miércoles, 26 de julio de 2017
CAPITULO 20 (TERCERA HISTORIA)
Los días siguientes pintan bastante complicados. La gran reunión está a la vuelta de la esquina y tenemos muchísimo que hacer. Si a eso le sumo el máster, a mi vida laboral le faltan horas para poder hacer todo lo que debo. Apenas veo a Pedro, que pasa las mañanas de reunión en reunión y las tardes tratando unas inversiones muy importantes para Colton, Alfonso y Brent. Comienzo a estar de lo más intrigada por saber qué demonios hacen exactamente en esa empresa. Desde que trabajo con Pedro, lo he visto revisar prospectos de inversiones, solucionar problemas de aduanas, redactar contratos empresariales internacionales y citar leyes, desde el Código Civil estadounidense a la normativa de aranceles de China, pasando por las leyes de tráfico monetario de la Unión Europea.
El miércoles al mediodía ya no puedo más. Llevo dos noches prácticamente sin dormir, con la cama llena de dosieres y carpetas; he tenido una reunión casi interminable con el departamento de recursos humanos y he ayudado a Amelia a trasladar, revisar y clasificar al menos un centenar de archivos. Estoy agotada. Así que, cuando por fin me siento en nuestro pequeño rincón de moqueta verde vidrio con vistas al Rock Center, no lo dudo. Me quito los zapatos y coloco los pies sobre las piernas de Pedro, estiradas en el suelo. Sin decir nada ni levantar la vista de los estudios de mercado que revisa, agarra mi pie con fuerza y comienza a hacer círculos concéntricos con el pulgar sobre el hueso del tobillo. Yo le quito la botellita de San Pellegrino sin gas que tiene en la mano y comienzo a beber. Está helada y riquísima.
Y de pronto caigo en la cuenta. Comprendo la intimidad que todos esos pequeños detalles, la familiaridad con la que los hemos hecho, entraña. Pedro también lo entiende. Su pulgar se detiene y alza la cabeza. Atrapa mi mirada y por un momento volvemos a quedarnos así, encerrados entre mis ojos marrones y los suyos increíblemente azules, como si no fuese violento o incómodo mirar a alguien y poder ver todo lo que quieras, sin miedos ni frenos.
Retiro los pies confusa y también algo sobrepasada. Me pongo mis Manolos rápidamente y me levanto como un resorte. Ya me he alejado unos pasos cuando Pedro también se incorpora. Nerviosa, me llevo el pulgar a los dientes y araño la uña. Estoy demasiado inquieta, abrumada.
—Paula. —Su voz me despierta y me alimenta de más maneras que ni siquiera entiendo.
Suspiro. Puedo con esto. Sólo somos amigos y eso es lo único que queremos ser.
Me giro despacio y él camina hacia mí. Son apenas unos segundos, pero los suficientes como para fijarme en lo injustamente bien que le queda el chaleco, la camisa blanca remangada y los pantalones a medida. ¿Por qué no puede venir a trabajar en chándal alguna vez?
Pedro entorna la mirada mientras me observa y creo que está sopesando opciones. Finalmente suelta un profundo suspiro.
—No puedes irte —me ordena.
—¿Por qué? —prácticamente balbuceo turbada.
Guarda silencio unos instantes sin dejar de mirarme y mi corazón se acelera desbocado. Creo que nunca había estado tan confusa, tan perdida... y creo que nunca me había sentido tan viva.
—Tenemos trabajo que hacer —dice al fin.
Se me escapa una sonrisa nerviosa, incluso rozando la histeria. ¿Cómo puedo ser tan increíblemente idiota?
Lógicamente, una palabra que parezco haber olvidado junto con mi sentido común, sólo se trata de trabajo. ¿Qué iba a ser, si no? Es urgente que me baje de esta nube fabricada a base de tensión sensual y novelas románticas.
Me obligo a relajarme de inmediato y me cruzo de brazos.
—Claro —respondo profesional—. ¿De qué quieres que me encargue?
—Ya he tomado una decisión respecto al asunto Talbot.
Asiento. Es muy importante. Me parece bien que lo dejemos solucionado ya.
—Hernan se queda fuera —me informa frío, imperturbable.
¿Qué? No puede estar hablando en serio.
—¿A qué viene eso? —protesto—. Los contratos con Michael Talbot son lo mejor que podría pasarnos. ¿Acaso no sabes lo que significarían para Cunningham Media?
Pedro sonríe mordaz a la vez que cabecea.
—Precisamente porque lo sé. No voy a permitir que participéis.
Abro la boca absolutamente escandalizada y, ya de paso, muy indignada.
—Y, como tú lo has decidido, ¿ya no hay nada más que hablar? ¡Ni siquiera es tu empresa!
Pedro aprieta los labios hasta convertirlos en una fina línea y da un paso hacia mí.
—Y si seguís así, tampoco será la de Hernan —sentencia arrogante.
¡No lo soporto! No tiene razón y se está comportando como si el director ejecutivo de esta compañía no tuviese ni voz ni voto.
—Hernan puede encargarse. Podemos hacerlo. Ingresaríamos casi dos millones de dólares.
—¿Y sabes a cambio de qué? —me interrumpe intimidante—. Michael Talbot no quiere reflotaros. Quiere estar en primera fila cuando os hundáis para hacerse con el mejor trozo. Nadie va a invertir dinero en una compañía que sólo sabe perderlo. ¿Puedes entender eso?
Hemos vuelto de golpe al día en que nos conocimos.
—Que tú hayas dado por hecho que vamos a hundirnos no significa que vaya a ser eso lo que pase — siseo muy molesta y, sobre todo, muy dolida.
—Yo no he dicho eso—gruñe.
—Pero sí has dicho que nadie daría un mísero centavo por nosotros si no es para sacar tajada cuando todo estalle por los aires. ¿Por eso estás tú aquí?
Su expresión cambia por completo y siento una punzada de culpabilidad. Aun así, no me arrepiento.
No tiene ningún derecho a dejarnos al margen de algo que podría salvarnos sólo porque no sea capaz de ver en Hernan nada más allá de unos estúpidos informes de ventas. Esta empresa vale mucho más de lo que él se cree.
Pedro da un nuevo paso hacia mí. Sus ojos se vuelven casi metálicos. Está tenso, en guardia. Está más enfadado que nunca, aunque ese control con el que siempre se enfrenta al mundo apenas permita verlo.
—Estoy aquí porque me pagan mucho dinero para decidir si merece la pena salvaros o no. Así que deja de ser tan cría y tan digna, y empieza a recordar uno de tus discursitos tan monos sobre cuánto te importa Cunningham Media y todos los que trabajan en ella.
Todas las réplicas que tenía preparadas, todos los argumentos para demostrarle que se estaba equivocando, sencillamente se evaporan en mis labios. No me puedo creer que haya dicho algo así.
—Eres un hijo de puta.
—Probablemente —responde sin levantar sus ojos de mí, dejando que toda su arrogancia reluzca—, pero olvídate de esos contratos.
Por un momento el silencio se abre paso entre ambos. Se ha reído de mí y de todo lo que significa esta empresa para mí. No tengo nada más que decir. Ni siquiera quiero tenerlo cerca. Vuelvo sobre mis pasos y salgo de la estancia.
Ahora mismo lo odio con todas mis fuerzas.
Bajo las escaleras tan de prisa como soy capaz. ¡Estoy furiosa! ¿Cómo ha podido soltarme todas esas cosas? Me dijo que Cunningham Media podía salvarse. ¿Ya se ha rendido?
Me freno en mitad del segundo tramo, me giro y subo de nuevo, dispuesta a gritarle todo lo que pienso. Podemos sacar adelante esos contratos. Me da igual cómo haya dado por hecho que van a salir las cosas o la poca confianza que tenga en Hernan y en esta compañía. De pronto me quedo clavada en el penúltimo peldaño y me doy cuenta de que eso es lo que más me enfurece de todo. ¿Por qué no es capaz de confiar en nosotros? Yo sí lo hice cuando se trató de él.
Automáticamente estoy aún más enfadada y lo odio un poco más. Cabeceo llena de rabia y regreso a la planta principal.
—No lo necesitamos —farfullo entrando en mi despacho y cerrando de un portazo.
Miro el escritorio recordando perfectamente lo que contiene el primer cajón y me siento a la mesa.
Lo abro despacio y saco la capeta con el estudio de mercado y todos los informes sobre la empresa de inversión Samuelson y Mulholland. Siempre dije que el plan malévolo era el plan B, pero ahora ya no lo tengo tan claro. Recupero mi móvil y marco el número que subrayé en la primera página.
—Buenos días —saludo a la secretaria del director del departamento de adquisiciones después de haber hablado con recepción—. Soy Paula Chaves, vicepresidenta de Cunningham Media. Me gustaría concertar una cita con el señor Bessett.
Tras consultar su agenda, quedamos para finales del próximo mes. Cuelgo sin tener muy claro si esto es lo que debo hacer, pero estoy demasiado furiosa como para pensarlo.
El resto del día es horrible. Cada vez que llaman a la puerta pienso que es Pedro dispuesto a disculparse. Después recuerdo que él ni siquiera llamaría a la puerta y automáticamente comprendo que no va a presentarse aquí, arrepentido, para pedirme perdón. Tiene cristalinamente claro lo que piensa de nosotros.
Ya ha anochecido cuando salgo de mi despacho. La planta está desierta. Son más de las siete y todos, a excepción de Amelia, se han ido ya a casa. Estoy segura de que ella no lo ha hecho por no dejar a su jefa/mejor amiga/vecina en su despacho sola y enfadada como lo ha estado pocas veces en su vida.
—Necesito que firmes estos documentos —dice levantándose y saliendo a mi encuentro.
Los cojo y los ojeo.
—Son cosa del señor Alfonso —respondo lacónica—. Tiene que firmarlos él —añado devolviéndoselos.
Amelia frunce el ceño confundida. Sí, lo he llamado señor Alfonso. No es para tanto y, ya puestos, es una costumbre que nunca debí perder.
—Pedro no está —me informa. Ahora la que arruga la frente soy yo—. Salió a la hora de comer y no ha regresado. Pensé que tú sabrías dónde había ido o si volvería más tarde.
Cabeceo furiosa. No me lo puedo creer. ¿Cómo puedo ser tan rematadamente estúpida? Me he pasado toda la tarde en mi despacho cabreada y preocupada, y él sencillamente se ha largado a su empresa, la única que de verdad le importa, o a tirarse a alguna rubia incauta. Tuerzo el gesto. No sé cuál de las dos ideas me molesta más.
—¿Qué está pasando? —pregunta.
Respiro hondo. No quiero hablar; ni siquiera sé cómo me siento.
En ese preciso instante, el pitido del ascensor indicando que las puertas van a abrirse nos distrae a las dos. Dirigimos la mirada al fondo de la sala justo a tiempo de ver a Pedro salir del elevador. Es obvio que viene de correr. Va vestido con unos pantalones de deporte y una camiseta en tonos oscuros. El cable de los cascos de su iPhone sale de la camiseta y le recorre el cuello hasta llegar a sus orejas. Su
piel está cubierta por una fina capa de sudor y su pelo, revuelto y húmedo, seguramente por haberse echado por encima media botellita de la que ahora bebe, hacen el resto para que otra vez parezca el hombre más atractivo sobre la faz de la tierra. Desde luego, cuando supliqué porque viniera a trabajar en chándal, no sabía lo que decía.
Él también me ve, pero su mirada sobre mí sólo dura unos segundos antes de que la pierda al frente y recorra la planta principal con el paso impasible. A unos pocos metros de su despacho, Beatrice lo intercepta con un par de carpetas.
Pedro se para a revisarlas al tiempo que se quita los cascos de un certero tirón. Yo lo observo, odiándolo en secreto un poco más.
—Estás sudado —grito displicente, sin moverme ni un ápice pero segura de que me oye aunque estemos separados por una decena de mesas—. Podrías haberte dado una ducha antes de aparecer por aquí. Éste es un sitio de trabajo respetable.
Aunque tú hayas dado por hecho que acabaremos todos en la calle.
—Lo he hecho por ti —responde sin levantar la vista de los papeles.
—¿Por qué? —pregunto molesta.
—Para ayudarte. Así, cuando me imagines después de haberte follado, ya sabrás el aspecto que tengo sudado y relajado —responde malhumorado, de nuevo sin molestarse en mirarme.
¡¿Qué?! ¡¿Cómo se ha atrevido a decir eso?!
Abro la boca rozando la ira termonuclear, pero precisamente por estar tan increíblemente furiosa ni siquiera sé qué decir.
¡Maldita sea!
Pedro firma el último documento y se dirige de nuevo a su despacho.
Piensa, cerebro, piensa.
No voy a permitir que se marche triunfal como si fuese el condenado rey del mundo.
Antes de que la idea cristalice en mi mente, me llevo las manos al bajo de mi vestido y me lo saco por la cabeza, dejando a la vista mi conjunto de ropa interior.
—¡Ey, Alfonso! —grito ante la atónita mirada de Amelia y Beatrice.
Pedro se vuelve. Me recorre de arriba abajo con la mirada.
Sus ojos azules se oscurecen y todo su cuerpo se tensa. El lobo ha vuelto.
—Para que, cuando fantasees conmigo, sepas cómo me sienta el encaje —sentencio increíblemente impertinente.
Sé que parezco una auténtica chiflada sin ningún sentido del decoro, pero no me importa. ¡Todo esto es culpa suya!
Pedro aprieta los puños con rabia y da un único paso hacia mí.
—A mi despacho, ahora —ruge con la voz amenazadoramente suave.
Yo entorno los ojos y echo a andar llena de rabia. ¿Quiere seguir discutiendo en privado? Por mí, perfecto. Ahora mismo estoy tan enfadada que podría estrangularlo con sus cascos del iPhone.
Pedro mira a Amelia, o más bien la asesina con la mirada.
Ella reacciona inmediatamente. Se agacha, recoge mi vestido tangerina y se lo lanza a Pedro, que lo atrapa con una sola mano, antes de retroceder con su intimidante mirada clavada en mí y detenerse en la puerta de su despacho, apartándose lo imprescindible para que pueda pasar sin que lleguemos a tocarnos.
No me había sentido intimidada hasta ahora.
—Las dos fuera —prácticamente ladra a las secretarias antes de cerrar de un sonoro portazo.
Frente a frente, pero separados por unos metros, Pedro lanza mi vestido sobre su escritorio a mi espalda. Me observa. Todo su cuerpo, su expresión, han subido de nivel. Puede que no supiese con exactitud por qué había utilizado la metáfora del lobo antes, pero ahora lo inunda todo, la manera de mirarme, de moverse, incluso la forma en la que se mantiene en silencio dejando que su respiración, fuerte y pausada, lo arrase todo.
Sigo enfadada, pero ya no sé cómo traducirlo y mucho menos cómo apartar mi mirada de él. Estar en ropa interior ya no me parece una buena idea y me vuelvo con la idea de recuperar mi ropa.
—No —me ordena.
Una sola palabra que lo condensa absolutamente todo... toda la excitación, el deseo, lo rápido que me late ahora mismo el corazón, lo caliente que la sangre circula por mis venas. Me giro despacio y sus ojos atrapan de nuevo los míos. De pronto la atmósfera se llena de una tensión casi irrespirable, eléctrica, febril, adictiva.
Seguimos mirándonos. Sólo se oyen nuestras respiraciones.
Pedro atraviesa la distancia que nos separa tirando, sin importarle lo más mínimo, la botellita de agua que aún conservaba entre las manos, me sujeta por las caderas sin dejar de caminar, deslizando una de sus manos hasta anclarse en mi trasero, y me sienta en la mesa, brusco. Aún más, se abre paso entre mis piernas y sube sus dedos hasta que vuelven a encontrarse con mis caderas, apretando con fuerza.
—¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así? —susurra con la voz ronca, con sus labios demasiado cerca de los míos.
—Porque a veces ni siquiera consigo pensar con claridad cuando te tengo cerca.
Las palabras salen de mi boca sin que pueda controlarlas.
Pedro aprieta sus manos sobre mi piel por mi respuesta. Un gemido se escapa de mis labios y se entremezcla con el gruñido que sale de los suyos.
—Si no he aceptado la oferta de Talbot es para protegeros, no porque crea que no sois capaces —me explica con la voz jadeante, controlándose—. Dime que lo entiendes —me exige.
—Lo entiendo.
Ni siquiera sé por qué, pero le creo. ¿A qué estamos jugando? ¿A qué precipicio me estoy asomando?
No puedo colarme por Pedro Alfonso, no puedo dejar que me toque... pero la sensación de que no hay nada mejor puede conmigo y levanto la cabeza, buscándolo.
Pedro alza una mano, acariciando mi cuerpo con la punta de los dedos por el camino, y la deja en mi cuello, apretando lo justo para que todo el deseo se multiplique por mil.
Acerca su boca; su cálido aliento baña mis labios. Estoy a punto de arder.
—Las cosas —comienza a decir dejando que su grave voz acaricie la punta de mi lengua— pasan cuando yo quiero que pasen. Otra cosa que vas a tener que entender.
Sin más, se separa de mí. Nuestros ojos se encuentran un momento. Los míos, confusos, otra vez sobrepasados y, desde luego, destilando excitación pura y dura. Los suyos, hambrientos pero también frustrados y, sobre todo, furiosos.
Se da la vuelta sin decir una sola palabra y sale del despacho cerrando a su paso. Lo último que veo antes de que la madera encaje en el marco es cómo se pasa las dos manos por el pelo revuelto.
¿Qué demonios acaba de pasar?
—Joder —musito dejándome caer sobre su mesa y tratando de recuperar todo el oxígeno que parece haber desaparecido a mi alrededor—. Bluebird, ¿en qué coño estabas pensando?
Me levanto de un salto y me visto todo lo de prisa que soy capaz. Justo antes de abrir la puerta, tengo un auténtico ataque de bochorno mezclado con un código rojo en mi escala personal del ridículo. Algo que definitivamente me hubiese sido muy útil hace aproximadamente quince minutos, cuando decidí quedarme en ropa interior en mitad de Cunningham Media.
Por suerte, no queda nadie rondando en toda la planta y puedo marcharme con la dignidad intacta... o casi. Justo antes de montarme en el ascensor, pierdo la mirada en el acceso a las escaleras. Quizá Pedro haya subido, quizá debería hacerlo yo también y hablar de lo que acaba de pasar. Suspiro a la vez que me llevo las manos a las caderas y clavo la vista en mis zapatos. ¿Qué es lo mejor? ¿Lo más responsable?
¿Lo más profesional? Mi mente está tan enmarañada que no llego a ninguna conclusión. Lo mejor es que me marche.
Sólo espero que mañana sea capaz de ver las cosas más claras.
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