domingo, 23 de julio de 2017

CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)



Estoy a punto de llegar a las escaleras cuando oigo que Amelia me llama. Al volverme, la veo correr hacía mí, exhausta y con cara de pocos amigos a la vez.


—¿Has estado hasta ahora en la reunión? —pregunto sorprendida.


Pedro está loco —refunfuña—. En la rueda de prensa pretende revisar los archivos contables, de inversiones y de capitalización... ¡de los últimos cinco años!


Sonrío. Pedro ha organizado, para dentro de ocho semanas, una importantísima reunión. Intervienen tantos departamentos y empresas diferentes que designó un pequeño grupo que se encarga de coordinar y gestionar toda la documentación que se revisará en la reunión. Amelia está en dicho grupo.


A la rueda de prensa, como la llama Amelia, porque según ella nunca vamos a ver más trajes de firma gris marengo juntos, vendrán los dos socios de Pedro, Jeremias Colton y Damian Brent, además de abogados del despacho jurídico que representa al comprador y este último. Lo sigo llamando comprador porque no sé ningún detalle sobre él, ni siquiera su nombre, y no ha sido por falta de ganas, pero, cada vez que he intentado usar algún subterfugio para averiguar algo, he acabado dándome de bruces con Pedro, que siempre repite la misma frase: «el comprador quiere permanecer en el anonimato y la discreción es una regla fundamental para Colton, Alfonso y Brent». A mi curiosidad y a mí no nos cae muy bien cuando dice eso.


—Si Pedro os ha pedido tanta documentación, será por un buen motivo. Sabe lo que hace.


Mi amiga entorna los ojos y me barre con la mirada.


—¿Qué? —pregunto confusa.


—Nada —responde perspicaz al cabo de unos segundos.


Pongo los ojos en blanco y reanudo mi camino. No sé qué es lo que se está imaginando, pero no puedo quedarme a descubrirlo, tengo muchísimo trabajo.


—Recuerdas lo de esta tarde, ¿verdad? —inquiero girándome y andando de espaldas—. Tienes que darle la medicina del tapón rojo. Es muy importante. —Lo pienso un instante—. Será mejor que lo cancele todo y vaya a casa...


—No te preocupes —me interrumpe —. Está todo controlado.


Frunzo los labios y finalmente me rindo. Tiene razón.


—¿Qué haría sin ti? —le digo empujando la puerta de acceso a las escaleras con el culo.


—Sabes que no podrías vivir sin mí, pequeña.


—Lo sé, pequeña —sentencio con una sonrisa.


Subo de prisa las escaleras y en apenas un minuto estoy en la planta superior. Me quito los zapatos y, tras sonreírle al Rock Center, cojo una de las carpetas de las decenas apiladas y me siento junto a Pedro.


Es curioso lo rápido que nos hemos acostumbrado el uno al otro en el sentido laboral. Pedro no está obsesionado con el trabajo, pero sí disfruta muchísimo con lo que hace y eso lo vuelve todo más fácil.


Sólo llevamos dos semanas colaborando, pero nos compenetramos muy bien. Algunas personas tardan mucho más tiempo en lograrlo y en el ochenta por ciento de los casos ni siquiera acaba funcionando.


Abro el dosier sobre mi regazo y cojo un lápiz del cubilete entre los dos, el único material o mobiliario de oficina de toda la planta. Reviso el primer documento. Es la propuesta de inversión de Michael Talbot, algo muy provechoso para Cunningham Media y que probablemente nos sacaría del pozo. Hernan le ha pedido a Pedro que se encargue de las gestiones y, en última estancia, decida si aceptamos o no la propuesta, aunque es un mero trámite, está claro que dirá que sí. Concentrada, me llevo el lápiz a los dientes.


—Ni se te ocurra —murmura con la mirada fija en la tabla de inversiones que corrige.


No puede hacerme esto. Tengo la costumbre de mordisquear los lápices desde la escuela primera.


—Así pienso mejor —me defiendo.


—¿Tengo pinta de que me importe?


Entorno los ojos y acabo dedicándole un mohín a la vez que dejo caer el lápiz en el cubilete. Eso también ha sido muy de escuela primaria.


—¿Cuántos años dices que tienes? —pregunta burlón, aún sin levantar la mirada—. Aunque no sé por qué pregunto, el otro día encontré una piruleta en tu bolso.


—La piruleta no era mía —protesto.


—Entonces, ¿de quién era? —contraataca sin dejar de prestar atención a sus papeles.


Abro la boca dispuesta a contestar, pero la cierro de inmediato, frenándome a mí misma. Frunzo los labios y lo pienso un instante. Sonrío. Tengo la respuesta perfecta.


—No vayas por ahí, Alfonso —replico veloz—. Tengo muchos trapos sucios sobre ti. Ayer te vi robarle una chocolatina a una chica de su mesa.


Pedro sonríe.


—Uno, no era una chocolatina —dice ladeando la cabeza para mirarme—. Era una Three Musketeers.


Yo me llevo dos dedos a la boca abierta, fingiendo que sólo de oír el nombre del dulce me dan ganas de vomitar.


Pedro me observa muy serio, tratando de contener una sonrisa.


—¿Y dos? —lo apremio impertinente, como si no hubiese hecho nada fuera de lo común.


—Y dos, no le estaba robando nada. Había escrito su número de teléfono en el envoltorio —sentencia con una sonrisa traviesa.


Le dedico un nuevo mohín, se lo ha ganado a pulso, pero de pronto caigo en la cuenta de algo que, en realidad, llevo pensando semanas. Pedro Alfonso es el sexo con piernas. Es un hecho objetivo. Hay algo en su forma de moverse, de mirar... Y cuando tu vida sexual se para de golpe y para siempre a los diecisiete años, un hombre así resulta, cuando menos, intrigante.


—Háblame de tus experiencias sexuales, Señor Mujeriego.


Pedro se echa a reír sincero. Mi comentario y su apodo le han pillado por sorpresa.


—¿Que te hable de qué? —Hace una pequeña pausa—. No sé. Creo que no quiero —confiesa sin que la sonrisa lo abandone.


—Vamos —gimoteo girándome hacia él—. Vamos, vamos —añado con voz de cachorrito.


Ya hablamos de todo. Tenemos esa clase de confianza que me permite, por ejemplo, llamarlo capullo cuando se lo merece, cosa que ocurre la mayor parte del tiempo, y él la tiene para comerse la mitad de mi sándwich y beberse tres cuartas partes de mi refresco después de haber dicho que no quería almorzar.


¿Por qué hablar de sexo iba a ser diferente?


—Está bien —claudica resignado. Yo sonrío de oreja a oreja, incluso doy unas palmaditas—. ¿Qué quieres saber?


—No lo sé... —Tengo la sensación de que estoy a punto de 
mantener una conversación con uno de los protagonistas de novela romántica que tanto me gusta leer... ¿Puedo llamarte Christian?


Me llevo el pulgar a la boca, pero Pedro alza la mano y lo aparta. Eso tampoco es nada justo.


Necesito hacerlo cuando estoy nerviosa. Pedro me observa impasible y yo acabo arrugando la nariz sólo para que deje de mirarme como un profesor de escuela.


—Quiero saberlo todo —contesto al fin muy segura.


Bien dicho, Bluebird. No todos los días puedes recibir una pizca de sabiduría directamente del dalái lama del sexo.


—No voy a contártelo todo —replica conteniendo una nueva carcajada—. Un mago necesita guardarse algunos trucos.


—¿Piensas usarlos conmigo, Alfonso? —bromeo.


—¿Piensas darme la oportunidad, Chaves?


—Eso depende —digo muy resuelta.


Pedro frunce el ceño y me mira con interés.


—Desde luego no me esperaba esa respuesta —confiesa con una sonrisa—. Y... ¿se puede saber de qué depende?


—De tus experiencias.


Por un momento parece todavía más confuso y yo no puedo evitar sonreír un poco satisfecha y con un poco de malicia. No pasa muy a menudo, por no decir nunca, que consiga dejarlo fuera de juego.


Normalmente es al revés.


—Estoy calibrándote —me explico divertida y también un poco desafiante.


Me observa un segundo y se humedece el labio inferior justo antes de empezar a hablar.


Sencillamente ha recuperado el control.


—He hecho todo lo que he querido con quien ha querido compartirlo conmigo.


Uau.


Pestañeo y reordeno las ideas. Esa frase ha sido lo más sensual que he oído en diez años.


—No le has dicho que no a muchas mujeres, ¿verdad?


Quiero sonar divertida, o por lo menos desenfadada, pero no tengo claro que lo haya conseguido.


Pedro vuelve a sonreír al tiempo que recoge su pierna. Sin pretenderlo, la tela de su pantalón a medida roza mi muslo. 


Él no se mueve. Yo tampoco. No quiero.


—¿Me estás llamando fácil?


Alzo la mirada a la vez que balanceo la cabeza suavemente, meditando la respuesta.


—Mujeriego.


—Otra vez.


Por una décima de segundo parece molesto, pero su sonrisa brilla de nuevo y me doy cuenta de que obviamente lo he malinterpretado.


—Me gustan las mujeres, y no me avergüenzo de ello, Niña Buena. —Su apodo me pilla por sorpresa, pero inexplicablemente también consigue que algo dentro de mí se tense deliciosamente—. He disfrutado con ellas y ellas también lo han hecho conmigo. He probado casi todo lo que me han ofrecido y digamos que he aprendido cuáles son mis perversiones favoritas.


Su sonrisa se oscurece y tengo la sensación de que el lobo está saliendo de su letargo.


—¿Y... y cuáles son? —balbuceo.


Pedro se inclina un poco más. Ya no sólo me toca su pierna. 


Nuestros hombros casi se rozan y me doy cuenta de cómo de cerca está su masculina mano de la mía. Sólo tendría que estirar los dedos y podría rozarla o, mejor aún, él podría rozar la mía. Lo que ha dicho, cada palabra que ha pronunciado y cómo lo ha hecho, han provocado que me diluya en el deseo más íntimo y sensual que he sentido en mi vida. Estoy hipnotizada y quiero más.


—Todas y cada una de ellas —susurra salvajemente sensual.


Joder.


Me quedo observándolo. No quiero, pero tampoco soy capaz de dejar de hacerlo. Pedro se aparta y, con el movimiento, de pronto, la manera en la que lleva la camisa a rayas remangada bajo el chaleco oscuro, casi negro, me llama poderosamente la atención. Maldita sea, viene a trabajar así todos los días, ¿por qué parece que acabo de descubrirlo hoy?


Noto algo entre los dos y al fin consigo salir de esta especie de ensoñación. Agacho la cabeza y, confusa, observo cómo me está tendiendo uno de los lápices del cubilete.


—Te lo presto —dice con una media sonrisa de lo más socarrona—. Parece que ahora sí necesitas algo con lo que entretenerte.


Abro la boca escandalizada, enfadada y muy indignada, y, cuando lo veo sonreír encantado por su propia broma... sencillamente es el colmo. Cojo los tres lápices que quedan en el cubilete y rápidamente los lamo de arriba abajo bajo su atónita mirada. Los suelto en el bote y, antes de que pueda pensar con claridad en lo que acabo de hacer, rompo a reír como una niña.


—Malditos veintisiete años —farfulla divertido, cabeceando y volviendo a los documentos que revisaba.


Cuando mis carcajadas se diluyen, lo imito y vuelvo al trabajo. Sin embargo, no han pasado más de un par de segundos cuando pierdo la vista en el Rock Center justo en el mismo instante en el que mi mente decide regalarme imágenes muy vívidas de todo lo que acaba de contarme Pedro, con él como protagonista. Suspiro discretamente y vuelvo la vista a las carpetas.


Ahí está la diferencia entre hablar de sexo y hacerlo de todo lo demás, que ahora no puedo dejar de imaginármelo desnudo... Guapísimo Gilipollas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario