viernes, 28 de julio de 2017
CAPITULO 29 (TERCERA HISTORIA)
Casi había olvidado cómo es un maldito calabozo. A través de las rejas, miro al policía leer el periódico sobre su escritorio. Nunca entenderé por qué ponen al policía a punto de jubilarse, que hace años que decidió traerse dos tarteras en vez de una y la pistola, a defender los calabozos.
—Alfonso —me llama un segundo policía abriendo la celda—, sal. Han pagado tu fianza.
Me levanto malhumorado y abandono la celda. El policía me lleva, agarrándome del brazo, hasta la planta de arriba y no tardo en ver a Jeremias firmando unos papales en el mostrador de la comisaría del distrito centro sur. Cuando el agente me suelta a unos pasos de él, mi amigo alza la cabeza, me mira de abajo arriba y vuelve a prestar atención a los papeles que tiene delante.
—Te has ido a un bar, te has partido la cara con cuatro tíos y has acabado en comisaría —dice sin volver a mirarme—. Creía que ya teníamos superado esto.
Me encojo de hombros.
—No ha pasado nada —replico arisco.
—Seguro que no —contesta irónico—. Vámonos —añade dejando caer el boli sobre los documentos—. Damian nos está esperando fuera.No digo nada y lo sigo mientras cruzamos la comisaría hacia la calle. Todavía estoy demasiado enfadado. Normalmente, a estas alturas, después de semejante pelea, debería estar relajado, curándome las heridas en algún otro bar, bebiendo un Glenlivet y a punto de echar un polvo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en presentarme en casa de Paula y asegurarme de que está bien. Soy plenamente consciente
de que eligió marcharse con él, pero, cada vez que recuerdo cómo lloraba, una corriente eléctrica sorda y desagradable me recorre la columna.
Damian está apoyado en uno de los coches aparcados en la acera frente a la entrada de la comisaría, con los brazos cruzados. Al verme salir, sonríe y se incorpora.
—¿Cuántos tíos han sido esta vez? —pregunta.
—Cuatro —responde Jeremias, bajando los escalones de piedra maciza— y tendrías que verlos. Parecen cuatro putos tanques.
—Ya sabes lo que dicen de los irlandeses —replica burlón, girándose y abriendo la puerta de atrás del Jaguar para que me monte—: que son muy peleones.
Me detengo a unos pasos. Jeremias rodea el vehículo y abre la puerta del copiloto. Damian me observa. Se fija en la camisa remangada y manchada de sangre, en la corbata metida de cualquier manera en mi bolsillo y en la sucia chaqueta que cuelga de mi antebrazo. También se fija en mi pómulo y mi mentón amoratados y en la pequeña brecha de la frente y, sobre todo, se fija en las ganas de pelea que todavía me llenan por dentro.
—¿Estás bien? —inquiere.
Yo me encojo de hombros, otra vez con las manos metidas en los bolsillos.
—No ha pasado nada.
Damian asiente y me hace un gesto con la cabeza para que entre en el coche. Lo hago y cierra tras de mí. Hace mucho que perdí la cuenta de cuántas veces Jeremias o Damian tuvieron que sacarme de comisaría, y hace aún más que dejé de pensar en eso, porque ya ni siquiera podía recordar cuándo fue la última vez.
Vamos a un pequeño pub situado en un callejón cerca de la oficina. Alguna vez hemos comido allí y muchas veces hemos bebido después del trabajo.
Nos acomodamos en una de las mesas y la camarera, e hija del dueño, no tarda en acercarse.
—¿Qué os sirvo, chicos? —pregunta mientras limpia la mesa con una bayeta.
Durante unos segundos, el aire se llena de un intenso olor a limón y desinfectante.
—Tres Glenlivet —responde Jeremias— y busca algo para curarle las heridas.
—Claro —contesta diligente.
La chica se marcha y yo me revuelvo en mi asiento.
—No necesito que nadie me cure nada —me quejo.
—Alégrate de que te las vaya a curar esa monada y no su padre —replica Jeremias.
—¿Cuál de los dos se tiró a esa monada? —inquiere Damian.
—El Pelapatatas.
—Oh, así que ahora vamos a vivir un momento de lo más romántico —continúa el alemán, con esa mezcla de burla, pura ironía y maldad que lo caracteriza—. Seguro que está de lo más emocionada buscando la crema antiséptica y pensando en ti.
Los dos sonríen, yo no. Ni siquiera quiero estar aquí.
—Joder —gruño justo antes de levantarme—. Me largo.
—¿Adónde coño vas? —farfulla Jeremias—. Siéntate y bébete una copa con nosotros. Me has sacado de mi apartamento en plena noche, donde estaba a punto de convencer a mi preciosa novia de muchísimas cosas. Me lo debes.
Yo me freno en seco y me vuelvo malhumorado. Jeremias enarca las cejas.
—Eso es chantaje, capullo de mierda —protesto sentándome de nuevo.
—Llámalo como quieras —sentencia más que satisfecho.
—¿Se puede saber qué te pasa? —interviene Damian—. Hacía años que no acababas en la comisaría.
—No ha pasado nada —respondo mecánico.
No quiero hablar, joder.
—¿Estás así por esa cría que trabaja en Cunningham Media? —pregunta Jeremias—. La que tiene el culo increíble.
—No es ninguna cría —gruño de nuevo— y deja de mirarle el culo o míraselo —rectifico rápidamente—, pero no me lo cuentes.
Jeremias y Damian intercambian un par de miradas y entonces me doy cuenta de que sólo ha dicho eso para ver cuál era mi reacción.
Por la manera en la que me observa ahora mismo, está más que claro que he reaccionado exactamente como esperaba.
—¿Te la estás tirando? —inquiere sin apartar sus ojos de los míos.
Así es Jeremias Colton, un hombre de exquisito tacto.
—No es asunto tuyo.
—Eso es un sí —apuntilla Damian.
—Eso es un «no os metáis en mi vida» —aclaro.
La camarera regresa con nuestras copas. Tras dejarlas en la mesa, abandona la bandeja en otra y se acerca a mí con un bote de crema antiséptica. Miro a los gilipollas de mis mejores amigos, con un par de sonrisas en la cara, y resoplo aún más malhumorado.
—Gracias, encanto, pero no hace falta —la freno.
—De veras que no me importa, Pedro.
Me sonríe y algo dentro de mí se revuelve. Me cabreé con Paula cuando dijo que quería acostarme con su compañera del máster. Me sentó como una patada en el estómago que siquiera lo insinuase, pero en el fondo es lo que soy, ¿no? El sexo indiscriminado es la única manera en la que me relaciono con las mujeres y siempre me ha funcionado. ¿Por qué tengo que cuestionarlo? ¿Por qué no puedo volver a comportarme como siempre?
—Podemos ir al despacho —me propone—. Estaremos más tranquilos.
—Gracias —repito tratando de sonar más amable —, pero no, Leighton.
Todo mi maldito mundo se está tambaleando, joder.
—Como quieras —replica, dejando el pequeño bote de crema sobre la mesa.
La chica se marcha y yo tuerzo el gesto, clavando la vista en mi vaso de whisky.
—Paula te gusta, ¿verdad? —pronuncia Jeremias.
—Paula es increíble —estallo lleno de rabia—. Me vuelve loco. Y no es un maldito halago, joder. No sé por qué tiene que conseguir que me cuestione todo lo que ya funciona en mi vida.
¡Joder!
Me llevo las palmas de las manos a los ojos y me los froto con fuerza. De pronto caigo en la cuenta de algo. Soy yo quien le está permitiendo hacerlo, quien ha decidido que es diferente, especial, que no puedo sentirme con otra chica como me siento estando con ella. Soy yo quien la ha dejado entrar en mi vida.
Me levanto de un salto. Mis costillas se resienten. Aprieto los dientes.
—Tengo que irme —digo con un convencimiento absoluto.
Los chicos protestan, pero no los escucho. Salgo del bar y paro el primer taxi que aparece por la 59. El agua de las aceras se ha transformado en nieve.
Regreso a mi apartamento, voy flechado a la cocina, me sirvo un whisky y me lo bebo de un trago. Ni siquiera he encendido las luces y la casa sólo está iluminada por Nueva York desde el inmenso ventanal. No quiero estar aquí.
Quiero ir a cualquier bar, volver a pelearme. Si no ha funcionado la primera vez, funcionará la segunda.
Giro sobre mis pasos y cojo las llaves de mi coche del mueble del recibidor mientras abro rápido la puerta. Estoy cruzando el umbral cuando mi móvil comienza a sonar. Mi primer instinto es ignorarlo, pero, no sé por qué, algo me impide hacerlo y acabo sacándolo del bolsillo de mis pantalones. Miro la pantalla. Toda la rabia se recrudece. Es Paula.
Aprieto la mandíbula. Sólo puedo pensar en el gilipollas de Gustavo.
Descuelgo, pero no digo nada.
—¿Hola? —dice ella al otro lado—. ¿Pedro? —añade inmediatamente.
Tiene la voz tomada. Es obvio que sigue llorando. De pronto todo mi enfado se diluye o se transforma en otro distinto, no lo sé. Quiero decirle muchas cosas: que estoy muy cabreado, que me he partido la cara con cuatro tíos en un bar porque no podía dejar de pensar en cómo se había marchado llorando. Quiero preguntarle por qué se largó con ese capullo, por qué eligió irse con él a quedarse conmigo, por qué no me dejó protegerla. Lo único que quiero es protegerla.
—Pedro, por favor —solloza—, di algo.
No lo hago. Tengo demasiada rabia dentro. Me revuelvo prácticamente sin moverme del sitio y acabo perdiendo la mirada al frente. Me gustaba mi vida exactamente como era y ella lo ha cambiado todo.
Cuelgo y me llevo el teléfono a la frente.
Por esto me tatué su nombre.
Por esto no puedes dejar entrar a una mujer en tu vida.
—Joder —rujo.
Cierro de un portazo y bajo los veinte pisos por las escaleras. Salgo de mi edificio y el aire frío de enero me recibe en mitad del Upper East Side. Doy una bocanada y el oxígeno helado me atraviesa los pulmones. Sólo puedo pensar en ella, en el gilipollas de Gustavo, en mí.
Necesito protegerla. Necesito saber que está bien. Paula me importa. Me paso las manos por el pelo y acabo tirándome de él. Sé quién soy.
Sé cómo soy. Me subo el cuello de la chaqueta, me meto las manos en los bolsillos y comienzo a caminar. Tengo demasiadas cosas en que pensar.
CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)
—No lo hagas por mí —repite el maldito gilipollas.
Nunca había tenido tantas ganas de partirle la cara a alguien.
Doy un paso más hacia él. Cierro los puños con rabia. La ha hecho llorar. No puedo pensar en otra jodida cosa.
—Lárgate o te juro por Dios que no respondo —siseo.
El imbécil ni siquiera es capaz de mantenerme la mirada.
—Paula, sabes qué es lo que tienes que hacer —prácticamente le exige.
Aprieto la mandíbula. Esta estupidez se acabó. Me giro hacia ella para decirle que me espere en mi despacho mientras me encargo de él y la sangre me hierve cuando la veo dar un paso en su dirección. Sigue llorando. Está triste, furiosa, dolida. Joder, sea lo que sea lo que este gilipollas ha hecho, la ha dejado hundida y piensa marcharse con él.
—Tiene que ser una puta broma —protesto arisco, agarrándola de la muñeca y obligándola a girarse.
—Pedro, por favor —balbucea.
Me mantiene la mirada y en sus ojos veo demasiado dolor.
No es sólo este momento, son muchos otros que ni siquiera me ha contado. La rabia se instala bajo mis costillas. Vuelvo a sentirme como me sentí en el bar viéndola hablar con ese tipo, como hace diez años que no me sentía.
— No vas a irte con él —rujo.
No pienso permitirlo. Voy a cuidar de ti, Niña Buena.
—Paula, vámonos —le reclama.
Ella me mira un segundo más, como si estuviese reuniendo valor para decirme algo, y finalmente cabecea.
—Lo siento, Pedro —murmura y camina hasta él.
Cruza la diáfana planta andando a su lado. Yo la observo inmóvil. Ahora mismo sólo quiero cargarla sobre mi hombro y sacarla de aquí.
¿Por qué se marcha con él? ¿Quién coño es? ¿Qué le ha hecho?
Justo antes de montarse en el ascensor, Paula vuelve la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Está más triste que antes. La rabia crece. Echo a andar hacia ella. No pienso permitir esto. Tengo que cuidar de ella, tengo que protegerla, pero, cuando estoy a unos pasos, Paula pronuncia sin emitir sonido alguno el «por favor» más triste del mundo a la vez que niega con la cabeza, frenándome en seco, y finalmente entra en el ascensor.
Cuando las puertas de acero se cierran por completo, sencillamente ya no puedo pensar.
Regreso a mi despacho con el paso acelerado y cierro de un portazo. La adrenalina hirviendo recorre todo mi cuerpo.
Todo lo que sentía cuando tenía dieciséis, diecisiete, dieciocho años, se recrudece. El dolor, la rabia.
—Joder —rujo.
Me paso las manos por el pelo. Trato de controlarme. Pero todo es inútil. Sólo puedo pensar en una cosa.
Salgo del edificio. Sigue lloviendo. No me importa. No sé cuántas manzanas recorro hasta encontrar un bar con una pinta deleznable.
Sonrío con malicia contemplando la puerta llena de restos de carteles y pegamento barato, las motos aparcadas en la entrada, el neón que ya no se ilumina.
Entro y me siento en uno de los taburetes de la barra. Me pido un whisky y me lo bebo de un trago. Miro a mi alrededor y la misma sonrisa con la misma malicia acude de nuevo a mis labios cuando veo a cuatro tíos con pinta de obreros de la construcción, bebiéndose unas cervezas en una de las mesas junto a la máquina de discos. Pido otra copa. Camino hasta ellos. Suena Heart of a dog, de The Kills.
Siempre me he sentido identificado con esta canción.
Siempre he tenido miedo de estar perdido, pero, al final, siempre regreso al mismo sitio, a las mismas situaciones, y eso es lo que me permite volver a encontrarme, mi única manera de regresar al camino, a casa, al Pedro que yo he decidido ser.
—Os estaba mirando desde allí —digo deteniéndome junto a su mesa y apuntando a la barra con mi copa— y no he podido evitar hacerme una pregunta.
—¿Qué? —responde uno de ellos malhumorado.
Me bebo la copa de un trago y la dejo sobre la mesa bajo sus atentas miradas.
—¿Cuál de los cuatro es más gilipollas?
De repente el bar se sume en un sepulcral silencio.
—Pero ¿qué coño? —masculla uno de ellos levantándose.
Yo sonrío encantado. Acabo de encontrar justo lo que quería.
Esquivo el primer golpe. El segundo. Lo tumbo sobre la mesa de un puñetazo. Los otros tres tíos se levantan. El pómulo. Las costillas. Golpeo. Me defiendo. La ira se calma. Otra aparece.
Pelear. Caer. Levantarse... Olvidar... Volver a ser yo.
Me sacan a la calle de un puñetazo. La sangre se mezcla con la lluvia en mis labios, tirado en un callejón cualquiera de la 44 Oeste.
Lo golpeo. Lo tiro al suelo. Uno de los tíos, con la mitad de la cara llena de la sangre que le sale de la ceja rota, corre hacia mí, me embiste como un toro y me deja caer de espaldas contra el suelo. Toso. No puedo respirar. Las costillas me aprietan los pulmones.
Pelear. Caer. Levantarse... Olvidar... Volver a ser yo.
Volver a ser yo. Me pongo en pie. Sólo quiero volver a ser yo. Lo golpeo. Se tambalea. Un coche derrapa a mi espalda.
Lo golpeo otra vez. Necesito volver a ser yo.
—¡Sepárense! —Un policía me empuja, apartándome del tipo, pero yo aún no he terminado.
El agua cae helada. La boca me sabe a sangre. Vuelvo a tener diecisiete años. Vuelvo a estar en Portland Este. He vuelto a ver a mi padre borracho, llorando por ella. Me paso las manos por el pelo.
¿Por qué Paula no me ha dejado protegerla?
CAPITULO 27 (TERCERA HISTORIA)
A unos pasos del Jaguar, me detengo en seco y pierdo la mirada en la calle Chambers. Necesito alejarme de él cinco minutos y poder pensar.
—Acabo de recordar que tengo que tratar unos asuntos cerca de aquí —miento—. No sé cuánto tardaré. Será mejor que regrese en taxi a la oficina.
Pedro me observa durante un par de segundos que se me hacen eternos. La sensación de que puede leer en mí y, en concreto, saber que le estoy engañando, se agudiza y me intimida. No quiero hacer las cosas así, pero de verdad que necesito tomar aire, perspectiva y pensar.
—Nos veremos en la oficina, entonces —dice al fin y, sin más, entra en el coche.
Sigue molesto y también sabe que le he mentido. Creo que él tampoco quiere tenerme cerca ahora mismo. La idea me entristece.
Empiezo a caminar sin mucho sentido y acabo en un Dean & DeLuca con un capuchino doble con canela y virutas de chocolate, sentada junto a un inmenso ventanal, como si mi vida fuera una teleserie de la tele por cable, y no de esas que ganan cinco premios Emmy, sino más bien de las que acaban canceladas por falta de audiencia. No puedo enfadarme porque coquetee o se acueste con quien le dé la
gana. Sólo somos amigos. Suspiro. Puede que esté molesta con él, pero creo que con quien lo estoy más es conmigo.
Tengo que asumir cómo son las cosas. Es urgente.
«Mucho.»
Miro por la ventana y me topo con la enorme escultura de la palabra love, en mayúsculas, de Robert Indiana. Delante de ella, un chico enchaquetado y una chica pelirroja se besan con una pasión considerable. Mientras, a sólo unos pasos, una joven se hace una foto con la escultura con su móvil y un palo de selfie. Pongo los ojos en blanco y me levanto malhumorada. El universo y la isla de Manhattan acaban de aliarse para reírse de mí.
Regreso a Cunningham Media y, prudentemente, me encierro en mi oficina. Al menos he llegado antes de que la suave llovizna se convirtiera en la tormenta que es ahora.
Apenas he avanzado con un par de dosieres cuando comienzo a darle vueltas otra vez a todo lo que ha ocurrido hoy, a Pedro y, sobre todo, a todo lo que pasó ayer. Antes de que me dé cuenta, vuelvo a revivir cada beso, cada caricia.
Nunca me había sentido así. Fue como si él supiese lo que yo quería antes siquiera de desearlo, como si, de alguna manera, la forma en la que me tocaba y toda mi excitación estuviesen perfectamente conectadas. Recuerdo cómo me llamó a chara y toda mi piel se calienta. Doy un largo suspiro con la mirada fija en el teclado. Sé que es una estupidez, pero ahora mismo me ayudaría mucho saber que eso significa «amor mío» o «chica maravillosa sin la cual acabo de aprender en este mísero instante que no puedo vivir»; es un poco largo, pero efectivo.
Abro el traductor de Google y selecciono la opción de irlandés. A chara podría significar cualquier cosa en cualquier idioma, pero supongo que tiene más posibilidades de ser gaélico o algo parecido. La escribo y pulso «Enter».
Los dos segundos en los que tarda en aparecer el resultado, se me hacen eternos, y después allí está, escrito en mayúsculas: «AMIGA.»
—¿En serio? —murmuro decepcionada.
Observo la palabra y suspiro. Ni siquiera un nena o un cariño, sólo amiga.
Llaman a la puerta y entran sin esperar respuesta. Antes de que pueda reaccionar, Pedro está dentro de mi diminuto despacho. Se ha quitado la chaqueta y remangado la camisa a rayas bajo su chaleco negro.
Camina hasta mi mesa con paso seguro y apoya las manos en la madera, inclinándose hacia delante y consiguiendo que esa impresionante mirada esté a escasísimos centímetros de mis ojos. Su atractivo es mi cruz. Nunca he tenido nada tan claro.
—Tendríamos que hablar, pero prefiero fingir que esta mañana no ha pasado nada y sé que tú también —suelta con una sonrisa de lo más traviesa—. Te echo de menos, Chaves. Echo de menos estar contigo. —Sonríe de nuevo, pero esta vez es un gesto un poco frustrado—. Echo de menos pasar tiempo contigo —rectifica—. Y odio tener que elegir tan cuidadosamente las palabras —continúa inclinándose un poco más. Ahora sonreímos ambos. Tiene razón, es un auténtico coñazo—. ¿Qué me dices? ¿Nos olvidamos del mundo?
¿Cómo puede ser tan endiabladamente tentador? Es como si ese ofrecimiento lo hiciera el mismísimo diablo, como si pudiese dejarme clarísimo, sin usar una sola palabra, sólo con sus ojos, que lo mejor, lo que quiera, todo el placer, está únicamente a un sí de distancia.
—¿Y cómo propones que nos olvidemos del mundo? —pregunto enarcando las cejas.
Mejor fingir una seguridad que no siento.
—Desgraciadamente —comienza a decir mientras se sienta en el borde de mi escritorio—, las opciones en las que estás desnuda y en mi cama están descartadas.
—¿A eso lo llamas tú elegir cuidadosamente las palabras?
—Oh, créeme, están muy bien elegidas —replica.
Frunzo los labios. Es un auténtico sinvergüenza.
—Descarado.
—Me gusta cuando te escandalizas, Niña Buena.
—No hay nada de malo en ser una niña buena. De los sinvergüenzas impertinentes, engreídos y, por supuesto, descarados, no sé si puede decir lo mismo— concluyo, muy orgullosa de mí misma.
Chúpate esa, Alfonso.
—Se te ha olvidado «y que follan de miedo».
—Te lo tienes demasiado creído.
Pedro entorna los ojos divertido, estudiándome. Yo me cruzo de brazos insolente, esperando su respuesta. Vuelve a sonreír de esa manera llena de arrogancia y encanto a partes iguales y me acaricia la punta de la nariz con el índice.
—Cuando mientes, arrugas la nariz y estás adorable —comenta socarrón.
Pero, bueno, ¿en algún momento piensa dejar de reírse de mí? Abro la boca sin saber qué decir.
Vuelvo a cerrarla y vuelvo a abrirla, hasta que finalmente resoplo malhumorada mientras él empieza a juguetear con los bolígrafos de mi lapicero.
—¿Sólo has venido a molestarme? —protesto rodeando la mesa, colocándome frente a él y apartando el cubilete de su mano como represalia.
—Es divertido —responde con una sonrisa, como si fuera obvio.
Yo le dedico mi peor mohín y él lo ignora estoicamente.
—¿En qué estás trabajando? —inquiere.
Coge mi portátil y no es hasta que le da la vuelta, y una nueva insolente sonrisa se acomoda en sus labios, que recuerdo lo que estaba mirando justo antes de que entrara.
¡Maldita sea!
—Deja en paz mi ordenador —me quejo hostil intentando cerrarlo.
—Te estás volviendo muy multicultural —se burla con la misma impertinente sonrisa.
Se acabó. No pienso quedarme a ver cómo sigue riéndose de mí.
—Eres un capullo —siseo.
Me giro dispuesta a marcharme, pero, antes de que logre alcanzar la puerta, Pedro estira su armónico cuerpo, me agarra de la muñeca y vuelve a llevarme hasta él. Me deja entre sus piernas, pero no me suelta.
—Si querías saber lo que significa a chara, ¿por qué no me lo preguntaste? —me desafía, mirándome directamente a los ojos.
—Lo hice y tú no me respondiste.
—¿Y siempre vas a rendirte a la primera, Niña Buena?
Esa frase parece esconder muchas cosas que no soy capaz de adivinar. Otra vez está retándome, como si siempre quisiese que tuviera que armarme de valor y dar un paso más.
—No quería que pensaras que le estaba dando importancia, porque no la tiene —le digo y, sin quererlo, mi voz se agrava, presa de que estemos así de cerca, de que me tenga entre sus piernas, y, sobre todo, de que su mano siga sujetando mi muñeca—. Además, es lo que somos, ¿no? A chara significa amiga.
Ahora quien lo desafía soy yo.
Pedro niega suavemente con la cabeza.
—Ésa es su traducción más común, pero no es su único significado.
Sonríe como sólo él sabe hacerlo y todo mi cuerpo se tensa.
—A chara significa nuestra conexión con el otro —susurra con una voz sencillamente perfecta—. Así que, cuando se lo llamamos a otra persona, es como si mencionáramos en dos palabras todo lo que nos une a ella —Pedro libera mi muñeca, mueve su mano y abre la palma, posesiva, sobre mi estómago—, todo lo que nos gusta —avanza hasta mi cadera y se agarra con fuerza, casi haciéndome daño, y una oleada de placer se desata por todo mi cuerpo—, todo lo que deseamos.
—Pedro —murmuro inconexa a la vez que coloco mi mano sobre la suya.
Debería pedirle que se marchara, debería empezar a ser consecuente conmigo misma, con lo que es mejor para mí.
—¿Te gustó que lo hiciera?
—Sí —murmuro.
Otra vez el ambiente que nos rodea parece querer demostrarnos todo el deseo que un puñado de palabras pueden contener. Su cuerpo ordena y el mío responde. Ni siquiera sé cómo hemos llegado a este punto, pero ya no tengo nada claro que quiera escapar.
—¿Por qué?
—¿Por qué siempre tienes que preguntarme por qué?
—Porque me gusta ponerte al límite, Niña Buena —sentencia sexy, sensual, engreído, exactamente todo lo que es Pedro Alfonso.
Mi BlackBerry empieza a sonar en algún punto del despacho, pero yo lo oigo como si sonara en otro continente.
No quiero moverme de aquí por nada del mundo. Pedro vuelve a sonreír y se inclina despacio sobre mí, hasta que sus labios casi acarician el lóbulo de mi oreja.
—Deberías cogerlo —susurra divertido.
Se aparta al tiempo que su sonrisa se ensancha y yo vuelvo a la realidad de golpe.
—Claro —prácticamente balbuceo.
Vuelvo al otro lado de la mesa y recupero mi móvil. Logro descolgar justo antes de que la llamada sea desviada al buzón de voz.
—Paula.
Sonrío cuando reconozco la voz.
—Hola, Adela... Es la madre de Amelia —le susurro a Pedro, que asiente, tapando el auricular—. ¿Todo bien? —vuelvo a hablar con ella.
—Gustavo no ha aparecido —me explica.
—¿Qué?
Mi voz y mi sonrisa se evaporan de repente. Mi cambio de tono hace que Pedro alce la mirada y me observe preocupado.
—¿Cómo que no ha aparecido?
No puede ser verdad. No puede haberlo hecho otra vez.
—Llevamos esperándolo más de una hora.
En ese momento llaman a la puerta de mi despacho y Amelia entra. No tiene cara de buenos amigos.
Se dispone a hablar, pero algo a su espalda me distrae y, cuando veo a Gustavo salir del ascensor, pierdo la poca cordura que me queda.
—Maldito hijo de puta —siseo.
Salgo del despacho como una exhalación y del mismo modo cruzo la sala. Cuando al fin lo tengo delante, ni siquiera lo pienso y le doy una sonora bofetada delante de medio departamento de contabilidad.
—¿Cómo has podido atreverte? —grito—. ¿Eso es lo que vale tu palabra? ¿Tan poco hombre eres?
—Paula, déjame explicarme.
—¡No! —grito de nuevo con la rabia saturando mi voz—. ¡No pienso volver a escucharte nunca! Eres un cobarde de mierda que no se merece lo que tiene. No te lo mereces.
Las lágrimas comienzan a caer por mis mejillas. ¿Cómo ha sido capaz?
—Paula, tienes que ayudarme —me exige.
Ahogo una sonrisa irónica y fugaz en un suspiro aún más corto.
—¿Cómo tienes el valor de pedirme eso? Lárgate.
—Ni lo sueñes.
—¡Lárgate!
¡No quiero escucharlo! ¡No quiero tenerlo cerca!
—No pienso irme de aquí sin que me ayudes —me amenaza.
—Te ha dicho que te largues —lo interrumpe Pedro con su voz amenazadoramente suave, colocándose a mi lado—. ¿Eres tan jodidamente idiota que no entiendes esa palabra?
Gustavo traga saliva.
—Esto no es asunto tuyo —gruñe, tratando de que no se note el gusano miserable que es.
—Paula es asunto mío —replica Pedro dando un paso adelante, lleno de una intimidante seguridad —. Así que no te haces una idea del puto problema en el que acabas de meterte.
Miro a Pedro y por un momento me siento increíblemente protegida. Nadie en diez años había conseguido que me sintiese así.
—Márchate, Gustavo —le pido más serena.
—¡No voy a largarme! —grita desagradable.
—No se te ocurra volver a hablarle así —lo corta Pedro.
Gustavo retrocede un paso.
—He metido la pata, Paula —recapacita, tratando de sonar más amable—, pero no puedes pasar de mí.
Que reconozca su error no cambia las cosas. No es la primera vez que lo hace y sus palabras acaban cayendo en saco roto.
—Márchate, por favor —repito, cruzándome de brazos y bajando la mirada.
Una vez más ha conseguido que sienta que mido sólo dos centímetros.
—Paula, no lo hagas por mí.
Alzo la cabeza. Las lágrimas vuelven a caer. ¿Por qué ha tenido que decir precisamente eso?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)