martes, 27 de junio de 2017

CAPITULO 50 (PRIMERA HISTORIA)



Me paso la mañana estudiando. La verdad es que consigo avanzar bastante. Mientras almuerzo, no paro de darle vueltas a la idea de deshacer por fin la maleta y colgar la ropa en las perchas. Después de todo lo que pasó ayer y, en cierta forma, tras lo que ha ocurrido esta mañana, creo que
ha llegado el momento de confiar en lo que sea que haya entre Pedro y yo. Mi parte más romántica le da un apasionado beso en los labios al póster de Jamie Dornan mientras suena música de Cyndi Lauper. ¡Es una locura!


Dentro del inmenso vestidor, no puedo evitar fijarme en la ropa de Pedro. La eficiencia alemana marca de la casa también es patente aquí y todo está perfectamente ordenado. Sonrío, casi río, cuando veo la hilera de camisas blancas y, antes de que me dé cuenta, estoy sucumbiendo a la tentación y oliendo una.


Mi iPhone suena en ese preciso instante, sobresaltándome. 


Miro la pantalla. Es Pedro. Seguro que tiene cámaras instaladas por aquí para grabar sus encuentros sexuales y ahora va a estar riéndose de mí durante meses.


¿Diga? —respondo temiéndome lo peor.


—¿Tienes un vestido bonito?


Su pregunta me pilla fuera de juego, pero, como no es una burla por lo de oler sus camisas, automáticamente me relajo.


—No —respondo impertinente—. Todos son horribles.


—Pues entonces ponte uno con el que pueda meterte mano. Tengo una cena con Jeremias y Octavio y seguro que me aburro muchísimo — continúa fingidamente displicente. Adora estar con esos dos.


—¿Me estás invitando? —pregunto con una estúpida sonrisa en la cara.


—Las coges al vuelo, Pecosa —se ríe de mí—. A las ocho en el Malavita. No llegues tarde.


Cuelga y mi estúpida sonrisa se ensancha hasta límites insospechados.


Estoy vaciando mi maleta cuando el teléfono fijo comienza a sonar.


Resoplo y echo a andar en dirección al salón. Ni siquiera sé por qué me molesto en cogerlo. No van a responder.


—¿Diga? —Espero un par de segundos—. ¿Diga? —repito estirando las vocales.


Me encojo de hombros y me separo el teléfono de la oreja dispuesta a colgar.


Me gustaría hablar con Pedro.


Abro los ojos como platos y por un momento me quedo paralizada.


Es una voz de hombre. Eso rompe todas mis teorías sobre exnovias chifladas o acosadoras celosas.


—Le pregunto si es posible hablar con Pedro —repite.


¡Di algo, idiota!


—Sí... bueno, no —rectifico—. Ahora no está en casa —me explico —. ¿Quién le llama?


Sé que podría ser más educada, pero él tampoco se ha tomado muchas molestias para serlo llamando y colgando sin decir una palabra.


—¿Hola? —llamo su atención al ver que no responde.


Tras unos segundos me doy cuenta de que ha colgado. Me llevo el teléfono a los labios, pensativa. Miro el identificador de llamadas, pero aparece como número privado. Dejo el aparato en su soporte y vuelvo a la habitación aún dándole vueltas. Es un hombre. Desde luego eso no me lo esperaba.


A las seis ya me estoy duchando y decidiendo qué ponerme. 


Me empiezo a arreglar tan ridículamente pronto que a las siete ya estoy mano sobre mano haciendo tiempo. Cada vez que veo el teléfono, recuerdo la llamada. Estoy muy intrigada.


A las siete y media ya no aguanto más y, aunque sé que es algo temprano, me pongo el abrigo y salgo del ático.


Quince minutos después estoy en la puerta del Malavita, así que me queda otro cuarto de hora por esperar. Hace un frío que pela, pero me quedo fuera. No sé a nombre de quién está la reserva.


Sin embargo, a las ocho y diez sigo todavía en la puerta contra todo pronóstico. Los chicos son muy puntuales. 


Extrañada, llamo a Pedropero no me coge el teléfono. Lo intento con Octavio y Jeremias, pero tampoco obtengo respuesta. Frunzo el ceño. Es muy raro. ¿Habrán llegado
antes que yo y, quizá, ya están dentro?


Entro en el restaurante, me acerco a la maître y la saludo con una sonrisa.


—Verá, he quedado para cenar y tal vez las personas a las que espero ya estén dentro.


Ella asiente.


—¿Tenían reserva? —me pregunta profesional.


—Sí, imagino que sí.


La mujer me mira como si me hubiese caído de lo alto de un guindo sólo por imaginar que alguien podría haber conseguido mesa aquí sin reserva, pero, entonces, ¿por qué pregunta?


—¿A nombre de quién?


Resoplo. Vayamos por riguroso orden de nombre de empresa.


—¿Colton?


La mujer asiente de nuevo y repasa la lista.


—No tenemos ninguna reserva con ese nombre.


—¿Podría probar con Fitzgerald?


Por lo menos sólo tengo tres posibilidades. La maître repasa la lista con su pluma dorada y alza la cabeza con gesto un tanto molesto.


—No tenemos ninguna reserva con ese nombre —repite.


—¿Alfonso? —replico nerviosa.


Ella resopla. Creo que, si tampoco está a nombre de Pedro, va a echarme del restaurante. Eso sí, muy amablemente.


—Alfonso, mesa para cuatro. Aún no han llegado. ¿Desea pasar y esperarlos? —inquiere dándome paso con la mano.
Niego con la cabeza.


—Se lo agradezco, pero esperaré fuera.


Qué extraño. Ya son casi y media. En la acera del restaurante, en plena 25 Oeste, vuelvo a llamarlos, pero ninguno de los tres coge el teléfono.


A las nueve estoy oficialmente preocupada. Más aún cuando llamo a las oficinas y el guardia de noche me informa cordialmente de que los tres salieron hace más de una hora. 


¿Dónde están?


A las nueve y media me doy por vencida. Estoy helada. Paro el primer taxi que veo y regreso al ático. Sigo llamando, pero nada. Antes de subir le pregunto al portero si Pedro ha pasado por aquí, pero me dice que no lo ha visto, aunque también me comenta que su turno empezó hace poco más de una hora.


No soporto estar simplemente esperando. Estoy muy preocupada. Ha debido ocurrir algo. Estoy planteándome seriamente ir a la oficina a buscar algún teléfono donde poder localizar a Octavio o a Jeremias cuando oigo las puertas del ascensor abrirse. Miro el reloj. Son más de las diez.


Pedro entra con paso acelerado. Tiene la expresión endurecida.


Está furioso, nervioso.


Pedro —lo llamo caminando hacia él.


Al verme, se detiene y, aturdido, da un paso hacia atrás. Mi
preocupación aumenta hasta límites insospechados.


—¿Qué ha pasado? —inquiero en un hilo de voz.


Pedro niega con la cabeza y no sé si lo hace a mi pregunta o a lo que quiera que haya sucedido. Está agotado y no me refiero a algo físico.


Se pasa las manos por el pelo y, al hacerlo, me doy cuenta de que tiene los nudillos ensangrentados.


Pedro, ¿qué ha pasado? —repito más nerviosa—. ¿Te has
peleado con alguien?


Mis palabras parecen sacarlo de una especie de ensoñación. 


Doy un paso más y nuestras miradas al fin se encuentran. Lo que veo en sus ojos ahoga mi corazón y casi me deja sin aliento. Está destrozado.


Alzo la mano y le acaricio la mejilla. Sólo quiero consolarlo de algún modo. El contacto parece reconfortarlo; cierra los ojos y respira hondo, como si mi piel contra la suya fuese lo único que necesitara, pero apenas un segundo después se aparta brusco.


Pedro —murmuro.


Por Dios, ¿qué le ha pasado?


Se queda de pie, frente a mí, pero no me mira.


Pedro


—Te he reservado una habitación en el Saint Regis —me interrumpe apartándose de mí y caminando hasta el centro del salón—. Márchate.


Al fin me mira y sus ojos están inundados del dolor y la rabia más cristalinos que he visto jamás.





CAPITULO 49 (PRIMERA HISTORIA)





Ruedo por la inmensa cama. Aún no he abierto los ojos y ya tengo una gigantesca sonrisa en los labios. Sin embargo, no tarda mucho en apagarse y automáticamente frunzo el ceño. 


¿Dónde está Pedro?


Me levanto despacio, me pongo su camisa y salgo al salón. El corazón se me encoge al volver a encontrarlo sentado en el suelo con una vaso de Glenlivet y hielo en la mano. Vuelve a hacer el mismo ritual. Se toca el costado derecho, el brazo izquierdo por dos sitios, el hombro y, por último, la cicatriz sobre la ceja. Con cada gesto, un susurro en alemán.


Lo rodea una atmósfera tan triste que unas ganas casi asfixiantes por correr y consolarlo cierran mi estómago de golpe.


Pedro —murmuro avanzando un paso hacia él.


Mi única palabra no lo sobresalta. Pedro se termina la copa de un trago y se levanta ágil.


—¿Estás bien? —pregunto.


Pero él no contesta. Camina decido hacia mí, me carga sobre su hombro y me lleva de vuelta al dormitorio.



****


Me despiertan los rayos de sol entrando por la ventana. 


Perezosa, me giro buscando la oscuridad y me acurruco junto al costado de Pedro. Él gruñe adormilado y se gira para que estemos frente a frente. Nuestras piernas se encuentran e instintivamente se enredan. Su olor me envuelve.


Sonrío. Alza la mano y la pierde bajo la sábana buscando posesivo mi cadera. La suave tela se levanta a su paso e inconscientemente mi cuerpo sale a su encuentro. Aún adormilada, me acomodo en su pecho. Pedro agacha la cabeza y, despacio, explorando, busca la mía hasta que nuestros labios se quedan muy cerca.


No he abierto los ojos y sé que él tampoco lo ha hecho. Ni siquiera tengo claro si estamos despiertos del todo. Sólo nos estamos saboreando, disfrutando de que el otro esté ahí, en esta inmensa cama.


Mueve sus labios y nuestras bocas se encuentran. Nos fundimos en un beso largo, perezoso, somnoliento. Instintivamente los dos nos movemos a la vez y poco a poco mi cuerpo va quedando bajo el suyo. Sus caderas se pierden entre las mías y nuestras piernas vuelven a enredarse. 


Acaricio su abdomen y mis dedos se recrean en el músculo que nace en su cadera y se aventura hacia abajo. Pedro entrelaza su mano con una de las mías y las desliza por la cama hasta acomodarlas por encima de mi cabeza.


Seguimos besándonos. Sus labios saben tan bien.


Su otra mano sube despacio por mi costado, acariciándome con la punta de los dedos. Se pierde en mi pecho. Gimo. Sus besos se hacen más intensos. Me aferro a sus hombros.


Su mano aprieta con fuerza la mía.


Y entra en mí. Me deja sin respiración y me devuelve el preciado oxígeno con sus besos. Me embiste despacio, profundo, delicioso. Por primera vez no hay nada entre nosotros y todas las sensaciones se multiplican.


Los armónicos músculos de su espalda se tensan bajo mi mano.


Nuestros cuerpos se bañan de un dulce sudor.


Todo es deliciosamente lento, cadencioso, indomable, como algo que se deshace despacio, a su propio ritmo. Dos cuerpos simplemente disfrutando del calor del otro.


Gimo más fuerte. Pedro gruñe. Me pierdo en su espalda, en sus besos. Se mueve más rápido. Nuestras respiraciones se entremezclan. Mis caderas salen a su encuentro. Nuestros dedos se entrelazan con más fuerza.


—Paula —susurra.


Su voz. Su voz es lo mejor de todo.


Gimo. Gruñe. Grito. Y me deshago en la perfecta manera en la que se mueve, en cómo su boca conquista la mía, en la suave sensación de estar mecida entre sus caderas mientras mi cuerpo se rinde al suyo y a todo el placer multiplicado por mil de cada beso, de cada caricia, de cada embestida en esta mañana perfecta en la que no hemos follado hasta caer rendidos, sino en la que, por primera vez, hemos hecho el amor.


Pedro sigue moviéndose intenso, ágil, perfecto. Sus besos se desatan. Rodeo sus caderas con mis piernas. Su cuerpo se tensa y se pierde en el mío con mi nombre en sus labios.


El sonido de nuestras respiraciones entremezcladas llena la
habitación mientras seguimos con los ojos cerrados, disfrutando de esta sensación perfecta.


—Nunca había practicado sexo somnoliento.


Sus palabras me hacen abrir los ojos, los suyos ya me están
esperando. La luz filtrada por las finas cortinas los hace parecer casi verdes.


— No ha estado mal —añade satisfecho.


—No ha estado mal —repito, y pretendo fingirme indiferente, pero no puedo disimularlo por mucho más tiempo y una sonrisa inmensa acaba dibujándose en mis labios.


El iPhone de Pedro comienza a sonar.


—Mientes muy mal, Pecosa —sentencia dedicándome una media sonrisa.


Me da un sonoro beso, se levanta de un salto y sale de la habitación en busca de su teléfono.


Tumbada todavía en la cama, soy incapaz de dejar de sonreír. Puede que haya sido una locura hacerlo sin condón, pero sé que Pedro jamás se ha acostado con ninguna mujer sin usarlo. Es demasiado obsesivo y controlador para correr el más mínimo riesgo. Recapacito un segundo sobre mis propias palabras y mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechados. Acabo de compartir una primera vez con el dios del sexo.


No es que esté montada en un unicornio, es que estoy haciendo piruetas sobre él mientras sobrevolamos un arco iris custodiado por osos amorosos.


—Pecosa —me baja Pedro de la nube entrando en la habitación—, tengo que marcharme ya a la oficina.


Asiento y me incorporo rápidamente.


—Estaré lista en seguida —digo caminando hasta mi maleta.


—No. Estaré todo el día reunido con Jeremias y Octavio. Sólo estorbarías.


Tan encantador como siempre. Le dedico mi peor mohín y él finge no verlo.


—Quédate aquí —añade— y, por ejemplo, guarda tu ropa de una maldita vez en el vestidor. Por si no te has dado cuenta, no vives en un campamento de refugiados.


Entra en el baño dejándome con la palabra en la boca. Yo me quedo con la mirada clavada en la puerta. Por mucho que quiera, hoy no soy capaz de enfadarme con él.


Le robo uno de sus calzoncillos suizos y me pongo una de sus camisetas. Podría coger uno de mis pijamas, pero prefiero incordiarlo un poco y usar su ropa.


Estoy preparando café cuando Pedro sale perfectamente vestido.


Debería empezar a acostumbrarme a que sea tan injustamente atractivo.


Desayunamos en silencio. Él leyendo el Times y yo ojeando mi libro de macroeconomía. Mientras se pone el abrigo y se prepara para marcharse, yo llevo las tazas al fregadero.


—Me marcho —comenta con su habitual tono displicente—. No le abras la puerta a los desconocidos y haz algo productivo. No te pases toda la mañana oliendo mis camisas, aunque la tentación sea grande.


Yo le golpeo en el hombro a la vez que protesto.


—Eres un gilipollas.


Y soy plenamente consciente de lo estúpida que suena mi voz. En realidad, lo que quiero hacer es darle un beso, pero no sé cómo reaccionaría. Tengo clarísimo que puedo abalanzarme sobre él con la idea de echar un polvo siempre que quiera, pero no sé si le gustaría que lo besara. La idea es un poco rocambolesca, pero también la pura verdad.


—Diviértete en el cole —le digo impertinente haciendo uso de las palabras que él siempre me dedica a mí.


Pedro me observa al tiempo que frunce el ceño
imperceptiblemente. No soy capaz de mantenerle la mirada y acabo apartándola. ¿Qué me pasa? ¿Vuelvo a tener quince años? Voy a abrir la boca dispuesta a decir cualquier estupidez que no me haga quedar como una tonta embelesada, pero Pedro me interrumpe cogiéndome de la
muñeca y llevándome contra su cuerpo al tiempo que pone los ojos en blanco y sonríe displicente. Me besa con fuerza, intenso, delicioso.


Cuando se separa, la mirada de tonta enamorada es imposible de disimular. Él sonríe arrogante y se inclina despacio sobre mí.


—Me resultas transparente, Pecosa.


Me da un beso más corto a modo de despedida y se marcha.


Está claro que no me equivoqué cuando dije que era capaz de leer en mí.




CAPITULO 48 (PRIMERA HISTORIA)




Quince minutos después estoy en la puerta del edificio de Lola, helándome de frío, esperando a que ella llegue.


—Ana y Macarena han ligado con unos brokers de bolsa y se han quedado en el pub —me informa a unos pasos.


Tuerzo el gesto. Me sentía más cómoda con tres cómplices.


—¿Vas a decirme de una vez adónde vamos? —inquiere al llegar hasta mí.


La observo a la vez que frunzo los labios sopesando opciones.


Espero que no le parezca un plan absurdo y ridículo y se niegue a acompañarme.


—Vamos al Archetype —digo en un golpe de voz.


Lola conecta nuestras miradas tratando de leer en la mía.


Pedro está allí, ¿verdad?


—Sí y, antes de que digas nada —me apresuro a interrumpirla—, no estoy buscando ir allí para montarle una escena de celos ni nada parecido. Tengo un plan, pero no quiero presentarme sola ni tampoco así —añado tirando de mi sencillo vestido.


Lola se queda pensativa y, tras lo que me parece una eternidad, al fin sonríe.— Cara Delevingne —dice suspirando—, desfile de Sarah Burton para Alexander McQueen, semana de la moda de Nueva York 2012.


Sonrío sincera. Sé que siempre puedo contar con ella.


—Si quieres que te acompañe al Archetype, lo haré con mi mejor look, pero creo que es algo que sólo os incumbe a Pedro y a ti.


Asiento. Tiene razón. No voy a negar que preferiría que viniese para sentirme más respaldada, pero también entiendo que es algo que tengo que hacer yo sola.


Antes de ir a casa de Lola, pasamos por mi apartamento. 


Rebuscamos en mi armario hasta encontrar un vestido verde que ni siquiera recordaba que tenía y mis tacones negros de plataforma. Según Lola, cualquier ayuda para ganar unos centímetros será bienvenida.


Me miro frente al espejo. El maquillaje es perfecto y el vestido, una pasada, ajustado con un elegante escote, corto pero no vulgar. Giro sobre mis tacones para verme por detrás. Sonrío y giro de nuevo. Me siento sexy y rockera. Justo lo que necesito. Giro una vez más. Todo da vueltas y estoy a punto de chocarme contra el espejo. Tengo que dejar de ser tan patosa urgentemente.


Cuando el taxi se detiene frente al Archetype, tengo un nuevo ataque de dudas. Creo que voy a alimentar un fuego que no tengo claro que vaya a ser capaz de controlar. 


Respiro hondo. Para bien o para mal, este plan me dará respuestas y eso es lo que necesito. Asiento infundiéndome valor.


Puedo hacerlo.


El portero me abre la puerta y me saluda con un profesional «buenas noches» al que respondo con una sonrisa. Prefiero no hablar. Si no hablo, no hay posibilidades de tartamudear.


Antes de acceder a la sala principal, repaso el plan. Sólo tengo que fingir que tengo la suficiente seguridad en mí misma como para que llevar esta ropa y venir a este club sea algo completamente normal para mí. Si lo consigo, lo demás vendrá solo. Cree y creerán.


Me acerco a la barra y, mientras espero a que una de las camareras vestidas de pin-up me atienda, echo un vistazo a la sala. Pedro no está.


Trago saliva. Un fogonazo en mi mente hace que inmediatamente piense que está en una de las habitaciones con una mujer. Tengo el impulso de marcharme antes de verlo aparecer seguido de una chica con pinta de haber pasado el mejor rato de su vida, pero me contengo. Llegados a este punto tengo que ser valiente.


—¿Qué desea tomar?


Lo pienso un instante.


—Glenlivet con hielo.


La camarera me mira sorprendida un segundo pero en seguida me sirve la copa. No la culpo. El personal de este local es siempre el mismo, supongo que para evitar indiscreciones, y ninguna de las camareras me ha visto nunca pedirme una copa para mí. Normalmente le robo algunos sorbos a Pedro. Lo hacemos como parte del juego y de esa intimidad tan dulce que siempre se crea entre nosotros cada vez que estamos aquí.


Apenas he dado el primer trago cuando me doy cuenta de que un grupo de mujeres a unos taburetes de mí me miran sin mucho disimulo.


No sé por qué me observan, pero lo comprendo en seguida cuando su mirada se pierde en el fondo de la sala y el brillo de sus ojos cambia.


Pedro está aquí.


Durante un primer instante me niego a volverme. No quiero.


Me da un miedo atroz encontrarlo con otra mujer. Pero en el siguiente segundo mi curiosidad y esa parte de mí que se quedaría mirándolo aunque estuviésemos en mitad de un huracán ganan la partida y, despacio, me giro.


Al verlo junto a Octavio y otro hombre que no reconozco, suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración.


Por las expresiones de los tres, es obvio que están hablando de negocios.


Cuando me ve, toda su expresión cambia y por un momento no sé si está aliviado o enfadado de encontrarme aquí. Sus ojos me recorren con descaro sin dejar un centímetro de mi piel sin cubrir. Se humedece el labio inferior y sé que el vestido ha surtido el efecto deseado. Pedro cierra el puño con fuerza como si estuviera conteniendo todos sus instintos que le gritan que venga hacia mí, que me cargue sobre su hombro, que me folle hasta que no exista cielo ni infierno.


Nos miramos por una porción de tiempo indefinida, deseándonos.


Exactamente como la primera noche que nos encontramos aquí, creando nuestra propia burbuja a pesar de los metros de distancia, de las mujeres que se lo comen con los ojos, de que ni siquiera podamos tocarnos.


Le pertenezco.


Pedro murmura algo a Octavio y al otro hombre sin ni siquiera mirarlos y comienza a caminar hacia mí. Si quiero poner mi plan en marcha, tengo que reaccionar y tengo que hacerlo ya.


Tomo mi copa con dedos perezosos y echo a andar hacia la puerta que lleva al piso superior. Miro tímida por encima de mi hombro con lo que espero sea una dulce y sensual sonrisa en los labios y me aseguro de que me sigue.


Accedo a los serpenteantes pasillos, despacio esquivo a otras personas, otras puertas. Cada vez siento sus pasos más cerca, más acelerados. Su mano rodea mi muñeca con fuerza. Me obliga a girarme.


Me lleva contra la pared.


—¿Qué haces aquí? —susurra con la voz rota de deseo abriéndose paso entre mis piernas, estrechándome entre la pared y su cuerpo.


—Enterrar el hacha de guerra.


Pedro me mira directamente a los ojos. Nuestras respiraciones aceleradas inundan todo el espacio entre los dos y su olor a suavizante caro y gel aún más caro se entremezcla con el de mi colonia de Dior.


Quiere besarme. Lo desea tanto como lo deseo yo. Pero puedo ver en su mirada cómo su sentido común y su autocontrol se alían perspicaces.


Macarena tenía razón. Es muy inteligente y muy listo.


—Por favor —murmuro con esa dulzura y esa sumisión que
reflejaban mi sonrisa, apelando a esa parte que sólo quiere que quiera complacerle.


Pedro no dice nada. Se abalanza sobre mí y me besa con fuerza, desmedido, desbocado, salvaje... haciendo que la idea que me ha traído hasta aquí sencillamente esté a punto de esfumarse.


—Quiero jugar —musito contra sus labios.


Pedro sonríe sexy y me muerde el labio inferior, fuerte, hasta hacerme gemir.


—¿Con quién? ¿Con Erika?


Niego con la cabeza y acepto entregada otro espectacular beso.


—Con un hombre —respondo en un golpe de voz.


Pedro se queda inmóvil. Su mirada se oscurece y el juego de luces del pasillo sensualmente iluminado hace que sus ojos cambien de verdes a azules.


— Tú dijiste que algún día lo probaríamos —musito pero
consiguiendo que mi voz suene segura—y, después de todo lo que ha pasado hoy, has dejado claro que verme con otro hombre no es algo que te moleste.


Alza la mirada y la clava directamente en la mía. Sabe que acabo de ponerlo entre la espada en la pared.


Sin decir nada, se separa y me toma de la mano obligándome a caminar. Pasamos un número indefinido de puertas hasta que abre una. Las risas y los murmullos propios de una fiesta nos reciben.


La sala es sofisticada y elegante como todas en este club. 


Hay al menos diez hombres repartidos por ella. Charlan cómodamente en los sofás, se sirven unas copas o simplemente están de pie en el centro de la estancia. Hay tres chicas. Una de ellas, Erika. Suena una música suave y
todos parecen estar pasando un rato de lo más agradable.


Pedro me suelta y se dirige hacia el pequeño bar. Se sirve una copa e inmediatamente se pasa las manos por el pelo. 


Es obvio que no quiere estar aquí. Siento una punzada de culpabilidad, pero la aparto rápidamente. Si quiere acabar con esto, sólo tiene que decirlo.


Erika me ve, sonríe y me hace un gesto con la mano para que me acerque. Yo me obligo a poner mi mejor sonrisa y caminar hasta ella. Me presenta a las otras dos chicas y comenzamos a charlar. Desde fuera no es más que una simple fiesta como todas en este club.


Discretamente miro a los hombres, algunos ya nos observaban a nosotras. Sólo espero que Pedro frene todo esto antes de que tenga que hacerlo yo. No quiero estar con ninguno de ellos, sólo con él, pero necesito que me entienda, que comprenda cómo me siento, y ésta es la única manera en la que puede ponerse en mi piel.


Uno de los hombres se acerca a nosotras. Se coloca a la espalda de una de las chicas, no recuerdo cómo se llama, y le susurra algo al oído.


Ella sonríe, gira sobre sus tacones de diseño y lo sigue encantada fuera de la habitación. Yo suspiro discretamente. 


No quiero que nadie, y en especial Pedro, se dé cuenta de lo nerviosa que estoy.


Se sienta en el sofá. Creo que va por la tercera copa desde que entramos aquí. Un par de hombres se acercan. Se presentan y comenzamos a charlar. Parecen simpáticos.


La música cambia. Suena Pyro, de los Kings of Leon.


La otra chica, de la que tampoco recuerdo su nombre, nos sonríe a todos como despedida y camina hacia Pedro


Discretamente, o por lo menos eso espero, la sigo con la mirada. Aún les separan varios pasos cuando Pedro la mira frío e intimidante y, con un simple gesto de cabeza, le hace entender que no se acerque. Yo saco todo el aire de mis pulmones. De nuevo, sin darme cuenta, había contenido la respiración hasta saber cómo reaccionaría. Es la segunda vez que me pasa esta noche.


Nuestras miradas se encuentran. La culpabilidad vuelve, pero no puedo rendirme.


Uno de los hombres le dice a Erika algo al oído y ella sonríe y asiente con esa mezcla de timidez y picardía que siempre funciona. Me coge de la mano y, divertida, me señala al hombre. Involuntariamente miro a Pedro. Él también me mira a mí. Sé lo que tengo que hacer, pero en el fondo no quiero hacerlo. Éste es el plan para bien y para mal y, si él no me para, al menos servirá para que pueda tener claro lo que realmente siente por mí.


Asiento despacio, llena de dudas, aunque no me permito mostrarlas.


Erika y el hombre sonríen y comenzamos a caminar hacia la puerta. No sé cuántos pasos llego a dar. La canción sigue sonando y creo que lo hace con más fuerza. Pedro se levanta, cubre lleno de seguridad la distancia que lo separa de mí y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con
fuerza, con toda la rabia que lleva sintiendo desde que llegamos a esta habitación.


—Déjame llevarte a casa —me pide, me ordena, contra mis labios.


—¿Por qué? —musito llena de todo lo que me hace sentir.


Necesito una respuesta.


—Porque estoy muerto de celos, porque no quiero que ningún otro tío te toque, porque eres mía, Paula. Eres mía —dice haciendo hincapié en cada letra.


No es una declaración de amor. Ni siquiera han sido unas palabras fáciles para él, pero, precisamente por eso, por toda la rabia que hay en ellas, toda la frustración, todo el deseo contenido, por la batalla consigo mismo, no podrían ser más sinceras.


—¿No habrá más mujeres? —murmuro con la respiración
entrecortada, disfrutando del calor de sus manos acunando mi cara, de su frente apoyada en la mía.


—Joder, no habrá nadie más —se apresura a replicar—, nunca.


Sonrío como una idiota y saboreo el suave sonido de su perfecta sonrisa cuando es él quien lo hace justo antes de besarme.


Prácticamente sin separarnos un solo centímetro, salimos de la habitación y del club. El jaguar nos espera en la puerta. Nos metemos en el coche e inmediatamente Pedro me acomoda a horcajadas sobre él.


Nuestras bocas se encuentran al instante y nuestras manos vuelan descontroladas en busca del otro. Pedro entrelaza nuestros dedos con fuerza y lleva mis manos a mi espalda.


—No sé si voy a ser capaz de aguantar hasta que lleguemos a casa — murmura con una sexy sonrisa contra mis labios.


Libera una de sus manos y, acariciando mi pierna, la pierde bajo mi vestido. Sólo necesita acariciar una sola vez la tela húmeda de mis bragas para que los dos perdamos la poca cordura que nos queda. Me suelta las manos para darse toda la prisa del mundo. Libera su poderosa erección, saca un preservativo y, tras romper el envoltorio con los dientes, se lo coloca en décimas de segundos. Aparta la tela de mis bragas y, guiando su magnífica polla, entra en mí, calmándonos a los dos un mísero segundo e incendiando nuestros cuerpos como si lleváramos meses sin tocarnos.


—Si la miras una sola vez, te despido —le advierte al conductor.


¡El chófer! ¡Por Dios! Quiero protestar, bajarme de su regazo, pero Pedro empieza a moverse y todo lo demás deja de existir.