viernes, 21 de julio de 2017

CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)




—Buenas tardes, Beatrice —saludo a mi secretaria, saliendo del ascensor.


Cunningham Media se despliega ante mí. Comienza el espectáculo.


—Buenas tardes, señor Alfonso. ¿Ha comido?


Asiento suavemente.


—Un asqueroso sándwich en la sala de reuniones. No sé por qué, pero, cuando me la traes tú, la comida me sabe mejor.


Le dedico mi mejor sonrisa y ella pone los ojos en blanco, aunque no puede evitar que los labios se le curven hacia arriba.


—Le traeré un café.


Por eso nunca dejaré que Lara la empareje con ese tal Luciano. Beatrice tiene que mimarme sólo a mí.


—Aquí tiene los estudios que me había pedido sobre la empresa —continúa, tendiéndome unas carpetas— y los informes de contabilidad de los últimos cinco años. El señor Colton quiere saber si seguirá al frente de las inversiones de Clarence Nagori o bien necesita que él se encargue.


—Son cosa mía.


Esas inversiones nos harán ganar mucho dinero y están prácticamente cerradas. No me supondrá ningún problema.


Una chica de contabilidad me sonríe desde detrás de su ordenador corporativo. Yo le devuelvo la sonrisa. Tiene las paletas separadas, eso siempre me ha gustado.


—¿Hablo con el edificio Pisano para que hagan un nuevo informe de reinversiones basándose en tipos internacionales?


—Yo me encargo —respondo entrando en mi despacho.


—A las cinco tiene programada una reunión con el departamento de I+D+I de Cunningham Media.


—Pásala a las cuatro y media. Después quiero ver al director de recursos humanos y al del departamento de inversiones. También quiero saber quién se encargó de la recapitalización cuando este barco empezó a hundirse.


El reluciente intercomunicador digital llama mi atención. 


Automáticamente una sonrisa se cuela en mis labios. Rodeo la mesa impaciente y pulso el botón. Beatrice finge no verme, pero me conoce demasiado bien. Los dos tenemos claro que sabe lo que estoy a punto de hacer.


—Buenas tardes.


Paula guarda silencio unos segundos.


—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo?


Suena enfadada e indignada, y eso lo hace todo mucho más divertido.


—¿Ya no nos tuteamos?


Otra vez su respuesta se hace esperar.


—¿Alguna pregunta que de verdad valga la pena?


Lo pienso un instante y la sonrisa se cuela de nuevo en mis labios.


—¿Qué llevas puesto?


Suelta un bufido y, sin decir nada más, cuelga. Mi sonrisa se ensancha. Observo a Beatrice más que satisfecho, aunque ella vuelve a fingir no verme.


Pulso de nuevo el botón del intercomunicador.


—¿Es rojo?


—Cállate, Alfonso.


Me cuelga otra vez y yo suelto una sincera carcajada. Tengo la sensación de que no lo hacía de verdad desde que escuché aquellas risas en el rellano de Macarena.


—A trabajar, Chaves —replico, llamándola por última vez—. Tienes una empresa que salvar.


Ahora soy yo el que cuelga mientras abro las carpetas que hay sobre el escritorio. No tardo más de un par de minutos en oír unos tacones repiquetear hasta llegar a mi despacho. No levanto la vista de los documentos y sonrío. Me gusta que haya hecho exactamente lo que le he ordenado.


—¿Le paso el estudio de rentabilidad sobre los nuevos edificios y subcontratas de Astoria al señor Brent?


—Yo me encargo.


Alzo la cabeza y Paula roba inmediatamente mi atención. 


Está a unos pasos de Beatrice. Lleva un precioso vestido azul, otra vez sin joyas, casi sin maquillaje, y otra vez está preciosa.


—Varias inversiones del señor McCallister necesitan asesoramiento jurídico, ¿hablo con el señor Colby?


Pestañeo y me obligo a volver a la realidad.


—Yo me ocupo del asesoramiento.


—¿Y los nuevos proyectos para expandir las empresas del señor Canon y todo el asunto de Gemma Bird para la adecuación de sus capitalizaciones al mercado bursátil japonés sin pasar las restricciones internacionales?


—Yo me ocupo —repito.


Paula suelta un pequeño suspiro, sorprendida pero también un poco admirada.


—Puedes retirarte, Beatrice.


Mi secretaria asiente eficiente y se marcha.


A solas con Paula, mi mirada vuelve a perderse en ella. La recorro de arriba abajo y me quedo hipnotizado con la curva de su clavícula y el mechón de pelo castaño que le cae de su recogido justo ahí.


—¿Vas a comentar algo más sobre mi vestuario? —inquiere impertinente.


Sus palabras me sacan de mi ensoñación y todo dentro de mí se reactiva con la mezcla exacta de adrenalina y sangre caliente.


—Eso depende —replico lleno de seguridad. Vamos a jugar—, ¿te has puesto ese vestido para mí?


Mi pregunta parece romperle los esquemas. Cambia de postura y se cruza de brazos malhumorada.


—Claro que no —me espeta.


Una media sonrisa se dibuja en mis labios a la vez que cierro las carpetas sobre la mesa. Despacio, rodeo el escritorio y me dirijo hacia la puerta. Al pasar por su lado, me detengo. 


Está enfadada, y mucho.


—Entonces, ¿qué te importa que lo comente o no?


Otra vez se queda fuera de juego, pero otra vez reacciona rápido. Entorna los ojos y creo que ya no está molesta sólo conmigo.


—Si quieres algo, pídelo —sigo diciendo, inclinándome sobre ella, dejando que mi voz se vuelva más ronca— y, si haces algo para conseguirlo sin tener que pedirlo, recuerda que sólo le doy el premio a las chicas valientes.


Su olor me sacude. Busco sus ojos marrones con los míos y toda esa intimidad, toda esa sinceridad, vuelven de golpe. 


Las ganas de tocarla, como lo hice en la planta de arriba cuando la agarré por las caderas para pasar el cordón metálico en vez de tenderle la mano o simplemente advertirle de que estaba allí, también regresan. Ella también quiere que la toque. Pero no lo hago. No se lo ha ganado.


Me aparto y comienzo a andar de nuevo. Estoy en el segundo tramo cuando oigo la puerta de acceso a las escaleras cerrarse con fuerza y el mismo repiquetear de tacones resonar furiosos contra el mármol.


—¡No quiero nada de ti! —grita desde abajo.


Sonrío y me asomo al hueco de las escaleras apoyando los brazos en la barandilla.


—Las vicepresidentas listas no se autoengañan, Chaves.


Paula abre la boca escandalizada y me fulmina con la mirada. Está a punto de patalear de pura rabia. Esto es muy divertido, joder.


—Eres un capullo.


Mi sonrisa se ensancha una vez más.


—¿Ves? Ya nos insultamos, eso significa que ya somos un poquito más amigos —le hago ver sólo para fastidiarla—. Ahora sube tu culo de vendemotos hasta aquí —añado burlón, recordando divertido cómo llamábamos a los estudiantes de marketing y publicidad cuando estaba en la facultad—. Tenemos mucho trabajo.


Sigo subiendo y llego a la última planta. El Rock Center me recibe. Me quito la chaqueta y me siento en el suelo, apoyando la espalda en la pared blanca y extendiendo las piernas a lo largo de la moqueta verde. Paula no tarda en aparecer. Las inmejorables vistas de Manhattan le roban el aliento unos segundos, pero en seguida cuadra los hombros y me mira como las chicas buenas miran a los chicos malos justo antes de darles una bofetada.


—Si vas a decirme que te graduaste la segunda de tu promoción en Marketing y Publicidad en la Universidad de Nueva York —la interrumpo sin levantar la mirada de las carpetas que abro sobre mi regazo— o que estás haciendo un máster para ejecutivos, puedes ahorrártelo porque ya lo sé.


De hecho, eso fue lo primero que hice cuando salí de aquí el viernes. Estudiar la información que había sobre ella en la carpeta de empleados de Cunningham Media. Entró a trabajar para Hernan como recepcionista y, gracias a su esfuerzo y a sus brillantes ideas, acabó convirtiéndose en su mano derecha. Ahora está en el selecto grupo de los ejecutivos menores de treinta años elegidos por la New York


Advertising Association para hacer su máster, uno de los más complicados y diabólicos del país, y, por lo que he escuchado, también acabará entre las primeras. Si en vez de en Cunningham Media trabajase en una compañía importante en el mundo del marketing, como ShowRoom Logic, por ejemplo, hoy en día todos hablarían de ella.


—Lo que te dije iba en serio —prosigo—. Todavía puedes salvar esta empresa.


Alzo la mirada y busco la suya, que ya me estudiaba como si tratara de descifrar un puzle. ¿Por qué no puede entenderlo? Tiene que aprender que debe confiar en mí y trabajar conmigo en lugar de enfrentarme.


Su expresión cambia, pero sigue estando en guardia.


—Tengo una reunión en el centro con unos clientes —me miente.


Yo me humedezco el labio inferior y asiento una sola vez. 


Ella continúa observándome, esperando a que añada algo, pero no pienso hacerlo. La pelota está en su tejado y me muero de ganas de ver qué hace con ella.




CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)




Ese vestido rojo me está volviendo loco. Este fin de semana he corrido cinco kilómetros más de lo habitual cada mañana y he sido el último en marcharme de la oficina cada noche, y nada ha funcionado. Ese vestido es mi pesadilla.


Cuando Macarena me llamó el viernes invitándome a su casa, acepté. Me gusta estar con ella. Es muy guapa, el sexo es increíble y no espera nada a cambio. Nunca me pide que salgamos a cenar o que vayamos al cine, ni siquiera exclusividad; sé que quiere todo eso, pero también que es plenamente consciente de que no voy a dárselo. Sin embargo, hoy ha sido diferente. No he conseguido dejar de pensar. Lo único que ella quiere es que esté aquí y no se lo he dado. Soy un gilipollas.


—¿Quieres beber algo? —pregunta envolviéndose en la colcha y levantándose de la cama.


Yo la observo. Su ondulada melena rubia le cae por la espalda hasta encontrarse con el borde de la prenda.


—Agua —respondo.


Ella se gira, me mira por encima del hombro y sonríe. Yo le devuelvo el gesto y sale de la habitación.


Odio ese maldito vestido rojo.


Me froto la cara con las palmas de las manos y, tras lanzar un largo suspiro, me levanto de un salto. Mientras me abrocho los vaqueros y me pongo la camiseta, echo un vistazo a mi alrededor. Todo el mundo afirma que los dormitorios dicen mucho de sus dueños. Yo los veo todos iguales, y probablemente haya visto más de los que debería.


Salgo al pequeño salón y no tardo en ver a Macarena al otro lado de la barra de la cocina de pequeños azulejos grises, llenando un vaso de cristal con agua de una botella también de cristal. Doy un paso hacia ella; cuando me tiende el vaso, lo mantengo un segundo en la mano, antes de llevármelo a los labios.


—¿Estás bien? —me pregunta.


Dejo de beber y le dedico mi sonrisa más ensayada, la que siempre consigue que se acaben las preguntas.


—Sí, claro que sí.


Apoyo el vaso en la encimera y cojo mi abrigo marinero del respaldo del sillón. Camino de la puerta, paso junto a ella y le doy un beso en la mejilla. Ella sonríe y me observa hasta que salgo de su apartamento.


En el rellano resoplo, pero inmediatamente sigo andando. 


Sin embargo, aún no he alcanzado el primer tramo de escaleras cuando un ruido brusco en la planta de arriba hace que me detenga en seco. El sonido vuelve a repetirse. Este bloque es bastante tranquilo. Giro sobre mis pies y subo el primer peldaño mientras pienso qué podría ser: una pelea o quizá estén en mitad de una sesión de sexo alucinante... o tal vez yo debería meterme en mis propios asuntos. De pronto un ruido aún mayor atraviesa el ambiente y una risa chillona y desbocada inunda todo el edificio. Yo me quedo de pie, inmóvil, y al cabo de unos segundos sonrío. No sé qué hay en ese sonido casi estridente, por Dios, es la risa más
horrible del mundo, pero mi sonrisa suave y sincera sigue ahí, mientras continúo mirando hacia arriba y vuelvo a sentirme bien por primera vez desde hace dos días.


Sacudo suavemente la cabeza y finalmente salgo del edificio. Llamo un taxi y le doy la dirección del Archetype. He recuperado el buen humor y no pienso desperdiciarlo.



Todas las mañanas salgo a correr. Jeremias tiene el polo y Damian es un esnob europeo de Park Avenue que, según sus propias palabras, sólo practica el «concienzudo arte de follar». Yo tengo el rugby, pero apenas puedo practicarlo, así que, cuando quiero despejar la mente y poner mi cuerpo un poco al límite, salgo a correr... además de practicar el concienzudo arte de follar, por supuesto.


Algunas personas eligen correr por el parque, el circuito interior más pequeño, el más grande rodeando el lago; pero yo prefiero perderme por las calles de Manhattan, por el corazón de la ciudad. Siempre hago el mismo recorrido. Bajo por Madison Avenue, unas treinta y cinco manzanas hasta la catedral de San Patricio, ocho más hasta Bryant Park, y después el camino inverso por Times Square hasta la entrada sur de Central Park, bordeándolo para regresar a casa. Me gusta ver a la gente preparándose para ir a trabajar, las tiendas abriendo, a los turistas embobados con los carteles de neón. Huele a lluvia, a pan recién hecho y a café, y el sonido del viento perdiéndose entre los frondosos árboles ofrece un momento de paz casi trascendental. 


Definitivamente adoro Nueva York.


Después una ducha, un traje a medida, siempre gris, gris marengo, azul o negro, y el desayuno mientras veo el canal internacional de noticias. Es una rutina perfeccionada con el paso de los años y hace dos aprendí que, si quiero tomarme el café viendo cómo va la Bolsa en Londres, no puedo permitirme secarme el pelo. Tampoco es que me importe demasiado.


Después la oficina: trabajar, comer con los dos gilipollas que tengo por mejores amigos en un sitio ridículamente caro, trabajar, trabajar, trabajar.


Y, por último, divertirme, y mucho, en el Archetype.


Ésa es mi perfecta rutina, pero durante las próximas semanas me veré obligado a cambiarla, empezando por este lunes.


CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)





La sala es como ya sabía que era. Una estancia algo más grande que mi despacho, completamente diáfana... y vacía. 


El arquitecto la proyectó como el despacho del CEO, pero a Hernan nunca le gustó; no quería estar aislado del trabajo y sus empleados, así que, cuando se hizo la última reforma, simplemente se cerró y se dejó así.


Pedro tiene la mirada perdida en los inmensos ventanales, que en esta planta van del suelo al techo. El Rockefeller Plaza emerge en toda su extensión frente a nosotros, como muestra viva del Nueva York con el que cualquiera en cualquier parte del mundo sueña; ese lleno de rascacielos y los deseos imposibles hechos realidad. Había olvidado estas vistas. Son maravillosas.


—A partir de mañana trabajaremos aquí —anuncia, sacándome de mi ensoñación.


Parpadeo, asimilando sus palabras.


—¿Qué? No —añado de inmediato—. Tú y yo no trabajamos juntos.


—Si quieres salvar esta empresa, sí —responde sin ningún arrepentimiento.


—¿Eso es un chantaje? —pregunto, aunque no sé por qué. 


Está claro que lo es.


Pedro niega suavemente con la cabeza.


—Ya te lo dije. Tengo que decidir qué hacer con Cunningham Media. Tú pareces conocerla muy bien. Te estoy dando la oportunidad de que me convenzas de que merece la pena salvarla.


Sus palabras me molestan mucho. Otra vez está comportándose como si todo esto fuese un juego, algo para pasar el rato.


—¿Así es cómo hacéis las cosas en Colton, Alfonso y Brent? —Algo imperceptible en su mirada cambia una sola milésima de segundo. Sí, yo también sé buscar información, Alfonso, aunque sea poca —. Más de doscientas personas trabajan aquí. —Sueno molesta, lo estoy, y también llena de una febril
dignidad.


—¿Siempre estás tan a la defensiva?


Su pregunta me pilla fuera de juego.


—Sí —respondo nerviosa—. Cuando se trata de Cunningham Media, sí —agrego, recuperando la compostura.


Pedro me observa un momento. Sus ojos se clavan en los míos y por un instante tengo la perturbadora sensación de que no hay ninguna barrera entre los dos. Es un contacto íntimo, puro y duro, casi demoledor. No se esconde. No lo necesita. No tiene nada que ocultar y, la arrogancia de quien es exactamente como es porque así es como quiere ser, hace que su atractivo resplandezca.


—Empezaremos el lunes a las ocho en punto —sentencia, girando su cuerpo delgado, alto y armónico, y echando a andar.


—Si acepto, trabajaré contigo, no para ti —le aclaro, volviendo la cabeza y después, despacio, el resto del cuerpo.


—¿Quieres un socio, Chaves? —pregunta deteniéndose y dándose la vuelta de nuevo.


—Quiero que seas justo, Alfonso.


Él vuelve a dedicarme su media sonrisa y comienza a caminar otra vez.


—Eso lo descubriremos juntos —concluye saliendo de la estancia.


Yo observo la puerta que acaba de traspasar. Me niego a dejar que destruya esta compañía y venda los trozos al mejor postor. Me llevo el pulgar a los labios y araño la uña con los dientes. Desde luego, las cosas no han ido exactamente como esperaba. Mi malévolo plan sigue en pie. 


Sólo me estoy acercando al enemigo, porque Pedro Alfonso es exactamente eso: el enemigo.