martes, 25 de julio de 2017

CAPITULO 18 (TERCERA HISTORIA)




A eso de las ocho llego al pub con los chicos y Karen. Lara lo hará un poco más tarde con Alejandro y su amiga Sofia. 


No tardo en ver a Paula en una de las mesas cerca de la barra. Amelia le dice algo, no entiendo el qué, y ella comienza a reírse. Antes de poder darme cuenta, estoy embobado con esa risa descontrolada y sonriendo también.


—¿Dónde nos sentamos?


La pregunta de Damian me saca de mi ensoñación y me obligo a volver a la realidad. Lo último que necesito es levantar las sospechas de mis amigos.


—Allí —respondo escueto, echando a andar.


—Hola, Alfonso—me saluda Paula al verme, con una sonrisa de oreja a oreja.


—Hola, Chaves. Espero que no hayáis empezado la juerga sin nosotros —bromeo.


—No lo dudes —interviene Amelia, hostil.


Me humedezco el labio inferior y la observo entornando los ojos, gesto que ella me mantiene sin ningún problema. 


Aprovecho el revuelo de los chicos acercándose y presentándose y, apoyándome en la mesa, me inclino discretamente sobre ella.


—En el momento en el que menos te lo esperes —le anuncio—, vas a imaginar cómo sería estar en mi cama y, créeme, ahí vas a odiarme todavía más —sentencio engreído. En estas circunstancias puedo permitirme serlo.


Amelia me mira como si quisiese asesinarme, pero como si al mismo tiempo estuviese luchando por no darme la razón, y yo sonrío encantado. Es mejor poner las cosas en su sitio cuanto antes.


—Veo que ya os conocéis —digo mirando a Paula, que asiente rápidamente—. Pues entonces empecemos con las copas.


Aún con la primera ronda en las manos, creo que hemos hablado prácticamente de todo. Paula parece sentirse muy cómoda con mis amigos y en seguida ha conectado con nuestro sentido del humor, incluso no le ha temblado el pulso cuando ha visto la oportunidad de meterse conmigo o asentir enérgica, entre risas, cuando lo han hecho Jeremias o Damian.


—Sí que sé divertirme —clama cuando, esta vez Amelia, le recuerda que es la chica más responsable de todo Nueva York—. Pedro me dijo lo mismo, incluso me retó a contarle un chiste, y lo hice.


—El peor chiste que he oído jamás —añado divertido.


Ella me golpea en el hombro, fingidamente hostil, y frunce los labios. Por un momento nos quedamos simplemente mirándonos y los dos sonreímos cómplices.


—Eso no es un reto de verdad —se queja Amelia—. Un reto de verdad... —continúa diciendo a la vez que cuadra los hombros y mira a su alrededor—... sería acercarte a ese chico tan guapo de la barra y pedirle su teléfono.


La sonrisa se me borra de los labios de un plumazo, pero me esfuerzo en disimular otra. Paula la mira perpleja sin saber qué contestar y, a continuación, se gira discreta para observar al tipo en cuestión. Yo también lo hago. Es un maldito gilipollas.


—No hablas en serio —replica Paula.


—Claro que sí.


En ese preciso instante, Paula me mira. Mi mente se empeña en complicarme las cosas y por un momento no sé si me está pidiendo consejo o permiso.


—Anímate, Chaves —le digo absolutamente en contra de mi voluntad.


Me obligo a sonreír y ella parece dudar un segundo, como si no hubiese sido la reacción que esperaba. Le doy un trago a mi copa.


Paula asiente, saliendo de su ensoñación, y se levanta. 


Aprieto con tanta fuerza el vaso que por un segundo temo romperlo en pedazos.


Amelia y, más tímidamente, Karen siguen jaleando a Paula, mientras Jeremias y Damian sonríen correctos observándome. Yo alzo la mirada molesto, muy molesto. No tengo nada de qué esconderme, porque aquí no está pasando absolutamente nada.


Paula llega hasta el chico. Suena a todo volumen Pay my rent,de DNCE. No puedo escuchar lo que dicen. En la mesa continúan hablando sobre cualquier estupidez. Suena el móvil de Amelia, no me interesa. Paula mueve las manos tratando de explicarse. Está nerviosa y jodidamente adorable. Él sonríe y asiente. Me siento como me sentí en el maldito edificio de la New York Advertising Association. 


La música suena más alta. La voz de Joe Jonas y una rabia cristalina sacuden todo mi cuerpo. Ella sonríe. Ahora mismo sólo quiero partirle la cara a ese capullo.


Los dos sonríen una última vez y ella camina de vuelta a la mesa. Toma una bocanada de aire y sólo entonces me doy cuenta de que estaba conteniendo mi propia respiración.


—¿Y bien? —pregunta Amelia entusiasmada. Odio a Amelia—. ¿Cómo ha ido?


—Normal, no sé —contesta con una sonrisa nerviosa—. Me ha dicho que me da su número de teléfono a cambio de que lo deje invitarme a cenar.


Cierro los puños con rabia de nuevo.


—¿Y qué le has dicho? —inquiere esta vez Karen.


Paula duda un segundo.


—Le he dicho que sí.


Me mira y yo me obligo a sonreír. Otra vez tengo la sensación de que no he reaccionado como ella esperaba. Deja de mirarme y suspira a medio camino entre la risa y el sentirse sobrepasada.


—Tengo que irme —le anuncia Amelia señalando el teléfono. Ante ese gesto, las dos asienten como si fuera una alusión a una conversación que ya han mantenido antes—. Acompáñame a la puerta y dame los primeros detalles.


Paula asiente de nuevo. Se gira y, tímida, alza la palma de la mano abierta a la vez que sonríe para indicarle al chico que le dé cinco minutos. Él le devuelve el gesto y la sonrisa encantado. Gilipollas.


Las chicas salen, pero yo sigo con la vista clavada en ese tío. Creo que ni siquiera lo pienso cuando me levanto y camino con el paso decidido hacia él. No debería hacer lo que estoy a punto de hacer, lo tengo clarísimo. Debería dejarla salir, divertirse, justo de lo que me quejaba que tenía que hacer más, pero esta noche no, no con lo preciosa que está con ese vestido, no con ese capullo que no tiene ni idea de que acaba de tocarle el bote de la lotería.


—La chica con la que estabas hablando no va a ir a ningún lado contigo. Lárgate.


Las palabras salen de mi boca más graves y también más seguras y arrogantes que cualquiera que haya pronunciado.


Él me observa y, a continuación, dirige la vista hasta su amigo, en la barra. Pretende intimidarme con el numerito de «somos dos y tú, sólo uno», pero yo ni siquiera me molesto en mirar al otro. Intercambian un par de sonrisas presuntuosas, pero, cuando hace el ademán de dar un paso hacia mí, yo lo doy hacia él. Ya no parece tan valiente ni tampoco tan presuntuoso.


—No te lo voy a volver a repetir —sentencio.


La sangre mezclada con la adrenalina me hierve en las venas.


Joder. Hacía mucho tiempo que no tenía tantas ganas de partirme la cara con alguien.


—¿Por qué? —prácticamente tartamudea—. ¿Acaso es tu novia?


No lo pienso.


—Sí, es mi novia y no pienso darte más putas explicaciones —lo amenazo con la voz aún más ronca—. Lárgate.


El gilipollas asiente y coge su chaqueta nervioso.


—Paso de jueguecitos —murmura, ya a unos pasos.


Yo lo miro y me humedezco el labio inferior, pensando en si abalanzarme sobre él o no. No me sentía así desde hacía diez putos años.


¿Qué me está ocurriendo? Me paso la mano por el pelo y me obligo a ignorar toda la rabia acumulándose bajo mis costillas, el calor en las manos, la sensación de que todo está pasando a cámara lenta, el enfado con el mundo en general y, más que nada, la idea de que todo volvería a una extraña calma si lo tumbase en el suelo de un puñetazo.


Finalmente el tipo decide no tentar más a la suerte y se marcha. Yo doy una bocanada de aire larga, tratando de que cada cosa vuelva a su lugar. Cuando me giro para regresar a la mesa, puedo notar la mirada de Jeremias y Damian sobre mí, incluso la de Karen, pero no hago el más mínimo intento de devolvérselas. No estoy orgulloso de lo que he hecho, pero volvería a hacerlo sin dudar.


Me siento e inmediatamente recupero mi vaso de Glenlivet.


—¿Se puede saber qué coño has hecho? —pregunta Jeremias.


Yo finjo no oírlo. No tengo por qué darle ningunas putas explicaciones.


En ese momento veo a Paula caminando hacia la mesa y una inquietante idea se abre paso en mi mente. ¿Y si se ha cruzado con ese idiota? ¿Y si le ha dicho lo que he hecho? 


El corazón me late de prisa, pero las cosas no han cambiado. He hecho lo que tenía que hacer, aunque ella no pueda entenderlo.


—No digáis una sola palabra —gruño volviéndome hacia mis amigos.


En realidad no sé por qué lo he dicho, sé que siempre me cubrirían las espaldas.


Nuestras miradas al fin se cruzan, pero la única que me remueve por dentro es la de Karen. Me observa como si fuera un ratón de laboratorio que no ha reaccionado como esperaba en el experimento, como si tuviese que estudiarme de nuevo para reconocerme.


Últimamente yo también me he mirado así alguna vez.


A unos pasos de nuestra mesa, Paula mira hacia la barra y se gira desconcertada.


—¿Sabéis dónde está Mark? —pregunta señalando vagamente el lugar en el que estaba ese imbécil.


—Se ha largado —respondo lacónico.


Todos me miran, pero una vez más finjo que no ocurre nada fuera de lo normal mientras le doy un nuevo trago a mi copa.


—¿En serio?


Sólo dos palabras y me siento como el hombre más miserable sobre la faz de la tierra. Alzo la cabeza y de inmediato me encuentro con sus ojos marrones. Está nerviosa, pero sobre todo avergonzada, pensando que el chico que quería llevarla a cenar acaba de dejarla tirada delante de un grupo de personas que apenas conoce.


—Será mejor que me vaya —balbucea con la mirada clavada en sus pies.


Se gira rápido, pero no lo suficiente como para impedir que vea sus ojos vidriosos; está a punto de romper a llorar.


Lo estás haciendo genial, capullo. Has conseguido que se sienta fatal.


—Tenía que ser algo importante —lo disculpo levantándome y dando un paso para agarrarla de la muñeca y obligarla a girarse—. Sonó su teléfono y estuvo hablando un par de minutos antes de salir disparado.


Ella me mira, abre la boca dispuesta a decir algo y finalmente vuelve a cerrarla a la vez que cabecea y fija de nuevo la mirada, esta vez en su propio vestido.


Soy un completo gilipollas.


—Me muero de hambre —digo inclinándome hasta que atrapo su mirada; en cuanto sucede, sonrío y ella me imita, aunque es lo último que quiere ahora mismo—. Éstos ya han comido —continúo diciendo, en referencia a mis amigos—, así que te llevo a cenar.


Vuelve a tomarse unos segundos para observarme sin saber qué contestar, primero mi mandíbula, mis labios, mis mejillas y finalmente mis ojos.


—Está bien —musita.


Le dedico una nueva sonrisa y, tras una rápida despedida, salimos del local.


—Estoy segura de que tienes planes —me dice apesadumbrada mientras avanzamos de la mano por Centre Street.


—¿Quieres parar con eso? —me quejo.


Tiene que dejar de pensar que estando con ella no estoy donde quiero estar.


Paula resopla y se detiene en seco. Ninguno de los dos se suelta, así que doy un paso atrás para quedar frente a ella.


—Es que me siento como una estúpida y muy culpable —se explica agitando frenética la mano que tiene libre—. Debes de tener algo así como media decena de mujeres con carísima lencería esperándote.


La manera en la que se imagina mi vida sexual me hace sonreír, pero mi gesto le hace arrugar el ceño, como si realmente creyese que cada minuto que estoy con ella estoy desperdiciando un polvo con una supermodelo.


—No tienes por qué cargar conmigo sólo porque no sea capaz de tener una estúpida cita —sentencia decepcionada, enfadada, triste.


Aparta de nuevo su mirada y la pierde en el endiablado tráfico.


—No digas estupideces —protesto de nuevo.


Pero Paula no me mira, creo que ni siquiera me escucha, y una lágrima se escapa por su mejilla. ¿Por qué he tenido que ser tan imbécil?


Hace el ademán de soltarse, pero lo último que quiero es que se marche pensando todo lo que está pensando ahora mismo, así que acuno su cara entre mis manos para conseguir que vuelva a mirarme y le digo lo único en lo que puedo pensar ahora mismo.


—Eres una chica preciosa y hay millones de hombres en Nueva York. Más tarde o más temprano encontrarás al indicado y te enamorarás.


Tan pronto como pronuncio esas palabras, me arrepiento. No quiero que conozca a nadie y no quiero que pierda la cabeza por cualquier gilipollas que no se la merezca. Ninguno se la merece.


«¿En qué lío te estás metiendo, Alfonso?»


De golpe me hago consciente de toda la intimidad que mis manos, en esa parte exacta de su cuerpo, conllevan y las bajo despacio. Ella sigue mirándome. Los dos continuamos inmóviles uno frente al otro.


La realidad comienza a hacerse un incómodo hueco. Ya no se trata de que quiera llevármela a mi apartamento; ahora quiero encerrarnos allí, tapiar las ventanas y follármela hasta que se acabe el maldito mundo. Y además estoy muerto de celos... joder.






CAPITULO 17 (TERCERA HISTORIA)





—Señor Alfonso —me llama Beatrice asomándose a la puerta de mi despacho—, lo aviso, como me pidió, de que el mensajero acaba de salir con todos los documentos hacia el edificio Pisano.


Miro el reloj en la esquina inferior de la pantalla de mi Mac; ya son casi las doce.


—Gracias —digo mientras me levanto y me abotono la chaqueta—. Nos vamos.


Salgo de Colton, Alfonso y Brent y, menos de veinte minutos después, estoy atravesando la planta principal de Cunningham Media camino de las escaleras. Tengo ganas de verla y de charlar de cualquier estupidez. He estado aburrido y de un humor de perros toda la mañana, repasando contratos y tablas de contabilidad en mi despacho.


Subo los últimos peldaños con la sonrisa en los labios, pero el gesto se me borra de golpe cuando descubro la estancia vacía. Miro el reloj.


—¿Dónde está? —farfullo.


Giro sobre mis pies y regreso a la planta principal. La puerta de su despacho está abierta y la estancia vacía. Pienso en preguntarle a Beatrice, pero me doy cuenta de que obtendré mejores resultados si pruebo con Amelia.


—Buenos días —la saludo tamborileando con los dedos sobre su mesa.


—Buenos días, señor Alfonso —me saluda impasible.


Frunzo los labios conteniendo una sonrisa. Creo que es la primera vez que no le caigo bien a una mujer; en realidad, la segunda; apuesto a que Paula quería asesinarme cuando me conoció. Mi sonrisa se ensancha sincera.


—¿Dónde está la señorita Chaves?


—Esta mañana han llamado de la junta directiva de su máster. Ya han seleccionado a los diez ejecutivos que realizarán la última parte del programa y Paula está entre ellos —me informa orgullosa.


Ésa es mi chica. Sabía que lo conseguiría. De pronto tengo la mejor idea del mundo.


Me despido de Ameliaa y le hago un gesto a Beatrice para que me siga hasta el ascensor. Le encargo varios asuntos y, al borde de la 49 Oeste, pido un taxi y le doy la dirección de la New York Advertising Association.


Apenas me he alejado un par de manzanas cuando mi móvil comienza a sonar.


—¡Lo he conseguido! —grita Paula feliz en cuanto descuelgo—. Sólo quedamos diez —continúa pletórica— y estoy completamente segura de que cuatro de ellos son unos pardillos —añade divertida e inmediatamente rompe a reír por su propia broma mientras pide perdón.


Adoro cuando se ríe así.


—He pensado que quizá podrías escaparte del trabajo y comer juntos. No te preocupes —se apresura a interrumpirme—, esta mañana me he levantado increíblemente temprano y he dejado cerrados todos los asuntos que teníamos pendientes en Cunningham Media para hoy. ¿Qué me dices? —añade impaciente.


—No lo sé —me hago de rogar burlón—. Me preocupa ser tu plan A.


—No te precipites, Alfonso —replica—. Ya he probado suerte con Amelia, dos chicas de contabilidad y Beatrice.


—¿Mi propia secretaria? —me quejo divertido—. Eso es de lo más ruin, Chaves.


—Todo lo que sé lo he aprendido de ti —responde.


Ya la imagino alzando la barbilla altiva, sin achantarse, y no puedo evitar sonreír.


—Pues aprende mejor, Beatrice jamás me abandonaría.


—No te confíes. Le he prometido más dinero, menos horas y nada de trajes italianos de tres piezas ni comentarios engreídos... ah... — recapacita como si hubiese olvidado lo más importante—... y nada de tener que aguantar a groupies —agrega fingidamente seria.


Pero ¿qué coño...?


Sonrío a la vez que me humedezco el labio inferior.


—Y tú lo sabes mejor que nadie, porque la presidenta de mi club de groupies eres tú —sentencio socarrón.


Paula guarda silencio unos segundos.


—¿Cómo te has atrevido a decir eso? —exclama finalmente al borde la risa—. Eres lo peor, Alfonso —protesta.


—Estoy muy orgulloso de ti.


Realmente lo pienso. Estoy muy orgulloso de todo lo que ha logrado, de la increíble profesional que es.


Otra vez hay un pequeño silencio al otro lado del teléfono, aunque en esa ocasión suena completamente diferente.


—Muchas gracias —responde con la voz suave, dulce, jodidamente sensual.


Ahora mismo me muero de ganas por agarrarla de las caderas, levantarla a pulso y llevarla contra pared.


—Estoy deseando verte —suelta de pronto.


De nuevo nos quedamos callados. Mi cuerpo reacciona por su cuenta y se me pone dura de repente. ¿Qué coño ha sido eso, joder?


—Quiero decir —rectifica en seguida abochornada—, que estoy deseando celebrarlo contigo... con alguien que me caiga bien... No es que tú seas mi persona favorita ni nada por el estilo... ¿Vas a venir o qué? —se queja exasperada finalmente.


Sonrío y todo mi cuerpo se destensa. Parece que la señorita Paula Chaves tiene el efecto de ponerme al límite y relajarme sin ni siquiera proponérselo.


—Resolveré algunos asuntos y cogeré un taxi —miento.


—Perfecto —responde feliz.


—No me eches mucho de menos estos veinte minutos —comento sólo para fastidiarla.


—¡Alfonso!


Es todo lo que oigo que grita antes de colgar muy satisfecho conmigo mismo.


La New York Advertising Association está en el límite del distrito financiero, en la zona sur de Manhattan. Es un edificio enorme; un amasijo posmoderno de metal y cristal que resume la arquitectura minimalista que tan famoso hizo a John Pawson a finales de los noventa.


Atravieso el vestíbulo y salgo a una especie de patio central cubierto con una monumental claraboya. Automáticamente todo se llena de luz natural y el efecto mezclado con el blanco impoluto de las paredes es increíble.


No tardo en ver a dos hombres bajar por las escaleras y de inmediato percibo el ruido demasiado familiar de unos tacones contra el suelo de mármol. Prácticamente en ese mismo segundo, Paula llega al pie de las escaleras y llama a uno de los chicos. Él se gira, sonríe y sube a encontrarse con ella. La sangre me arde. Está preciosa, con un vestido increíble, elegante, ajustado y blanco. Joder, ¿por qué tenía que llevar un vestido blanco precisamente hoy? Hablan. El gilipollas no le quita ojo de encima, incluso se permite barrerla de arriba abajo más de una vez.


Deben de tener la misma edad. Es uno de esos imbéciles que se cree el no va más por ir a trabajar con vaqueros rotos y deportivas. Por Dios, es como si un hípster y un vagabundo se hubiesen peleado a muerte y al superviviente le hubiesen dado un mangerazo y hubiesen dejado que se secase al sol.


Tiro de una de las solapas de mi chaqueta y miro mi camisa blanca, mi traje a medida de diez mil dólares, mi corbata azul y mis zapatos de Cesare Paciotti. ¿Y si en realidad a Paula le gustan ese tipo de chicos? Al fin y al cabo, tienen la misma edad y ella parece muy cómoda con él, así que imagino que sí. Joder, me estoy poniendo de un humor de perros y ni siquiera sé por qué. ¿Acaso estoy celoso? No, no puede ser eso.


—No puede ser, Alfonso —me reprocho en un murmuro.


Después de dos minutos eternos, por fin se despiden. Ella le dedica una sonrisa enorme y lo saluda con la mano mientras él baja las escaleras. Inconscientemente empiezo a caminar hacia ellos. Cierro los puños con fuerza y, de pronto, el adolescente de dieciséis años que se peleaba en los billares que aún llevo dentro parece inundarlo todo.


Cuando nos cruzamos, tengo que contenerme para no abalanzarme sobre él. La cabeza me va a mil kilómetros por hora. Al llegar al pie de las escaleras, Paula repara en mí. 


Me sonríe de oreja a oreja y baja de prisa mientras yo sigo pensando. Pensando en que nos llevamos cinco años y vemos demasiadas cosas de maneras demasiado diferentes, que es la primera vez que puedo hablar con una chica, disfrutar de ella, de pasar tiempo con ella, y no quiero perderlo por nada del mundo y, sobre todo, pienso en mi tatuaje, en Evelyn.


Esto es un error.


—Hola —me saluda cantarina—, ¿listo para ir a comer?


—En realidad venía a decirte que no puedo quedarme a almorzar —suelto de sopetón—. Tengo muchas cosas que hacer.


Su expresión cambia por completo y yo me siento como un bastardo miserable.


—Tengo una reunión muy importante y no he conseguido aplazarla —miento para hacer que se sienta mejor y no crea que simplemente estoy pasando de ella.


—Tenía muchas ganas de celebrarlo contigo —susurra encogiéndose de hombros, casi disculpándose—, pero no te preocupes, lo entiendo —añade apesadumbrada.


Quiero decirle que yo también tenía ganas de celebrarlo con ella, de llevarla a mi apartamento, de tenerla completamente desnuda, en mi maldita cama, debajo de mí. Vuelvo a apretar los puños. Quiero tocarla, quiero agarrarla de las caderas y atraerla hacia mí.


—Nos vemos en la oficina —me despido, giro sobre mis pies y echo a andar.


Joder, soy un maldito gilipollas.


Me paso la mano por el pelo y salgo del edificio.


En el taxi estoy más que incómodo. No quería dejarla así, pero no voy a permitir que ninguna situación, y mucho menos ésta, se me escape de las manos.


En mitad del huracán del querer y no poder, o más bien del desear hasta volverme loco y estar completamente convencido de que hacerlo sería un error, recibo un mensaje de Jeremias en el que me dice que Damian, las chicas y él van a comer al Malavita. Un almuerzo con parejitas no es lo que más me apetece ahora mismo, pero siempre será mejor que volver al despacho y pensar en ese condenado vestido
blanco.


Llego al restaurante en cuestión de minutos. Saludo al maître y le hago un gesto vago con la mano para indicarle que no necesito que me acompañe a la mesa. Ya a unos pasos veo a Damian y a Jeremias. No hay rastro de las chicas.


—Glenlivet —gruño en cuanto me siento, sin dejar que el camarero llegue a la mesa.


Los chicos me observan durante unos segundos, pero yo finjo que no hay nada que ver.


—Estás de muy buen humor —comenta Damian, irónico.


—Ah, pero ¿tú sabes lo que es estar de buen humor? —replico.


Damian suelta un silbido, fingiendo que mi comentario le ha dolido, y los dos sonríen.


El camarero llega con mi copa.


—¿Qué te pasa, Pelapatatas? —me pregunta Jeremias inclinándose sobre la mesa.


Le doy un trago a mi whisky. No parece tener el mismo efecto de siempre.


—Irlanda es la primera potencia electrónica europea —comento displicente.


—Lo siento —se disculpa Jeremias. Me temo lo peor. Este gilipollas no se ha disculpado en su vida—. ¿Qué te pasa, Montaordenadores?


No quiero, pero no tengo más remedio que reírme.


—Eres un capullo racista —me quejo, todavía con una sonrisa, revolviéndome en la mullida silla—. No sé qué coño ve Lara en ti.


Jeremias se humedece el labio inferior arrogante y yo pongo los ojos en blanco.


—¿Sabes que, cuando perdiste la virginidad, ella todavía llevaba brackets?—comento.


—Sí, y probablemente, cuando perdió la suya, estaba pensando en mí.


—Nadie debería pensar en ti mientras pierde la virginidad —replico— ni en ti —añado mirando a Damian, que inmediatamente bufa—. No os lo toméis como algo personal —me burlo.


Los tres sonreímos. Creo que, si no nos riéramos los unos de los otros, ya habríamos llegado a las manos, o por lo menos lo haríamos más a menudo.


—¿Se puede saber qué te pasa? —plantea Damian.


—No me pasa nada —respondo mecánico.


No quiero hablar. No quiero decir que he tenido un ataque de celos por culpa de un tío que probablemente piense que el mundo se está sumiendo en una revolución recesiva a causa del dramático y atemporal sentido de la globalización, que sólo escucha bandas de indie folk si nadie más las sigue y que se dejó barba el mismo día que alguien escribió en Twitter que eso era una manera de rebelarse contra la cultura social establecida.


—¿En qué momento dejamos de salir a bailar? ¿De ir a conciertos? —farfullo con la vista clavada en mis dedos, haciendo girar el vaso sobre el carísimo mantel. Damian y Jeremias me miran como si me hubiese salido una segunda cabeza—. ¿Cuándo dejé de hacerme tatuajes?


Recuerdo cómo me miró mientras le hacía seguir el contorno de uno de ellos con los dedos en aquel restaurante.


—Dios mío —exclama Damian captando de inmediato nuestra atención—, está pasando. Nuestro Pedro se ha convertido en un adulto. —Los dos sonríen y yo gruño un «gilipollas» entre dientes que sólo hace que sus gestos se ensanchen—. Todavía recuerdo cuando iba por ahí partiéndose la cara en los bares y follándose a todo lo que se movía.


—No sé por qué intento mantener una conversación profunda con vosotros —protesto divertido antes de apurar mi copa, pero en el fondo algo sigue carcomiéndome por dentro.


Jeremias me observa un segundo y se apoya en la mesa despacio.


—Ey, Pelapatatas —me llama para que alce la cabeza y lo mire—. No pasa nada por replantearse las cosas de vez en cuando.


Sonrío y asiento.


—Yo no me estoy replanteando nada.


En ese momento, el maître se acerca seguido de las chicas. Jeremias me observa perspicaz unos segundos más, pero yo cojo la carta, dando la conversación por terminada. No tengo nada que replantearme. Me gusta mi vida tal y como es. Sé por qué tomo las decisiones que tomo. Y todo tiene que quedarse exactamente tal y como está.


Sin embargo, no soy capaz de dejar de darle vueltas a cómo me marché de la New York Advertising Association. Para cuando llega el postre, ya estoy completamente convencido de que me he comportado como un auténtico capullo con Paula y tengo que hacer algo para compensárselo.


Me escabullo con el móvil en la mano con la excusa de tener que atender una llamada de trabajo y, a unos metros de la puerta del restaurante, la llamo.


—Hola —responde.


Por un momento esperaba escuchar el mismo tono casi pletórico con el que me recibió en el edificio de su máster.


—Te llamaba para decirte que siento mucho lo que pasó antes.


Guarda silencio.


—No te preocupes —me dice algo decepcionada—. No debí dar por hecho que podrías escabullirte del trabajo por mí.


Joder, esto es una maldita tortura. ¿Por qué tiene que ser así de dulce? Eso sólo me complica más las cosas.


—Yo también tenía muchas ganas de celebrarlo contigo —le aclaro antes de concederme un solo segundo para pensarlo—. Tener una amiga entre los diez cerebritos más repelentes del marketing del país no es algo que ocurra muy a menudo —añado burlón.


Me esfuerzo en pronunciar la palabra amiga y en bromear sobre todo lo demás.


—Si habláramos de viejos cerebritos repelentes, también podrías estar tú —contraataca.


Sonrío.


—Por tu bien, fingiré que no he oído eso. —Ahora la que ríe es ella y mi cuerpo entra en una tensión completamente diferente de golpe —. Te llevo a cenar. Te lo debo por el almuerzo.


—Me encantaría —se apresura a responder —, pero ya he quedado con Amelia... aunque, si quieres, podrías venirte con nosotras.


Vuelve a sonar contenta, incluso ilusionada.


Maldigo entre dientes, asegurándome de que ella no puede oírme. Quiero verla, pero no así. Quiero que estemos solos. 


No quiero tener que compartirla. Me paso la mano por el pelo y me lo revuelvo mientras canturreo Manhattan, de los Kings of Leon.


—Mis amigos han quedado esta noche —miento—. Podemos vernos todos juntos.


Prefiero que juguemos en mi terreno y con mis normas.


—Genial —responde feliz—. Se lo diré a Ameliaa.


Cuelgo y resoplo mirando mi iPhone 6s Plus. No me concedo tiempo para pensar en lo que acabo de hacer y regreso al restaurante.


Afortunadamente las chicas están encantadas con que salgamos esta noche a tomar una copa, lo que significa que los gilipollas de mis mejores amigos no harán muchas preguntas ni pondrán demasiadas pegas. Lara propone que vayamos a The Hustle, su pub favorito, y yo acepto.


Llevar a Paula al Archetype no sería buena idea, ni por las razones que me permito reconocer ni por las que no.