miércoles, 26 de julio de 2017

CAPITULO 22 (TERCERA HISTORIA)




A la mañana siguiente llego puntual a Cunningham Media, pero de inmediato me escabullo y entro en mi despacho. No estoy preparada para ver a Pedro. No sé cómo se supone que debo comportarme. Seguro que él no tiene este problema. Me apuesto veinte dólares a que no soy la primera chica que se queda en ropa interior delante de él por un enfado monumental, probablemente ni siquiera lo haya sido de esta oficina. Gimo exasperada. ¿Cómo he acabado en esta situación?


Apenas llevo unos minutos cuando llaman a la puerta. La respiración se me corta de repente y tengo que mentalizarme para dar paso. No quiero verlo. No quiero verlo. Al comprobar que es Beatrice, la eficiente secretaria de Pedro, suelto todo el aire de una bocanada, aunque el estómago vuelve a encogérseme en cuestión de segundos. 


¿Y si me ha mandado llamar a través de ella?


—Buenos días, Paula.


—Buenos días, Beatrice —respondo alzando la barbilla y cuadrando los hombros. No pienso dejar que nadie vea que estoy a punto de salir corriendo al aeropuerto y marcharme, no sé, a una Guayana—. ¿En qué puedo ayudarla?


—El señor Alfonso quiere que estudie estos documentos.


Deja un dosier sobre mi mesa y sale de mi despacho. Con el primer vistazo a la carpeta, frunzo el ceño. No es de Cunningham Media, sino de Colton, Alfonso y Brent. No es que Pedro nunca haya compartido conmigo parte del trabajo que hace fuera de aquí, pero siempre han sido situaciones concretas de casos concretos.


Abro la carpeta. El nombre de Michael Talbot aparece al principio del documento. No tardo en darme cuenta de que se trata de un prospecto de inversiones diseñado por el propio Talbot. Continúo leyendo. Básicamente es un plan para desmantelar una empresa, despedir al ochenta y siete por ciento del personal, reorganizar los activos y venderlos por separado. Al llegar a los anexos explicativos, abro los ojos como platos. Este plan de negocios estaba destinado a Cunningham Media. Pedro tenía razón, sólo quería invertir para sacar tajada después.


Cierro el dosier y me levanto como un resorte. Si no llega a ser por Pedro, habríamos caído en la trampa como idiotas y ahora la compañía estaría a unos meses de desaparecer. 


Me llevo el pulgar a los dientes. Sé qué es lo que tengo que hacer ahora, por muy avergonzada que vaya a sentirme.


Salgo del despacho con paso seguro. Si algo me ha enseñado Hernan es que, cuanto más nervioso estés, menos puedes demostrarlo. Cruzo la planta pensando que todos me miran porque todos saben lo que ocurrió ayer. Es sólo una manera más de mortificarme de mi retorcido cerebro. Es imposible que lo sepan. No había nadie aquí, y Amelia y Beatrice jamás dirían una palabra.


Llego a su despacho, pero no hay rastro de él.


—¿Sabe dónde está Pedro? —pregunto a Beatrice.


—En la planta de arriba.


Diviso la puerta de las escaleras y tomo aire para armarme de valor. Sin embargo, a cada escalón que subo la cosa se vuelve más complicada. Ya no sólo tengo que lidiar con el hecho de que me quedara prácticamente desnuda delante de él, sino que encima ahora tengo que pedirle disculpas y tragarme todas mis palabras. No sé qué me atormenta más.


Al cruzar el arco que separa la diáfana estancia del pequeño pasillo, Pedro aparece inmediatamente en mi campo de visión. Sentado donde siempre, trabajando como siempre, atractivo hasta decir basta... como siempre.


—Hola —murmuro.


Él alza la cabeza de los documentos que revisa, pero no dice nada. Quiere que diga todo lo que debo decir. Es justo.


—Acabo de leer el plan de Talbot para esta empresa. Tenías razón. Sólo buscaba aprovecharse, así que muchas gracias por protegernos.


Pedro aparta su mirada y, tras asentir un par de veces, vuelve a la carpeta que tiene delante.


—De nada —responde distante.


Vale. Ahora viene lo difícil.


—Sé que ayer metí la pata hasta el fondo —me disculpo dando un paso hacia él— y que no debí soltarte todas esas cosas, pero, si sirve de algo, te creí cuando me dijiste en tu despacho que hacías lo mejor para nosotros. No necesitaba esa carpeta.


Lo miro esperando a que responda algo, pero sigue en silencio, con la vista clavada en ese puñado de letras y números.


—Confío en ti, Pedro —sentencio.


No habla. No me mira. Resoplo. No sé qué hacer. Me muero de ganas de que me señale con la cabeza el sitio a su lado, en ese gesto tan engreído del que siempre me quejo y que ahora echo de menos como una idiota.


—Ven aquí —suelta al fin, ladeando la cabeza para marcar un trozo de moqueta junto a él. Yo sonrío feliz— antes de que se te ocurra contarme un chiste para que te perdone —añade burlón.


Yo frunzo los labios divertida y me siento a su lado.


—O, peor aún —continúa—, decidas volver a desnudarte.


Abre la boca fingiéndose escandalizado, imitando el gesto que yo estoy haciendo de verdad. ¡Es un cabronazo! Entorno los ojos y lo golpeo en el hombro. Él sonríe, encantado con su propia broma, y al final soy yo la que acaba haciendo lo mismo.


—¿Cómo se te ocurrió hacer algo así? —inquiere.


—Fue culpa tuya —protesto—. Me provocaste. Además, seguro que no soy la primera chica que se queda desnuda delante de ti por lo odioso, impertinente y engreído que puedes llegar a ser.


Chúpate esa, Alfonso. Donde las dan, las toman.


Sin embargo, la jugada se vuelve en mi contra cuando él sonríe satisfecho, probablemente pensando en todas y cada una de las mujeres que ha conseguido que se desvistan para él.


—Debe de ser increíble tener todo ese poder y no preocuparte en usarlo sólo para el mal—comento
displicente, pero, sobre todo, un poco insolente.


—Es divertido —responde con una canalla sonrisa.


Es un auténtico sinvergüenza. Sin embargo, otra vez de forma involuntaria, comienzo a pensar precisamente en esa idea, en cómo las mujeres pierden la cabeza por él. Lo he visto en directo con las chicas que trabajan aquí. Se quedan mirándolo embobadas cada vez que pasa y, cuando se acerca a hablar con alguna de ellas, se respira en el aire el hecho de que todas harían todo lo que él les pidiese.


Es abrumador y al mismo tiempo increíblemente sexy. 


Cualquier mujer podría perder la cabeza por él, por la seguridad con la que se mueve, por la manera en la que mira, sabiendo lo que quiere y cogiéndolo, por todas las promesas de sexo salvaje, desbocado, como si fuese el único hombre en el universo capaz de hacer realidad todas tus fantasías y provocarte cien nuevas sólo por la manera en la que sospechas que sabrá tocarte.


—¿Alguna vez te ha pasado? ¿Que una mujer te haya ofrecido hacer lo que quieras con ella y tú hayas aceptado?


Mi tono es apenas un murmuro. Tengo la boca seca y el corazón me retumba en los oídos.


Pedro se ha quedado muy quieto escuchando cada una de mis palabras y, a continuación, alza la cabeza despacio hasta atrapar mi curiosa mirada.


—Sí —responde con voz trémula.


El ambiente entre los dos ha cambiado, se ha electrificado, se ha vuelto húmedo, caliente, sensual.


No sé por qué lo he preguntado, ni siquiera por qué lo estoy imaginando, y por un momento simplemente las realidades se combinan y juego a pensar lo que me gustaría que me hiciera a mí, mi wanderlust del sexo con Pedro Alfonso.


—Dejar que su cuerpo te pertenezca, tocarla como quieras, correrte en su boca —mi voz se evapora al final de la frase.


Nuestras respiraciones se aceleran.


—¿Y tú? —replica—. ¿Dejarías a un hombre correrse en tu boca?


—No.


—¿Me dejarías a mí?


Todo da vueltas.


—Sí —pronuncio con una voz apenas audible, pero llena de una atronadora seguridad. No hay dudas. No las tengo—. A veces creo que podría hacer cualquier cosa que me pidieras.


—Joder, Paula —gruñe.


Sin decir nada más, me coge de las caderas y me sienta a horcajadas sobre él. El movimiento es fluido, perfecto, y nos deja completamente acoplados. Sus manos vuelven a anclarse en mis caderas y las mías descansan sobre su pecho. Estamos muy cerca. Todo se llena de una intensidad casi perturbadora.


Adoro el delirante salto al vacío.



****



¿Por qué te sientes así?


Sé la respuesta, pero quiero escucharla de sus labios.


—No lo sé.


Nuestras respiraciones entrecortadas cada vez suenan más rápidas, más descontroladas, comiéndose los sonidos de Nueva York veinte plantas más abajo y llenando por completo la habitación.


—Sí lo sabes, dímelo.


—Eres tú. Es sólo por ti.


Suena frustrada, incluso un poco enfadada. Ella también ha luchado con todas sus fuerzas para no acabar exactamente así y eso sólo hace que la desee aún más.


—¿Y si lo que quiero es tocarte? —pregunto atrapando de nuevo su mirada.


Quiero que entienda que hablo completamente en serio. Se acabaron los juegos, las huidas hacia delante. Es hora de follar.


—Hazlo —responde valiente, con una curiosidad casi infinita, sin apartar sus ojos de los míos.


Alargo la mano y la poso en su mejilla. Acaricio su labio inferior, imaginando su boca en otra parte de mi cuerpo, recordando cómo pronuncio «correrte en su boca» hace cinco putos minutos con esa mezcla de curiosidad y sensualidad. Joder, había incluso algo de inocencia, como si fuese la última chica cándida sobre la faz de la tierra y yo, el cabrón con más suerte del mundo.


La deslizo por su mandíbula, la suave piel de su cuello y continúo bajando, conteniéndome por no ser todo lo dominante y duro que quiero ser, pero sin poder dejar de pensar en tumbarla en el suelo, sostenerle las muñecas contra la moqueta y follármela hasta que el planeta se salga de su maldita órbita.


Acaricio su pecho, que se desliza en mi mano arriba y abajo presa de su respiración agitada. Paula gime despacio y la polla se me pone todavía más dura. Es el sonido más sexy y sensual que he oído en mi vida. Aprieto mi mano en su cadera, otra vez luchando. He perdido la cuenta de cuántas veces me he visualizado a mí mismo agarrando esa parte de su cuerpo, dejando la marca de mis dedos en ella.


Hundo mis dedos en su pelo hasta llegar a su nuca y, brusco, la atraigo hacia mí. Ya puedo adivinar su sabor y sé que me volverá jodidamente loco.


—Bésame —me pide.


Mi sonrisa más canalla inunda mis labios.


—Creo que puedes pedírmelo mucho mejor —replico engreído contra su boca.


—Bésame, por favor.


Trago saliva. Toda la anticipación, todo el deseo rodando vivo por mis venas, la excitación, la adrenalina, el estar hambriento, es lo mejor del maldito mundo.


—Dime que lo quieres.


—Lo quiero —repite sin dudar.


—Dime que lo necesitas.


—Lo necesito, por favor —suplica.


Joder.


Estrello su boca contra la mía y la devoro sin contemplaciones. Sus labios son aún mejor de lo que llevo imaginándome semanas: suaves, dulces, ansiosos y, sobre todo, curiosos, exactamente como es ella, con esas ganas de dejarse hacer, luchando por no explotar y dejarse llevar... y eso es precisamente lo que quiero conseguir.


Quiero que pierdas el control, Niña Buena.


Deslizo una mano por su cuello, vuelvo a su pecho, su cintura, su vientre, mientras sigo besándola. Besos largos, desbocados, como si no necesitáramos nada más.


Alzo las caderas buscando más placer; Paula se balancea sobre mí y, en un mísero segundo, volvemos a acoplarnos, sintiéndola deslizarse sobre mis pantalones a medida una y otra vez.


Paso mi mano al otro lado de la tela de su vestido. Quiero tocar su piel.


Ella vuelve a gemir, pero ni siquiera entonces la dejo separarse. Mis dedos no se detienen. Se pasean por sus muslos y llegan a sus bragas. El roce me lleva a la visión de ella desnuda, delante de mí, y todo el deseo se recrudece.


—Pedro.


Gime mi nombre cuando la acaricio exactamente donde tengo que hacerlo. Su cuerpo se tensa y otra vez toda esa inocencia vuelve a relucir. Se está entregando sin miedos, sin preguntas, sin ninguna coraza.


Pierdo mis dedos en su interior y todo su cuerpo se arquea hacia delante como respuesta. Vuelvo a llevar su boca contra la mía, a casi besarla.


—¿Sientes lo mojada que estás? —susurro contra sus labios—. Quiero que imagines todo lo que voy a hacerte hasta que te corras.


Paula asiente con los ojos cerrados, completamente extasiada. La embisto más rápido, con más fuerza. Ella comienza a cabalgar mi mano, pero la freno en seco sujetándola por las caderas.


—De eso nada —la reprendo.


Saco los dedos y le doy un azote justo sobre su clítoris. Ella suelta un gemido evaporado por la sorpresa y toda la excitación, pero no se mueve. La mejor reacción de todas.


Espero a que abra los ojos de nuevo y atrapo su mirada sin dejarle ninguna escapatoria.


—Yo decido si te corres y cuándo te corres.


Sus ojos marrones llenos de curiosidad se oscurecen un poco más y algo dentro de mí se relame.


Ella asiente despacio y yo sonrío, hambriento de ella.


Bienvenida al club.


Empiezo a bombear de nuevo. Está húmeda, cálida, resbaladiza. Mi boca se pierde en su cuello y su olor me envuelve. Siempre huele demasiado bien, a flores, a fresco, a algo suave y pequeño.


Su respiración se vuelve más y más irregular. Aprieto la palma. Sigo moviendo los dedos.


—Quiero que me lo digas cuando estés cerca —ordeno contra la piel de su cuello—. Quiero que grites. No me importa quién coño pueda oírnos. 


—Estoy cerca —murmura casi de inmediato—. Estoy... muy cerca.


Se abre un poco más para mí. La beso, la muerdo. Joder, esto es mejor que nada.


—¡Pedro! —grita.


Su cuerpo se convulsiona, tiembla, y un orgasmo casi violento la recorre entera mientras sus dedos retuercen mi camisa a la altura de mis hombros, sin dejar de gemir, de gritar... y yo estoy hipnotizado contemplando el espectáculo de verla deshacerse con mi nombre en los labios.


El placer se diluye lentamente y Paula se queda muy quieta. 


Yo saco mis dedos despacio y, aún más, ella abre los ojos. 


Tiene la mirada febril, incluso un poco perdida, pero todo lo que he sentido cada vez que la he mirado sigue ahí, como si ahora, la mezcla entre esa parte adorable y esa otra tan sexy, sin ni siquiera saberlo, se hubiesen multiplicado, como si mi cerebro acabase de asimilar que la Paula de mis fantasías y la Paula real son la misma.


Otra vez sólo se oyen nuestras respiraciones.


—Vuelve a tu despacho —le ordeno.


Mi voz suena aún más ronca.


No espero respuesta por su parte y la pongo en pie tomándola por las caderas. Le tiemblan las piernas. Espero unos segundos para asegurarme de que no va a desplomarse contra el suelo y aparto las manos de ella, pero es lo último que quiero, joder. Me siento como en el maldito ojo del huracán.


—Será lo mejor —musita nerviosa, alejándose unos pasos.


Siempre finge seguridad cuando algo la descoloca. Ésta es la primera vez que no la veo hacerlo.


Cuando me quedo solo de nuevo, me froto los ojos con las palmas de las manos y acabo pasándomelas por el pelo hasta dejarlas en mi nuca.


¿Qué coño ha pasado? La he hecho correrse en mi mano y ahora no puedo pensar en otra cosa.




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