domingo, 23 de julio de 2017
CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)
Más tarde, sigo trabajando. Ya ha anochecido y todos se han marchado a casa, pero yo necesito terminar el informe sobre la propuesta de inversión de Michael Talbot. Es muy importante, pero no encuentro la maldita carpeta que necesito.
—¿Dónde he metido esos condenados archivos? —me quejo levantando cada carpeta de mi escritorio.
Resoplo y me llevo las manos a las caderas. En ese momento la puerta se abre y entra Pedro.
—Tengo hambre, Niña Buena. Nos vamos a cenar.
—No puedo —respondo.
Necesito encontrar esos papales, así que voy a dejar para otro momento el explicarle al señor «el mundo es mío» que el que tiene hambre es él, no yo, así que no tengo por qué ir; además de repasar las grandes batallas: tienes que llamar antes de entrar y no me llames Niña Buena. Sonrío. ¿A quién pretendo engañar? Es una causa perdida.
—Sí que puedes —contraataca.
—No, en serio. Tengo que encontrar los archivos de la propuesta de Michael Talbot para acabar el informe. Hernan lo quiere a primera hora... y no sé dónde está la maldita carpeta —concluyo levantando por tercera vez mi portátil como si mágicamente hubiese ido a parar allí.
Tan pronto como dejo de nuevo el ordenador sobre la mesa, tuerzo el gesto. Acabo de recordar dónde la dejé; más concretamente, la he visualizado sobre otros dosieres, perfectamente cuadrados y ordenados encima de la mesa de Mitchell McDowell, el jefe del departamento contable. Yo misma se la llevé esta tarde y olvidé recogerla. ¡Soy idiota!
—Está en el despacho de McDowell —gimoteo.
—Pues ve a buscarla.
—Ya se ha marchado.
—Pues entra en su despacho —responde como si fuera obvio.
—Está cerrado con llave.
—Llama al conserje y dile que te abra la puerta. El despacho es tuyo.
Yo sonrío socarrona.
—Y todos los que trabajan aquí —continúo con la voz grave, burlándome de que haya hablado como si fuera el dueño de una plantación sureña en 1817—. No puedo hacerlo. Además, McDowell está obsesionado con su despacho. No deja que nadie entre si él no está. Una vez ya hice que el guardia de seguridad me abriese y, al enterarse, le estuvo gritando durante quince minutos. No sé qué demonios guarda ahí.
—Porno —contesta sin más.
Finjo no oírlo.
—Porno de importación —se extiende—, de ese que viene de Japón, y seguro que lo ve con una muñeca hinchable ultrarrealista vestida de criada sexy.
—Para —me quejo entre risas—. No quiero saberlo.
—Él mismo le plancha el vestidito negro y los ligeros cada noche.
—¡Pedro! —exclamo.
Pongo cara de asco al no poder evitar imaginarme la escena, y él rompe a reír.
—Así es nuestro jefe contable —sentencia.
No voy a negar que ha conseguido que la situación tenga algo de gracia, pero necesito una solución.
Debo terminar mi informe.
—¿Qué voy a hacer? —pregunto llevándome el pulgar a los dientes.
Pedro me aparta la mano de la boca y yo lo fulmino con la mirada. No es un buen momento para quitarme mis manías, Alfonso.
—Pues, si no puedes pedirle al guardia de seguridad que te abra, habrá que conseguir las llaves.
—¿Cómo?
—¿Tú cómo crees?
Frunzo el ceño, confusa. ¿A qué demonios se refiere?
—Tendremos que robarlas, Chaves —suelta en un bufido sonriendo, desesperado porque no lo haya deducido por mí misma.
—No —respondo—. No pienso hacerlo.
—Será divertido —replica con una nueva sonrisa.
Está claro que el día que dije que era como un crío con un traje caro no me equivoqué. Exactamente, un crío de diecisiete años con un carísimo traje a medida de tres piezas.
—He dicho que no.
—Como quieras —responde fingidamente resignado, dando un paso hacia atrás—. Supongo que no te importa que mañana Hernan llegue y se lleve la enorme decepción de comprobar que no has hecho lo que te pidió.
Entorno los ojos. Lo está haciendo a propósito para que me sienta culpable.
—El pobre ya lo está pasando lo suficientemente mal, ¿encima quieres decepcionarlo?
—Eres un cabronazo.
Pedro se encoge de hombros. Maldita sea, ¡está consiguiendo que me lo plantee en serio!
—Va a ser muy divertido —repite, envolviendo de sexy aventura cada palabra.
Cabeceo a la vez que exhalo sin poder creerme que esté a punto de decir que sí. La sonrisa de Pedro se ensancha, me coge de la mano y me saca de mi despacho.
—¡Aún no he aceptado! —protesto mientras atravesamos la desierta planta camino de los ascensores.
—Tú nunca vas a decirme a nada que no, Niña Buena —responde engreído.
Abro la boca escandalizada e indignadísima. Pedro nos mete en los ascensores y yo me suelto de inmediato de su mano y me cruzo de brazos. Ha sido un auténtico capullo por decir eso.
—Te lo tienes demasiado creído —le espeto con la vista clavada al frente, alzando la barbilla altanera.
Pedro, también mirando las puertas de acero, se encoge de nuevo de hombros con las manos metidas en los bolsillos.
—Y tú estás preciosa cuando te enfadas.
¿Qué?
Las mariposas despiertan en mi estómago y todo mi cuerpo se ilumina. ¡Ha dicho preciosa! Sonrío como una idiota y bajo la cara para disimularlo. De reojo puedo ver cómo ladea la cabeza, me observa un segundo y también sonríe.
ascensor llega al vestíbulo y tengo que reconocer que necesito un segundo antes de salir.
Me dispongo a caminar hasta Frank, el guardia de seguridad, que está tras el mostrador, en el centro del enorme vestíbulo de mármol, pero Pedro vuelve a agarrarme de la muñeca y tira de mí hasta escondernos pegados a la pared del inmenso pasillo que da a las oficinas de la planta de abajo.
—Tienes que distraerlo —me informa en un susurro.
—¿Qué? No —contesto imitando su tono de voz.
Pedro pone los ojos en blanco y resopla.
—¿Quieres dejar de protestar? Ve allí y distráelo. Tienes que hacerlo para que yo pueda robarle las llaves.
—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo?
—¿Tú cómo crees?
—¿Tengo que intentar ligar con él?
Pedro se incorpora y me mira muy serio.
—No —afirma como si no hubiera posibilidad alguna de usar esa opción.
Yo abro la boca dispuesta a decir algo, pero la verdad es que no sé qué. En las películas de espías siempre usan la técnica de ligar como distracción, ¿no? ¿Por qué le ha molestado tanto que lo proponga?
—Está bien —claudico.
—Vamos, ve.
Pedro me gira entre sus brazos y me empuja con suavidad.
—Sigo sin saber cómo hacerlo —replico susurrando.
—Lo harás bien. Confío en ti.
Me da una palmada en el trasero y me deja prácticamente en mitad del vestíbulo. Yo me giro y lo fulmino con la mirada.
—Vamos —repite como si no hubiese hecho nada fuera de lo común.
¡Dios! Ahora mismo lo odio.
Me vuelvo, bufo y echo a andar. ¿Por qué estoy haciendo esto? Tengo veintisiete años, por el amor de Dios. —Hola, Frank —lo saludo cantarina.
—Buenas noches, señorita Chaves. ¿En qué puedo ayudarla?
—Verás...
Tendría que haber pensado con qué distraerlo antes de intentar distraerlo. ¡En realidad no tendría que estar tratando de distraerlo de ninguna manera!
—¿Sí? —me anima a continuar.
Yo abro la boca sin saber qué decir. Últimamente hago mucho eso.
—He oído un ruido en la planta diecinueve.
Eso es.
—¿Segura? —pregunta levantándose.
Asiento con la cabeza varias veces.
—Sí —me reafirmo, mintiendo estrepitosamente mal— y he visto luces... linternas —especifico.
—Yo me encargo, señorita Chaves —responde profesional, echando a andar hacia los ascensores.
Lo observo hasta que las puertas se cierran y miro hacia Pedro, que ya camina en mi dirección.
—Eres la peor mentirosa del mundo, Chaves —se queja socarrón.
—Yo ya he hecho mi parte. Haz tú la tuya, criminal.
Pedro llega hasta el mostrador, se sienta en la silla de Frank y comienza a trastear en busca de las llaves, mientras yo vigilo que no venga nadie.
—No están —comenta tras unos segundos.
—¿Cómo que no están? —replico rodeando el mostrador y comenzando a buscar también—. ¿Por qué tiene esto aquí? —inquiero confusa al cabo de unos segundos, sacando un paquete de galletas Oreo que estaba escondido junto a los monitores de seguridad.
—No seas así, Chaves. Lo tendrá por si nos atacan.
Frunzo el ceño aún más confundida. ¿Se refiere a comida para una situación de emergencia prolongada o algo así?
—Por si nos ataca, ¿quién?
—El monstruo de las galletas.
Rompo a reír, aunque es lo último que quiero, y me agacho para seguir buscando. Pedro y yo nos movemos a la vez y de pronto, sin que ninguno de los dos lo pretenda, acabo acuclillada frente a él. Por un momento nos quedamos en silencio, muy quietos. Pedro me recorre con la mirada: mis tacones rojos sobre el brillante mármol, mi vestido gris entallado, mis hombros, mi cuello, mi cara y por fin mis ojos
marrones. A cada centímetro que ha recorrido, mi respiración se ha acelerado un poco más y ahora, frente a sus ojos azules, ni siquiera sé qué debería pensar.
Pedro alza una mano, pero, cuando apenas la ha separado unos centímetros de la rodilla donde la tenía apoyada, la cierra en un puño.
—Busquemos las malditas llaves —prácticamente gruñe.
Asiento y me giro para seguir hurgando en los cajones. Sin embargo, no puedo evitar mirar de reojo cómo su mano sigue cerrada con fuerza, casi con rabia. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Acaso iba a acariciarme?
«Ya te gustaría, ladrona de pacotilla.»
Cabeceo y me obligo a concentrarme en las llaves. Abro el primer cajón. Rebusco. Nada. Abro el segundo. Repito la operación. Nada. Pero al abrir el tercero, el ruido del metal tintineando entre sí me hace sonreír de oreja a oreja.
—Están aquí —susurro feliz.
Oigo un ruido a mi espalda. Reviso los pequeños llaveros identificativos hasta que encuentro el de nuestra planta.
—Las tengo —digo cogiendo el manojo de llaves e incorporándome.
—Abortar misión —grita Pedro en un susurro levantándose.
—¿Qué? —pregunto confusa.
Pero, cuando me giro para mirarlo, ya ha desaparecido.
—Pedro —lo llamo.
—Señorita Alfonso —dicen a mi espalda.
Cierro los ojos. Quiero que la tierra me trague.
—¿Qué está haciendo? —pregunta Frank.
No puedo darme la vuelta. No quiero. ¡Acaba de pillarme con las manos en la masa!
—Sólo estaba buscando las llaves —aclaro girándome al fin, rezando para que Pedro tenga razón y efectivamente parezca una niña buena—, para subir a ayudarte.
—Ésas no son las llaves de la planta diecinueve —replica.
—¿No? —pregunto con una sonrisa nerviosa—. ¡Qué torpe soy!
Voy a morirme de la vergüenza de un momento a otro.
—Señorita Chaves, ¿estaba registrando mi mostrador?
—¿Yo? No —contesto con un bufido.
Él observa su mesa.
—Creo que sí —señala—. Tendré que llamar al jefe de seguridad —sentencia caminando hasta la barra de metal y madera para coger el teléfono.
—No.
¡No, por Dios!
—Otra vez, señorita Chaves —interviene Pedro caminando muy convencido hasta nosotros.
Frank se sobresalta al verlo y yo lo asesino con la mirada.
¡Me ha dejado tirada en pleno crimen!
—Ya le dije que, si volvía a cerrar mi despacho con las llaves dentro, tendríamos una charla, pero no hacía falta que intentara robarlas —continúa sin un gramo de vergüenza, mintiendo como un absoluto bellaco.
—Señor Alfonso... —lo llama el guardia de seguridad algo aturdido.
—No se preocupe, Frank, yo me encargo —lo interrumpe. Coge las llaves y me agarra del brazo, obligándome a echar a andar hacia los ascensores—. Y no se preocupe, la señorita Chaves recibirá el castigo que se merece.
Yo ladeo la cabeza y lo observo buscando una explicación silenciosa a por qué parece haber disfrutado cuando ha dicho la palabra castigo. Pedro me dedica su media sonrisa por respuesta. Los dos nos volvemos a la vez y vemos a Frank, aún de pie, observando su mesa, tratando de averiguar si efectivamente todo está donde tiene que estar.
—Y suba a la planta diecinueve —le ordena Pedro justo antes de que entremos en el ascensor—. Nos están robando.
El guardia sale disparado. Las puertas se cierran y, antes de que ninguno de los dos diga nada, rompemos a reír.
—Eres lo peor —protesto cuando nuestras carcajadas se calman—. Me has dejado tirada.
—Te he avisado, pero tú estabas tan feliz contemplando tu primer objeto robado que no me has oído.
Le pego en el hombro. La sensación es tan buena que la repito y una décima de segundo después estoy golpeándolo con ambas manos.
—Para —protesta Pedro entre risas.
Lo hago, pero los dos nos quedamos muy cerca y, sin quererlo, volvemos a esa especie de silencio.
Pedro da un paso hacia mí y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Es un gesto de lo más inocente, pero, inexplicablemente, mi cuerpo no piensa lo mismo.
—Has sido muy valiente, Chaves.
—Tú tampoco has estado mal, Alfonso.
Pedro sonríe. El silencio se hace un poco más intenso y, aunque no nos movemos, creo que nos acercamos un poco más el uno al otro.
Las puertas se abren. ¿Por qué tiene que ser tan increíblemente guapo? La sonrisa de Pedro se ensancha como si pudiese leer mi mente y yo aparto la vista nerviosa para acto seguido alzarla altiva e impertinente. Si piensa que me tiene en la palma de la mano, está muy equivocado.
—Vamos —dice cogiéndome de la mano absolutamente en contra de mi voluntad y tirando de mí para que salgamos—. Quiero ver todo ese porno.
Aunque es lo último que quiero, otra vez rompo a reír. Pedro se gira sin dejar de caminar y me mira sólo un segundo, con el mismo gesto en los labios. Cuando se vuelve, una sonrisa sincera inunda los míos. Creo que hacía muchísimo tiempo que no me reía así y más de diez años que no cometía una estúpida locura como ésta. Supongo que debería darle las gracias al Guapísimo Gilipollas.
—Gracias —suelto mientras prueba las llaves, intentando abrir el despacho de McDowell.
—¿Por qué? —pregunta abriendo la puerta y girándose.
Yo lo miro y sonrío.
—Sólo gracias —sentencio pasando junto a él y entrando.
Sienta bien ser la sexy misteriosa por una vez.
Cojo la carpeta de la mesa del jefe de contabilidad, me doy media vuelta para salir y entonces lo veo.
Pedro está de pie, bajo el umbral; la habitación en penumbra se alía con él y parece todavía más atractivo. Hechizada, como las polillas lo están cuando vuelan hacia la luz, sigo caminando hasta quedarme a un mísero paso de él. Su olor me envuelve y todo mi cuerpo se tensa deliciosamente. Pedro se humedece el labio inferior y se inclina despacio sobre mí.
—Un placer —responde con su voz ronca.
Sin esperar respuesta, sale de la estancia. Yo me quedo inmóvil, incapaz de reaccionar durante largos segundos, hasta que finalmente salgo del despacho de McDowell.
—Espera, ¿ya no quieres ver porno conmigo? —prácticamente grito.
Pedro se detiene en el centro de la sala, camino de su oficina, y se gira despacio. Sólo entonces me doy cuenta de lo que he dicho.
—Yo... —¿cómo salgo de ésta?—, sólo quería decir que... —trato de rectificar, pero esa frase es imposible de solucionar la mires por donde la mires.
Pedro sonríe, mitad incrédulo, mitad encantado, viendo cómo procuro salir de este lío lingüístico.
—Pedro —me quejo al fin, absolutamente exasperada.
—No te preocupes, Chaves —replica riéndose claramente de mí—. Podemos ver porno cuando quieras.
—Eres un capullo —protesto cruzándome de brazos.
La sonrisa de Pedro se ensancha. Gira sobre sus talones y emprende de nuevo la marcha hacia su despacho.
—Tienes diez minutos para terminar ese informe —me advierte sin detenerse—. Me muero de hambre.
Yo lo fulmino con la mirada, pero casi en el mismo instante sonrío. No puedo evitarlo. Ha conseguido que me comporte como si tuviese diecisiete años otra vez, y sienta de maravilla.
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