lunes, 26 de junio de 2017

CAPITULO 47 (PRIMERA HISTORIA)





Entro en la habitación con paso lento pero tratando de que sea lo más seguro posible. No pienso demostrarle que esto me afecta.


Pedro está apoyado, casi sentado, sobre la sofisticada cómoda. Le da un trago a su cerveza y me observa de arriba abajo mientras camino por la habitación. Su halo de atractivo resplandece con más fuerza que nunca y no tengo ni idea de cómo consigue que eso suceda cada vez que quiero esforzarme en odiarlo o, por lo menos, estar enfadada con él.


—¿Qué quieres? —pregunto deteniéndome en el centro de la estancia.


Mejor guardar una distancia de seguridad.


—Diles que se vayan. Tenemos que hablar.


Resoplo. Otra rabieta. Simplemente quiere el juguete con el que le han dicho que ahora no puede jugar.


—¿Hablar de qué?


—De algo que sólo nos incumbe a ti y a mí, Pecosa.


Con cada palabra se ha ido acercando un paso más a mí,
asegurándose de que ese perfecto atractivo que desprende me vaya envolviendo.


Otra vez se queda muy cerca, demasiado cerca, pero no me toca.


Creo que ésa es su manera de castigarme, de hacer que toda mi atención se centre en él y absolutamente nada pueda distraerme.


—Creí que iba a volverme loco cuando pensé que te habías ido con ese gilipollas.


Alza su mano y despacio acaricia mi vestido a la altura de mi
estómago. No puedo evitar suspirar, casi gemir, por el contacto. Pedro me atrae contra él y deja caer su frente sobre la mía.


—Paula —susurra y el hechizo se vuelve aún más fuerte.


Asiento y Pedro se separa de mí. Sacando fuerzas no sé
exactamente de dónde, comienzo a caminar. Ahora tengo más claro que nunca que debería marcharme al rincón más alejado del país y esconderme hasta volverme inmune a Pedro Alfonso.


—Lo pensaré —musito justo antes de abrir la puerta y salir.


Lo último que veo son esos preciosos ojos observando cómo me alejo. Vuelvo al salón y a mi sitio en el sofá. Las chicas me preguntan, pero finjo no oírlas y cambio de conversación. No quiero echarlas. No quiero hacerlo, son mis amigas y él sólo está jugando. Sólo quiere que se vayan porque está enfadado porque no regresé a la oficina.


Sin embargo, una parte de mí no para de repetirme que, quizá, quiere hablar de verdad, reconocer cómo se siente con Franco y dejar que yo reconozca cómo me siento con las otras chicas; pero es la misma parte que está convencida de que Pedro y yo tenemos un futuro. Es la que se alimenta de novelas románticas y helado de chocolate y tiene un póster gigante de Jamie Dornan al que besa antes de irse a dormir. ¿Cómo de sensato es escucharla?


Suspiro mentalmente, un suspiro de pura extenuación.


—Paula Chaves, ¿qué te ha dicho ese cabronazo? —pregunta Lola sacándome de mi ensimismamiento.


Me conoce lo suficiente como para saber que sigo anclada en esa conversación y en esa habitación. Además, el hecho de que no haya dicho más de tres palabras seguidas es una pista bastante clara.


—Quiere que hablemos —me sincero.


—¿Y tú quieres que habléis?


Me humedezco el labio inferior y alzo la mirada para encontrarla con la de mi amiga. La genuina comprensión que encuentro en sus grandes ojos castaños me da el empuje necesario.


—Sí —respondo encogiéndome de hombros.


Lola sonríe llena de empatía.


—Chicas, vámonos a The Hustle. Si no empezamos ya con los cócteles, no vamos a conseguir una resaca decente para mañana.


Macarena se levanta de un salto y, divertida, tira de Ana para que haga lo mismo. Las cuatro caminamos despacio hasta el ascensor. Lola lo llama y las puertas se abren casi de inmediato.


—¿Estarás bien? —inquiere Ana.


Asiento.


—Mándalo al cuerno y vente con nosotras —me pide Macarena entre risas—. Te buscaremos a otro. No será tan guapo y probablemente no haya leyendas urbanas acerca de lo bien que folla y…


Macarena resopla pensativa. Acaba de darse cuenta de que es complicado encontrar una alternativa mejor o, por lo menos, con la que la diferencia no sea tan abismal.


—No lo intentes —le aconseja Lola—. Habrá mirado la cama
fijamente.


Yo trato de disimular una sonrisa por su comentario, pero no soy capaz de hacerlo más de un par de segundos.


—No dejes que te convenza demasiado rápido —me pide Lola ya desde el ascensor—. Se merece sufrir un poco.


Y eso que ni siquiera sabe todo lo que ha pasado.


Asiento una vez más y las observo hasta que las puertas del elevador se cierran. Resoplo, creo que no había resoplado tanto en todos los días de mi vida, y giro sobre mis pasos. 


Me espera una conversación demasiado complicada.


Estoy sólo a un par de metros de la habitación cuando la puerta se abre sobresaltándome. Tengo que contener un suspiro al ver a Pedro.


Se ha cambiado de ropa y ahora lleva un perfecto traje de corte italiano negro con la camisa también negra con los primeros botones desabrochados. Decir que está espectacular sería quedarse increíblemente corta, está más, mucho más de lo que una simple palabra pueda describir.


Sin ni siquiera mirarme, avanza hasta el ascensor colocándose bien los carísimos gemelos de platino en su aún más carísima camisa. Yo lo observo boquiabierta. En un principio por lo guapísimo que está, pero inmediatamente después porque va a marcharse. Reacciona, idiota.


—¿Adónde vas? —pregunto atónita.


—Al club —responde sin más—. Me has hecho esperar demasiado y he cambiado de opinión. Recuérdalo la próxima vez.


Quiere sonar indiferente, pero su cristalino enfado reluce con fuerza.


No me lo puedo creer. Sencillamente no me lo puedo creer. Es un bastardo miserable.


Camina hasta el ascensor, lo llama y, cuando las puertas se abren, entra en él destilando toda esa seguridad, dejándome claro a cada paso que ha dado que he sido una verdadera estúpida por pensar que de algún modo estaba dispuesto a que las cosas cambiaran entre nosotros.


Alza la cabeza y me mira frío, exigente, indomable, justo antes de que las puertas se cierren, Pedro Alfonso en estado puro. Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano porque nada de lo que siento ahora mismo salga a la luz, le mantengo la mirada. Estoy dolida, triste, furiosa, pero no pienso permitirme demostrarlo. No con él y no ahora.


No sé qué hacer. Se ha marchado y yo debería hacer lo mismo. Habrá más chicas. Eso a estas alturas está claro como también lo está que, si me quedo a verlo, acabará conmigo. Estoy demasiado colada por él. Pero entonces caigo en la cuenta de que la solución es mucho más sencilla.


Convencida, salgo disparada. Cojo mi bolso, mi abrigo y llamo al ascensor al tiempo que saco mi móvil y abro el WhatsApp.







CAPITULO 46 (PRIMERA HISTORIA)




—Tienes cinco minutos para bajar y decirle que no vas ir a cenar — me ordena en un susurro ronco e indomable con su voz derrochando masculinidad y sensualidad en cada letra.


Está de pie, a mi espalda, sin llegar a tocarme pero asegurándose de que todo mi cuerpo se hace plenamente consciente del suyo.


—¿Por qué? —prácticamente tartamudeo.


Necesito que lo reconozca.


—Hazlo.


Esa única palabra hace que me tiemblen las rodillas. ¿Y si estoy siendo una auténtica estúpida? ¿Y si le pierdo por empeñarme en que reconozca algo que quizá no sienta?


Pedro separa la mano de la madera y yo, con todo mi cuerpo
convertido en gelatina, salgo despacio. Ahora mismo estoy hecha un completo lío. Mi cabeza, mi orgullo y esa parte de mí que siempre cree que los planes de Lola son buena idea, me dicen que no me achante, pero tengo demasiado miedo a perderlo.


Llego a la salida y mi mente está aún más enmarañada.
Independientemente de Pedro, si ahora me marcho con Franco, sólo le estaría utilizando y probablemente dándole esperanzas para algo que nunca va a suceder.


Saludo al guardia de seguridad de noche, cruzo la enorme puerta de cristal y me detengo a unos pasos. Creo que sólo con verme ya sabe que vengo a ponerle una excusa.


Observo cómo se marcha en el taxi y respiro hondo. Ya he hecho lo que tenía que hacer con Franco y ahora tengo que hacer lo mismo con Pedro. No puedo volver ahí dentro y simplemente dejarme llevar, por muchas ganas que tenga. 


Le estaría dejando creer que puede salirse con la suya cómo y cuándo quiere y, aunque soy consciente de que la mayoría de las veces pasa exactamente eso, no puedo permitirlo ahora. La consecuencia sería otra chica de piernas infinitas y mechas californianas saliendo de su habitación. No creo que pudiese con eso.


¿En qué clase de lío me he metido? Y todo porque la loca de mi mejor amiga cerró la puerta de su apartamento con las llaves dentro.


Alzo la mano para parar un taxi. Le doy la dirección del ático y suspiro un par de veces antes de sacar el iPhone de mi bolso y llamarlo.


—¿Qué? —responde al segundo tono.


Hay algo más aparte de su habitual falta de amabilidad. Está furioso, frustrado, cansado.


—Sólo te llamaba para decirte que no me he ido con Franco, pero tampoco voy a volver a la oficina contigo —suelto de un tirón—. Estoy en un taxi, regresando al ático.


Antes de que pueda decir algo que me haga cambiar de opinión y consiga hacerme regresar, decido colgar. No me he ido con Franco. Yo ya he hecho mi parte.


Sin embargo, sigo nerviosa y sigo sintiéndome increíblemente mal.


Ya no sólo por Franco. Tengo un miedo irracional a perder a Pedro y es algo completamente estúpido. Hoy más que nunca ha dejado claro que no es nada mío. «Yo no estoy enamorado de ti, Pecosa, y no lo estoy porque no me interesa querer a nadie, y si alguna vez lo hiciese, no sería a una chica como tú.» No sé qué espero que diga o haga que cambie eso.


Pago el taxi con un billete de veinte y me bajo algo alicaída. Estoy a punto de entrar en el edificio cuando unos inconfundibles tacones y un chistar aún más inconfundible suenan a mi espalda.


—¿Te puedes creer que no se creen que conozca el picadero de Pedro Alfonso? —comenta Lola indignadísima.


Al girarme, compruebo, aunque ya tenía una ligera sospecha, que esas que no se lo creen son Ana y Macarena.


—¿Es verdad que hay muescas en el cabecero de su cama? — pregunta Macarena interesadísima.


Lola se encoge de hombros con una sonrisa que deja que la
curiosidad de Macarena vuele completamente libre.


—No tiene muescas en el cabecero de su cama —les aclaro luchando porque mis labios no se curven en una sonrisa.


—Tú eres una muesca —replica Ana—. Tu opinión no cuenta. No eres objetiva.


Las dos miran a Lola obviando por completo mis palabras y
esperando las de la recién nombrada técnica especialista en picaderos por la revista Muy Interesante.


—No pude ver su cama —se lamenta.


Las tres asienten consternadas y yo me cruzo de brazos disimulando una vez más una sonrisa.


—He oído que, si la miras fijamente, su cama —especifica Ana—, entras en una especie de trance y sólo puedes pensar en bajarte las bragas.


—Eso debería confirmártelo la muesca —replica Lola en clara referencia a mí.


Y las tres se echan a reír a mi costa.


—Perras —me quejo divertida y, sin quererlo, yo también rompo a reír.


—Hablando de cosas más importantes —continúa Macarena cuando nuestras carcajadas se calman—. ¿Es cierto que Lola le dio una bofetada?


—Con esta delicada manita —se adelanta Lola a mi respuesta mostrando orgullosa su mano.


Asiento varias veces.


—Pues la próxima me la pido yo —sentencia Macarena sin asomo de duda—. Ayer me dijo y, cito textualmente, «por mucho que mires esos documentos, no va a aparecer una foto de ninguno de nosotros desnudo para alegrarte el día, así que suma, de prisa».


Sonrío. Desde luego la frase es muy de Pedro.


—¿Cenamos en el hotel Chantelle y unas copas en The Hustle? ¿Quizá un baile? —pregunta Lola moviendo las caderas y cambiando diametralmente de tema.


Yo tuerzo el gesto divertida. Me apetece muchísimo estar con estos tres elementos, pero no quiero salir.


—¿Y si subimos? —propongo señalando el edificio a mi espalda—. Podemos pedir comida china y bebernos el alcohol de Pedro.


—¿Glenlivet? —pregunta Macarena. Asiento—. Me apunto a eso.


Las chicas sonríen, incluso dan alguna palmadita.


—Me lo tomaré como un sí —comento socarrona.


Giro sobre mis pasos y empujo la enorme puerta de cristal. Saludo al portero con una sonrisa y bajo su atenta mirada caminamos hasta el ascensor.


—Nada de mirar la cama fijamente —nos recuerda Lola mientras esperamos a que las puertas se cierren—. No quiero líos.


Y otra vez las tres rompemos a reír.


Nos acomodamos en el sofá y, como propuse, pedimos comida china que no tarda más de diez minutos en llegar. Con la cena tomamos la primera ronda de cervezas y una hora después ya vamos por la tercera.


—La casa es una pasada —comenta Ana admirada, casi hundida en el comodísimo sofá y con los pies descalzos subidos a la mesita de centro —. Seguro que se tiró a su decoradora.


Lola asiente mirando la pared como si los estuviera viendo follar en este mismo instante.


—Seguro que hasta los carpinteros eran mujeres y se las tiró a todas —sentencia Macarena.


Lola vuelve a asentir convencidísima y apenas un segundo después todas lo hacemos. Juraría que acabamos de imaginarnos la misma escena llena de piernas, melenas rubias y cascos amarillos de obra.


—Eso es lo que pasa cuando formas parte de esa clase de hombres — comenta Lola perdiendo la vista en una panorámica del ático.


Macarena, Ana y yo nos miramos confusas entre nosotras y después de nuevo a ella.


—¿Qué clase? —pregunto divertida.


—De los que, antes de follarte, ponen cara de que saben que van a hacerte el favor de tu vida.


Las tres nos miramos boquiabiertas y a los pocos segundos todas nos echamos a reír.


En ese preciso instante las puertas del ascensor se abren y Pedro entra con paso decidido. Ana levanta los pies de la mesita en cuanto repara en su presencia y creo que Macarena incluso cuadra los hombros.


Sólo Lola lo observa imperturbable, disfrutando del hecho de que ha entrado en su castillo por la puerta grande. Yo, por mi parte, trago saliva y aparto mi mirada de él. Parece enfadado y no le culpo, pero no podía regresar al archivo.


Pedro continúa observándome. Sus ojos son un reguero de
emociones, pero es toda esa rabia contenida y toda esa arrogancia las que dominan su mirada. Ha sido así desde el día en que lo conocí. Me pregunto si en algún momento dudó de que fuera a obedecerle pidiéndole a Franco que se marchase. Me pongo los ojos en blanco mentalmente. 


Seguro que no. Creo que tiene clarísimo lo que siento por él. 


Por eso era tan importante que no regresase al archivo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que han pasado más de dos horas desde que me marché. Puede haber hecho muchas cosas en ese tiempo; por ejemplo, ir al club.


—No sabía que el aquelarre se reunía aquí esta noche —comenta arisco cruzando el salón en dirección a la cocina y cogiendo una cerveza del frigorífico.


No digo nada. Sigo dándole vueltas a la idea de que haya ido al club.


Odio esa idea.


—Pecosa, señoritas, Eduardo —nos saluda antes de dejarse caer en el sillón junto al sofá.


Lola le hace un mohín que él finge no ver mientras le da un trago a su Budweiser.


—Paula, como te decía —comenta Lola impertinente—, creo que deberías aceptar la invitación a cenar de Franco.


Frunzo el ceño. No entiendo nada. Sí, es cierto que les he comentado algún detalle sobre él, pero no ha sido mucho y desde luego no es de lo que estábamos hablando justo antes de que entrara Pedro. Pero entonces ella me abre exageradamente los ojos y en seguida comprendo que lo que quiere es fastidiarlo.


Le hago un mohín. No quiero hacer esto. Por hoy ya he tenido suficientes tiras y aflojas con Pedro Alfonso.


—Es guapo, simpático, gana una pasta y resulta más que obvio que está loco por ti. ¿Qué más quieres?


Está claro que mi queridísima amiga no va a rendirse.


—No lo sé —se apresura a responder Ana—, pero, si no se lo queda ella, me lo quedo yo.


Las cuatro nos echamos a reír por su efusividad y Pedro se levanta malhumorado. Lo seguimos con la mirada y puedo ver un brillo perverso y satisfecho en los ojos de Lola. Esto es lo que pasa cuando la llamas Eduardo.


—Pecosa —me llama desde la habitación.


—No vayas —me ordena Lola con la voz muy baja pero gesticulando como si fuera un drag queen recogiendo un Oscar para compensar.


—Lola —la reprendo.


—Paula —replica muy seria.


Yo resoplo y me levanto.


—No quiero hablar con él —me explico malhumorada precisamente por tener que explicarme—, pero tampoco tengo seis años. Me parece ridículo ignorarlo como si no estuviera aquí.


Lola pone los ojos en blanco mientras yo rodeo el sofá y avanzo hasta la habitación. Ella se gira y se arrodilla en el tresillo para volver a tenerme en su campo de visión.


—Ay, lo estás haciendo todo mal —replica de nuevo casi en un susurro pero seguro que gritándome mentalmente—. Pendeja.


Yo la asesino con la mirada. Nunca he sabido qué significa
exactamente pendeja, pero, cada vez que me lo llama con un marcado acento mexicano, sé que se está metiendo conmigo.