sábado, 24 de junio de 2017

CAPITULO 39 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro vuelve a encogerse de hombros y camina decidido hasta una de las paredes junto al sofá. Hace presión con la palma de la mano en una parte determinada y una puerta se abre. Yo la observo sorprendida. No me había dado cuenta de que había una puerta, aunque, ahora que lo sé, es bastante fácil diferenciarla del resto de la pared.


Con paso curioso, parece la palabra de la noche, me dirijo hasta Pedro, que mantiene la puerta abierta. Atravieso el umbral y accedo a un elegante baño de diseño italiano y azulejos inmaculadamente blancos.


Justo en el centro tiene una bañera redonda kilométrica, que imagino también será un jacuzzi, y de la que pende una inmensa ducha fija.


A un lado se levanta un serpenteante muro de casi dos metros de alto de pequeños azulejos en tonos grises y tras él se esconde la ducha.


El que diseñó este club debe de tener la palabra sofisticación escrita en su tarjeta de visita. Es impresionante.


Pedro cierra la puerta y camina hasta la ducha. Se detiene junto al muro y deliciosamente desnudo se vuelve para mirarme.


—¿Ducha y anal? —inquiere lleno de naturalidad, equiparando su pregunta al «¿quieres sirope con las tortitas?».


Yo entorno la mirada conteniendo la risa de nuevo.


—Eso sí que vas a tener que ganártelo, señor Alfonso —replico echando a andar, recordando su propia frase.


Pedro me dedica su media sonrisa sexy, muy sexy.


—Otra cosa que vas a acabar suplicándome —susurra con sus labios peligrosamente cerca de mi oreja cuando paso junto a él.


Sus palabras me dejan clavada en el suelo. Otra vez estoy absoluta y completamente excitada y sin posibilidad de reacción. Pedro, que sabe perfectamente en el estado en el que me ha dejado, comienza a andar arrogante.


—Ducha, Pecosa —repite.


¡Maldito cabronazo!


Respiro hondo. Tengo que reaccionar de una vez y, sobre todo, tengo que dejar de pensar lo bien que se le tiene que dar, porque, si no, voy a terminar suplicando antes de que acabe el día. Tuerzo el gesto. Tengo que aprender a tener la guardia siempre levantada con este hombre.


La ducha, que en teoría iba a ser algo rápido, acaba alargándose casi una hora. Pedro se empeña en enjabonarme y después en que yo lo enjabone a él. No sé cuántas veces le aparto las manos de un manotazo. Si hubiese dependido de él, la ducha habría durado por lo menos otra hora más.


Al salir, me da un poco de rabia no tener ropa limpia. No tengo más remedio que volver a ponerme la que llevaba. 


Afortunadamente, como en el hotel de lujo más exquisito de la ciudad, hay todos los completos de tocador imaginables, así que puedo secarme el pelo con el secador, recogérmelo en un gracioso moño de bailarina e incluso maquillarme un poco.— Ya estoy lista —digo regresando a la habitación.


Pedro se ha servido otro Glenlivet. Está apoyado en una pequeña mesa con la mirada perdida en las preciosas vistas al East River.


Mis palabras le hacen girarse. Por Dios, está espectacular, con la camisa blanca, sin la chaqueta, y el pelo aún húmedo y desordenado echado hacia atrás con la mano.


—Te he pedido un taxi—comenta dejando el vaso sobre la mesa.


Asiento. No sé por qué de pronto me siento tan nerviosa.


Atravesamos la sala principal, mucho más ambientada que antes, hasta la puerta de entrada. Pedro me guía con su mano al final de mi espalda. Algunas mujeres se quedan mirándome pero, sobre todo, lo miran a él. No las culpo. Está increíble y ellas también lo están y toda esa inseguridad y la punzada de celos que sentí en la habitación se recrudecen.


Salimos a la calle. El taxi me espera a unos metros. 


Pedro se mete las manos en los bolsillos y a mi lado camina desenfadado. A cada paso que avanzamos me siento peor. No quiero que se quede aquí. Sé perfectamente lo que va a hacer si se queda aquí. Trato de apremiar a mi cerebro para que piense algo, lo que sea, que le obligue a venir conmigo.


Puedo fingir que estoy enferma, pero es demasiado rastrero. 


Yo no soy así.


Abro la puerta del taxi, pero justo antes de subir me detengo.


—Sólo estaremos Lola y yo —le explico—. Si quieres, puedes venir.


Por favor, di que sí. Por favor, di que sí.


Pedro sonríe con cierta ternura. Se asoma por la ventanilla del copiloto y le da al conductor un billete de cincuenta.


—Donde la señorita diga.


El tipo coge el dinero y masculla un «sin problemas». Pedro
vuelve a incorporarse y centra su mirada otra vez en mí.


—Mejor me quedo aquí.


Yo asiento obligándome a lucir la mejor de mis sonrisas y me meto en el taxi. Pedro me cierra la puerta con la mirada fija al frente y finalmente se inclina hasta encontrarla con la mía a través de la ventanilla abierta.


—Ten cuidado, Pecosa —me pide con su voz preciosa y ronca.


Asiento de nuevo. Sé que se refiere a esta noche, una advertencia de lo más común para una chica que se dispone a andar sola de noche por Nueva York, pero tengo la sensación de que ese «ten cuidado» también iba por nosotros, es una versión remasterizada del «esto sólo es sexo, no te enamores de mí».


Pedro golpea el techo del taxi y el conductor se incorpora al tráfico.


—Al 94 de la calle Orchard, en el Lower East Side —le digo al taxista cuando hemos avanzado un puñado de metros.


Suspiro con fuerza y sacudo la cabeza. Esto es una estupidez. No puedo colarme por Pedro Alfonso. Al pronunciar mentalmente su nombre, inconscientemente me vuelvo y lo observo aún de pie en mitad de la calle, viendo cómo el taxi y yo nos perdemos por la 50 Este. Él es como
es, lo que he visto en ese club. Algo delicioso, eléctrico, pero algo de lo que está prohibido enamorarse. Tengo que tener está idea clarísima si quiero seguir con esto. Si bajo la guardia y me enamoro, no duraré con el corazón intacto ni cinco minutos.


Soy una funambulista y estoy caminando por el alambre sin red.


«Eres una idiota que se está colando por quien no debe.»


Resoplo y dejo caer la cabeza contra el respaldo del taxi. Me
pregunto qué se sentirá con una voz de la conciencia que no sea un verdadero asco.


Recojo a Lola en su apartamento y vamos a cenar al hotel Chantelle.


Sólo está a una manzana. Es un sitio sencillo pero muy agradable.


Además, a Lola le encanta decir que vamos a cenar a un hotel. Es su propia versión de las mujeres ricas de Manhattan yendo a tomar el almuerzo al Plaza. Nos acomodamos en una de las mesas junto a la barra y pedimos dos copas de vino.


—Bueno —llama mi atención Lola reordenando el salero, el
pimentero y el servilletero mientras muestra su sonrisa más impertinente —, cuéntame ya a qué venía esa foto de Pedro Alfonso con una fusta, porque casi caigo desmayada en mi salón.


No puedo evitar sonreír. Creo que yo habría reaccionado igual si me hubiese mandado una foto así.


—Fue una estupidez —me defiendo.


—¿Le va el sado? —pregunta increíblemente interesada, echándose hacia delante e ignorando por completo mis palabras.


—No. —Lo pienso un segundo—. No lo sé. —Lo pienso de nuevo—. No de la manera que tú crees —me apresuro a aclararle.


Lola frunce el ceño y vuelve a recostarse elegantemente sobre la silla.


—Es espectacular en la cama, ¿verdad? —comenta volviendo a lucir de nuevo esa sonrisilla—, y no se te ocurra decirme que no te has acostado con él —me amenaza apuntándome con el índice.


Yo me encojo de hombros tratando de ocultar una sonrisa de lo más boba.


—Sí, nos hemos acostado, pero no te mentí cuando te dije que ése no era el motivo por el que me había llevado a su casa. La primera vez fue hace tres días.


—Es decir —me corrige ceremoniosa—, tres días de sexo
desenfrenado.


Ni que lo digas.


—¿Habéis decido qué tomaréis? —pregunta el camarero sacando su bloc de notas.


Voy a abrir la boca dispuesta a pedir una hamburguesa con queso, pero Lola me interrumpe:


—Danos cinco minutos —le pide con su mejor sonrisa—. Estamos hablando de algo importante.


Pongo los ojos en blanco. Tengo hambre.


—¿Y sois… —Lola agita la mano con mucha floritura buscando la palabra adecuada—… novios?


Desde luego, quien diga que no es una mujer no entiende una pizca de lo que significa la palabra femenina.


—No, no somos novios —respondo con ánimo de aclarar todas las dudas.


«Como si eso fuera tan fácil.»


—¿Y qué sois?


Resoplo. No debería ser tan complicado contestar una pregunta de tres palabras, dos en realidad. ¿La ye cuenta?


—Amigos, supongo.


Lola frunce los labios y me reprende con la mirada. Está claro que esta situación comienza a no hacerle la más mínima gracia.


—Paula…


—Puede que no tenga claro lo que somos —la interrumpo—, pero sí sé lo que no somos. Entre nosotros sólo hay sexo. Nada más.


Ella no dice nada, pero su perspicaz mirada tampoco desaparece. Eso hace que automáticamente, y en contra de mi voluntad, yo también comience a reflexionar sobre toda esta situación.


—He estado a punto de fingir que estaba enferma para que no se quedara en el club —le confieso sintiéndome horriblemente mal. A la altura de la amiga de la mala de las telenovelas. Aún no estoy al nivel de la malvada principal.


Lola se echa hacia delante en un rápido movimiento.


—¿Qué decía siempre tu abuelo?


Resoplo. No quiero hablar de mi abuelo ahora.


—¿Qué decía siempre tu abuelo? —repite.


—Que en la vida hay que ser honesto, listo y leal con todos… —digo a regañadientes.


—Pero, sobre todo, con uno mismo —me interrumpe con ímpetu—. ¿Crees que lo estás cumpliendo?


No sé qué contestar a eso. Tampoco puedo negar la evidencia. Yo misma he pensado que me estoy metiendo en un lío tremendo.


—Últimamente pienso mucho en mi abuelo —me sincero con una sonrisa algo triste. Es la verdad. No lo digo con la intención de cambiar de tema—. Lo echo mucho de menos.


Lola también sonríe, pero a ella tampoco le llega a los ojos.


—Era un hombre increíble —sentencia.


Mi abuelo vivió en el Lower East Side desde que, siendo apenas un bebé, sus padres y él emigraron desde Irlanda. El barrio fue creciendo y cambiando, pero él nunca se marchó. Vivía en un apartamento a dos manzanas de su pequeño taller de coches en la calle Grand. La familia de Lola llegó desde México al barrio varios años antes de que ella naciera. Se instalaron allí y tampoco se mudaron nunca. Lola y yo nos conocemos desde que éramos unas niñas y, aunque ni mi abuelo ni sus padres están ya, estar en el barrio es como estar con ellos.


—Todavía recuerdo la primera vez que me dijo esa frase —comenta Lola con cierta nostalgia—. Tenía catorce años y me pilló besándome con Samantha Ariel sólo porque el imbécil de Andrew Lockwood me había dicho que no sería capaz de hacerlo. Cuando me quedé sola, tu abuelo, sin alzar la cabeza del coche que arreglaba, me soltó exactamente esas palabras.


Sonrío. Mi abuelo era así. No le gustaba mucho hablar y siempre estaba muy serio y concentrado en lo que tuviera entre manos. Sin embargo, era muy receptivo y con las palabras justas podía darte el mejor consejo que hubieras escuchado nunca.


—Al día siguiente —continúa—, Andrew Lockwood y yo nos
peleamos porque me llamó maricón. Tu abuelo observó toda la escena. Estaba acostumbrado a pelearme y no necesitaba que me defendieran. Él me dio su pañuelo para que me limpiara la sangre y volvió a su taller repitiendo la misma frase. Un día después fui a verlo para decirle que le había contado a mi familia cómo me sentía y lo que era realmente. Él se incorporó del coche que estaba arreglando, me miró, se limpió las manos en un impoluto trapo blanco y me dijo «veo que por fin has captado el mensaje».


Me echo a reír y Lola me sigue inmediatamente. Mi abuelo era un hombre increíble.


Seguimos hablando, cenando y riéndonos. Mientras nos despedimos junto al taxi en mitad de la calle Orchard, Lola me hace prometer que no bajaré la guardia y me andaré con cuidado. Yo sonrío y me quejo de lo exagerada que es. Puede que tenga mis dudas, pero estoy bien. No soy tan estúpida de imaginarme un felices para siempre con Pedro.








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