domingo, 6 de agosto de 2017

EPILOGO (TERCERA HISTORIA)




—¿Estáis listos? —pregunto dejando la maleta de Paula a los pies de la escalera.


—Ya vamos —responde desde la planta de arriba.


Miro a mi alrededor y sonrío. La casa de Nana siempre está igual, como si no hubiese pasado un solo día desde que viví aquí de crío.


Oigo pasos y Maxi baja las escaleras de prisa. Cuando pone un pie en el último peldaño, lo cojo de la cintura y lo llevo hasta mí haciéndole cosquillas e inmovilizándolo para que no pueda defenderse. Él se queja entre risas.


—Déjalo ya —protesta mi abuela apareciendo desde la cocina.


Obedezco a regañadientes y él tuerce el gesto tratando de resultar intimidante cuando logra alejarse unos pasos. Sonrío divertido y entonces alzo la cabeza, como si algo me pidiese que me hiciese el favor de hacerlo. Paula está de pie en mitad de la escalera, observando toda la escena con una sonrisa en los labios. Inmediatamente le devuelvo el gesto. 


La quiero, joder, y verla aquí sólo hace que la quiera todavía
más.


—Esto es para ti —le dice Nana a Maxi, tendiéndole mi balón de rugby.


Él lo coge y lo observa con una sonrisa de oreja a oreja.


—Muchas gracias, Nana.


—Ese balón se lo regaló el abuelo Samuel a Pedro, pero algo me dice que ya no lo necesitará.


Nana me mira y sonríe cómplice. Tiene razón. Ya no lo necesito. Todo eso quedó atrás. Es otro efecto colateral del huracán Paula. La rabia ha desaparecido y ha dejado sitio a cosas mucho más valiosas.


—Vamos a la cocina —le propone Nana a Maxi—. Te he preparado un sándwich de crema de cacahuete y mermelada de arándanos para el camino.


El niño asiente y los dos se marchan. Yo doy un paso hacia Paula.


—Me gusta tenerte aquí.


—¿Ah, sí? —inquiere haciéndose la interesante.


—Aunque me gustaría más tenerte desnuda aquí.


Paula abre la boca escandalizada y yo le guiño un ojo a la vez que le dedico una sonrisa.


—No pienso acostarme contigo en estas escaleras, Pedro Alfonso —replica muy seria, poniendo los brazos en jarras.


Comienzo a subir los escalones despacio, sin liberar su mirada.


—Te acorralaría contra la pared —subo un escalón más—, con esas preciosas piernas rodeando mi cintura. —Otro más—. Te taparía la boca con la palma de la mano —y otro— para que nadie oyese tus gritos mientras te estoy follando, duro.


La última palabra la pronuncio a escasos, escasísimos, centímetros de su boca, y ya sé que me dejará hacerle todo lo que quiera. La agarro de la muñeca, la atraigo hasta mí y la llevo contra el papel pintado. Acaricio el reservo de su muñeca y sonrío con la vista perdida en el shamrock, el pequeño trébol que tiene allí tatuado. Todavía recuerdo cómo me sentí el día que me lo enseñó y creo que ni siquiera ahora sería capaz de explicarlo. Me dijo que lo había hecho para tener algo que siempre le recordara a mí, a lo que somos, a la suerte que tenemos por habernos encontrado el uno al otro, pero para mí significó todavía más. 


Paula Chaves es lo mejor que me ha pasado en todos los días de mi vida.


Anclo mis manos a sus caderas. Paula gime y todo mi cuerpo se llena de adrenalina y sangre caliente. Tocarla es lo mejor del maldito universo.


—Además, también sería la primera vez para mí —susurro contra sus labios, torturándola un poco más.


—¿Me estás diciendo que el gran Pedro Alfonso nunca se ha follado a una inocente chica de Portland Este en estas escaleras? — inquiere jadeante, luchando por sonar insolente.


Yo sonrío y me aprieto un poco más contra ella. Un nuevo gemido se escapa de sus labios y otra vez sé que la tengo exactamente donde quiero.


— Bueno, puede que haya habido un par de encuentros en un par de escaleras.


Muevo las caderas. Paula cierra los ojos y se muerde el labio inferior tratando de no hacer más ruido.


—¿Con quién? —pregunta en un esforzado murmuro, observándome de nuevo.


—¿Recuerdas a la señora Robinson?


Paula abre la boca ofendidísima y me golpea en el hombro.


—¿Otra vez riéndote de mí, Alfonso?


—Es que me lo pones muy fácil, Niña Buena.


La beso antes de que pueda protestar y mis manos vuelan hasta colarse debajo de su vestido. Me separo para poder mirarla a los ojos mientras deslizo mis dedos bajo sus bragas. Oímos ruidos en la cocina. La embisto. Paula grita, pero acallo el sonido tapándole la boca con la palma de la mano mientras ella me mira con una mezcla de ansiedad porque nos descubran y todo el placer por haber hecho exactamente lo que le prometí. Ese simple hecho, el tenerla en mis manos en todos los sentidos, nos excita más de lo que ninguno de los dos pueda siquiera explicar.


Retiro los dedos, la cojo de la mano y la obligo a subir las escaleras de prisa. La meto en mi antigua habitación y cierro con pestillo a su paso. Paula se queda muy quieta en el centro de la estancia, con la respiración agitada y su mirada perdida en mi cuerpo, en mis manos, en mis ojos, en mí. Nos hemos pasado diez días en este cuarto. Cada noche, después de sentirla corriéndose entre mis brazos, Paula observaba cada detalle y me preguntaba cosas sobre mi vida aquí, sobre mi abuelo, sobre mí, hasta que se le cerraban los ojos en contra de su voluntad y se dormía agotada. Yo me pasaba horas viéndola dormir, sintiendo cómo mi mundo volvía a encajar.


Doy un paso hacia ella y comienzo a desabrocharle los botones de su blusa. La obligo a caminar hacia atrás hasta que el reverso de sus rodillas choca contra la cama. La blusa cae al suelo y por fin puedo tocar otra vez su piel.


Pedro —murmura completamente sobrepasado, comportándose otra vez como la cosa más sexy y dulce que he visto nunca.


Todo lo que sentimos el uno por el otro, todo el deseo, la está arrasando por dentro. Necesita un segundo para poner en orden sus ideas, pero no pienso dárselo. No quiero. 


Quiero que todo sea una locura, que sienta que no puede respirar, que el placer, la excitación y el amor se entremezclen, inundándola, porque así es exactamente como me siento yo.


La tumbo sobre la cama cubriendo con mi cuerpo el suyo. 


Ahora mismo no puedo pensar en nada más.


Libero mi erección y me pierdo en ella, embistiéndola con fuerza.


Pedro —gime arqueando su cuerpo bajo el mío.


La vi y me enamoré. La toqué por primera vez y perdí cualquier mísera oportunidad de vivir sin ella.



****


Regresamos a la cocina fingiendo que no ha pasado nada. A mí se me da un poco mejor que a Paula, que durante los treinta primeros segundos no es capaz de mirar a nadie a los ojos.


Cuando el taxi toca el claxon, nos dirigimos a la puerta principal.


—Te mandaré un coche para que te recoja en el aeropuerto —le recuerdo a Isabel.


—Nueva York te encantará —interviene Paula.


Aprieto la mandíbula. Aún no sé si me gusta o no que Isabel vaya a trasladarse a Nueva York para continuar estudiando allí. Por un lado la tendré cerca y podré cuidar de ella para que ningún gilipollas se le acerque, pero, por otro, Nueva York es una ciudad muy grande y está llena de gilipollas.


Nos despedimos de todas y nos montamos en el taxi. El vuelo es relativamente agradable y el Jaguar ya está esperándonos cuando aterrizamos en el JFK.


De camino a mi piso, Maxi se queda dormido. Lo subo en brazos y lo tumbo en su cama. Paula sigue conservando su apartamento, pero podría decirse que oficialmente vivimos en el mío. Transformamos el cuarto de invitados en la habitación de Maxi. Mandé pintar las paredes y la llené de juguetes, balones de soccer y piezas de lego. Cuando la vio, se encerró dentro y pasó tres días saliendo sólo para comer.


Le quito los zapatos y la chaqueta. Él gruñe somnoliento y, en cuanto lo tapo con la colcha, se acurruca a un lado y sigue durmiendo plácidamente. Paula sonríe y deja el balón de rugby en su mesita junto a la maqueta de un cohete y la foto firmada de la plantilla del New York City que Jeremias le regaló hace un par de semanas.


Los dos sonreímos y salimos con cuidado de la estancia. 


Sosteniendo la puerta bajo el umbral, observo a Maxi un segundo. Nunca me imaginé mi vida así, pero este crío me ha puesto las cosas muy fáciles, o quizá demasiado difíciles, porque ahora tengo clarísimo que son dos las personas a las que tengo que proteger pase lo que pase.


—Lo he pasado muy bien en Portland —comenta Paula rodeando la isla de la cocina, abriendo el frigo y sacando dos Budweiser heladas— y Maxi también. Nana es una mujer increíble.


—Se ha vuelto loca por Maxi —respondo con una sonrisa, acercándome a ella y cogiendo una de las cervezas—. Ya nadie podría convencerla de que no es su nieto. Creo que, de hecho, se enfadaría bastante si lo intentaran.


Nuestras sonrisas se ensanchan.


—Quiere bautizarlo —comenta Paula dando un sorbo.


—Quiere bautizarte a ti —respondo imitando su gesto.


Sonríe de nuevo divertida y camina hasta que nos quedamos muy cerca.


—Hablando de familia... —comento observando la reacción de Paula.


Ella arruga la nariz y se aleja intentando escapar de la conversación. Yo la cojo de la muñeca y vuelvo a atraerla hasta mí, puede que un poco más cerca de lo que estaba antes. Ésa es mi recompensa.


—No vas a escaparte, Niña Buena. —Paula resopla impertinente y entorna los ojos tratando de resultar intimidante. No sólo no lo logra, sino que consigue que empiece a imaginármela desnuda sobre la encimera—. En Portland me convenciste para que fuera a ver a mi padre. Estuviste tres días pidiéndomelo e incluso te aliaste con Nana y mi tía para conseguirlo. A cambio prometiste algo, ¿recuerdas?


—¿Sexo indiscriminado? —inquiere enarcando las cejas. Su respuesta me pilla por sorpresa y no puedo evitar sonreír—. Podemos empezar ahora mismo, si quieres —me ofrece fingidamente inocente.


Yo me humedezco el labio inferior, tratando de ocultar el hecho de que, en efecto, por mí podríamos empezar ahora mismo y acabar dentro de dos semanas, pero me prometió algo y va a cumplirlo.


—Tienes que hablar con tu madre —sentencio.


Paula cabecea tozuda.


—Ya hice las paces con Sebastian, ¿no es suficiente?
Ahora el que niega soy yo.


—No, no lo es —replico—. Paula, te mereces tener a toda la gente que te quiere en tu vida.


—Mi madre no me quiere en su vida —me recuerda triste.


—Tu madre se equivocó.


Odio tener que defenderla y no lo hago por ella, no movería un dedo si sólo se tratara de ella, lo hago por Paula. Es lo único que me importa.


Pedro, no la necesito. Yo ya tengo a mi familia.


—Y vas a seguir teniéndola siempre. A mí, a las chicas, a Hernan, a Sebastian y, además, ya tienes el honor de formar parte de la familia Colton, Alfonso y Brent.


—Es un honor bastante dudoso —replica insolente, y a los pocos segundos se echa a reír, encantada con su propia broma.


Yo la observo luchando una vez más por no sonreír. La atraigo un poco más hacia mí y le pellizco la cadera. Paula estalla en risas de nuevo, a la vez que se lamenta. Cuando sus carcajadas se apaciguan, le meto un mechón de pelo tras la oreja mientras contemplo cada centímetro de su cara.


—Sólo es una cena —susurro.


Mi voz suena más ronca y mis ojos atrapan los suyos.


—No quiero que le haga daño a Maxi.


—Nunca lo permitiría.


Paula se muerde el labio inferior, manteniéndome la mirada. Sé que ahora mismo está pensando y repesando cada pro y cada contra para tomar la mejor decisión. Me alegro de que al final no hiciera eso conmigo. No tengo muy claro qué hubiese ganado.


—Está bien, iré —responde al fin.


—Ésa es mi chica.


Sonrío, Paula me devuelve el gesto y yo la beso con fuerza. Mis manos vuelan hasta su trasero y, girándome, la siento sobre la encimera.


Pedro —murmura entre jadeos.


Otra vez está sobrepasada y otra vez me siento jodidamente invencible.


—Ésta es tu recompensa —susurro sin dejar de besarla, con la voz aún más salvaje— y vas a ver las putas estrellas.



****


—Cuando sea mayor, fabricaré robots —dice Maxi, completamente convencido, mientras cruzamos el semáforo de la 43 con la Octava— y también cohetes.


—O puedes construir un robot que se transforme en un cohete —le propongo.


Lo piensa un instante.


—¿Cómo un transformer? —inquiere curioso.


—Sí, pero más grande.


—Y con luces por todos lados... y podría tener un superturbo que le haga alcanzar la velocidad del sonido —añade emocionado, acelerando el paso para colocarse frente a mí y seguir caminando de espaldas.


Yo sonrío y le revuelvo el pelo.


—Está claro que tu universidad va a salirme por una pasta —murmuro socarrón.


Paula me golpea divertida en el hombro y Maxi sonríe ajeno a todo. Apuesto cien pavos a que todavía está pensando en robots-cohete.


Su BlackBerry comienza a sonar. Mira la pantalla y me la enseña con una sonrisa. Es Hernan. Yo le devuelvo el gesto. 


Desde que el Riley Group compró Cunningham Media, las cosas no podrían ir mejor en la empresa. Además, Paula, esforzándose al máximo, consiguió terminar el número uno de su promoción en el máster de altos ejecutivos. Eso llamó la atención de las principales compañías de marketing de Nueva York, pero ella rechazó todas las ofertas y se quedó con Hernan. Según sus propias palabras, «ya está exactamente donde quiere estar». Es la chica más leal del jodido universo.


Un par de minutos después llegamos al Malavita. Es domingo y hemos quedado todos para el brunch.


Nada más entrar, ya distingo una mesa enorme y un murmullo de risas y voces alborotando el local.


—Mirad quiénes han vuelto de Portland —comenta Jeremias al vernos llegar—. Y Paula aún sigue aquí, me debes veinte pavos — añade señalando a Damian.


Damian bufa malhumorado. Se saca un billete de veinte del bolsillo de los vaqueros y se lo entrega a Jeremias.


—¿Habías apostado a que saldría huyendo cuando viese mi ciudad? —inquiero indignado.


—No —responde Jeremias—; apostamos veinte pavos a que no soportaría estar contigo y esa sonrisa seis horas encerrada en un avión.


—¿Se puede ser más cabronazo? —vuelvo a preguntar.


Oficialmente tengo los peores amigos del mundo.


—Fue complicado —dice de pronto Paula, sentándose junto a Maxi—, pero pusieron una buena película y fingí que estaba dormida el resto del viaje.


—Pero ¿qué coño...?


La miro conteniendo una sonrisa, mientras ella me dedica una mostrándome su perfecta dentadura y Jeremias, Lara, Damian y Karen se mueren de risa.


—Dejadme en paz —me quejo—. Me voy con mi ahijado.


Rodeo la mesa y me acerco hasta el cochecito donde está el bebé más guapo del planeta. Comienzo a hacerle carantoñas como un completo gilipollas, pero la verdad es que me importa bastante poco. Adoro a este crío.


—Gracias a Dios, se parece a Karen y no a ti —comento.


—Eres un mentiroso de mierda —se queja Damian—. Es igualito a mí.


—Y claramente ya es más maduro que tú.


—¿Sabes que Pecosa ha invitado a Beatrice al brunch? —me dice Damian disfrutando de cada palabra.


—¿Mi Beatrice? —pregunto cauto—. ¿Por qué?


Karen se encoje de hombros y me dedica una sonrisa enorme, buscando que la perdone por adelantado.


—Porque Lara ha invitado a Luciano —confiesa la señora Brent.


—¿Qué? No —protesto.


—Es tu secretaria, no tu madre —replica—, y sólo por aguantarte a ti ya se merece encontrar el amor.


—¿Entonces qué hacemos con la secretaria de tu marido? 
—bufo—, ¿le pagamos un fin de semana en la mansión de supermodelos masculinos de Armani?


Karen se echa a reír y Damian me enseña el dedo corazón.


—Esto es una emboscada —refunfuño.


—Beatrice nunca va a dejar de quererte —interviene Paula burlona.


—Tú, cállate —replico divertido—. Todavía estoy enfadado contigo por lo de la apuesta.


—Yo no —susurra casi sin voz e inmediatamente me dedica una sonrisa enorme que no tengo más remedio que imitar.


Poco después ya estamos todos y comenzamos a comer. 


Casi sin darme cuenta observo la mesa. Damian está sentado junto a Karen y ella tiene a su bebé en brazos. Mi amigo los mira, la besa en la frente y un segundo después lo hace en sus labios como si lo necesitara tanto como necesita respirar. Han sufrido demasiado y ahora se merecen ser simplemente felices.


—Maxi es el mejor nombre del mundo —le dice Max, el novio de Lola, a mi pequeño Max—. Te lo digo yo —sentencia.


Lola, sentada a su lado, pone los ojos en blanco y se apoya sobre la mesa para acercarse a nuestro crío.


—Lo importante es tener los ojazos que tú tienes —le dice—, lo del nombre es secundario.


Macarena y Amelia, al lado del pequeño, sonríen y asienten.


—Es que es el niño de diez años más guapo del mundo —conviene Amelia—. Ha salido a mí —añade fingidamente seria.


Sonrío. Al final no hemos tenido más remedio que hacernos amigos y creo que vamos a ser de los buenos. Miro a Macarena. Me alegro de que todo se arreglara. Siempre estaré en deuda con ella.


Sigo contemplando la mesa... a Jeremias susurrándole a Lara cualquier perversión al oído mientras ella sonríe tímida y se muerde el labio inferior. El sucio bastardo está enamorado de ella hasta las trancas. Sofia lo interrumpe, Jeremias pone los ojos en blanco y ella tuerce el gesto a la vez que coloca los brazos en jarras y se queja de que siempre sea tan arisco. Sofia Hadley es la cruz de Jeremias Colton y me encanta porque tiene pinta de que no va a rendirse nunca. A su lado, Alejandro sonríe. Me pregunto qué hay entre esos dos. La excusa de que se han encontrado en la calle justo antes de entrar no se la cree nadie.


Junto a ellos está Beatrice, mi Beatrice, charlando animadamente con Luciano. Tuerzo el gesto, pero, cuando él dice algo, no consigo escuchar qué, y ella sonríe, casi ríe, no tengo más remedio que alegrarme por los dos. Sólo espero que Luciano sepa lo que hace y no se le ocurra meter la pata con ella. Será mejor que después tenga una charla con él al respecto.


Damian y Jeremias pierden su mirada en la mesa y los tres nos encontramos. Nos sonreímos cómplices, satisfechos y, más que todo, felices. Hace más o menos un año ninguno habría dicho que acabaríamos así, ninguno siquiera lo habría imaginado, pero ahora los tres tenemos claro que es sencillamente imposible que haya algo mejor. Ésta es nuestra familia, grande, ruidosa, y probablemente un poco disfuncional, pero nadie dudaría un solo segundo de que haríamos lo que fuera los unos por los otros y, al final, eso es lo importante, ¿no? En eso consiste el amor,  en encontrar a alguien, ser jodidamente feliz con esa persona y quererla incondicionalmente.


Amelia le dice algo a Paula y ella rompe a reír. Yo sonrío y toda mi atención se centra en ella. Esa risa destartalada cambió mi mundo desde la primera vez que la oí en el rellano de Macarena.


—¿Te han dicho alguna vez que tienes la risa más chillona del mundo? —susurro divertido, ladeando la cabeza para que sólo ella pueda oírme. Ella tuerce los labios, contagiándose de mi humor.


—¿Y a ti te han dicho alguna vez que sonríes cada quince segundos? —inquiere impertinente—. Hay incluso leyendas urbanas sobre ello.


—¿Y qué más dicen esas leyendas urbanas?


—Que eres increíblemente feo e increíblemente malo en la cama.


Finjo sopesar sus palabras.


—Lo primero no tiene solución, pero para lo segundo lo mejor es la práctica.


—Eres un descarado, Alfonso.


Yo sonrío sin dejar de observarla. Es mi chica y va a serlo el resto de mi vida.


—Te quiero, Niña Buena.


Ella también sonríe.


—Te quiero, Guapísimo Gilipollas.









CAPITULO 58 (TERCERA HISTORIA)





Me arrodillo delante de Maxi y le subo la cremallera del abrigo hasta el cuello. Hace muchísimo frío. No sé cómo he dejado que Amelia me convenza para ir al desfile del Día de San Patricio, y no lo digo por el frío precisamente.


«Es la curiosa manera en la que el universo te demuestra su sentido del humor.»


Me levanto y observo cómo mi pequeño se pone su gorro de lana.


—¿Listo? —pregunto.


—Listo —responde Maxi.


Salimos del apartamento y llamo a Amelia asomándome por el hueco de las escaleras. En un par de minutos baja y recogemos a Macarena y a Adela en la puerta de su edificio. 


Las calles están inundadas de banderas de Irlanda, duendecillos de la fortuna y el color verde en trozos de tela, gorros, camisetas e incluso las caras de la gente. Si eres neoyorquino, el día 17 de marzo te vuelves irlandés, lo quieras o no.


Ése es uno de los motivos por el que no quería venir, por el que ni siquiera quería salir hoy de casa.


Todo tiene un motivo relacionado con Irlanda y así es francamente complicado dejar de pensar en un irlandés en concreto. Aun así, no puedo evitar que el ambiente me saque más de una sonrisa. Cada rincón está decorado y todo el mundo está en la calle, divirtiéndose. Esta ciudad tiene una magia especial y en días como éste parece ponerla a disposición de cuantos quieran disfrutarla. Definitivamente voy a echar mucho de menos Nueva York.


Caminamos hasta la 80 Este y nos abrimos paso hasta una de las vallas de seguridad. Estamos relativamente cerca del escenario, cosa que Amelia agradece muchísimo. Coldplay cantará tres canciones como fin de fiesta y es su grupo favorito. Maxi también está encantado, encaramado a una de las vallas y viendo duendecillos irlandeses dando volteretas y haciendo acrobacias. Unos minutos después llegan las majorettes, una banda gigantesca de gaitas, violines y guitarras tocando música típica irlandesa y más de un centenar de bailarines interpretando la danza tradicional de su país, ese baile en el que mueven los pies a un ritmo vertiginoso manteniendo tenso el resto del cuerpo.


—No puedo creerme que vayamos a ver a Coldplay —dice Amelia con una sonrisa de oreja a oreja, casi pletórica—. Espero que canten todas mis canciones preferidas.


—Lo veo poco probable, ya que tienes unas veinte canciones preferidas —replico burlona.


—Me refiero a mis canciones súper —señala haciendo hincapié en esa palabra—preferidas.


—Entonces... —arrugo la nariz como si estuviese haciendo unos cálculos increíblemente complicados—, ¿diecinueve?


Ella me fulmina con la mirada y yo no puedo evitar echarme a reír.


—Hace un frío que pela —comenta Adela.


Miro a mi alrededor poniéndome de puntillas para poder observar las tiendas de la calle.


—Voy a por unos cafés —digo al fin, divisando una cafetería.


—La mejor idea que has tenido en tu vida, pequeña —sentencia Amelia.


Mi sonrisa se ensancha.


—¿Quieres un chocolate, peque? —le pregunto a Maxi, dándole un abrazo por la espalda.


Él asiente sin dejar de mirar el desfile. Lo está pasando en grande. Sólo por eso ya ha merecido la pena venir.


—Te acompaño —me propone Macarena.


—No tardéis mucho —nos advierte Amelia cuando empezamos a caminar—. La actuación de Coldplay está a punto de empezar.


Las dos nos giramos y comenzamos a sacarle la lengua y hacerle muecas. Ella tuerce el gesto y nosotras rompemos a reír hasta que estoy a punto de chocarme con una farola y la que estalla en carcajadas es ella. Supongo que, donde las dan, las toman.


La distancia hasta la cafetería es corta, pero hay tantas personas que nos lleva unos diez minutos y unos veinte «feliz Día de San Patricio» alcanzar el local.


—Hola. Cuatro cafés y un chocolate caliente, por favor —pido a la camarera.


Ella asiente y comienza a preparar nuestras bebidas. Un hombre se detiene en la puerta de la cafetería y empieza a cantar a pleno pulmón el himno de Irlanda. Macarena y yo, como el resto de presentes en el establecimiento, lo miramos divertidas.


—¡Viva la Isla Esmeralda! ¡Viva Dios, Nuestro Señor! ¡Y vivan todas las mujeres guapas!


Antes de que termine la frase, media docena de persona en la calle y toda la cafetería gritamos «¡Viva!». Macarena y yo nos miramos y automáticamente nos echamos a reír.


—Paula —me llama cuando nuestras carcajadas se calman.


—Dime —respondo cogiendo la pequeña bandeja con los vasos de cartón que la camarera me tiende.


—Tenemos que hablar.


Lo doy un billete de veinte y miro a Macarena.


—Claro —respondo sin dudar—. ¿De qué?


—De ti —replica con una sonrisa.


Frunzo el ceño confusa.


—¿De mí?


Una sonrisa nerviosa se me escapa.


—Y de Pedro —añade.


Mi expresión cambia por completo y una punzada de culpabilidad me atraviesa.


—Macarena... —murmuro sin saber muy bien cómo seguir.


Desde que salimos del hospital, Macarena ha intentado que hablemos de Pedro, pero yo siempre he fingido que no había por qué hacerlo. Han pasado demasiadas cosas. No podemos estar juntos. Voy a estar enamorada de él toda la vida y supongo que tendré que aprender a vivir con ello, aunque todavía no tenga muy claro cómo.


—Sé que vas a fingir que no hay de qué hablar y aproximadamente doce segundos después cambiarás
de tema, pero esto es importante. Vas a marcharte a Chicago.


—Me marcho a Chicago por trabajo —replico veloz mientras cojo la vuelta de un platito de madera, me guardo una parte en el bolsillo del abrigo y me dispongo a echar la otra en el bote de las propinas. El trabajo con el señor Seseña es una gran oportunidad y Hernan ya no me necesita. Ahora forma parte del Riley Group y no volverá a tener problemas—. Es una gran oportunidad profesional —repito en voz alta
—. No tiene nada que ver con Pedro.


Cada moneda resuena contra las del fondo y cada sonido parece una señal ruidosa de que estoy mintiendo.


—Por favor —se queja Macarena—, eso no te lo crees ni tú.


Cabeceo exasperada. ¿Qué quiere que le diga? ¡No puedo quedarme aquí! Cada calle de Manhattan me recuerda a él.


—No quiero seguir hablando de esto.


—Paula, no eres feliz.


—¿Y qué? —bufo nerviosa—. ¿Tú eres feliz? Mucha gente no es feliz. —Enarca ambas cejas y yo tuerzo el gesto. Me parece que acabo de darle la razón—. Quiero decir... me gusta mi vida... casi... es una vida considerablemente agradable. —Resoplo. ¿Por qué nunca puedo dejar de hablar?—. Volverá a gustarme cuando esté en Chicago —concluyo exasperada.


Macarena sonríe.


Pedro está enamorado de ti.


Esa frase me pilla con la guardia baja, aunque en realidad creo que nunca estaré preparada para escucharla y no sentir mariposas haciendo triples mortales en mi estómago.


—Macarena, por favor.


—Conozco a Pedro desde hace dos años. Era un sinvergüenza con demasiado encanto y nunca, jamás, se preocupó de conocer a una mujer, y entonces llegaste tú y cambió y tú cambiaste con él. Te ha hecho volver a vivir, Paula.


—Desde que lo conozco, todo se ha complicado —objeto cabeceando—. Me he sentido como si tuviese diecisiete años otra vez. He visto cómo todo se torcía, he llorado, he pensado que las cosas podían ser diferentes y he vuelto a pasarlo mal. Y ha dolido, mucho.


—Y a eso se le llama vivir —contraataca—. Sé que ha sido duro, pero mírame a los ojos y dime que no ha sido también algo increíble.


Involuntariamente recuerdo sus besos, sus brazos rodeándome, su olor.


—Sí, fue algo maravilloso —respondo sin dudar.


—¿Y por qué tienes que perderlo? —me pregunta exasperada.


Abro la boca dispuesta a decir algo, pero vuelvo a cerrarla. 


Es mucho más complicado que querer o no estar con él. 


¡Claro que quiero!, pero la realidad es que no puedo.


Pedro y yo no podemos estar juntos.


—Sí que podéis.


—No, no después de todo lo que ha pasado. Macarena, tú y Amelia sois mi familia. No puedo traicionarte.


La mirada de mi amiga se hace más intensa sobre la mía y me coge de las manos.


—Quererlo no significa traicionarme —afirma llena de seguridad, pero también de todo el cariño y el amor que sentimos la una por la otra—. Eres una de las personas más importantes de mi vida y quiero que seas feliz.


Yo aprieto los labios, tratando de controlar todos los sentimientos que me están arrollando por dentro, las ganas de llorar.


—Tú también lo quieres —murmuro.


—Pero él está loco por ti.


Miro a Macarena sin saber qué decir. Pedro me quiere, pero también he tenido que despedirme de él demasiadas veces y el dolor en todas ellas ha sido sobrehumano. Si volviéramos a estar juntos y todo saliese mal de nuevo, no sé si podría soportarlo. La primera vez que pensé que me estaba colando por Pedro, me dije que debía protegerme. Creo que ha llegado el momento de escuchar mi propio consejo.


—Voy a marcharme a Chicago —sentencio.


Cojo aire y por un momento centro la mirada en los cafés humeantes.


—Será mejor que volvamos —le pido.


Macarena me observa un segundo, sopesando mis palabras y, más aún, todo lo que he pensado y no he dicho en voz alta.


—Vamos —responde al fin.


Salimos de la cafetería y regresamos con Maxi y las chicas. 


El desfile ha seguido avanzado y prácticamente ha terminado. Al escenario no dejan de subir personas del equipo técnico, preparando los últimos detalles. La actuación debe de estar a punto de comenzar.


—Vamos a ver a Coldplay —repite Amelia pletórica.


Me obligo a sonreír, pero no es un gesto auténtico. No puedo dejar de darle vueltas a lo que he hablado con Macarena.


Adela nos chista y señala el escenario. Allí el movimiento se hace más frenético y aparece Bill de Blasio, el alcalde.


—Ciudadanos de Nueva York —empieza su discurso—, estamos aquí hoy como cada año para celebrar el Día de San Patricio y sacar al irlandés que todos llevamos dentro.


La gente estalla en aplausos enfervorecida y el alcalde sonríe pidiendo calma con las manos.


—Hace dos años que soy alcalde de Nueva York y este día siempre ha sido muy especial para mí, porque lo es para toda la ciudad, pero, no os preocupéis, no voy a aburriros con un discurso. Hoy estamos aquí para divertirnos.


Todos estallan en aplausos otra vez y el alcalde se echa a reír encantado.


—¡Disfrutad de Coldplay! ¡Y feliz Día de San Patricio, Nueva York!


Las miles de personas que abarrotan la Quinta Avenida comienzan a gritar y a vitorear a Coldplay y al propio alcalde. Amelia está a punto de sufrir un ataque al ver a Chris Martin, el vocalista, subir las escaleras de uno de los laterales del escenario. Sin embargo, justo cuando va a alcanzar el último peldaño, se detiene en seco y fija la vista en la parte de atrás, como si hubiese visto u oído algo fuera de lo común, y en ese mismo instante ¡Pedro aparece en el escenario!


De pronto los vítores y los gritos se apagan y todo el mundo observa la enorme plataforma negra sin saber qué está pasando. Las chicas nos miramos boquiabiertas, como lo hacen los miembros de Coldplay y el alcalde. Es tan increíblemente surrealista que alguien se haya colado de esa forma que ni siquiera son capaces de reaccionar.


—Sólo será un momento, os lo prometo —se disculpa Pedro mirando a Bill de Blasio y a Chris Martin.


Un suave murmullo se levanta entre todos los asistentes. Yo lo observo sin poder creérmelo. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué pretende?


—Estoy buscando a mi chica —responde como si pudiese adivinar las preguntas que no he llegado a formular en voz alta.


Su seguridad es aplastante, la misma que me ha marcado a fuego desde la primera vez que lo vi.


Agarra el micrófono con una mano y pierde la vista al frente como si fuera capaz de mirar a los ojos a cada persona de esta calle, ganándose su atención al instante con esas cinco palabras.


—Es increíble —continúa—, la mujer más testaruda e insolente que he conocido jamás. Es responsable incluso cuando no tendría que serlo y tiene la extraña habilidad de conseguir que me lo replantee todo. —Guarda silencio un segundo, como si recordara un instante en concreto—. Cuando la conocí, me enamoré. No fue algo premeditado, ni siquiera fui capaz de entenderlo, pero pasó, y de pronto aprendí lo que significa que alguien te importe de verdad, las ganas de querer conocerla, tocarla, protegerla del mundo... Y después la jodí y la perdí.


Pedro vuelve a guardar silencio mientras algunos «ohhh» decepcionados suenan entre el público. Yo lo miro con los ojos llenos de lágrimas. Lo quiero y en este preciso momento lo quiero todavía más. Él no me perdió, nos perdimos ambos.


Todo a nuestro alrededor nos puso demasiado complicado poder estar juntos y creo que, al final, eso es lo que más duele. Nosotros nunca dejamos de querernos, pero sencillamente ya no podíamos hacerlo.


Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente.


—Durante dos semanas he estado repitiéndome que era lo mejor, lo que tenía que pasar, y, como buen irlandés, también me he pasado dos semanas bebiendo.


Todos sonríen, pero nadie hace un ruido más allá de eso, pendientes de lo que tiene que decir.


—Pero hoy me he dado cuenta de que no tiene por qué ser así. Te quiero, Niña Buena —dice, haciendo toda esa seguridad aún más latente, más masculina, más fuerte—. Te quiero porque eres inteligente, preciosa, divertida y valiente. Te quiero porque nunca dejas de hablar y cuentas los peores chistes del mundo. Y te quiero porque ya no sé vivir sin ti —su voz se entrecorta, pero también se vuelve más dura, más indomable—, porque, cada vez que intento respirar, parece que no sé si no te tengo cerca. 


Intento  controlar las lágrimas, pero soy incapaz. Lo quiero, pero tengo demasiado miedo a volver a sufrir.


Ey, amigo —lo llama un hombre en las primeras filas—, ¿cómo se llama su chica?


—Paula —responde Pedro.


—¡Paula! —grita el mismo hombre del público—. ¡Paula!


Todos a su alrededor comienzan a imitarlo y, unos segundos después, miles de personas gritan mi nombre. Yo sonrío nerviosa, sin saber qué hacer, con las mariposas revoloteando sin control por mi estómago y por todo mi cuerpo.


—¡Está aquí!—grita Macarena encaramándose a la valla de hierro junto a Maxi—. ¡Ella es Paula! —añade señalándome.


Yo la miro boquiabierta. Un par de policías se acercan y separan la valla para que pueda salir, mientras Amelia, Macarena, Adela y las personas a nuestro alrededor que se han dado cuenta de que soy esa Paula me jalean para que salga. Cabeceo tratando de organizar mis ideas, pero no lo logro. Las palabras de Pedro se han metido dentro de mí y no han dejado sitio para nada más.


—¿Tú qué opinas? —le pregunto a Maxi.


Él piensa un segundo su respuesta.


—Creo que deberías salir, mamá —sentencia con una sonrisa.


Automáticamente su gesto se contagia en mis labios.


—Te quiero mucho, peque.


—Yo también te quiero.


Asiento al policía que mantiene la valla abierta y salgo. En cuanto pongo un pie en el tramo de calle vacío por el que ha trascurrido el desfile, los gritos con mi nombre van desapareciendo y todos se quedan muy callados, esperando a ver qué sucederá ahora. Creo que nunca había visto Manhattan sumida en un silencio así.


—Paula —susurra Pedro desde lo alto del escenario de una manera casi inaudible, con los ojos clavados en mí.


Yo suspiro conteniendo las lágrimas. Me muerdo el labio inferior y asiento sin dejar de mirarlo, tratando de digerir todo lo que siento por él, lo asustada que estoy, las ganas que tengo de que me abrace, de que me bese, de ser feliz con él.


Pedro se baja de un salto, pasa las vallas de seguridad con otro y sale corriendo hacia mí. No me lo puedo creer. No me puedo creer que esto esté pasando. Nos fundimos en un abrazo y por fin, sencillamente, vuelvo a sentirme completa.


Todos estallan en aplausos. Me aferro a él con tanta fuerza, con las manos retorciendo la tela de su abrigo, que casi no puedo respirar, pero no me importa. Vuelvo a ser feliz.


—Te quiero —dice separándose lo justo para atrapar mi mirada, tomando mi cara entre sus manos.


—Te quiero —respondo.


—Va a salir bien; lo sabes, ¿verdad?


—Sí.


Se acabaron los miedos, las dudas.


—Mi vida sólo merece la pena porque tú estás en ella y voy a encargarme cada día de que seas feliz —sentencia.


Y sin decir nada más, sella este cuento de hadas besándome con fuerza. Nueva York grita y aplaude.


Coldplay empieza a tocar Charlie Brown. Cada deseo, cada sueño que he tenido, sencillamente se hace realidad. Lo quiero y Pedro Alfonso me quiere a mí. Nos hemos odiado, hemos sido amigos, nos hemos deseado y nos hemos querido, y sé que, a partir de ahora, todo eso sucederá a la vez, por eso es amor de verdad, por eso los cuentos de hadas todavía existen, por eso tengo claro que vamos a tener nuestro «felices para siempre».