martes, 27 de junio de 2017

CAPITULO 49 (PRIMERA HISTORIA)





Ruedo por la inmensa cama. Aún no he abierto los ojos y ya tengo una gigantesca sonrisa en los labios. Sin embargo, no tarda mucho en apagarse y automáticamente frunzo el ceño. 


¿Dónde está Pedro?


Me levanto despacio, me pongo su camisa y salgo al salón. El corazón se me encoge al volver a encontrarlo sentado en el suelo con una vaso de Glenlivet y hielo en la mano. Vuelve a hacer el mismo ritual. Se toca el costado derecho, el brazo izquierdo por dos sitios, el hombro y, por último, la cicatriz sobre la ceja. Con cada gesto, un susurro en alemán.


Lo rodea una atmósfera tan triste que unas ganas casi asfixiantes por correr y consolarlo cierran mi estómago de golpe.


Pedro —murmuro avanzando un paso hacia él.


Mi única palabra no lo sobresalta. Pedro se termina la copa de un trago y se levanta ágil.


—¿Estás bien? —pregunto.


Pero él no contesta. Camina decido hacia mí, me carga sobre su hombro y me lleva de vuelta al dormitorio.



****


Me despiertan los rayos de sol entrando por la ventana. 


Perezosa, me giro buscando la oscuridad y me acurruco junto al costado de Pedro. Él gruñe adormilado y se gira para que estemos frente a frente. Nuestras piernas se encuentran e instintivamente se enredan. Su olor me envuelve.


Sonrío. Alza la mano y la pierde bajo la sábana buscando posesivo mi cadera. La suave tela se levanta a su paso e inconscientemente mi cuerpo sale a su encuentro. Aún adormilada, me acomodo en su pecho. Pedro agacha la cabeza y, despacio, explorando, busca la mía hasta que nuestros labios se quedan muy cerca.


No he abierto los ojos y sé que él tampoco lo ha hecho. Ni siquiera tengo claro si estamos despiertos del todo. Sólo nos estamos saboreando, disfrutando de que el otro esté ahí, en esta inmensa cama.


Mueve sus labios y nuestras bocas se encuentran. Nos fundimos en un beso largo, perezoso, somnoliento. Instintivamente los dos nos movemos a la vez y poco a poco mi cuerpo va quedando bajo el suyo. Sus caderas se pierden entre las mías y nuestras piernas vuelven a enredarse. 


Acaricio su abdomen y mis dedos se recrean en el músculo que nace en su cadera y se aventura hacia abajo. Pedro entrelaza su mano con una de las mías y las desliza por la cama hasta acomodarlas por encima de mi cabeza.


Seguimos besándonos. Sus labios saben tan bien.


Su otra mano sube despacio por mi costado, acariciándome con la punta de los dedos. Se pierde en mi pecho. Gimo. Sus besos se hacen más intensos. Me aferro a sus hombros.


Su mano aprieta con fuerza la mía.


Y entra en mí. Me deja sin respiración y me devuelve el preciado oxígeno con sus besos. Me embiste despacio, profundo, delicioso. Por primera vez no hay nada entre nosotros y todas las sensaciones se multiplican.


Los armónicos músculos de su espalda se tensan bajo mi mano.


Nuestros cuerpos se bañan de un dulce sudor.


Todo es deliciosamente lento, cadencioso, indomable, como algo que se deshace despacio, a su propio ritmo. Dos cuerpos simplemente disfrutando del calor del otro.


Gimo más fuerte. Pedro gruñe. Me pierdo en su espalda, en sus besos. Se mueve más rápido. Nuestras respiraciones se entremezclan. Mis caderas salen a su encuentro. Nuestros dedos se entrelazan con más fuerza.


—Paula —susurra.


Su voz. Su voz es lo mejor de todo.


Gimo. Gruñe. Grito. Y me deshago en la perfecta manera en la que se mueve, en cómo su boca conquista la mía, en la suave sensación de estar mecida entre sus caderas mientras mi cuerpo se rinde al suyo y a todo el placer multiplicado por mil de cada beso, de cada caricia, de cada embestida en esta mañana perfecta en la que no hemos follado hasta caer rendidos, sino en la que, por primera vez, hemos hecho el amor.


Pedro sigue moviéndose intenso, ágil, perfecto. Sus besos se desatan. Rodeo sus caderas con mis piernas. Su cuerpo se tensa y se pierde en el mío con mi nombre en sus labios.


El sonido de nuestras respiraciones entremezcladas llena la
habitación mientras seguimos con los ojos cerrados, disfrutando de esta sensación perfecta.


—Nunca había practicado sexo somnoliento.


Sus palabras me hacen abrir los ojos, los suyos ya me están
esperando. La luz filtrada por las finas cortinas los hace parecer casi verdes.


— No ha estado mal —añade satisfecho.


—No ha estado mal —repito, y pretendo fingirme indiferente, pero no puedo disimularlo por mucho más tiempo y una sonrisa inmensa acaba dibujándose en mis labios.


El iPhone de Pedro comienza a sonar.


—Mientes muy mal, Pecosa —sentencia dedicándome una media sonrisa.


Me da un sonoro beso, se levanta de un salto y sale de la habitación en busca de su teléfono.


Tumbada todavía en la cama, soy incapaz de dejar de sonreír. Puede que haya sido una locura hacerlo sin condón, pero sé que Pedro jamás se ha acostado con ninguna mujer sin usarlo. Es demasiado obsesivo y controlador para correr el más mínimo riesgo. Recapacito un segundo sobre mis propias palabras y mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechados. Acabo de compartir una primera vez con el dios del sexo.


No es que esté montada en un unicornio, es que estoy haciendo piruetas sobre él mientras sobrevolamos un arco iris custodiado por osos amorosos.


—Pecosa —me baja Pedro de la nube entrando en la habitación—, tengo que marcharme ya a la oficina.


Asiento y me incorporo rápidamente.


—Estaré lista en seguida —digo caminando hasta mi maleta.


—No. Estaré todo el día reunido con Jeremias y Octavio. Sólo estorbarías.


Tan encantador como siempre. Le dedico mi peor mohín y él finge no verlo.


—Quédate aquí —añade— y, por ejemplo, guarda tu ropa de una maldita vez en el vestidor. Por si no te has dado cuenta, no vives en un campamento de refugiados.


Entra en el baño dejándome con la palabra en la boca. Yo me quedo con la mirada clavada en la puerta. Por mucho que quiera, hoy no soy capaz de enfadarme con él.


Le robo uno de sus calzoncillos suizos y me pongo una de sus camisetas. Podría coger uno de mis pijamas, pero prefiero incordiarlo un poco y usar su ropa.


Estoy preparando café cuando Pedro sale perfectamente vestido.


Debería empezar a acostumbrarme a que sea tan injustamente atractivo.


Desayunamos en silencio. Él leyendo el Times y yo ojeando mi libro de macroeconomía. Mientras se pone el abrigo y se prepara para marcharse, yo llevo las tazas al fregadero.


—Me marcho —comenta con su habitual tono displicente—. No le abras la puerta a los desconocidos y haz algo productivo. No te pases toda la mañana oliendo mis camisas, aunque la tentación sea grande.


Yo le golpeo en el hombro a la vez que protesto.


—Eres un gilipollas.


Y soy plenamente consciente de lo estúpida que suena mi voz. En realidad, lo que quiero hacer es darle un beso, pero no sé cómo reaccionaría. Tengo clarísimo que puedo abalanzarme sobre él con la idea de echar un polvo siempre que quiera, pero no sé si le gustaría que lo besara. La idea es un poco rocambolesca, pero también la pura verdad.


—Diviértete en el cole —le digo impertinente haciendo uso de las palabras que él siempre me dedica a mí.


Pedro me observa al tiempo que frunce el ceño
imperceptiblemente. No soy capaz de mantenerle la mirada y acabo apartándola. ¿Qué me pasa? ¿Vuelvo a tener quince años? Voy a abrir la boca dispuesta a decir cualquier estupidez que no me haga quedar como una tonta embelesada, pero Pedro me interrumpe cogiéndome de la
muñeca y llevándome contra su cuerpo al tiempo que pone los ojos en blanco y sonríe displicente. Me besa con fuerza, intenso, delicioso.


Cuando se separa, la mirada de tonta enamorada es imposible de disimular. Él sonríe arrogante y se inclina despacio sobre mí.


—Me resultas transparente, Pecosa.


Me da un beso más corto a modo de despedida y se marcha.


Está claro que no me equivoqué cuando dije que era capaz de leer en mí.




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