martes, 27 de junio de 2017
CAPITULO 50 (PRIMERA HISTORIA)
Me paso la mañana estudiando. La verdad es que consigo avanzar bastante. Mientras almuerzo, no paro de darle vueltas a la idea de deshacer por fin la maleta y colgar la ropa en las perchas. Después de todo lo que pasó ayer y, en cierta forma, tras lo que ha ocurrido esta mañana, creo que
ha llegado el momento de confiar en lo que sea que haya entre Pedro y yo. Mi parte más romántica le da un apasionado beso en los labios al póster de Jamie Dornan mientras suena música de Cyndi Lauper. ¡Es una locura!
Dentro del inmenso vestidor, no puedo evitar fijarme en la ropa de Pedro. La eficiencia alemana marca de la casa también es patente aquí y todo está perfectamente ordenado. Sonrío, casi río, cuando veo la hilera de camisas blancas y, antes de que me dé cuenta, estoy sucumbiendo a la tentación y oliendo una.
Mi iPhone suena en ese preciso instante, sobresaltándome.
Miro la pantalla. Es Pedro. Seguro que tiene cámaras instaladas por aquí para grabar sus encuentros sexuales y ahora va a estar riéndose de mí durante meses.
—¿Diga? —respondo temiéndome lo peor.
—¿Tienes un vestido bonito?
Su pregunta me pilla fuera de juego, pero, como no es una burla por lo de oler sus camisas, automáticamente me relajo.
—No —respondo impertinente—. Todos son horribles.
—Pues entonces ponte uno con el que pueda meterte mano. Tengo una cena con Jeremias y Octavio y seguro que me aburro muchísimo — continúa fingidamente displicente. Adora estar con esos dos.
—¿Me estás invitando? —pregunto con una estúpida sonrisa en la cara.
—Las coges al vuelo, Pecosa —se ríe de mí—. A las ocho en el Malavita. No llegues tarde.
Cuelga y mi estúpida sonrisa se ensancha hasta límites insospechados.
Estoy vaciando mi maleta cuando el teléfono fijo comienza a sonar.
Resoplo y echo a andar en dirección al salón. Ni siquiera sé por qué me molesto en cogerlo. No van a responder.
—¿Diga? —Espero un par de segundos—. ¿Diga? —repito estirando las vocales.
Me encojo de hombros y me separo el teléfono de la oreja dispuesta a colgar.
—Me gustaría hablar con Pedro.
Abro los ojos como platos y por un momento me quedo paralizada.
Es una voz de hombre. Eso rompe todas mis teorías sobre exnovias chifladas o acosadoras celosas.
—Le pregunto si es posible hablar con Pedro —repite.
¡Di algo, idiota!
—Sí... bueno, no —rectifico—. Ahora no está en casa —me explico —. ¿Quién le llama?
Sé que podría ser más educada, pero él tampoco se ha tomado muchas molestias para serlo llamando y colgando sin decir una palabra.
—¿Hola? —llamo su atención al ver que no responde.
Tras unos segundos me doy cuenta de que ha colgado. Me llevo el teléfono a los labios, pensativa. Miro el identificador de llamadas, pero aparece como número privado. Dejo el aparato en su soporte y vuelvo a la habitación aún dándole vueltas. Es un hombre. Desde luego eso no me lo esperaba.
A las seis ya me estoy duchando y decidiendo qué ponerme.
Me empiezo a arreglar tan ridículamente pronto que a las siete ya estoy mano sobre mano haciendo tiempo. Cada vez que veo el teléfono, recuerdo la llamada. Estoy muy intrigada.
A las siete y media ya no aguanto más y, aunque sé que es algo temprano, me pongo el abrigo y salgo del ático.
Quince minutos después estoy en la puerta del Malavita, así que me queda otro cuarto de hora por esperar. Hace un frío que pela, pero me quedo fuera. No sé a nombre de quién está la reserva.
Sin embargo, a las ocho y diez sigo todavía en la puerta contra todo pronóstico. Los chicos son muy puntuales.
Extrañada, llamo a Pedro, pero no me coge el teléfono. Lo intento con Octavio y Jeremias, pero tampoco obtengo respuesta. Frunzo el ceño. Es muy raro. ¿Habrán llegado
antes que yo y, quizá, ya están dentro?
Entro en el restaurante, me acerco a la maître y la saludo con una sonrisa.
—Verá, he quedado para cenar y tal vez las personas a las que espero ya estén dentro.
Ella asiente.
—¿Tenían reserva? —me pregunta profesional.
—Sí, imagino que sí.
La mujer me mira como si me hubiese caído de lo alto de un guindo sólo por imaginar que alguien podría haber conseguido mesa aquí sin reserva, pero, entonces, ¿por qué pregunta?
—¿A nombre de quién?
Resoplo. Vayamos por riguroso orden de nombre de empresa.
—¿Colton?
La mujer asiente de nuevo y repasa la lista.
—No tenemos ninguna reserva con ese nombre.
—¿Podría probar con Fitzgerald?
Por lo menos sólo tengo tres posibilidades. La maître repasa la lista con su pluma dorada y alza la cabeza con gesto un tanto molesto.
—No tenemos ninguna reserva con ese nombre —repite.
—¿Alfonso? —replico nerviosa.
Ella resopla. Creo que, si tampoco está a nombre de Pedro, va a echarme del restaurante. Eso sí, muy amablemente.
—Alfonso, mesa para cuatro. Aún no han llegado. ¿Desea pasar y esperarlos? —inquiere dándome paso con la mano.
Niego con la cabeza.
—Se lo agradezco, pero esperaré fuera.
Qué extraño. Ya son casi y media. En la acera del restaurante, en plena 25 Oeste, vuelvo a llamarlos, pero ninguno de los tres coge el teléfono.
A las nueve estoy oficialmente preocupada. Más aún cuando llamo a las oficinas y el guardia de noche me informa cordialmente de que los tres salieron hace más de una hora.
¿Dónde están?
A las nueve y media me doy por vencida. Estoy helada. Paro el primer taxi que veo y regreso al ático. Sigo llamando, pero nada. Antes de subir le pregunto al portero si Pedro ha pasado por aquí, pero me dice que no lo ha visto, aunque también me comenta que su turno empezó hace poco más de una hora.
No soporto estar simplemente esperando. Estoy muy preocupada. Ha debido ocurrir algo. Estoy planteándome seriamente ir a la oficina a buscar algún teléfono donde poder localizar a Octavio o a Jeremias cuando oigo las puertas del ascensor abrirse. Miro el reloj. Son más de las diez.
Pedro entra con paso acelerado. Tiene la expresión endurecida.
Está furioso, nervioso.
—Pedro —lo llamo caminando hacia él.
Al verme, se detiene y, aturdido, da un paso hacia atrás. Mi
preocupación aumenta hasta límites insospechados.
—¿Qué ha pasado? —inquiero en un hilo de voz.
Pedro niega con la cabeza y no sé si lo hace a mi pregunta o a lo que quiera que haya sucedido. Está agotado y no me refiero a algo físico.
Se pasa las manos por el pelo y, al hacerlo, me doy cuenta de que tiene los nudillos ensangrentados.
—Pedro, ¿qué ha pasado? —repito más nerviosa—. ¿Te has
peleado con alguien?
Mis palabras parecen sacarlo de una especie de ensoñación.
Doy un paso más y nuestras miradas al fin se encuentran. Lo que veo en sus ojos ahoga mi corazón y casi me deja sin aliento. Está destrozado.
Alzo la mano y le acaricio la mejilla. Sólo quiero consolarlo de algún modo. El contacto parece reconfortarlo; cierra los ojos y respira hondo, como si mi piel contra la suya fuese lo único que necesitara, pero apenas un segundo después se aparta brusco.
—Pedro —murmuro.
Por Dios, ¿qué le ha pasado?
Se queda de pie, frente a mí, pero no me mira.
—Pedro…
—Te he reservado una habitación en el Saint Regis —me interrumpe apartándose de mí y caminando hasta el centro del salón—. Márchate.
Al fin me mira y sus ojos están inundados del dolor y la rabia más cristalinos que he visto jamás.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Kieeeeee???? Quien mierd* llama, ahhhh voy a morir con esta novelaaaa!!! Muy buenos los capas
ResponderEliminarQue por favor, subí más capítulos estoy así 👀 ,me encanta esta novela
ResponderEliminarAhhhhh noooooo. Una vez que había aflojado vuelve para atrás.
ResponderEliminar