miércoles, 26 de julio de 2017
CAPITULO 21 (TERCERA HISTORIA)
Aproximadamente una media hora después estoy subiendo las escaleras hasta mi apartamento en la segunda planta. No he dejado de pensar en el ascensor, de camino al metro, en el vagón y, por supuesto, ahora. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo se supone que vamos a comportarnos mañana?
Estoy a punto de meter la llave en la cerradura cuando vuelvo a frenarme en seco y suspirar. ¿En qué lío me he metido?
—Paula.
La voz de Amelia me hace dar un respingo. No me la esperaba.
—¿Estás bien? —pregunta bajando los últimos peldaños del tramo de escaleras que sube al tercer piso, donde está su apartamento.
—Sí —miento, y lo confirmo con un gesto de cabeza.
Ella tuerce el gesto, está claro que no me cree, y se cruza de brazos.
—¿Se puede saber qué ha pasado en la oficina?
—No lo sé —respondo, esta vez más sincera, al tiempo que me encojo de hombros.
Amelia resopla exasperada, me coge de la mano y nos sienta en las escaleras.
—Vamos por partes —me pide—. ¿Estás liada con el Guapísimo Gilipollas? —inquiere sin paños calientes.
—¿Qué? —protesto—. ¡No! —me apresuro a añadir—. ¿Te haces una idea de lo complicado, incómodo y extraño que el sexo lo volvería todo? No puedo permitirme siquiera pensar en la posibilidad de acostarme con él. —Puede que esta última idea me la haya saltado un poquito—. No voy a acostarme con él —ratifico—, nunca, jamás.
Mi amiga enarca las cejas.
—Has utilizado muchas palabras para decir no —se burla.
Enfurruñada, hago el ademán de levantarme, pero Amelia me agarra del brazo y vuelve a sentarme.
—¿Por qué te desnudaste en mitad de la sala?
—Porque estaba furiosa —digo, sintiendo cada letra que pronuncio.
Creo que todavía lo estoy, aunque por motivos completamente diferentes.
—¿Por qué?
—Porque pensaba que no confiaba en la empresa, ni en Hernan, ni en mí —doy un largo suspiro—, pero al final todo ha sido por el bien de Cunningham Media. Sólo quería protegernos.
—¿Y tú le crees?
—Sí. —No lo dudo.
—Paula, estás colada por Pedro, ¿verdad?
Quiero gritar que no, que está tan equivocada que está a punto de ganar algún maldito trofeo, pero no puedo hacer otra cosa que volver a resoplar avergonzada mientras me paso las manos por el pelo, guardándomelo tras las orejas.
—No estoy colada por él, pero a veces, cuando está cerca, no soy capaz de pensar las cosas objetivamente, ni de meditar mis decisiones... no sé qué me pasa, es como si perdiera el control.
Ahora es ella la que suspira mientras se recoloca en el escalón.
—Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones —me explica moviendo las manos—. Una, te dejas llevar y dejas que el Guapísimo Gilipollas te eche el polvo de tu vida.
Ambas sonreímos al borde de la risa, en parte, por su apodo y, en parte, por la posibilidad de tener una increíble noche de sexo con él.
—Es un mujeriego —sentencio cuando nuestras carcajadas decrecen.
—Pues entonces sólo te queda la segunda opción —replica ladeando la cabeza—: respirar hondo y aprender a hacer uno de esos pasatiempos chinos tan complicados, porque vas a tener un montón de energía sexual que invertir.
Sonrío, pero en el fondo no me hace la más mínima gracia.
¿Qué voy a hacer?
—Será mejor que entre en casa —me rindo, hundiendo los hombros.
—¿Sabes? No está mal dejarse llevar y comportarse como una cría de diecisiete años alguna vez.
Yo me detengo y sonrío a la par que me vuelvo.
—No puedo comportarme como una cría de diecisiete años.
—¿Y por qué no? Cuando tenías esa edad, tuviste que enfrentarte de golpe a una responsabilidad enorme. —Abro la boca dispuesta a interrumpirla con la cantinela de siempre, pero ella alza la mano, frenándome y dedicándome un «ya lo sé, idiota» mental —. Después pasó lo de tu padre, tu familia y el imbécil de Gustavo —al pronunciar su nombre, pone los ojos en blanco. Definitivamente no es su persona favorita—. A lo mejor Alfonso es justo lo que necesitas para dar ese delirante salto al vacío.
—¿Delirante salto al vacío? —repito con una sonrisa.
—Ya sabes —responde frunciendo el gesto pícara—: pasión, diversión, pasarlo bien de verdad — añade exagerando cada letra—, como el wanderlust del sexo.
Ya no puedo más y rompo a reír. Amelia sigue asintiendo completamente en serio hasta que, al final, abro la puerta de mi apartamento.
—Piénsalo, pequeña —me ordena señalándome con el índice, todavía sentada en las escaleras.
—Lo haré, pequeña —respondo justo antes de cerrar—. Te quiero.
—Te quiero.
En la cama, rodeada de carpetas de trabajo, absolutamente en contra de mi voluntad, no puedo dejar de pensar en lo que me ha dicho Amelia. La verdad es que, eso del delirante salto al vacío, suena de lo más apetecible.
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