
Miro a mi alrededor y en realidad no sé por qué. Sofia y Victoria ya están regresando a la barra.
Imagino que creen que lo que necesito para olvidarme de Christian Harlow es un chico guapo.
—¿Bailas? —me pregunta.
—Creo que ya estamos bailando —replico algo nerviosa.
Él sonríe de nuevo y se acerca un poco más. Alza la mano y la coloca en mi cintura. El gesto me sobresalta, pero contengo el primer impulso de apartarme. Se supone que es en estos momentos en los que tengo que respirar hondo y dejarme llevar.
Lo intento. La tensión vuelve. No lo conozco.
—Esta canción es increíble —digo con una sonrisa incómoda, dando un paso atrás.
No puedo dejarme llevar. Mi cuerpo no quiere hacerlo.
El chico me observa un segundo y sonríe otra vez. Por lo menos no lo he espantado.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
Estoy a punto de decir mi nombre cuando una mano me agarra con fuerza de la muñeca. Alzo la mirada confusa y sorprendida y todo mi cuerpo vibra al encontrarme con sus ojos verdes a través de su antifaz azul oscuro, casi negro, justo antes de que se gire y comience a andar llevándome con él, guiándome con decisión entre los centenares de personas que abarrotan la pista de baile.
Su mano desprende pura electricidad, traspasa mi piel y me calienta por dentro de una manera que no había sentido antes.
Subimos las escaleras y accedemos a la parte superior del club. Apenas nos hemos separado unos pasos del último peldaño cuando Christian me lleva contra la pared, destruye la distancia que nos separa y me besa con fuerza. Una de sus manos avanza desde mi cadera con la misma seguridad con la que me sacó de la pista de baile y se ancla al final de mi espalda posesiva y sexy mientras la otra se pierde en mi pelo, agarrándolo con fuerza.
No hay incomodidad. No hay sobresalto. No hay ganas de huir. Me gusta. Me gusta mucho.
—No podía dejar de mirarte —susurra contra mis labios con la voz más ronca y sensual que he oído en todos los días de mi vida.
Dios, es increíble.
Sonríe y creo que estoy a punto de sufrir un colapso nervioso. Es una sonrisa sexy, atractiva y arrogante.
Sus labios descienden hasta perderse en mi cuello. Su cálido aliento se impregna en mi piel, pero no me besa. Continúa torturador su camino y me calienta de lado a lado.
Suspiro. Estoy en el paraíso... y me muerde con fuerza. Mi aliento se trasforma en un gemido. Aprieta los dientes hasta que el placer y el dolor se difuminan y después me regala un beso húmedo y caliente para calmar mi piel.
Voy a derretirme en cualquier momento.
Sube. Mi cuello, mi mentón, y vuelve a estar muy cerca de mis labios, estrechándome contra su maravilloso cuerpo. Me demuestra de nuevo toda esa seguridad aplastante, toda esa arrogancia.
Parece llamarme, atarme, como si todo el magnetismo del mundo se hubiese traducido en una sola persona.
Tira de mi pelo obligándome a alzar la cabeza y nuestras bocas se acoplan a la perfección.
Todo me da vueltas.
Es la primera vez en veintiún años que me besan de verdad.
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