jueves, 20 de julio de 2017

CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)




Antes de buscar mi nuevo despacho, voy al de Horacio. La irrupción de Pedro Alfonso no ha podido sentarle bien. 


Maldita sea, Hernan llegó al centro de Manhattan a mediados de los setenta, cuando aquí sólo había prostitución y microdelincuencia, y levantó una empresa y, con ella, el Midtown de la ciudad.


Todos los riquísimos ejecutivos con despachos con vistas a Times Square deberían darle las gracias por lo que hizo.


—Mónica, ¿sabes dónde está el señor Cunningham? —pregunto a su secretaria al ver su puerta abierta de par en par y nadie en su oficina.


—El señor Cunningham se marchó hace unos minutos. Lo siento, Paula, pero no me ha dicho adónde iba.


Me muerdo el labio inferior, pensativa. No se lo merece. De repente estoy aún más enojada que antes.


Doy media vuelta y regresó prácticamente corriendo a la mesa de Amelia. Teniendo en cuenta la altura de los tacones que llevo, estoy muy orgullosa de no haber dado con mi culo en el suelo.


—Necesito toda la información que hayamos recibido sobre la firma que nos hace la auditoría y también sobre el posible comprador —pido casi en un susurro.


Esa mujer de cincuenta y tantos que vino con Alfonso, y que imagino que es su secretaria, está a unos metros de nosotras, hablando con una de las chicas de contabilidad.


—Dalo por hecho.


Asiento y me alejo sigilosa como un gato. Cada vez tengo más claro el malévolo plan. 


Iris Woodson me recibe con una sonrisa —al fin y al cabo, su traslado a contabilidad supone un ascenso— y me explica que me ha dejado el cajón lleno de material de oficina. La observo mientras se marcha. Enciendo el ordenador y me siento a su mesa. No tengo un solo segundo que perder.


Amelia no tarda en llegar.


—Lo que tengo que decirte no va a gustarte —anuncia nada más entrar, cerrando la puerta del pequeño despacho a su paso.


Alzo la cabeza y la miro mitad expectante, mitad desesperada. Esa frase no puede ser el principio de nada bueno.


—Sólo he podido averiguar el nombre de la empresa que realiza la auditoría, Colton, Alfonso y Brent, y, gracias a un favor que me debía Scott, un antiguo ligue que trabaja en la Oficina del ejercicio bursátil, que está especializada en capitalización e inversiones de riesgo, aunque no es lo único que hacen.


Tuerzo el gesto otra vez e inmediatamente escribo el nombre de la compañía en Google. Un segundo después, frunzo el ceño, extrañada.


—¿Qué clase de empresa no tiene página web hoy en día?


—Una que gane tanto dinero que no lo necesite. Eso te lo aseguro —sentencia Amelia.


Cuadro los hombros, pensando el siguiente paso. No puede ser tan difícil descubrir algo más de ellos.


Además, ese nombre me suena muchísimo.


—¡Claudio! —digo al fin.


Amelia me mira como si me hubiese salido una segunda cabeza.


—Hace unas semanas, cuando fui a ver a Claudio, el hermano de Hernan —le explico, descolgando el teléfono y tratando de recordar el número del despacho de ese Cunningham—, me equivoqué de oficina y acabé en la de enfrente... y recuerdo haber leído un rótulo con el nombre de Colton, Alfonso y Brent.


—Ahora que lo mencionas, a mí también me suena muchísimo ese nombre —replica Amelia, llevándose la mano a la barbilla.


Aún no han descolgado cuando la puerta se abre y tres hombres, vestidos con tres uniformes idénticos de mantenimiento, entran seguidos de la secretaria de Alfonso.


—Buenos días, señorita Chaves.


Yo la miro sin saber qué contestar. ¿A qué viene esto?


Uno de los hombres me quita el teléfono de las manos, a pesar de mis protestas, sigue el cable y, de un acertado tirón, lo desconecta de la línea telefónica. Entorno los ojos, escandalizada, y, apoyando las palmas de las manos sobre la mesa, me levanto como un resorte.


—¿Qué creen que están haciendo? —gruño—. Me da igual cómo el señor Alfonso haya dado por hecho que son las cosas. Soy la vicepresidenta de Cunningham Media. No puede dejarme incomunicada sin más.


—El señor Alfonso considera que, dado el cargo que ocupa en esta compañía, es la persona más adecuada para ejercer como su asistente mientras dure la auditoría.


—¿Qué? —inquiero absolutamente atónita—. Por encima de mi cadáver —suelto en un bufido.


—Y dado que deberán estar en permanente contacto —continúa, ignorando por completo mis palabras —, el señor Alfonso ha pensado que necesitará uno de éstos.


Los hombres se retiran tan rápido como entraron. Ella, impecablemente ataviada con un traje chaqueta burdeos, señala algo en mi mesa y se marcha sin esperar respuesta. 


Yo veo la expresión de America llena de incredulidad y de inmediato miro donde ella tiene clavada la vista. ¡Ha hecho que me instalen un maldito intercomunicador digital! ¡Yo no soy su secretaria!


—Está muerto —siseo, rodeando mi mesa, y salgo como un huracán de mi oficina.


Creo que nunca había estado tan cabreada y, sobre todo, nunca había sentido tantas ganas de recurrir a la violencia física con alguien. La puerta de su despacho, es decir, ¡¡el mío!!, está abierta; mejor. No pensaba llamar ni por todo el oro del mundo.


—No pienso ser tu asistente, ni tu secretaria, ni nada que des por hecho que voy a ser, Alfonso.


Él está apoyado, casi sentado, en el mueble bajo que recorre toda la pared bajo los ventanales. No levanta la vista de los papales que tiene en la mano, pero sé que me ha oído. Sus labios se han curvado, impertinentes, en una media sonrisa. 


¿Por qué tengo la sensación de que he reaccionado exactamente como esperaba?


—¿Ya nos tuteamos? —pregunta burlón—. Eso me gusta, Chaves.


—No voy a dejar que hagas lo que te dé la gana —le advierto.


Sonríe otra vez.


—Tampoco es que puedas impedirlo —me reta arrogante, cerrando la carpeta y dejándola sobre el mueble, para a continuación cruzarse de brazos —, pero me muero de ganas de ver cómo lo intentas.


—¡Deja de comportarte como si todo esto te divirtiera!


¡No puedo más!


Sin embargo, ni siquiera parece escucharme. Alza la mirada y la pierde en el ventanal a su espalda, a la vez que se echa hacia atrás.


—¿Arriba hay otra planta? —pregunta, ignorándome por completo—. Ésta es la última, según los botones del ascensor.


—¿Qué? —inquiero, confusa.


¿A qué viene eso?


—Sí, tiene que haberla —se contesta a sí mismo, mientras se incorpora girándose y mira de nuevo por la ventana y seguidamente al techo—. Quiero verla.


Sin esperar respuesta, sale de mi despacho. Resoplo y lo sigo.


—¿Las escaleras? —demanda con una sonrisa enorme, deteniéndose frente a la mesa de Emily, una de las redactoras publicitarias.


Ella alza la cabeza y, al encontrarse con él, tartamudea un inicio de respuesta y acaba sonriendo nerviosa. Debe ser la historia de la vida de Pedro Alfonso. Él diciendo «salta» y todas las chicas a su alrededor preguntando «cómo de alto».


—Al fondo de la sala, junto al pasillo de los baños.


—Gracias, encanto.


Le sonríe de nuevo y Emily Hooks se queda al borde del desmayo. Seguro que siempre utiliza esa sonrisa para el mal.


«No lo dudes», conviene mi voz de la conciencia.


De prisa, atraviesa el espacio que le queda hasta la puerta que da a las escaleras y la cruza con largas zancadas y el paso seguro. Yo tengo que acelerar el ritmo para no perderlo de vista. Aun así, cuando piso el primer peldaño, él ya me saca dos tramos de ventaja.


—No hay nada, ni siquiera una triste mesa —trato de explicarle, mirando por el hueco de la escalera a la barandilla superior—. Además, no vas a poder entrar —continúo subiendo—, la última planta está clausurada.


Termino de pronunciar esas palabras a la vez que llego al último escalón, justo a tiempo de ver cómo Pedro Alfonso está tratando de forzar la pequeña cerradura de la puerta de metal que dejaron los obreros para indicar lo obvio: no se puede pasar.


—¿Tú nunca escuchas? —me quejo.


—Quiero ver lo que hay ahí detrás —responde descarado—, y siempre tengo todo lo que quiero.


—Eres un crío con un traje caro —replico.


Pedro me mira unos segundos y, finalmente, sonríe encantado por mi salida de tono. Mientras, yo me revuelvo discreta, pero muy incómoda. Por un momento el filtro entre mi boca y mi cerebro se ha evaporado. Es cierto que se comporta como un crío, pero decirlo implica entrar en un terreno personal, y yo soy una profesional. No me gusta mezclar ambas cosas.


Oigo un metálico «clic», y la puerta se abre frente a él. La sonrisa de Pedro se ensancha e inmediatamente echa a andar. Yo me cruzo de brazos, observándolo.


—Vamos, Chaves —me llama—. No seas cobarde.


Entorno los ojos.


—No soy ninguna cobarde —protesto, dando un paso hacia delante y cerrando los puños con fuerza junto a mis costados.


—Lo sé. Una chica cobarde jamás se pondría ese vestido.


¿A qué ha venido eso?


Sin dudarlo, salgo tras él.


—¿Qué tiene de malo mi vestido?


Es precioso. Me lo compré en Macy’s, en las rebajas de verano del año pasado.


Cuando llego hasta él, Pedro ya está esperándome. Me repasa de arriba abajo sin ningún disimulo y se detiene un segundo en mis labios antes de atrapar mis ojos marrones con los suyos azules. Es demasiado atractivo para tramar nada bueno.


—Es rojo —responde al fin, y algo me dice que su media sonrisa traviesa esconde mucho más.


—¿Y? —replico, confusa.


¿Cuál es el problema?


Pedro se mete las manos en los bolsillos. Esa pose, fingidamente desinteresada, debería volverlo más inofensivo, pero, de alguna manera, el efecto es exactamente el contrario, como si estuviese diciéndome «ven aquí y gánate mi desdeñoso interés».


—También es lo suficientemente ajustado como para insinuar sin que parezca que eso es lo que quieres.


Carraspeo y vuelvo a cruzarme de brazos, aunque rápidamente deshago el gesto. No quiero que piense que estoy a la defensiva. Mis movimientos no le pasan por alto y vuelve a sonreír de esa manera tan canalla.


—Sólo es un vestido bonito.


—Ninguna mujer diría que un vestido es sólo algo —objeta.


—Y tú pareces saber muy bien lo que cada vestido significa para cada chica.


Pedro vuelve a sonreír. ¿Alguna vez piensa dejar de hacerlo?


—Sé lo suficiente como para darme cuenta de que, ponerte vestidos elegantes y sofisticados, te hace sentir más segura de ti misma —afirma dando un peligroso paso hacia mí—. Pero no quieres que nadie piense que no eres profesional, y por eso no usas ninguna joya, sólo esa pequeña pulsera de platino en la muñeca derecha —continúa diciendo, sin levantar sus ojos de los míos, sin dudar de que esa pulsera es exactamente así y está justamente ahí.


De pronto el ínfimo y mal iluminado pasillo se hace aún más pequeño y aún más oscuro, pero mucho más apetecible. 


¿Qué me pasa?


—El maquillaje suave, el escote sutil —su voz se agrava y reverbera ronca— y unos zapatos con los que apuesto a que te sientes victoriosa cada vez que das una carrera por Cunningham Media y no te caes.


Le mantengo la mirada. No sé a qué está jugando, pero, si cree que me conoce, está muy equivocado... aunque haya acertado de lleno con el vestido y con el maquillaje, y con los zapatos... ¡Maldita sea!


—Aún no me has dicho cómo sabes tanto de moda —suelto impertinente—. ¿Eres modista en tus ratos libres o te tiraste a una?


Pedro rompe a reír sincero y yo frunzo los labios, molesta. 


Quiero enfadarlo como él me está enfadando a mí y no lo estoy consiguiendo.


Por sorpresa, me coge de la muñeca y tira de mí a la vez que camina unos pasos. Me agarra de las caderas, me levanta y me estrecha contra su cuerpo. No entiendo qué está haciendo, pero todo pasa tan rápido que no tengo tiempo de protestar. Su olor me sacude una vez más. Pedro Alfonso huele demasiado bien y el corazón ahora mismo me late demasiado de prisa. Mis Manolos tocan el suelo despacio y Pedro se separa de mí, regalándome una última sonrisa. Me siento como Barbra Streisand intentando no sucumbir a la sonrisa de Robert Redford en Tal como éramos. Cuando se aleja un paso más, mi cerebro vuelve, arrepentido por estas minivacaciones en villa Alfonso, y me doy cuenta de que me ha cogido para que pasáramos una gruesa cadena metálica de la que cuelga una señal de stop, la última advertencia de que no podemos estar aquí.


—Vamos a divertirnos mucho, Chaves —afirma, mientras echa a andar y sale del pasillo definitivamente.


Ya a solas, miro mi vestido, miro la cadena y finalmente miro el pasillo desierto. Welcome to New York, de Taylor Swift, suena de fondo, atenuada por la distancia que hay hasta la planta de abajo. Me obligo a parar con cualquier línea de pensamientos, cuadro los hombros y lo sigo hacia el interior.


—¿Eres hiperactivo o algo parecido? —farfullo.









CAPITULO 2 (TERCERA HISTORIA)





—Hernan, ¿de verdad no hay otra opción? —pregunto cruzándome de brazos y perdiendo la mirada en el cielo de Manhattan. No puedo creerme que hayamos llegado hasta este punto.


—Criatura, ¿crees que, si hubiera otra alternativa, permitiría esto?


Niego con la cabeza. Conozco a Hernan desde hace años. 


Esta compañía es su vida.


—Es la única posibilidad que nos queda —añade—. Hoy vendrá alguien de la empresa de asesoría externa que auditará nuestro trabajo y decidirá qué hacer con nosotros. Los envía el comprador interesado.


Hace una pequeña pausa. Se coloca frente a mí y me coge de los hombros.


—Sé cómo es esa clase de gente —continúa—. Si no puede sacar beneficios, comprará la compañía y la desmantelará para quedarse con lo que pueda servirle. Necesitamos demostrarle que podemos ser muy rentables, Paula. Todos dependemos de ti.


Asiento algo asustada, pero me recupero rápido. Nunca me he achantado ante las situaciones difíciles. No pienso empezar ahora.


—Disculpe, señor Cunningham —nos interrumpe Mónica—. Han llamado de recepción. Ya están aquí —nos informa lacónica.


Parece que no soy la única a la que le inquieta la llegada de esos tipos.


Hernan asiente y su secretaria se marcha. Observa la puerta hasta que ésta se cierra y se ajusta su elegante chaqueta azul marino.


—¿Estás lista? —me pregunta con los ojos clavados aún en la madera.


Miro, nerviosa, hacia donde él lo hace.


—Claro que sí —respondo sin vacilar.


Hernan asiente de nuevo y se encamina hacia la salida. Yo me quedo un segundo inmóvil, almacenando un poco de oxígeno. Voy a hacer frente al reto profesional de mi vida con veintisiete años. Muchos lo hacen con cuarenta y muchos, otros no llegan a enfrentarse nunca a algo así, pero, bueno, por eso estoy aquí y no donde todos dieron por hecho que acabaría.


—Puedo con esto —murmuro alisándome mi vestido rojo.


Puedes con esto y con mucho más, Bluebird, me digo mentalmente para infundirme valor.


Cojo aire por última vez y salgo de la oficina. Camino hasta colocarme junto a Hernan, a unos pasos de la puerta de su despacho. Los empleados fingen trabajar, pero no se están perdiendo ni un solo detalle.


Todos en Cunningham Media saben que vendrán a evaluarnos, aunque desconocen hasta qué punto dependemos de esa auditoría.


El tenue pitido del ascensor nos anuncia que las puertas van a abrirse. Clavo mis ojos marrones en el acero. Son los cinco segundos más largos de mi vida. Al fin las puertas se abren y un hombre, seguido de al menos cinco personas, sale de él. Avanza con el paso seguro y largas zancadas; va enfundado en un perfecto traje a medida de tres piezas gris. 


Tiene el pelo castaño y es muy guapo. Sin embargo, lo que hace que no pueda apartar mi mirada de él es ese halo de elegancia y atractivo que lo rodea, como si la palabra sexy se hubiese escrito para él y sus ojos azules.


Tiene una mano metida en el bolsillo y con la otra da indicaciones a los sujetos que lleva consigo, que se despliegan diligentes por la oficina. Con la vista clavada al frente, ni siquiera se molesta en mirarlos, convencidísimo de que nadie se atrevería a desobedecerlo o a hacer las cosas si no es exactamente como él quiere. ¿Quién es? No puedo tener tan mala suerte como para que sea justo él el auditor que viene a analizar nuestra compañía.


Cuando al fin llega hasta nosotros, sólo queda una mujer de unos cincuenta años a su lado.


—La auditoría ya ha comenzado. Mi personal tiene libertad de actuación y el suyo le facilitará absolutamente todo lo que necesite —le indica a Hernan con una seguridad atronadora y mucha prepotencia—. ¿El despacho más grande?


¿Cómo puede ser tan arrogante? Ni siquiera se ha molestado en dar los buenos días o presentarse.


—¿Y usted es? —pregunto arisca, cruzándome de brazos.


No pienso dejar que una cara bonita y un estúpido exceso de confianza en sí mismo me distraigan lo más mínimo.


Él da un paso hacia mí y me observa de arriba abajo lleno de descaro. De pronto frunce el ceño suavemente y una sexy sonrisa aparece en sus labios.


Pedro Alfonso—responde—. Mi empresa estudiará la suya.


No puede ser. No puede ser.


—¿Y usted es? —inquiere sin apartar sus ojos de los míos.


Me siento un poco intimidada.


—Paula Chaves —digo con la voz clara y firme. Sólo es un hombre guapo, nada más. Nueva York está lleno de ellos —, vicepresidenta de Cunningham Media.


Él asiente y se muerde el labio inferior un escaso segundo.


—¿Cuál es su despacho? —pregunta cogiéndome por sorpresa.


—Al fondo de la sala —contesto algo confusa, señalando vagamente con el pulgar a mi espalda.


¿Por qué quiere saberlo?


—Perfecto —sentencia, dando una palmada y echando a andar—. Me instalaré allí.


¿Qué? ¡No!


—No —replico saliendo tras él.


¿Cómo se atreve?


—Señor Alfonso, no puede... —me interrumpo a mí misma al frenarme para esquivar a una de las chicas de contabilidad que se queda ensimismada con él—. Señor Alfonso —repito, pero no me oye o simplemente me ignora, porque no se detiene—. Señor Alfonso...


Entra en mi despacho y, sin dudarlo, se acomoda tras mi mesa. Lo sigo y lo miro absolutamente escandalizada; pero ¿quién demonios se cree que es? Hasta donde yo sé, esta compañía sigue perteneciéndole a Hernan Cunningham, y eso incluye todos los despachos y el maldito mobiliario.


—Señor Alfonso...


—Shhh... —me acalla alzando la mano.


Pero ¿cómo...? La rabia me recorre de pies a cabeza. Me enfada de tal manera que consigue bloquearme. ¡Acaba de chistarme!


—Está en mi despacho, señorita Chaves —me explica insolente, sin que esa canalla sonrisa abandone sus labios— y lo mínimo que uno hace antes de entrar en el despacho de otra persona es llamar a la puerta.


—¿Qué?


No puede hablar en serio.


—Éste es mi despacho —me quejo realzando lo obvio.


Por Dios, ¿es alguna broma de cámara oculta?


—No, es el mío —sentencia.


—Pero...


Vuelve a chistarme, interrumpiéndome, y la sangre me arde. 


¡Es un cabronazo! Alza la mano y la mueve, indicándome que me marche. Yo lo miro sin dar crédito. Esto es un maldito sinsentido, ¡y el futuro de toda la empresa depende de él! Resoplo a la vez que estrello las palmas de mis manos contra mis costados. No puedo creerme que esté a punto de hacer lo que voy a hacer. Giro sobre mis sandalias favoritas, esas que me pongo cuando necesito ganar seguridad, camino hasta la puerta y salgo. Justo antes de cerrar, lo asesino con la mirada, pero sólo consigo que su sonrisa se ensanche. El bastardo se lo está pasando en grande a mi costa. Me las va a pagar.


Alzo la mano dispuesta a llamar, pero, antes de hacerlo, tengo que resoplar de nuevo. Ahora mismo quiero asesinarlo despacio... y sólo hace cinco minutos que lo conozco.


—Lo haces por la empresa —murmuro para autoconvencerme—. Todos dependen de ti, Bluebird.


Resoplo por enésima vez y finalmente llamo.


—¿Quién es? —responde al otro lado.


¡Será imbécil!


—Paula Chaves —contesto entre dientes.


—Adelante —me da paso al fin.


Abro la puerta y la cierro a mi paso.


—¿Qué la trae por mi nuevo despacho? —plantea socarrón.


—¿Dónde espera que trabaje yo? —le espeto con la paciencia al límite.


—No lo sé —contesta echándose hacia delante, hasta apoyar los codos en la mesa y entrelazar los dedos sobre la madera—. Tiene pinta de ser una chica lista. —Entorna los ojos y baja la voz, como si estuviera a punto de relatarme un perverso plan—. Seguro que es rápida y consigue robarle una mesa a algún incauto de contabilidad.


—Esto no me parece nada profesional.


Y no lo es, por el amor de Dios.


—¿Sabe lo que no es profesional? Perder veintiún millones de dólares en el primer trimestre y cincuenta y tres entre los dos siguientes —replica.


Vuelvo a fulminarlo con la mirada. ¿Quién demonios se cree que es? No puede juzgar tan a la ligera lo que hacemos aquí. Ha sido un año muy complicado.


—¿Cree que me impresiona que se haya aprendido dos datos de un informe? —comento, cargando mis palabras con el monumental enfado que siento ahora mismo—. Llevo trabajando muy duro en esta empresa nueve años. Hernan Cunningham es uno de los mejores CEO que ha conocido esta ciudad y lo mínimo que le debe es un poco de respeto, no entrar aquí como si se creyese el dueño del mundo.


Pedro Alfonso se humedece el labio inferior y se levanta despacio. Se abrocha los botones de su impecable chaqueta y se retoca los gemelos. Por un momento ese puñado de gestos me distraen de lo furiosa que estoy.


—No se equivoque, señorita Chaves —tengo la sensación de que me lo está advirtiendo—: yo no le debo nada a Hernan Cunningham —continúa, andando hacia mí—, ni a esta empresa ni a usted.


Se detiene frente a mí. De pronto su olor me sacude. Huele a algo suave y fresco, muy fresco, como si todos los cítricos del mundo y la menta más suave hubiesen explosionado y una decena de modelos internacionales hubiesen esparcido con mimo el resultado por todo su cuerpo.


Creo que necesito salir de aquí.


«Urgentemente», conviene mi voz de la conciencia.


Pedro Alfonso atrapa mis ojos marrones con los suyos azules. Su forma de mirarme es completamente diferente y ni siquiera sé por qué.


—Estoy aquí para saber si merece la pena reflotar Cunningham Media o bien quemarla hasta los cimientos y vender las cenizas al mejor postor —prosigue arrogante sin un gramo de compasión o empatía—. Así que guarde todo lo bueno que tenga que decir de esta compañía y lo que ha hecho en ella para su carta de recomendación, es muy probable que la necesite pronto.


¿Cómo puede comportarse así? ¿No le importa lo que pase con la empresa, con todo el esfuerzo de Hernan y los que trabajamos en ella? ¿Cómo puede hablar con tanta ligereza de esto, como si cada día mandara al traste las ilusiones de cientos de personas?


Abre la puerta y estira la mano, pero no veo lo que hace con ella. Estoy tan furiosa que sólo quiero encontrar las palabras perfectas para decirle todo lo que pienso de él. Bastardo presuntuoso, insolente y gilipollas se queda demasiado corto.


—Ahora salga de mi despacho.


Retira la mano y me entrega la placa con mi nombre, que acaba de quitar de mi puerta. La miro conmocionada, mientras él se gira y vuelve a mi mesa.


¡No lo soporto!


Lo fulmino con la mirada por enésima vez y salgo del despacho dando un portazo. Me llevo las manos a las caderas a la vez que soplo para apartarme el flequillo de la frente. ¡Nunca había estado tan enfadada!


Me las vas a pagar, Alfonso.


Camino decidida hasta la mesa de Amelia. Cuando todavía estoy a unos pasos de ella, alza la cabeza y me mira con cara de susto. He visto cómo el noventa por ciento de las chicas de la oficina se ha quedado embobadas con ese malnacido; espero que mi asistente, vecina y una de mis dos mejores amigas no haya caído también bajo sus encantos.


—Paula —me llama, levantándose—, la secretaria del señor Alfonso me ha dicho que ahora también soy la secretaria de ese tipo. ¿Qué está pasando aquí? ¿Te ha despedido? Porque no pienso trabajar para ese desgraciado, por muy bueno que esté.


Ésa es mi chica.


—Es un cabronazo —murmuro entre dientes, llegando hasta su mesa y apoyando las dos manos en ella.


—Tiene pinta —sentencia, cruzándose de brazos.


—Necesito que hagas algo por mí.


—Por supuesto, lo que quieras.


—Acepta ser su secretaria...


—Ni hablar —me interrumpe, pero inmediatamente guarda silencio, recapacitando sobre mis palabras—. A no ser que forme parte de un malévolo plan.


Sonrío, dándole, sin palabras, el sí más grande del mundo.


—Ese tío es nuestro enemigo y necesito que tú seas mi infiltrada en las líneas enemigas. ¿Me entiendes?


—Claro que te entiendo, pequeña —añade chasqueando los dedos—. Recuerda que todo lo que sabes sobre planes 
malévolos lo has aprendido de mí.


Mi sonrisa se ensancha. Pedro Alfonso no va a durarnos ni dos minutos.


—Perfecto —sentencio—. Ahora voy a buscarme un despacho donde poder trabajar.


Ella alza la mano para pedirme que aguarde y descuelga el teléfono de su mesa. Marca con la parte de atrás del lápiz la extensión del asistente del director de recursos humanos y, mientras espera a que respondan, se inclina para retocarse su preciosa melena afro, utilizando la pantalla del ordenador como espejo improvisado.


—Stu —saluda con una sonrisa enorme—, soy Amelia. Necesito un despacho... Ése no es mi problema, pequeño. Yo te ayudé cuando perdiste el informe McArthur. Me debes una.


¿Qué? ¡Perdió el informe McArthur!


Abro la boca dispuesta a preguntar, pero Amelia levanta la mano en la que sostiene su impoluto lápiz, frenándome.


—–Tiene que ser en esta misma planta... De acuerdo... Vale, sí.


Cuelga y sonríe de oreja a oreja.


—Despacho diecisiete. Adelantará el traslado de Iris Woodson a contabilidad.


—Genial.


Giro sobre mis pies y empiezo a caminar. Sin embargo, sólo me he alejado un par de metros cuando me vuelvo y desando mis pasos. Tiene que explicarme qué pasó con el informe McArthur.


—No quieras saberlo —me aconseja llena de seguridad, alzando la mano de nuevo, pero sin levantar la mirada de las carpetas que revisa.


Tuerzo el gesto. Tiene razón, estoy casi segura de que no quiero saberlo, por lo menos hoy. Ya tengo muchos frentes abiertos y todos son culpa del señor Alfonso. De eso sí que estoy completamente segura.