martes, 4 de julio de 2017

CAPITULO 1 (SEGUNDA HISTORIA)





—Lo siento, lo siento —repito cerrando mis libros de derecho internacional y guardándolos en el bolso.


Me levanto como un resorte y atravieso el pequeño salón.


—Pero ¿qué es lo que pasa, Paula? —pregunta Miguel.


Yo me encojo de hombros sintiéndome muy culpable. Es un buen chico, inteligente, prudente, y siempre me ha tratado muy bien; no quiero hacerle daño por nada del mundo, pero no puedo.


—No lo sé —le confieso deteniéndome a unos pasos de la puerta.


—Pues entonces no te vayas.


Eso es lo único que tengo claro.


—Es que tengo que irme.


Estoy nerviosa. El corazón me late de prisa. Tengo la boca seca y me sudan las manos. Sólo quiero marcharme.


—¡Explícame por lo menos por qué!


—¡Eso intento!


Los dos hemos alzado la voz y ahora los dos nos hemos quedado en silencio.


—Paula, llevamos estudiando juntos cada día durante casi un año y ahora te he pedido una cita. ¿Qué tiene de malo?


—No tiene nada de malo, pero no puedo.


—¿Por qué?


Respiro hondo tratando de coger aire. En el fondo no sé por qué. No hay un motivo que me haga huir de Miguel, pero tampoco alguno que me diga que él es el adecuado. No siento nada de lo que se supone que debería sentir. No hay deseo, ni electricidad y, por supuesto, no hay amor.


—Lo siento mucho, Miguel —respondo al fin.


Salgo de su apartamento y atravieso el rellano con el paso acelerado hasta llegar a las escaleras.


Mis manoletinas negras resuenan en todo el edificio.


—Paula, para —me llama.


Me detengo en mitad del segundo tramo y escucho sus pasos acercarse hasta que aparece por el hueco de la escalera, agarrándose con tesón a la barandilla.


—Sólo es una cita —dice malhumorado—. Tienes que crecer y madurar de una vez o vas a ser una ratoncita de biblioteca toda tu vida.


Yo le mantengo la mirada unos segundos y finalmente bajo los seis tramos de escalera que me quedan sintiéndome aún más culpable y, lo que es peor, muy avergonzada. Sé que tiene razón.


En la calle hace un calor insoportable. ¿Cómo es posible que siga haciendo este bochorno tan pegajoso? Ya estamos en septiembre. Esquivo a un par de estudiantes cargados con media docena de libros cada uno y cruzo la calzada con la mirada fija en mis pies. Me siento muy mal, y no sólo por haberle dicho que no a Miguel. Tengo veintiún años; debería estar divirtiéndome, tener al menos un par de novios e ir a un número escandaloso de conciertos entre semana. 


En lugar de eso, estoy a punto de hacer mi último examen en mi máster en derecho internacional en Columbia después de haberme licenciado en Derecho y Económicas en Harvard con dos años de adelanto y ya llevo más de un año trabajando en la Oficina del ejercicio bursátil analizando inversiones. Mi vida debería parecerse a una canción de Taylor Swift y, en lugar de eso, es una pieza clásica de esas que los psicólogos aconsejan para relajarte hasta dormirte.


Paula Chaves: 0; Taylor Swift: 1.


Ni siquiera hablando conmigo misma me concedo la ventaja.


Entro en The Hustle, nuestro bar preferido, y busco a las chicas con la mirada. Están en la mesa de siempre, tomando Cosmopolitans.


Camino con el paso decidido quitándome el pequeño bolso negro que llevo cruzado, pero debe de haberse enganchado con alguna presilla de mi pantalón capri negro.


—Hola, encanto —me saluda Sofia.


Me siento malhumorada.


—Hola —añade Victoria con una sonrisa.


Sigo peleándome con el bolso. Tiro, me revuelvo en el sillón y finalmente, tras un par de intentos, logro desengancharlo, pero, no sé cómo, consigo que, en lugar de estar cruzado, se quede rodeando mi cintura y tengo que acabar encogiéndome para sacarlo por los pies. Por suerte no vuelve a engancharse.


—Hola —refunfuño dejando al fin el bolso sobre la mesa.


—Estamos de muy buen humor —comenta Victoria socarrona.


—¿Qué ha pasado? —continúa Sofia en el mismo tono de voz—. ¿No te ha cuadrado un balance? ¿Se te resiste un contrato mercantil? ¿O por fin te has dado cuenta de que es realmente triste que tengas tantos libros y que en ninguno salgan fotografías de hombres desnudos?


—Ja, ja —río mordaz—. Muy graciosa.


Alzo la mano y le indico al camarero que quiero un Cosmopolitan. Todavía no es hora punta, asi que aún sirven en las mesas.


—Miguel me ha pedido una cita y le he dicho que no —confieso.


—¿Sabes que alguna vez tendrás que decirle a algún chico que sí? —replica Sofia.


Yo finjo no oírla y suspiro con fuerza.


—Déjala en paz —me defiende Victoria—. ¿Por qué le has dicho que no?


Me encojo de hombros.


—Deja de lamentarte —la interrumpe Sofia—. ¡Estamos solteras! —sentencia dejando absolutamente claro que es el momento más memorable en la vida de cualquier mujer mientras mueve los brazos con tesón al ritmo de Boys wanna be her, de Peaches.


—A no ser que no quiera estarlo —interviene Victoria observándome con la mirada perspicaz a lo Sherlock Holmes.


—¿No quieres estar soltera? —pregunta Sofia escandalizada—. ¿A quién has conocido, maldito zorrón? —añade golpeándome en el hombro.


—No he conocido a nadie —respondo como si fuera obvio.


¿Y es obvio? Por desgracia, creo que sí.


—¿Entonces? —continúa—. Miguel es mono y pasabais juntos muchas horas.


—La virginidad vuelve a crecer —apunta Sofia mordiendo la cañita de su cóctel.


Por mí bien, espero que no sea verdad.


—Miguel no es lo que quiero.


—¿Y qué quieres?


—No lo sé.


Sí lo sé, pero no me atrevo a decirlo en voz alta.


El camarero deja mi copa sobre la mesita. Le doy las gracias y me la llevo inmediatamente a los labios.


—Sí lo sabes —replica Sofia.


—Claro que lo sabe —conviene Victoria.


—Creo que necesito amigas nuevas —protesto dando otro sorbo a mi copa.


—Suéltalo de una vez.


—Vamos.


Sólo tengo dos amigas, pero son sencillamente incansables y las conozco lo suficiente como para saber que no me dejarán tranquila hasta que confiese la última palabra.


—Quiero encontrar a alguien —claudico al fin—, y no quiero que sea práctico, ni alguien con quien se supone que deba estar sólo porque tiene los mismos intereses que yo o es bueno para mí.
Quiero sentir de verdad. Quiero la adrenalina recorriéndome entera, que él sólo pueda pensar en tocarme. Quiero que me cueste trabajo respirar —suelto todo de un tirón, sin pensar, sólo describiendo lo que me muero por tener.


Cuando alzo la mirada, Victoria y Sofia me observan prácticamente boquiabiertas.


—Oh, por Dios —me lamento abochornada centrándome en remover la sombrillita de mi Cosmopolitan al ver que pasan los segundos y ninguna de las dos reacciona.


—Creo que me he puesto cachonda —sentencia Sofia sin más.


No tengo más remedio que reírme ante semejante afirmación, pero sigo avergonzada. Creo que ahora un poco más avergonzada.


—¿Sabes qué? Brindo por ti —pronuncia Victoria alzando su copa.


Sofia en seguida levanta también la suya con una sonrisa enorme y yo no tardo en acompañarlas.


Siempre consiguen que me sienta mejor.


Brindamos y las tres damos un trago.


—Has descrito al hombre de tu vida —continúa Victoria—; enhorabuena, porque ahora lo difícil es encontrarlo.


Mi sonrisa se borra al instante.


—Esto es Nueva York —trato de defender mi postura—. Hay millones de hombres.


—Meeeec —responde Victoria imitando el sonido de los concursos de la tele—, hay millones de gilipollas. Encontrar al pervertido adecuado, guapo e inteligente es como dar con  un mirlo blanco.


—Me estás deprimiendo —me quejo.


—Deprímete —me reta Sofia sin piedad—. Tú estás buena —protesta.


Bufo indignada.


—No es verdad —me defiendo—. Tú eres mucho más guapa que yo.


—Tienes unos ojos marrones enormes y preciosos.


—Que me ocupan la mitad de la cara —vuelvo a quejarme


—Por el amor de Dios, eres rubia.


—Estoy muy por encima de mi peso ideal —replica—. Es más, ya casi no veo dónde está mi peso ideal.


—Adiós, peso ideal de Sofia —comenta burlona Victoria.


—Zorra —contraataca.


—Culo gordo —defiendo a Victoria.


—Dientes de conejo —me llama ella defendiendo a Sofia.


—Tetas planas —se burla Sofia de Victoria ahora defendiéndome a mí.


—Lo que tú llamas mechas californianas —le recuerdo a Sofia tan impertinente como divertida —, yo digo que es que necesitas volver a teñirte el pelo urgentemente.


—Cállate —me dice Victoria— y busca algún libro que leer, ratón de biblioteca.


Las tres nos miramos un segundo y en ese mismo instante nos echamos a reír. La mejor terapia anticomplejos es reírte de ellos y de los de tus amigas.


Llego a casa a las tantas de la madrugada pero sintiéndome mucho mejor. Me tiro en la cama aún vestida, incluso con el bolso todavía colgado, y estiro los brazos y las piernas. Giro el cuello y paso del impoluto techo blanco del viejo dormitorio de mis padres al impoluto cielo de Manhattan. El cielo es de un precioso azul marino. Suspiro hondo y dejo que la suave sensación de euforia provocada por el alcohol lo ocupe todo. 


Sé lo que quiero. No voy a conformarme con menos.


Sé lo que quiero.


Sé a quién quiero.


Christian Harlow —murmuro luchando porque no se me cierren los ojos y fracasando estrepitosamente.


Tengo clarísimo lo que quiero.




No hay comentarios:

Publicar un comentario