martes, 25 de julio de 2017
CAPITULO 18 (TERCERA HISTORIA)
A eso de las ocho llego al pub con los chicos y Karen. Lara lo hará un poco más tarde con Alejandro y su amiga Sofia.
No tardo en ver a Paula en una de las mesas cerca de la barra. Amelia le dice algo, no entiendo el qué, y ella comienza a reírse. Antes de poder darme cuenta, estoy embobado con esa risa descontrolada y sonriendo también.
—¿Dónde nos sentamos?
La pregunta de Damian me saca de mi ensoñación y me obligo a volver a la realidad. Lo último que necesito es levantar las sospechas de mis amigos.
—Allí —respondo escueto, echando a andar.
—Hola, Alfonso—me saluda Paula al verme, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Hola, Chaves. Espero que no hayáis empezado la juerga sin nosotros —bromeo.
—No lo dudes —interviene Amelia, hostil.
Me humedezco el labio inferior y la observo entornando los ojos, gesto que ella me mantiene sin ningún problema.
Aprovecho el revuelo de los chicos acercándose y presentándose y, apoyándome en la mesa, me inclino discretamente sobre ella.
—En el momento en el que menos te lo esperes —le anuncio—, vas a imaginar cómo sería estar en mi cama y, créeme, ahí vas a odiarme todavía más —sentencio engreído. En estas circunstancias puedo permitirme serlo.
Amelia me mira como si quisiese asesinarme, pero como si al mismo tiempo estuviese luchando por no darme la razón, y yo sonrío encantado. Es mejor poner las cosas en su sitio cuanto antes.
—Veo que ya os conocéis —digo mirando a Paula, que asiente rápidamente—. Pues entonces empecemos con las copas.
Aún con la primera ronda en las manos, creo que hemos hablado prácticamente de todo. Paula parece sentirse muy cómoda con mis amigos y en seguida ha conectado con nuestro sentido del humor, incluso no le ha temblado el pulso cuando ha visto la oportunidad de meterse conmigo o asentir enérgica, entre risas, cuando lo han hecho Jeremias o Damian.
—Sí que sé divertirme —clama cuando, esta vez Amelia, le recuerda que es la chica más responsable de todo Nueva York—. Pedro me dijo lo mismo, incluso me retó a contarle un chiste, y lo hice.
—El peor chiste que he oído jamás —añado divertido.
Ella me golpea en el hombro, fingidamente hostil, y frunce los labios. Por un momento nos quedamos simplemente mirándonos y los dos sonreímos cómplices.
—Eso no es un reto de verdad —se queja Amelia—. Un reto de verdad... —continúa diciendo a la vez que cuadra los hombros y mira a su alrededor—... sería acercarte a ese chico tan guapo de la barra y pedirle su teléfono.
La sonrisa se me borra de los labios de un plumazo, pero me esfuerzo en disimular otra. Paula la mira perpleja sin saber qué contestar y, a continuación, se gira discreta para observar al tipo en cuestión. Yo también lo hago. Es un maldito gilipollas.
—No hablas en serio —replica Paula.
—Claro que sí.
En ese preciso instante, Paula me mira. Mi mente se empeña en complicarme las cosas y por un momento no sé si me está pidiendo consejo o permiso.
—Anímate, Chaves —le digo absolutamente en contra de mi voluntad.
Me obligo a sonreír y ella parece dudar un segundo, como si no hubiese sido la reacción que esperaba. Le doy un trago a mi copa.
Paula asiente, saliendo de su ensoñación, y se levanta.
Aprieto con tanta fuerza el vaso que por un segundo temo romperlo en pedazos.
Amelia y, más tímidamente, Karen siguen jaleando a Paula, mientras Jeremias y Damian sonríen correctos observándome. Yo alzo la mirada molesto, muy molesto. No tengo nada de qué esconderme, porque aquí no está pasando absolutamente nada.
Paula llega hasta el chico. Suena a todo volumen Pay my rent,de DNCE. No puedo escuchar lo que dicen. En la mesa continúan hablando sobre cualquier estupidez. Suena el móvil de Amelia, no me interesa. Paula mueve las manos tratando de explicarse. Está nerviosa y jodidamente adorable. Él sonríe y asiente. Me siento como me sentí en el maldito edificio de la New York Advertising Association.
La música suena más alta. La voz de Joe Jonas y una rabia cristalina sacuden todo mi cuerpo. Ella sonríe. Ahora mismo sólo quiero partirle la cara a ese capullo.
Los dos sonríen una última vez y ella camina de vuelta a la mesa. Toma una bocanada de aire y sólo entonces me doy cuenta de que estaba conteniendo mi propia respiración.
—¿Y bien? —pregunta Amelia entusiasmada. Odio a Amelia—. ¿Cómo ha ido?
—Normal, no sé —contesta con una sonrisa nerviosa—. Me ha dicho que me da su número de teléfono a cambio de que lo deje invitarme a cenar.
Cierro los puños con rabia de nuevo.
—¿Y qué le has dicho? —inquiere esta vez Karen.
Paula duda un segundo.
—Le he dicho que sí.
Me mira y yo me obligo a sonreír. Otra vez tengo la sensación de que no he reaccionado como ella esperaba. Deja de mirarme y suspira a medio camino entre la risa y el sentirse sobrepasada.
—Tengo que irme —le anuncia Amelia señalando el teléfono. Ante ese gesto, las dos asienten como si fuera una alusión a una conversación que ya han mantenido antes—. Acompáñame a la puerta y dame los primeros detalles.
Paula asiente de nuevo. Se gira y, tímida, alza la palma de la mano abierta a la vez que sonríe para indicarle al chico que le dé cinco minutos. Él le devuelve el gesto y la sonrisa encantado. Gilipollas.
Las chicas salen, pero yo sigo con la vista clavada en ese tío. Creo que ni siquiera lo pienso cuando me levanto y camino con el paso decidido hacia él. No debería hacer lo que estoy a punto de hacer, lo tengo clarísimo. Debería dejarla salir, divertirse, justo de lo que me quejaba que tenía que hacer más, pero esta noche no, no con lo preciosa que está con ese vestido, no con ese capullo que no tiene ni idea de que acaba de tocarle el bote de la lotería.
—La chica con la que estabas hablando no va a ir a ningún lado contigo. Lárgate.
Las palabras salen de mi boca más graves y también más seguras y arrogantes que cualquiera que haya pronunciado.
Él me observa y, a continuación, dirige la vista hasta su amigo, en la barra. Pretende intimidarme con el numerito de «somos dos y tú, sólo uno», pero yo ni siquiera me molesto en mirar al otro. Intercambian un par de sonrisas presuntuosas, pero, cuando hace el ademán de dar un paso hacia mí, yo lo doy hacia él. Ya no parece tan valiente ni tampoco tan presuntuoso.
—No te lo voy a volver a repetir —sentencio.
La sangre mezclada con la adrenalina me hierve en las venas.
Joder. Hacía mucho tiempo que no tenía tantas ganas de partirme la cara con alguien.
—¿Por qué? —prácticamente tartamudea—. ¿Acaso es tu novia?
No lo pienso.
—Sí, es mi novia y no pienso darte más putas explicaciones —lo amenazo con la voz aún más ronca—. Lárgate.
El gilipollas asiente y coge su chaqueta nervioso.
—Paso de jueguecitos —murmura, ya a unos pasos.
Yo lo miro y me humedezco el labio inferior, pensando en si abalanzarme sobre él o no. No me sentía así desde hacía diez putos años.
¿Qué me está ocurriendo? Me paso la mano por el pelo y me obligo a ignorar toda la rabia acumulándose bajo mis costillas, el calor en las manos, la sensación de que todo está pasando a cámara lenta, el enfado con el mundo en general y, más que nada, la idea de que todo volvería a una extraña calma si lo tumbase en el suelo de un puñetazo.
Finalmente el tipo decide no tentar más a la suerte y se marcha. Yo doy una bocanada de aire larga, tratando de que cada cosa vuelva a su lugar. Cuando me giro para regresar a la mesa, puedo notar la mirada de Jeremias y Damian sobre mí, incluso la de Karen, pero no hago el más mínimo intento de devolvérselas. No estoy orgulloso de lo que he hecho, pero volvería a hacerlo sin dudar.
Me siento e inmediatamente recupero mi vaso de Glenlivet.
—¿Se puede saber qué coño has hecho? —pregunta Jeremias.
Yo finjo no oírlo. No tengo por qué darle ningunas putas explicaciones.
En ese momento veo a Paula caminando hacia la mesa y una inquietante idea se abre paso en mi mente. ¿Y si se ha cruzado con ese idiota? ¿Y si le ha dicho lo que he hecho?
El corazón me late de prisa, pero las cosas no han cambiado. He hecho lo que tenía que hacer, aunque ella no pueda entenderlo.
—No digáis una sola palabra —gruño volviéndome hacia mis amigos.
En realidad no sé por qué lo he dicho, sé que siempre me cubrirían las espaldas.
Nuestras miradas al fin se cruzan, pero la única que me remueve por dentro es la de Karen. Me observa como si fuera un ratón de laboratorio que no ha reaccionado como esperaba en el experimento, como si tuviese que estudiarme de nuevo para reconocerme.
Últimamente yo también me he mirado así alguna vez.
A unos pasos de nuestra mesa, Paula mira hacia la barra y se gira desconcertada.
—¿Sabéis dónde está Mark? —pregunta señalando vagamente el lugar en el que estaba ese imbécil.
—Se ha largado —respondo lacónico.
Todos me miran, pero una vez más finjo que no ocurre nada fuera de lo normal mientras le doy un nuevo trago a mi copa.
—¿En serio?
Sólo dos palabras y me siento como el hombre más miserable sobre la faz de la tierra. Alzo la cabeza y de inmediato me encuentro con sus ojos marrones. Está nerviosa, pero sobre todo avergonzada, pensando que el chico que quería llevarla a cenar acaba de dejarla tirada delante de un grupo de personas que apenas conoce.
—Será mejor que me vaya —balbucea con la mirada clavada en sus pies.
Se gira rápido, pero no lo suficiente como para impedir que vea sus ojos vidriosos; está a punto de romper a llorar.
Lo estás haciendo genial, capullo. Has conseguido que se sienta fatal.
—Tenía que ser algo importante —lo disculpo levantándome y dando un paso para agarrarla de la muñeca y obligarla a girarse—. Sonó su teléfono y estuvo hablando un par de minutos antes de salir disparado.
Ella me mira, abre la boca dispuesta a decir algo y finalmente vuelve a cerrarla a la vez que cabecea y fija de nuevo la mirada, esta vez en su propio vestido.
Soy un completo gilipollas.
—Me muero de hambre —digo inclinándome hasta que atrapo su mirada; en cuanto sucede, sonrío y ella me imita, aunque es lo último que quiere ahora mismo—. Éstos ya han comido —continúo diciendo, en referencia a mis amigos—, así que te llevo a cenar.
Vuelve a tomarse unos segundos para observarme sin saber qué contestar, primero mi mandíbula, mis labios, mis mejillas y finalmente mis ojos.
—Está bien —musita.
Le dedico una nueva sonrisa y, tras una rápida despedida, salimos del local.
—Estoy segura de que tienes planes —me dice apesadumbrada mientras avanzamos de la mano por Centre Street.
—¿Quieres parar con eso? —me quejo.
Tiene que dejar de pensar que estando con ella no estoy donde quiero estar.
Paula resopla y se detiene en seco. Ninguno de los dos se suelta, así que doy un paso atrás para quedar frente a ella.
—Es que me siento como una estúpida y muy culpable —se explica agitando frenética la mano que tiene libre—. Debes de tener algo así como media decena de mujeres con carísima lencería esperándote.
La manera en la que se imagina mi vida sexual me hace sonreír, pero mi gesto le hace arrugar el ceño, como si realmente creyese que cada minuto que estoy con ella estoy desperdiciando un polvo con una supermodelo.
—No tienes por qué cargar conmigo sólo porque no sea capaz de tener una estúpida cita —sentencia decepcionada, enfadada, triste.
Aparta de nuevo su mirada y la pierde en el endiablado tráfico.
—No digas estupideces —protesto de nuevo.
Pero Paula no me mira, creo que ni siquiera me escucha, y una lágrima se escapa por su mejilla. ¿Por qué he tenido que ser tan imbécil?
Hace el ademán de soltarse, pero lo último que quiero es que se marche pensando todo lo que está pensando ahora mismo, así que acuno su cara entre mis manos para conseguir que vuelva a mirarme y le digo lo único en lo que puedo pensar ahora mismo.
—Eres una chica preciosa y hay millones de hombres en Nueva York. Más tarde o más temprano encontrarás al indicado y te enamorarás.
Tan pronto como pronuncio esas palabras, me arrepiento. No quiero que conozca a nadie y no quiero que pierda la cabeza por cualquier gilipollas que no se la merezca. Ninguno se la merece.
«¿En qué lío te estás metiendo, Alfonso?»
De golpe me hago consciente de toda la intimidad que mis manos, en esa parte exacta de su cuerpo, conllevan y las bajo despacio. Ella sigue mirándome. Los dos continuamos inmóviles uno frente al otro.
La realidad comienza a hacerse un incómodo hueco. Ya no se trata de que quiera llevármela a mi apartamento; ahora quiero encerrarnos allí, tapiar las ventanas y follármela hasta que se acabe el maldito mundo. Y además estoy muerto de celos... joder.
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Ayyyyyyyyy, qué triste está Pau. Este Pedro la va a pasar mal con todo lo que le hace.
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