miércoles, 26 de julio de 2017
CAPITULO 19 (TERCERA HISTORIA)
No sé qué pensar, qué decir, qué hacer. No quiero conocer a ningún otro hombre. No quiero que ninguno se fije en mí.
Sólo quiero que me lleve a su apartamento, que me bese, que me desnude en su cama mientras él sigue impecablemente vestido, que me haga sentir todo lo que ya sé que sentiré.
Pedro da un paso atrás y se muerde el labio inferior, pensativo, sin apartar la mirada de mí, justo antes de meterse las manos en los bolsillos de su marinero y devolverme de repente a la realidad.
Yo resoplo, apartando la mirada por enésima vez y tratando de hacer precisamente eso, volver a la realidad. ¿Cómo hemos llegado hasta este punto? ¿De dónde ha salido toda esta tensión? Pedro Alfonso y yo sólo somos amigos.
Cuadro los hombros e, imitando su gesto, me guardo también las manos en los bolsillos. Creo que es la manera más explícita que ha encontrado mi cerebro para gritarme la malísima idea que sería dejar que Pedro volviera a cogerme de la mano. Todavía hay partes de mi cuerpo tensándose deliciosamente por cómo me enmarcó antes la cara.
Estábamos muy cerca y olía tan rematadamente bien...
¡Basta!
Necesito volver a la zona de amigos desesperadamente.
Abro la boca dispuesta a decirle que nos vayamos a comer, puede que incluso a contar un chiste, cualquier cosa que nos devuelva a ese punto, cuando mi móvil comienza a sonar. Lo saco de mi bolso y observo la pantalla bajo la atenta mirada de Pedro. Genial. Es Gustavo. Lo último que necesitaba.
Corto la llamada, vuelvo a guardar el teléfono y me aparto el flequillo de la cara con un soplido antes de dedicarle una sonrisa inmensa y también un poco desesperada.
—Creí que te morías de hambre, Alfonso —comento.
Los amigos se llaman por los apellidos; los amantes, por el nombre susurrado, aunque tengo la sensación de que, con él, las únicas palabras que logran llegar a pronunciar las mujeres son «más, por favor, más», «Dios» y «sí, oh, sí».
¡Tengo que dejar de imaginarme al Guapísimo Gilipollas desnudo urgentemente!
Soy un auténtico desastre.
Tras un par de segundos, Pedro sonríe, pero su gesto parece tan inquieto como lo fue el mío. Mi móvil vuelve a sonar. Resoplo por adelantado; sé de sobra quién es, así que recupero la BlackBerry de mi bolso. Pienso en volver a cortar la llamada, pero, ¿y si ha ocurrido algo? Normalmente Gustavo utiliza esas ocasiones para fastidiarme y hacer que me replantee cosas sólo por la inquietud de que pasen otras.
Contestando sólo le estoy dejando ganar, pero ¿y si es realmente urgente?
—Lo siento. Tengo que cogerlo —me disculpo.
Pedro asiente y yo descuelgo.
—¿Qué quieres, Gustavo? —respondo arisca.
Al oír su nombre, la expresión de Pedro cambia por completo.
—¿Por qué tienes que hablarme así? —replica a la defensiva.
—¿Qué quieres? —repito.
Sé de sobra lo que quiere: hacerme sentir mal por todo lo que pasa entre los dos y después consolarme.
—Tienes que venir —me espeta.
—¿Por qué?
—¿Por qué necesitas saberlo? ¿Crees que te llamaría por una tontería?
—No sólo lo creo —bufo—, lo tengo clarísimo.
—No se trata de mí —sentencia áspero y, sobre todo, con la clara intención de hacerme sentir culpable. Lo consigue al instante.
—Voy para allá.
Cuelgo sin despedirme y me dirijo al bordillo con la mirada en el tráfico, buscando un taxi.
—¿Adónde vas? —pregunta Pedro acercándose a mí.
—Lo siento muchísimo, de verdad —me disculpo acelerada—, pero tengo que marcharme.
¿Dónde se han metido todos los taxis?
—¿Qué es lo que pasa?
—Lo siento, tengo que irme —insisto.
—Paula —me agarra del brazo y me obliga a girarme—, ¿qué pasa?
Su voz suena exactamente como es él, llena de una seguridad aplastante, algo engreída, algo dura, algo distante, lo suficiente como para dejarte claro que no estás delante de un hombre como todos los demás.
Tengo la tentación de respirar hondo y contarle todo lo que pasa. Hablar sin filtros ni miedos de Gustavo, de Sebastian, de mi familia. Contarle todo lo que me ha pasado desde que cumplí diecisiete años.
Quiero que sepa por qué soy como soy, por qué tengo que marcharme corriendo, pero entonces no creo que pudiese callarme que también me muero de ganas de que me lleve a su cama... y, después, ¿qué?
Pedro es un mujeriego y yo tengo que protegerme. Ya aprendí la lección.
Sin embargo, las mariposas de mi estómago toman el control por un mero segundo y me lanzo contra él, rodeando su cuello con mis brazos y hundiendo mi cara en su hombro.
Todo su cuerpo se tensa y se queda muy quieto, mientras yo quiero que la tierra me trague. ¿Qué he hecho? Disfruto un instante más de su olor, probablemente sea la última vez que pueda hacerlo antes de la orden de alejamiento contra mí
que seguro que pide en cuanto lo suelte, y hago el ademán de separarme, pero entonces, en la última milésima de segundo, Pedro alza los brazos y me estrecha con fuerza contra su cuerpo. Las mariposas reviven descontroladas.
Ninguno de los dos dice nada. Su cuerpo ya no está rígido, el mío tampoco y, sin embargo, una corriente eléctrica me recorre de pies a cabeza. Sus manos se pasean despacio por mi cintura y suben perezosas hasta mis costillas. Casi sin pensarlo, muevo las mías y acaricio en su nuca el
final de su pelo castaño y lo revuelvo con la punta de los dedos. Me aprieta un poco más fuerte y el corazón me late tan de prisa que me da miedo que pueda oírlo. Mueve las manos. Mi respiración se acelera. Abre posesivo sus largos dedos en la parte baja de mi espalda. Todo da vueltas. Nos separamos despacio. Nos miramos directamente a los ojos.
Nuestros alientos se entremezclan en el ínfimo espacio entre los dos. Sus manos se deslizan por mi cintura mientras nos alejamos; las mías, por sus armónicos antebrazos. Ya no nos tocamos, pero, de alguna manera, de una de esas que describen en las canciones de amor, seguimos atados.
Un taxi se para al fin. Sonrío nerviosa fingiendo que el momento no me ha superado en todos los sentidos y me meto en el coche amarillo bajo su atenta mirada. Él sigue ahí, imperturbable, demostrándome todo lo que ya sé. Si me colara por él, no sobreviviría, mientras que, al contrario, para él, yo sólo sería una gota en un océano lleno de lencería de La Perla.
Le doy al conductor la dirección de Gustavo y al fin nos movemos. ¿Por qué tengo que tener tan mala suerte? ¿Por qué tenía que cruzarse en mi vida Pedro Alfonso? ¿Por qué un abrazo con él ha sido más íntimo que estar en la cama con cualquier otro hombre?
Suspiro y me dejo caer sobre la tapicería negra.
No puedes equivocarte otra vez, Bluebird.
Paso el resto de la noche en casa de Gustavo y sólo nos sirve para tener por enésima vez la misma discusión, hasta que a las dos de la madrugada regreso en taxi a mi apartamento.
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