domingo, 23 de julio de 2017

CAPITULO 10 (TERCERA HISTORIA)




Un poco antes de la una, bajo a mi despacho. Quiero tratar algunos asuntos con Beatrice antes de que se vaya a comer. 


Trabajar con Paula ha sido... diferente, mejor. En la oficina, aunque Jeremias, Damian y yo sabemos exactamente lo que queremos y cómo lo queremos, también preferimos repartirnos el trabajo para que cada uno disfrute de su autonomía y no tengamos que molestarnos los unos a los otros para la toma de decisiones, así que siempre he trabajado solo y, por supuesto, nunca he estado sentado con alguien cinco horas sobre el suelo de moqueta de una planta desierta revisando proyectos. No ha sido violento, ni siquiera incómodo. No tenía dudas de que Paula es inteligente, pero la manera en la que me ha aguantado el ritmo con cosas como inversiones o prospectos de capitalizaciones, que están tan alejadas de su campo, me ha sorprendido.


—Beatrice —la llamo tamborileando suavemente con los dedos sobre su escritorio de camino a mi despacho.


Ella se levanta y me sigue. Amelia no pierde detalle desde su mesa. Yo la observo hasta que deja de mirar a mi secretaria y me mira a mí, y sonrío. Ella disimula de inmediato a la vez que aparta la vista. Fue la cómplice de Chaves. Me pregunto hasta qué punto serán amigas.


Le pido varios informes a Beatrice y regreso con ella a la sala principal. Hoy comeré con Mario Colby y revisaré algunos asuntos del edificio Pisano.


No hemos llegado todavía a su mesa cuando veo a Paula salir de su despacho. Pestañeo un par de veces mientras la sigo con la mirada. Está diferente. Se ha cambiado de vestido y se ha maquillado. De pronto parece una niña buena de familia adinerada. La estudio de pie, esperando los ascensores. Sigue estando preciosa, pero no parece ella, como si llevase puesto un uniforme. Las puertas cerrándose me sacan de mi ensoñación y tardo un segundo entero en reordenar mis ideas... ¿Adónde demonios va?


Las reuniones con Mariano Colby nunca son mi momento favorito del día, pero hoy me está resultando más insoportable de lo habitual. Este hombre parece estar volviéndose más idiota por segundos. Aún no ha terminado el primer plato cuando saco mi iPhone y, casi sin pensarlo, busco en Google el nombre de Paula Chaves. 


Quizá sea de una familia acomodada o algo por el estilo. La manera en la que iba vestida tiene una intención. No es algo aleatorio. Sin embargo, no hay nada. 


Después de la tediosa comida, en lugar de regresar a Cunningham Media, voy a mi oficina. Necesito empezar a cerrar algunos asuntos y Damian y Jeremias querrán saber cómo ha ido todo con Colby. Podría haberlos llamado por teléfono, pero insultarnos en directo siempre resulta más divertido.


Saludo a Eva y recojo los papeles con algunas llamadas anotadas que me tiende. Nada importante.


Voy directo al despacho de Jeremias. En cuanto me ve, su secretaria se levanta de un salto con cara de susto dispuesta a impedirme el paso.


—Al señor Colton no le gusta que lo interrumpan —balbucea.


Yo le guiño un ojo y le sonrío sin detenerme, y abro la puerta sin ni siquiera llamar.


Jeremias alza la cabeza sentado al otro lado de su mesa y me fulmina con la mirada.


—No seas gruñón, joder —me quejo, cerrando la puerta tras de mí.


—¿Tú no tendrías que estar en Cunningham Media? —inquiere arisco.


—Te echaba de menos.


Mi socio cabecea mostrando una sonrisa, dejándome por imposible, mientras vuelve a sus papeles.


—No finjas que tú no me echas de menos a mí —replico divertido.


—¿Qué tal ha ido con Colby?


Bufo mientras paso los dedos desinteresado por la colección de libros de economía de Jeremias.


—Mal —respondo al fin.


—Deberíamos despedirlo.


—¿Y dejar al frente de Pisano a Gustavo Derby? Ese tío tiene nombre de piloto de la NASCAR.


Los dos sonreímos. Cojo un libro de derecho constitucional, uno increíble de Sullivan Matthews, y me siento en el borde de su mesa, dándole la espalda, al tiempo que empiezo a ojearlo.


—Además, Damian no lo soportaría —le recuerdo—. Lo odia a muerte desde que intentó ligarse a Karen.


—Eso es cierto.


Jeremias continúa trabajando y yo comienzo a leer. Durante unos minutos permanecemos en silencio, cada uno concentrado en lo que tiene delante. Éste es uno de mis libros favoritos. Sullivan Matthews fue el primero en decir que el Estado debía estar al servicio de los ciudadanos y no al revés, una especie de Revolución francesa, pero sin guillotina ni asaltos a prisiones. Él se limitó a señalar lo que era obvio y el reajuste fue orgánico y tranquilo. Siempre me ha gustado esa idea. Sabes lo que quieres, lo coges y lo conviertes en tu forma de vida sin dramatismos, todo lleno del control que uno siempre debe tener sobre lo que lo rodea.


—¿Te acuerdas de por qué decidimos montar esta empresa? —le pregunto, ladeando la cabeza para mirarlo por encima del hombro.


—Sabíamos lo que queríamos —responde como si fuera obvio—, buscábamos ganar dinero... —lo piensa un instante—... y supongo que somos demasiado gilipollas para aguantar trabajar para otros.


Los dos volvemos a sonreír. Yo también habría contestado eso, pero creo que hubo algo más.


—Sobre todo tú —añado.


—Es lógico, también soy el que tiene más dinero.


—Por eso Lara sigue contigo —bromeo.


—Capullo —replica conteniendo una sonrisa.


Continuamos en silencio unos minutos más.


—¿Te suena de algo el nombre de Paula Chaves? —inquiero, esta vez con la vista aún clavada en el libro.


—Es la vicepresidenta de Cunningham Media, ¿no?


—No me refiero a eso —me apresuro a aclarar—. Quiero decir si reconoces a los Chaves como una de esas familias de gente absurdamente rica de Glen Cove.


Jeremias lo piensa un momento y finalmente niega con la cabeza.


—No, pero tampoco conozco a todos los ricos del estado —apuntilla socarrón.


Frunzo los labios. Esa respuesta no me vale.


—¿Por qué lo preguntas?


—Por nada. Me está ayudando a valorar las posibilidades de la compañía.


De pronto mi cuerpo entra en una extraña tensión y no sabría decir por qué. ¿Acaso no es la verdad?


—Estoy estudiando todas las opciones —añado encogiéndome de hombros, en cierta manera poniéndome en guardia.


—¿Y cómo van esas opciones?


Sonríe con cierta malicia y, aunque mi primer impulso es algo desconocido que no sé muy bien cómo gestionar, yo también sonrío y me relajo al instante, como si las aguas volviesen a su cauce.


—Si te refieres a la empresa, aún no hay nada decidido y, si te refieres a Paula Chaves...


—¿Por qué das por hecho que me refería a ella? —contraataca.


—Porque eres un pervertido.


—Mira quién fue hablar.


—No me la estoy tirando ni nada parecido.


No sé por qué necesito aclararlo. Es preciosa; puede que no en el sentido más convencional de la palabra, pero lo es, y no voy a negar que he fantaseado un par de veces con la idea de follármela. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué me molesta tanto que sea otro quien lo insinúe?


Jeremias se recuesta sobre su silla y se toma unos segundos para observarme.


—Sabes que Hamilton no quiere salvar la compañía, ¿verdad?


—Entonces es una suerte que sea un gilipollas incapaz de trabajar para nadie.


Mi amigo sonríe más que satisfecho de la respuesta que acabo de darle y yo salgo de su despacho. De camino al mío, sacudo la cabeza.


No hay por qué analizarlo todo en el preciso instante en que sucede, ni darle más vueltas de las precisas. No tengo que comportarme conmigo como me comporto con un prospecto de inversiones, estudiándolo al detalle.


—Nada de dramatismos —murmuro.


Me paso las siguientes horas trabajando y, antes de irme a mi apartamento, darme una ducha y marcharme al Archetype, decido pasar por Cunningham Media para asegurarme de que han mandado todo lo que pedí desde el edificio Pisano.


Estoy ojeando la tercera carpeta cuando me doy cuenta de que varias cosas no están saliendo como quiero. Miro el reloj y resoplo. Si me doy prisa, podré tenerlo todo listo en una hora. Cojo los archivos que necesito y subo a la última planta. Acabo de cruzar el austero marco cuando veo a Paula de pie, de cara a los inmensos ventanales. Ya no está vestida como este mediodía y es obvio que está llorando. 


Doy un paso más sin saber muy bien qué hacer. Una parte de mí quiere darse media vuelta, salir de aquí y llamar a Amelia para que sea ella quien se ocupe de consolarla. La otra quiere saber qué le ha ocurrido y pegarle una paliza al que haya provocado que esté así. La segunda parte me inquieta bastante, pero también pesa más que la primera.


—Hola —digo, e inmediatamente pongo los ojos en blanco. ¿En serio no podía ocurrírseme nada mejor?


Al oírme, Paula da un brinco y, rápida, se seca las lágrimas con el reverso de las manos.


—Maldita sea —susurra avergonzada—. Creí que ya no volverías a la oficina por hoy —balbucea como excusa y se dirige hacia la puerta. 


—Espera —le pido, agarrándola de la muñeca y obligándola a girarse.


El contacto nos pilla por sorpresa a ambos. Ella clava la mirada en mis dedos rodeando su piel. No está enfadada, ni siquiera sorprendida.


Sus ojos están llenos de... curiosidad. Abro la boca dispuesto a decir algo, pero acabo humedeciéndome los labios sin saber qué palabras pronunciar.


—No tienes que marcharte. Puedes contarme lo que te ha pasado.


Parece salir de su ensoñación y alza la cabeza buscando mi mirada.


—No me parece una buena idea.


—¿Por qué no? Es obvio que necesitas hablar y pensé que, después de que aceptaras que trabajáramos juntos, tenías claro que podías confiar en mí.


Me observa un segundo más y, como si cayera en la cuenta de algo, arruga el ceño.


—Pero eso no significa que seamos amigos.


Bufo a la vez que aparto mi mano de su muñeca. Esta mujer es exasperante.


—Yo no he dicho eso —gruño—. Por Dios, deja de estar siempre a la defensiva.


—Y tú deja de darlo todo por hecho —replica impertinente.


Sonrío y ni siquiera sé por qué, esto no tiene ninguna gracia, pero la sensación de tener cristalinamente claro que cada paso con Paula va a ser una batalla me calienta por dentro.


—Discutir mejor que llorar, ¿no?


Ahora es ella la que sonríe.


—He discutido con mi hermano, Sebastian —dice al fin—. Hoy hemos almorzado juntos y hemos acabado peleándonos. —Su respiración vuelve a entrecortarse—. Las cosas son complicadas con él.


Se encoge de hombros y yo estudio cada gesto que hace.


—¿Por qué las cosas son complicadas con él?


—No está de acuerdo con algunas decisiones que tomé.


—¿Y tus padres?


—Sólo estamos él y yo —se apresura a responder—. Es mi hermano mayor y está convencido de que tiene que cuidar de mí.


Asiento y durante un par de segundos nos quedamos callados. Es curioso, pero con ninguna pregunta he tenido la necesidad de pedir disculpas por ser un entrometido, ni Paula se ha negado a contestar; tampoco me ha importado estar sabiendo más de ella.


—Y, si no tenéis una buena relación, ¿por qué aceptas comer con él?


Paula arruga el gesto de nuevo, como si no entendiese mi pregunta.


—Porque es mi hermano —contesta como si fuera obvio.


Yo le mantengo la mirada y volvemos a quedarnos en silencio. Eso es algo que jamás podré entender, pero en lo que no voy a meterme.


¿Por qué mantener en tu vida a alguien que no es bueno para ti? Todo es más sencillo. Experimentación y resultado. 


Causa y efecto. Si algo no funciona, apártalo.


—¿Y por qué habéis discutido?


Se sorbe los mocos, clava los ojos en sus propias manos y niega suavemente con la cabeza. No puedo evitar sonreír contemplándola, es adorable.


—Por lo de siempre —responde—. Él quiere que me comporte de una determinada manera, que haga las cosas que cree que debo hacer, y eso es muy difícil por demasiados motivos.


Se lleva la palma de una mano a la frente, casi tocándose los ojos, y sonríe nerviosa.


—Por Dios, debo de estar aburriéndote soberanamente.


—No te preocupes, con la segunda palabra me he puesto a pensar en el partido del New York City —replico con una sonrisa, buscando su mirada.


Paula aparta la mano y me devuelve el gesto. Me gusta verla sonreír después de todo lo que me ha contado.


—Empató —responde pillándome por sorpresa. ¿Acaso le 
gusta el soccer?—; dos a dos, con el Dallas.


Yo sonrío divertido, eso sí que no me lo esperaba, y ella se encoge de hombros.


—¿Por qué no me cuentas algo de ti? —me pide—. De tu familia. Así estaremos en paz.


Lo medito un instante estudiando su cara, sus ojos grandes y marrones, su nariz respingona y sus labios. No es una chica guapa, pero tampoco quiero dejar de mirarla.


—Mi familia era como cualquier familia irlandesa del este de Portland —contesto sin darle importancia—. Diecisiete hermanos peleándonos por el cuarto de baño.


—¿Sois diecisiete hermanos? —exclama con cara de susto.
Yo asiento de nuevo, encogiéndome de hombros, burlándome de ella.


—No —digo al fin, conteniendo una carcajada—. Soy hijo único. Me criaron mis abuelos.


—Eso no es muy irlandés —conviene enarcando las cejas.


—Pero tener un padre que vive en el bar, sí.


Su expresión vuelve a cambiar en una décima de segundo.


—Lo siento, Pedro —se disculpa, sintiéndose culpable por haber bromeado.


—No hay nada que sentir, Chaves. Mi padre eligió la vida que llevó. Yo estuve con mis abuelos y mi tía.


Busco de nuevo su mirada.


—Yo tuve una familia fantástica, él no —sentencio.


Al ver mi sonrisa, inmediatamente se contagia en sus labios. 


Otra vez me sorprende la rapidez con la que hemos hablado de algo íntimo y personal y cómo ninguno de los dos parece haberse sentido incómodo con la situación.


—Todas estas violentas confidencias —bromeo, haciendo un vago gesto entre los dos con el que consigo que vuelva a sonreír—, nos obligan a cenar algo.


Creo que Paula niega con la cabeza incluso antes de que termine de pronunciar la última palabra.


—No puedo —se reafirma—. No puedo ir a cenar contigo.


Yo pongo los ojos en blanco, la cojo de la mano y tiro de ella, obligándola a caminar.


—Sólo voy a invitarte a una hamburguesa con queso y patatas en la primera cafetería que encuentre —le dejo claro—. No es una cita, Chaves. No voy a usar mi telequinesis para follarte en mi cama —suelto, girándome hacia ella, alzando la mano a la altura de los ojos y fingiendo que tengo poderes mentales.


Ella sonríe de nuevo.


—No sería telequinesis —me corrige redicha—, tendrías que hipnotizarme.


—¿De verdad? —replico socarrón.


Paula entiende de inmediato que me estaba burlando de ella y me golpea en el hombro, divertida.


—Eres idiota —se queja cantarina.


Yo sonrío y la obligo a bajar las escaleras.


—¿Por qué haces todo esto? —me pregunta cuando alcanzamos el último peldaño, sólo a unos metros de la puerta que nos llevará de regreso a la sala principal.


Me detengo y ella lo hace a mi lado, sin soltarse de mi mano. 


Mi sonrisa desaparece, pero vuelve en cuanto encuentro la respuesta.


—Porque me gusta hablar contigo. Nunca había hablado con una chica.


Me preocupa sonar prepotente, pero la sensación apenas dura unos segundos. No estoy diciendo que las mujeres no merezcan la pena o sólo sirvan para el sexo; es que yo, Pedro Alfonso, en mis treinta y dos años de plácida existencia, nunca me había parado a hablar con una chica más allá de dos frases vacías para llevármela a la cama... y, con Paula, esa cálida sensación de intimidad, no es algo de lo que quiera huir, ni siquiera lo considero una antesala de nada más. Y por algún extraño motivo sé que ella ha entendido cada palabra.


Su sonrisa se dulcifica y ahora es Paula la que tira de mí para que sigamos andando.


—Ése es un buen motivo, Alfonso. Creo que me va a gustar que seamos amigos.




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