sábado, 24 de junio de 2017

CAPITULO 41 (PRIMERA HISTORIA)




Los días pasan sin darme cuenta y ya van más de dos semanas desde que me llevó al club. Me paso las mañanas entre la universidad y la oficina. Pedro puede ser odioso, pero estoy aprendiendo muchísimo con él. A regañadientes, ha aceptado que pase más tiempo con Octavio y Jeremias. 


Todas sus protestas, que les dedicó a ambos a voz en grito, eran básicamente que él era el más guapo e inteligente de los tres, así que no entendía qué iba a aprender con ellos.


Sin embargo, los dos insistieron, sospecho, y me divierte, que con el único objetivo de fastidiarlo. La versión oficial tiene algo que ver con que pueda tener nociones de todas las áreas en las que se desenvuelve la empresa, a pesar de que todavía no hayan querido explicarme exactamente a lo que se dedica. Según Pedro, dirigen inversiones, dan cobertura legal, solventan problemas fiscales o gestionan patrimonios. Resuelven la vida de sus clientes por una módica cantidad de dinero. Tuve que aguantarme la risa cuando oí la palabra módica. Las cifras que se manejan aquí son astronómicas.


Continúo sin despacho propio. Cada vez que le pregunto a Pedro sobre ese asunto, me ignora por completo o simplemente finge no recordar haberme prometido tal cosa.


El sexo sigue siendo una auténtica locura. Algo indomable y
espectacular. Hemos vuelto al club y algunas veces hemos jugado con Erika u otras chicas. Pedro ha insinuado en varias ocasiones que también lo haremos con un chico, pero sólo se ha quedado en insinuaciones. Siempre que hemos estado en alguna fiesta donde hubiese otros hombres, Pedro me ha engatusado para tenerme en su regazo toda la noche, besándome y acariciándome, y yo he aceptado más que encantada.


Esta mañana, en cuanto Pedro se ha marchado a una reunión, Lola se ha presentado en la oficina más que indignada. Me reprocha que la esté abandonando por una vida de sexo desenfrenado y eso no piensa consentirlo. Le da igual que sea un jueves cualquiera, esta noche tengo que irme a cenar con ella y después a beber cócteles a su apartamento. No me da opción.


Cuando le digo a Pedro que esta noche no dormiré con él, no le da importancia, pero me explica que, a cambio, tendré que compensarlo por las expectativas creadas. Según él, lleva viéndome toda la mañana con ese vestidito y esperaba follarme dos veces antes de dejar que me lo quitara.


Lo mando al cuerno y me río tomándomelo a broma. Sin embargo, a la hora del almuerzo estoy derritiéndome literalmente, agarrándome con fuerza al impoluto lavabo del aún más impoluto baño de su despacho, mientras me embiste con fuerza consiguiendo que cada vez que su pelvis choca contra mi trasero pierda un poco más la razón y todo el espacio se llene de placer.


Con Lola lo paso de cine. Cenamos, charlamos, nos reímos y, por supuesto, bebemos. No tengo ni idea de la hora que es cuando nos vamos a dormir. Ella insiste en que debería mandarle un mensaje a Pedro dándole las buenas noches y yo inmediatamente decido que es una buena idea. No quiero que se sienta solo.



****


Los rayos de sol atraviesan la ventana. Me molestan. Me molestan mucho. Me giro huyendo de la luz y todo parece girar conmigo trescientos sesenta grados. Joder, me duele muchísimo la cabeza. Algo empieza a sonar en la mesita. Abro un ojo haciendo un esfuerzo titánico y veo el despertador de I love New York de Lola pitando ruidoso y
estridente junto a un margarita a medio terminar. Tengo una resaca horrible. En cuanto recupere fuerzas, pienso asesinar a Lola.


Veo la mano de mi amiga volar sobre mi cabeza y apagar el
despertador de un golpe.


—Te odio —murmuro con la voz ronca por el exceso de alcohol y el sueño. —Necesito un Bloody Mary hasta arriba de apio —responde girando en la cama hasta quedar bocarriba.


—Yo puedo darte una idea de dónde meterte el apio.


—Perra.


—Perra, tú —contraataco—. Son las siete de la mañana y creo que he estado borracha hasta hace más o menos diez minutos. Tengo que entrar a trabajar en una hora. ¿Te haces una idea de lo que va a ser aguantar a Pedro Alfonso con resaca?


Cuando me refiero a él en el sentido laboral, lo hago por su nombre completo. Da una idea más aproximada de lo ogro-odioso-insoportable que puede llegar a ser.


—Lo que tienes que hacer es, nada más entrar, ponerte de rodillas y hacerle una mamada.


Le doy una patada y ella se queja.


—¿Qué? —protesta indignada—. Así lo tendrás feliz todo el día y tú podrás dedicarte a descansar el dolor de cabeza.


No tengo más remedio que echarme a reír, pero con cada carcajada el dolor de cabeza se intensifica y, por algún motivo, eso hace que me ría más y, por tanto, me queje más, Lola se ría, se queje y ninguna de las dos pueda parar. Es un sinsentido.


Diez minutos después me arrastro hasta la ducha. Estoy lavándome el pelo cuando pequeños flashes de todo lo que hicimos ayer van desfilando por mi mente. Sonrío con todos ellos hasta que una idea de lo más absurda cruza mi cabeza. Inmediatamente la descarto por eso, por absurda, pero entonces un vago recuerdo hace acto de presencia y, antes de tener el mayor ataque de pánico de mi vida, cierro el grifo de un manotazo y, con la mitad del cuerpo aún lleno de espuma, me envuelvo en una toalla y regreso corriendo a la habitación.


—Por Dios, dime que ayer no le mandé un mensaje a Pedro — gimoteo.


Lola me mira como si le estuviera hablando en chino mandarín. Yo resoplo y salgo disparada hacia la mesita. Compruebo el móvil. No hay ningún mensaje. Respiro aliviada. Pero entonces caigo en otra posibilidad.


—¿Dónde está tu teléfono?


Lola lo piensa un segundo.


—En el salón, creo.


Corro hacia allí y estoy a punto de resbalarme una docena de veces antes de llegar. Miro a mi alrededor. ¿Dónde está el maldito móvil?


—¡El jenga patriótico de los penes! —grita desde la habitación.


Ahora creo que es ella la que está hablando en chino mandarín, pero por casualidad miro hacia la mesa y veo la torre del juego jenga en una partida a medias. La mitad de las fichas de madera están garabateadas o simplemente tienen borrones negros. Automáticamente recuerdo que anoche decidimos pintar una postura del Kamasutra en cada ficha, con la condición de que debían ser posturas que hubiésemos practicado con un estadounidense en la cama. 


Gracias a Pedro, que Lola aceptó por estar nacionalizado, tengo mucho repertorio. Si no, creo que no habría podido pintar más de tres piezas. Mi amiga no paraba de gritar que era una manera de animar a nuestras tropas, pero no entendí muy bien el significado. Lo curioso es que ayer las dos estábamos convencidas de que estábamos pintando auténticas obras de arte en cada ficha. No podríamos
estar más equivocadas.


Junto a la torre está el iPhone de Lola. Al verlo, recuerdo por qué estaba tan alterada y la inquietud vuelve a ponerme los pelos de punta. Por favor, Dios, Karma, Universo, no me hagáis esto. Reviso los mensajes y suspiro aliviada cuando veo que no hay ninguno enviado a Pedro.


Estoy a salvo.


Terminamos de arreglarnos y nos tomamos una taza tamaño
extragrande de café. Lola me presta algo de ropa, pero me está enorme.


Necesitaré pasarme por el ático. Además, tengo que recoger un par de libros si quiero ir a la universidad a media mañana. 


Uff… estudiar, no sé si voy a ser capaz con este dolor de cabeza. Necesito dos ibuprofenos o tres o una lobotomía.


Atravesamos la ciudad en la Vespa de Lola y llegamos a Park Avenue relativamente rápido.


—¿Subes? —le pregunto quitándome el casco con la virgen de Guadalupe.


—Por supuesto —responde sin asomo de duda bajándose de la moto y colgándose su caso del antebrazo—. No pienso desperdiciar la oportunidad de ver el picadero de Pedro Alfonso.


Ambas nos sonreímos traviesas, como si fuésemos dos niñas a punto de comer galletas sin permiso, y entramos en el edificio. Lola me mira burlona cuando saludo al portero y él me devuelve el gesto acompañado con un profesional «señorita Chaves».


—Te veo muy… —simula estar buscando la palabra adecuada—… ambientada.


Yo finjo no oírla y observo cómo las puertas del ascensor se cierran.


Me quedan cuarenta y una plantas de burlas indiscriminadas.


Cuando las puertas del elevador vuelven a abrirse, Lola suspira admirada al comprobar el ático que se abre a nuestros pies. No la culpo.


La casa, ya con el primer vistazo, resulta impresionante. La dejo recreándose en las vistas y camino hasta la barra de la cocina, donde dejé mi libro de economía ayer por la mañana. Por inercia, miro hacia la puerta del dormitorio. Me sorprende que esté cerrada. Pedro no suele dormir hasta tan tarde.


—Este sitio es increíble —comenta Lola distrayéndome—. Ese alemán malnacido tiene mucha clase.


Sonrío centrándome de nuevo en el libro. Creo que nunca les he oído dedicarse un apelativo amable.


Estoy revisando mi agenda para comprobar qué tengo que hacer hoy exactamente cuando oigo la puerta de la habitación abrirse. Lola y yo nos miramos instintivamente y a la vez dirigimos nuestra atención al dormitorio justo a tiempo de ver salir a la mujer con las piernas más largas del mundo. Nos sonríe a modo de saludo y, subida en unos tacones de infarto, se dirige hacia la cocina. Es guapísima, con la piel
perfectamente bronceada y una larga y cuidada melena con mechas californianas.








CAPITULO 40 (PRIMERA HISTORIA)




Me bajo de mis tacones nude en el ascensor. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza. Estoy sola. 


Pedro debe de estar aún en el Archetype. Resoplo de nuevo. No me interesa donde esté. Por mí puede quedarse a vivir allí. Resoplo una vez más. Ni siquiera yo me he creído eso.


Me dejo caer en el sofá y echo un vistazo a mi alrededor. Las chicas que lo miraban en el club eran tan guapas. Erika es tan guapa. Cabeceo y enciendo la tele dispuesta a distraerme. No me apetece enfrentarme cara a cara con todos mis complejos ahora mismo.


Sonrío encantada al descubrir en el canal clásico una reposición de El sueño eterno. Me encantan las películas de detectives en blanco y negro, sobre todo las de Bogart, y en especial ésta. Es mi preferida.


Voy hasta el frigorífico, saco una botellita de agua y, para mi
sorpresa, tras rebuscar un poco por la cocina, encuentro un paquete de palomitas para microondas. Pensaba que Pedro Alfonso sólo se alimentaba de sexo y manzanas y, para todo lo demás, llamaba al restaurante italiano más elitista de la ciudad.


Mientras espero a que se hagan las palomitas, el teléfono fijo
comienza a sonar. Tuerzo el gesto y miro el aparato. Ni siquiera debería molestarme en cogerlo, no van a contestar, pero me conozco. Si no lo hago, la idea de que era algo importante me estará persiguiendo toda la noche. —¿Diga? —contesto malhumorada. Como ya sospechaba, nadie responde—. ¿Diga? —repito.


No le dedico ni un tercer «diga». ¿Quién diablos será? Pedro lo sabe. Frunzo los labios. Pedro lo sabe, pero no quiere contármelo.


Seguro que es una exnovia con problemas mentales. Sonrío con malicia.


No se merece menos.


Estoy acurrucada en el sofá, con Lauren Bacall diciendo aquello de «no me gustan sus modales» a lo que Bogart responde «a mí tampoco me vuelven loco los suyos» cuando me parece oír un ruido. Silencio la televisión y alzo la cabeza justo a tiempo de ver cómo las puertas del ascensor se abren y Pedro aparece tras ellas. Tiene la mano apoyada en la pared y la cabeza baja, pero esa increíble mirada alzada. Mick Jagger está sentado a mi lado en el sofá y Keith Richards toca la guitarra subido a la mesita de centro.


—¿Aún despierta, Pecosa? —pregunta entrando en el salón.


—Sí —murmuro nerviosa—. Estaba viendo una peli —me obligo a añadir para demostrarme a mí misma que soy capaz de hacerlo sin tartamudear.


Le presta atención a la televisión y frunce el ceño mientras rodea el sofá.


—¿Estás viendo El sueño eterno? —pregunta sorprendido dejándose caer a mi lado.


—Es mi peli favorita —confieso con una sonrisa.


Pedro me devuelve el gesto y me roba el mando para volver a activar el volumen.


—Eres una caja de sorpresas, Pecosa.


Sonrío de nuevo.


—Me encantan las pelis de detectives de Bogart. Las veía con mi abuelo.


Pedro me mira durante un par de segundos y decidido vuelve a quitarle el sonido a la televisión.


—Quiero que me hables de tu familia.


Yo me encojo de hombros.


—No hay mucho que contar —respondo jugueteando con las
palomitas.


—Aun así, quiero saberlo.


Otra vez no hay amabilidad en sus palabras. Me pregunto si conocerá el significado de la palabra empatía. A veces tengo clarísimo que no.


Resoplo y me preparo para hablar con la mirada fija en mis dedos.


No es uno de mis temas de conversación favoritos.


—No conocí…


Ahora es Pedro el que resopla interrumpiéndome. Se inclina sobre mí, me quita el bol de las manos y lo deja sobre la mesita de centro.


—Me gustaría que habláramos como adultos —me reprende exigente.


¿Empatía? Dudo mucho que sepa ni siquiera cómo se escribe.


Alzo la cabeza dejándole claro la antipatía que me despierta en este momento. Pedro me mantiene la mirada con sus ojos, ahora caprichosamente verdes, llenos de una arrogancia sin edulcorar. Es odioso. Consigue que el orgullo me hierva como nunca antes me había pasado.


—No conocí a mi padre. Se largó antes de que yo naciera y nunca he sabido nada de él. Llevo su apellido porque mi madre tenía la estúpida idea de que un día volvería.


Mi enfado con Pedro ha conseguido que diga las palabras claras, sin miedo y sin sentirme violenta. Me pregunto si es eso lo que quería conseguir y automáticamente me relajo.


—¿Y tu madre? —inquiere.


—Murió cuando tenía cinco años y mi abuela poco después, así que tampoco me acuerdo mucho de ninguna de ellas —respondo encogiéndome de hombros de nuevo—. De la noche a la mañana nos quedamos mi abuelo y yo solos. Fue el mejor padre del mundo. —Sonrío al recordarlo—. Cuando se enteró de que había utilizado el préstamo universitario para pagar sus facturas del hospital, estuvo tres días sin hablarme. —Mi sonrisa se ensancha, pero también se vuelve más triste—. Con el segundo crédito, me echó dos días de casa.


De reojo veo cómo una serena y tenue sonrisa aparece en los labios de Pedro.


—Lo último que me dijo antes de entrar en quirófano fue: «tienes que aprender a elegir mejor tus batallas, Paula Chaves».


Ahogo un triste suspiro en una sonrisa mal fingida.


Pedro alza la mano y me mete un mechón de pelo tras la oreja.


Deja su mano en mi mejilla unos segundos de más, acariciándome suavemente con la punta de los dedos. Hoy ha sido un día increíblemente intenso y, haber recordado a mi abuelo primero con Lola y ahora con


Donovan, lo ha hecho aún más. Me preocupa que mi amiga tenga razón y simplemente me esté autoengañando.


Como si pudiera leerme la mente, Pedro me coge por las caderas y me sienta a horcajadas sobre él. Ese mismo mechón rebelde vuelve a caerme por la mejilla. Pedro alza la mano una vez más y, con su preciosa mirada fija en el movimiento, vuelve a colocármelo tras la oreja.


—¿Qué pasa?


Resoplo. Nunca he sido una chica cobarde. Mi enorme bocaza no puede traicionarme ahora.


—No quiero que te corras en la boca de ninguna otra chica —suelto de un tirón.


Pedro frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar sus ojos de los míos. Está tratando de leer en mi mirada, en toda mi expresión, y por un momento puedo ver una pizca de ansiedad brotar en sus ojos tan azules como verdes.


—No te enamores de mí, Pecosa.


—No lo haré —me apresuro a sentenciar.


Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza. Nos tumba en el sofá sin permitir un sólo centímetro de aire entre nosotros.


—Prométemelo —le pido contra su labios.


Sé que es una estupidez, que no implica que no vaya a tener sexo con ellas, a estar con ellas, a enamorarse de ellas, pero necesito saber que toda la sensualidad que vivimos en ese momento, que esa pequeña burbujita de intimidad, va a seguir siendo suya y mía, y que nunca dejará que entre ninguna otra chica, que siempre me elegirá a mí.


—Te lo prometo —responde.


Y algo dentro de mí brilla con una fuerza desbocada.


No estoy siendo ni honesta, ni lista, ni leal conmigo misma.







CAPITULO 39 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro vuelve a encogerse de hombros y camina decidido hasta una de las paredes junto al sofá. Hace presión con la palma de la mano en una parte determinada y una puerta se abre. Yo la observo sorprendida. No me había dado cuenta de que había una puerta, aunque, ahora que lo sé, es bastante fácil diferenciarla del resto de la pared.


Con paso curioso, parece la palabra de la noche, me dirijo hasta Pedro, que mantiene la puerta abierta. Atravieso el umbral y accedo a un elegante baño de diseño italiano y azulejos inmaculadamente blancos.


Justo en el centro tiene una bañera redonda kilométrica, que imagino también será un jacuzzi, y de la que pende una inmensa ducha fija.


A un lado se levanta un serpenteante muro de casi dos metros de alto de pequeños azulejos en tonos grises y tras él se esconde la ducha.


El que diseñó este club debe de tener la palabra sofisticación escrita en su tarjeta de visita. Es impresionante.


Pedro cierra la puerta y camina hasta la ducha. Se detiene junto al muro y deliciosamente desnudo se vuelve para mirarme.


—¿Ducha y anal? —inquiere lleno de naturalidad, equiparando su pregunta al «¿quieres sirope con las tortitas?».


Yo entorno la mirada conteniendo la risa de nuevo.


—Eso sí que vas a tener que ganártelo, señor Alfonso —replico echando a andar, recordando su propia frase.


Pedro me dedica su media sonrisa sexy, muy sexy.


—Otra cosa que vas a acabar suplicándome —susurra con sus labios peligrosamente cerca de mi oreja cuando paso junto a él.


Sus palabras me dejan clavada en el suelo. Otra vez estoy absoluta y completamente excitada y sin posibilidad de reacción. Pedro, que sabe perfectamente en el estado en el que me ha dejado, comienza a andar arrogante.


—Ducha, Pecosa —repite.


¡Maldito cabronazo!


Respiro hondo. Tengo que reaccionar de una vez y, sobre todo, tengo que dejar de pensar lo bien que se le tiene que dar, porque, si no, voy a terminar suplicando antes de que acabe el día. Tuerzo el gesto. Tengo que aprender a tener la guardia siempre levantada con este hombre.


La ducha, que en teoría iba a ser algo rápido, acaba alargándose casi una hora. Pedro se empeña en enjabonarme y después en que yo lo enjabone a él. No sé cuántas veces le aparto las manos de un manotazo. Si hubiese dependido de él, la ducha habría durado por lo menos otra hora más.


Al salir, me da un poco de rabia no tener ropa limpia. No tengo más remedio que volver a ponerme la que llevaba. 


Afortunadamente, como en el hotel de lujo más exquisito de la ciudad, hay todos los completos de tocador imaginables, así que puedo secarme el pelo con el secador, recogérmelo en un gracioso moño de bailarina e incluso maquillarme un poco.— Ya estoy lista —digo regresando a la habitación.


Pedro se ha servido otro Glenlivet. Está apoyado en una pequeña mesa con la mirada perdida en las preciosas vistas al East River.


Mis palabras le hacen girarse. Por Dios, está espectacular, con la camisa blanca, sin la chaqueta, y el pelo aún húmedo y desordenado echado hacia atrás con la mano.


—Te he pedido un taxi—comenta dejando el vaso sobre la mesa.


Asiento. No sé por qué de pronto me siento tan nerviosa.


Atravesamos la sala principal, mucho más ambientada que antes, hasta la puerta de entrada. Pedro me guía con su mano al final de mi espalda. Algunas mujeres se quedan mirándome pero, sobre todo, lo miran a él. No las culpo. Está increíble y ellas también lo están y toda esa inseguridad y la punzada de celos que sentí en la habitación se recrudecen.


Salimos a la calle. El taxi me espera a unos metros. 


Pedro se mete las manos en los bolsillos y a mi lado camina desenfadado. A cada paso que avanzamos me siento peor. No quiero que se quede aquí. Sé perfectamente lo que va a hacer si se queda aquí. Trato de apremiar a mi cerebro para que piense algo, lo que sea, que le obligue a venir conmigo.


Puedo fingir que estoy enferma, pero es demasiado rastrero. 


Yo no soy así.


Abro la puerta del taxi, pero justo antes de subir me detengo.


—Sólo estaremos Lola y yo —le explico—. Si quieres, puedes venir.


Por favor, di que sí. Por favor, di que sí.


Pedro sonríe con cierta ternura. Se asoma por la ventanilla del copiloto y le da al conductor un billete de cincuenta.


—Donde la señorita diga.


El tipo coge el dinero y masculla un «sin problemas». Pedro
vuelve a incorporarse y centra su mirada otra vez en mí.


—Mejor me quedo aquí.


Yo asiento obligándome a lucir la mejor de mis sonrisas y me meto en el taxi. Pedro me cierra la puerta con la mirada fija al frente y finalmente se inclina hasta encontrarla con la mía a través de la ventanilla abierta.


—Ten cuidado, Pecosa —me pide con su voz preciosa y ronca.


Asiento de nuevo. Sé que se refiere a esta noche, una advertencia de lo más común para una chica que se dispone a andar sola de noche por Nueva York, pero tengo la sensación de que ese «ten cuidado» también iba por nosotros, es una versión remasterizada del «esto sólo es sexo, no te enamores de mí».


Pedro golpea el techo del taxi y el conductor se incorpora al tráfico.


—Al 94 de la calle Orchard, en el Lower East Side —le digo al taxista cuando hemos avanzado un puñado de metros.


Suspiro con fuerza y sacudo la cabeza. Esto es una estupidez. No puedo colarme por Pedro Alfonso. Al pronunciar mentalmente su nombre, inconscientemente me vuelvo y lo observo aún de pie en mitad de la calle, viendo cómo el taxi y yo nos perdemos por la 50 Este. Él es como
es, lo que he visto en ese club. Algo delicioso, eléctrico, pero algo de lo que está prohibido enamorarse. Tengo que tener está idea clarísima si quiero seguir con esto. Si bajo la guardia y me enamoro, no duraré con el corazón intacto ni cinco minutos.


Soy una funambulista y estoy caminando por el alambre sin red.


«Eres una idiota que se está colando por quien no debe.»


Resoplo y dejo caer la cabeza contra el respaldo del taxi. Me
pregunto qué se sentirá con una voz de la conciencia que no sea un verdadero asco.


Recojo a Lola en su apartamento y vamos a cenar al hotel Chantelle.


Sólo está a una manzana. Es un sitio sencillo pero muy agradable.


Además, a Lola le encanta decir que vamos a cenar a un hotel. Es su propia versión de las mujeres ricas de Manhattan yendo a tomar el almuerzo al Plaza. Nos acomodamos en una de las mesas junto a la barra y pedimos dos copas de vino.


—Bueno —llama mi atención Lola reordenando el salero, el
pimentero y el servilletero mientras muestra su sonrisa más impertinente —, cuéntame ya a qué venía esa foto de Pedro Alfonso con una fusta, porque casi caigo desmayada en mi salón.


No puedo evitar sonreír. Creo que yo habría reaccionado igual si me hubiese mandado una foto así.


—Fue una estupidez —me defiendo.


—¿Le va el sado? —pregunta increíblemente interesada, echándose hacia delante e ignorando por completo mis palabras.


—No. —Lo pienso un segundo—. No lo sé. —Lo pienso de nuevo—. No de la manera que tú crees —me apresuro a aclararle.


Lola frunce el ceño y vuelve a recostarse elegantemente sobre la silla.


—Es espectacular en la cama, ¿verdad? —comenta volviendo a lucir de nuevo esa sonrisilla—, y no se te ocurra decirme que no te has acostado con él —me amenaza apuntándome con el índice.


Yo me encojo de hombros tratando de ocultar una sonrisa de lo más boba.


—Sí, nos hemos acostado, pero no te mentí cuando te dije que ése no era el motivo por el que me había llevado a su casa. La primera vez fue hace tres días.


—Es decir —me corrige ceremoniosa—, tres días de sexo
desenfrenado.


Ni que lo digas.


—¿Habéis decido qué tomaréis? —pregunta el camarero sacando su bloc de notas.


Voy a abrir la boca dispuesta a pedir una hamburguesa con queso, pero Lola me interrumpe:


—Danos cinco minutos —le pide con su mejor sonrisa—. Estamos hablando de algo importante.


Pongo los ojos en blanco. Tengo hambre.


—¿Y sois… —Lola agita la mano con mucha floritura buscando la palabra adecuada—… novios?


Desde luego, quien diga que no es una mujer no entiende una pizca de lo que significa la palabra femenina.


—No, no somos novios —respondo con ánimo de aclarar todas las dudas.


«Como si eso fuera tan fácil.»


—¿Y qué sois?


Resoplo. No debería ser tan complicado contestar una pregunta de tres palabras, dos en realidad. ¿La ye cuenta?


—Amigos, supongo.


Lola frunce los labios y me reprende con la mirada. Está claro que esta situación comienza a no hacerle la más mínima gracia.


—Paula…


—Puede que no tenga claro lo que somos —la interrumpo—, pero sí sé lo que no somos. Entre nosotros sólo hay sexo. Nada más.


Ella no dice nada, pero su perspicaz mirada tampoco desaparece. Eso hace que automáticamente, y en contra de mi voluntad, yo también comience a reflexionar sobre toda esta situación.


—He estado a punto de fingir que estaba enferma para que no se quedara en el club —le confieso sintiéndome horriblemente mal. A la altura de la amiga de la mala de las telenovelas. Aún no estoy al nivel de la malvada principal.


Lola se echa hacia delante en un rápido movimiento.


—¿Qué decía siempre tu abuelo?


Resoplo. No quiero hablar de mi abuelo ahora.


—¿Qué decía siempre tu abuelo? —repite.


—Que en la vida hay que ser honesto, listo y leal con todos… —digo a regañadientes.


—Pero, sobre todo, con uno mismo —me interrumpe con ímpetu—. ¿Crees que lo estás cumpliendo?


No sé qué contestar a eso. Tampoco puedo negar la evidencia. Yo misma he pensado que me estoy metiendo en un lío tremendo.


—Últimamente pienso mucho en mi abuelo —me sincero con una sonrisa algo triste. Es la verdad. No lo digo con la intención de cambiar de tema—. Lo echo mucho de menos.


Lola también sonríe, pero a ella tampoco le llega a los ojos.


—Era un hombre increíble —sentencia.


Mi abuelo vivió en el Lower East Side desde que, siendo apenas un bebé, sus padres y él emigraron desde Irlanda. El barrio fue creciendo y cambiando, pero él nunca se marchó. Vivía en un apartamento a dos manzanas de su pequeño taller de coches en la calle Grand. La familia de Lola llegó desde México al barrio varios años antes de que ella naciera. Se instalaron allí y tampoco se mudaron nunca. Lola y yo nos conocemos desde que éramos unas niñas y, aunque ni mi abuelo ni sus padres están ya, estar en el barrio es como estar con ellos.


—Todavía recuerdo la primera vez que me dijo esa frase —comenta Lola con cierta nostalgia—. Tenía catorce años y me pilló besándome con Samantha Ariel sólo porque el imbécil de Andrew Lockwood me había dicho que no sería capaz de hacerlo. Cuando me quedé sola, tu abuelo, sin alzar la cabeza del coche que arreglaba, me soltó exactamente esas palabras.


Sonrío. Mi abuelo era así. No le gustaba mucho hablar y siempre estaba muy serio y concentrado en lo que tuviera entre manos. Sin embargo, era muy receptivo y con las palabras justas podía darte el mejor consejo que hubieras escuchado nunca.


—Al día siguiente —continúa—, Andrew Lockwood y yo nos
peleamos porque me llamó maricón. Tu abuelo observó toda la escena. Estaba acostumbrado a pelearme y no necesitaba que me defendieran. Él me dio su pañuelo para que me limpiara la sangre y volvió a su taller repitiendo la misma frase. Un día después fui a verlo para decirle que le había contado a mi familia cómo me sentía y lo que era realmente. Él se incorporó del coche que estaba arreglando, me miró, se limpió las manos en un impoluto trapo blanco y me dijo «veo que por fin has captado el mensaje».


Me echo a reír y Lola me sigue inmediatamente. Mi abuelo era un hombre increíble.


Seguimos hablando, cenando y riéndonos. Mientras nos despedimos junto al taxi en mitad de la calle Orchard, Lola me hace prometer que no bajaré la guardia y me andaré con cuidado. Yo sonrío y me quejo de lo exagerada que es. Puede que tenga mis dudas, pero estoy bien. No soy tan estúpida de imaginarme un felices para siempre con Pedro.