viernes, 28 de julio de 2017
CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)
—No lo hagas por mí —repite el maldito gilipollas.
Nunca había tenido tantas ganas de partirle la cara a alguien.
Doy un paso más hacia él. Cierro los puños con rabia. La ha hecho llorar. No puedo pensar en otra jodida cosa.
—Lárgate o te juro por Dios que no respondo —siseo.
El imbécil ni siquiera es capaz de mantenerme la mirada.
—Paula, sabes qué es lo que tienes que hacer —prácticamente le exige.
Aprieto la mandíbula. Esta estupidez se acabó. Me giro hacia ella para decirle que me espere en mi despacho mientras me encargo de él y la sangre me hierve cuando la veo dar un paso en su dirección. Sigue llorando. Está triste, furiosa, dolida. Joder, sea lo que sea lo que este gilipollas ha hecho, la ha dejado hundida y piensa marcharse con él.
—Tiene que ser una puta broma —protesto arisco, agarrándola de la muñeca y obligándola a girarse.
—Pedro, por favor —balbucea.
Me mantiene la mirada y en sus ojos veo demasiado dolor.
No es sólo este momento, son muchos otros que ni siquiera me ha contado. La rabia se instala bajo mis costillas. Vuelvo a sentirme como me sentí en el bar viéndola hablar con ese tipo, como hace diez años que no me sentía.
— No vas a irte con él —rujo.
No pienso permitirlo. Voy a cuidar de ti, Niña Buena.
—Paula, vámonos —le reclama.
Ella me mira un segundo más, como si estuviese reuniendo valor para decirme algo, y finalmente cabecea.
—Lo siento, Pedro —murmura y camina hasta él.
Cruza la diáfana planta andando a su lado. Yo la observo inmóvil. Ahora mismo sólo quiero cargarla sobre mi hombro y sacarla de aquí.
¿Por qué se marcha con él? ¿Quién coño es? ¿Qué le ha hecho?
Justo antes de montarse en el ascensor, Paula vuelve la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Está más triste que antes. La rabia crece. Echo a andar hacia ella. No pienso permitir esto. Tengo que cuidar de ella, tengo que protegerla, pero, cuando estoy a unos pasos, Paula pronuncia sin emitir sonido alguno el «por favor» más triste del mundo a la vez que niega con la cabeza, frenándome en seco, y finalmente entra en el ascensor.
Cuando las puertas de acero se cierran por completo, sencillamente ya no puedo pensar.
Regreso a mi despacho con el paso acelerado y cierro de un portazo. La adrenalina hirviendo recorre todo mi cuerpo.
Todo lo que sentía cuando tenía dieciséis, diecisiete, dieciocho años, se recrudece. El dolor, la rabia.
—Joder —rujo.
Me paso las manos por el pelo. Trato de controlarme. Pero todo es inútil. Sólo puedo pensar en una cosa.
Salgo del edificio. Sigue lloviendo. No me importa. No sé cuántas manzanas recorro hasta encontrar un bar con una pinta deleznable.
Sonrío con malicia contemplando la puerta llena de restos de carteles y pegamento barato, las motos aparcadas en la entrada, el neón que ya no se ilumina.
Entro y me siento en uno de los taburetes de la barra. Me pido un whisky y me lo bebo de un trago. Miro a mi alrededor y la misma sonrisa con la misma malicia acude de nuevo a mis labios cuando veo a cuatro tíos con pinta de obreros de la construcción, bebiéndose unas cervezas en una de las mesas junto a la máquina de discos. Pido otra copa. Camino hasta ellos. Suena Heart of a dog, de The Kills.
Siempre me he sentido identificado con esta canción.
Siempre he tenido miedo de estar perdido, pero, al final, siempre regreso al mismo sitio, a las mismas situaciones, y eso es lo que me permite volver a encontrarme, mi única manera de regresar al camino, a casa, al Pedro que yo he decidido ser.
—Os estaba mirando desde allí —digo deteniéndome junto a su mesa y apuntando a la barra con mi copa— y no he podido evitar hacerme una pregunta.
—¿Qué? —responde uno de ellos malhumorado.
Me bebo la copa de un trago y la dejo sobre la mesa bajo sus atentas miradas.
—¿Cuál de los cuatro es más gilipollas?
De repente el bar se sume en un sepulcral silencio.
—Pero ¿qué coño? —masculla uno de ellos levantándose.
Yo sonrío encantado. Acabo de encontrar justo lo que quería.
Esquivo el primer golpe. El segundo. Lo tumbo sobre la mesa de un puñetazo. Los otros tres tíos se levantan. El pómulo. Las costillas. Golpeo. Me defiendo. La ira se calma. Otra aparece.
Pelear. Caer. Levantarse... Olvidar... Volver a ser yo.
Me sacan a la calle de un puñetazo. La sangre se mezcla con la lluvia en mis labios, tirado en un callejón cualquiera de la 44 Oeste.
Lo golpeo. Lo tiro al suelo. Uno de los tíos, con la mitad de la cara llena de la sangre que le sale de la ceja rota, corre hacia mí, me embiste como un toro y me deja caer de espaldas contra el suelo. Toso. No puedo respirar. Las costillas me aprietan los pulmones.
Pelear. Caer. Levantarse... Olvidar... Volver a ser yo.
Volver a ser yo. Me pongo en pie. Sólo quiero volver a ser yo. Lo golpeo. Se tambalea. Un coche derrapa a mi espalda.
Lo golpeo otra vez. Necesito volver a ser yo.
—¡Sepárense! —Un policía me empuja, apartándome del tipo, pero yo aún no he terminado.
El agua cae helada. La boca me sabe a sangre. Vuelvo a tener diecisiete años. Vuelvo a estar en Portland Este. He vuelto a ver a mi padre borracho, llorando por ella. Me paso las manos por el pelo.
¿Por qué Paula no me ha dejado protegerla?
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