jueves, 20 de julio de 2017

CAPITULO 2 (TERCERA HISTORIA)





—Hernan, ¿de verdad no hay otra opción? —pregunto cruzándome de brazos y perdiendo la mirada en el cielo de Manhattan. No puedo creerme que hayamos llegado hasta este punto.


—Criatura, ¿crees que, si hubiera otra alternativa, permitiría esto?


Niego con la cabeza. Conozco a Hernan desde hace años. 


Esta compañía es su vida.


—Es la única posibilidad que nos queda —añade—. Hoy vendrá alguien de la empresa de asesoría externa que auditará nuestro trabajo y decidirá qué hacer con nosotros. Los envía el comprador interesado.


Hace una pequeña pausa. Se coloca frente a mí y me coge de los hombros.


—Sé cómo es esa clase de gente —continúa—. Si no puede sacar beneficios, comprará la compañía y la desmantelará para quedarse con lo que pueda servirle. Necesitamos demostrarle que podemos ser muy rentables, Paula. Todos dependemos de ti.


Asiento algo asustada, pero me recupero rápido. Nunca me he achantado ante las situaciones difíciles. No pienso empezar ahora.


—Disculpe, señor Cunningham —nos interrumpe Mónica—. Han llamado de recepción. Ya están aquí —nos informa lacónica.


Parece que no soy la única a la que le inquieta la llegada de esos tipos.


Hernan asiente y su secretaria se marcha. Observa la puerta hasta que ésta se cierra y se ajusta su elegante chaqueta azul marino.


—¿Estás lista? —me pregunta con los ojos clavados aún en la madera.


Miro, nerviosa, hacia donde él lo hace.


—Claro que sí —respondo sin vacilar.


Hernan asiente de nuevo y se encamina hacia la salida. Yo me quedo un segundo inmóvil, almacenando un poco de oxígeno. Voy a hacer frente al reto profesional de mi vida con veintisiete años. Muchos lo hacen con cuarenta y muchos, otros no llegan a enfrentarse nunca a algo así, pero, bueno, por eso estoy aquí y no donde todos dieron por hecho que acabaría.


—Puedo con esto —murmuro alisándome mi vestido rojo.


Puedes con esto y con mucho más, Bluebird, me digo mentalmente para infundirme valor.


Cojo aire por última vez y salgo de la oficina. Camino hasta colocarme junto a Hernan, a unos pasos de la puerta de su despacho. Los empleados fingen trabajar, pero no se están perdiendo ni un solo detalle.


Todos en Cunningham Media saben que vendrán a evaluarnos, aunque desconocen hasta qué punto dependemos de esa auditoría.


El tenue pitido del ascensor nos anuncia que las puertas van a abrirse. Clavo mis ojos marrones en el acero. Son los cinco segundos más largos de mi vida. Al fin las puertas se abren y un hombre, seguido de al menos cinco personas, sale de él. Avanza con el paso seguro y largas zancadas; va enfundado en un perfecto traje a medida de tres piezas gris. 


Tiene el pelo castaño y es muy guapo. Sin embargo, lo que hace que no pueda apartar mi mirada de él es ese halo de elegancia y atractivo que lo rodea, como si la palabra sexy se hubiese escrito para él y sus ojos azules.


Tiene una mano metida en el bolsillo y con la otra da indicaciones a los sujetos que lleva consigo, que se despliegan diligentes por la oficina. Con la vista clavada al frente, ni siquiera se molesta en mirarlos, convencidísimo de que nadie se atrevería a desobedecerlo o a hacer las cosas si no es exactamente como él quiere. ¿Quién es? No puedo tener tan mala suerte como para que sea justo él el auditor que viene a analizar nuestra compañía.


Cuando al fin llega hasta nosotros, sólo queda una mujer de unos cincuenta años a su lado.


—La auditoría ya ha comenzado. Mi personal tiene libertad de actuación y el suyo le facilitará absolutamente todo lo que necesite —le indica a Hernan con una seguridad atronadora y mucha prepotencia—. ¿El despacho más grande?


¿Cómo puede ser tan arrogante? Ni siquiera se ha molestado en dar los buenos días o presentarse.


—¿Y usted es? —pregunto arisca, cruzándome de brazos.


No pienso dejar que una cara bonita y un estúpido exceso de confianza en sí mismo me distraigan lo más mínimo.


Él da un paso hacia mí y me observa de arriba abajo lleno de descaro. De pronto frunce el ceño suavemente y una sexy sonrisa aparece en sus labios.


Pedro Alfonso—responde—. Mi empresa estudiará la suya.


No puede ser. No puede ser.


—¿Y usted es? —inquiere sin apartar sus ojos de los míos.


Me siento un poco intimidada.


—Paula Chaves —digo con la voz clara y firme. Sólo es un hombre guapo, nada más. Nueva York está lleno de ellos —, vicepresidenta de Cunningham Media.


Él asiente y se muerde el labio inferior un escaso segundo.


—¿Cuál es su despacho? —pregunta cogiéndome por sorpresa.


—Al fondo de la sala —contesto algo confusa, señalando vagamente con el pulgar a mi espalda.


¿Por qué quiere saberlo?


—Perfecto —sentencia, dando una palmada y echando a andar—. Me instalaré allí.


¿Qué? ¡No!


—No —replico saliendo tras él.


¿Cómo se atreve?


—Señor Alfonso, no puede... —me interrumpo a mí misma al frenarme para esquivar a una de las chicas de contabilidad que se queda ensimismada con él—. Señor Alfonso —repito, pero no me oye o simplemente me ignora, porque no se detiene—. Señor Alfonso...


Entra en mi despacho y, sin dudarlo, se acomoda tras mi mesa. Lo sigo y lo miro absolutamente escandalizada; pero ¿quién demonios se cree que es? Hasta donde yo sé, esta compañía sigue perteneciéndole a Hernan Cunningham, y eso incluye todos los despachos y el maldito mobiliario.


—Señor Alfonso...


—Shhh... —me acalla alzando la mano.


Pero ¿cómo...? La rabia me recorre de pies a cabeza. Me enfada de tal manera que consigue bloquearme. ¡Acaba de chistarme!


—Está en mi despacho, señorita Chaves —me explica insolente, sin que esa canalla sonrisa abandone sus labios— y lo mínimo que uno hace antes de entrar en el despacho de otra persona es llamar a la puerta.


—¿Qué?


No puede hablar en serio.


—Éste es mi despacho —me quejo realzando lo obvio.


Por Dios, ¿es alguna broma de cámara oculta?


—No, es el mío —sentencia.


—Pero...


Vuelve a chistarme, interrumpiéndome, y la sangre me arde. 


¡Es un cabronazo! Alza la mano y la mueve, indicándome que me marche. Yo lo miro sin dar crédito. Esto es un maldito sinsentido, ¡y el futuro de toda la empresa depende de él! Resoplo a la vez que estrello las palmas de mis manos contra mis costados. No puedo creerme que esté a punto de hacer lo que voy a hacer. Giro sobre mis sandalias favoritas, esas que me pongo cuando necesito ganar seguridad, camino hasta la puerta y salgo. Justo antes de cerrar, lo asesino con la mirada, pero sólo consigo que su sonrisa se ensanche. El bastardo se lo está pasando en grande a mi costa. Me las va a pagar.


Alzo la mano dispuesta a llamar, pero, antes de hacerlo, tengo que resoplar de nuevo. Ahora mismo quiero asesinarlo despacio... y sólo hace cinco minutos que lo conozco.


—Lo haces por la empresa —murmuro para autoconvencerme—. Todos dependen de ti, Bluebird.


Resoplo por enésima vez y finalmente llamo.


—¿Quién es? —responde al otro lado.


¡Será imbécil!


—Paula Chaves —contesto entre dientes.


—Adelante —me da paso al fin.


Abro la puerta y la cierro a mi paso.


—¿Qué la trae por mi nuevo despacho? —plantea socarrón.


—¿Dónde espera que trabaje yo? —le espeto con la paciencia al límite.


—No lo sé —contesta echándose hacia delante, hasta apoyar los codos en la mesa y entrelazar los dedos sobre la madera—. Tiene pinta de ser una chica lista. —Entorna los ojos y baja la voz, como si estuviera a punto de relatarme un perverso plan—. Seguro que es rápida y consigue robarle una mesa a algún incauto de contabilidad.


—Esto no me parece nada profesional.


Y no lo es, por el amor de Dios.


—¿Sabe lo que no es profesional? Perder veintiún millones de dólares en el primer trimestre y cincuenta y tres entre los dos siguientes —replica.


Vuelvo a fulminarlo con la mirada. ¿Quién demonios se cree que es? No puede juzgar tan a la ligera lo que hacemos aquí. Ha sido un año muy complicado.


—¿Cree que me impresiona que se haya aprendido dos datos de un informe? —comento, cargando mis palabras con el monumental enfado que siento ahora mismo—. Llevo trabajando muy duro en esta empresa nueve años. Hernan Cunningham es uno de los mejores CEO que ha conocido esta ciudad y lo mínimo que le debe es un poco de respeto, no entrar aquí como si se creyese el dueño del mundo.


Pedro Alfonso se humedece el labio inferior y se levanta despacio. Se abrocha los botones de su impecable chaqueta y se retoca los gemelos. Por un momento ese puñado de gestos me distraen de lo furiosa que estoy.


—No se equivoque, señorita Chaves —tengo la sensación de que me lo está advirtiendo—: yo no le debo nada a Hernan Cunningham —continúa, andando hacia mí—, ni a esta empresa ni a usted.


Se detiene frente a mí. De pronto su olor me sacude. Huele a algo suave y fresco, muy fresco, como si todos los cítricos del mundo y la menta más suave hubiesen explosionado y una decena de modelos internacionales hubiesen esparcido con mimo el resultado por todo su cuerpo.


Creo que necesito salir de aquí.


«Urgentemente», conviene mi voz de la conciencia.


Pedro Alfonso atrapa mis ojos marrones con los suyos azules. Su forma de mirarme es completamente diferente y ni siquiera sé por qué.


—Estoy aquí para saber si merece la pena reflotar Cunningham Media o bien quemarla hasta los cimientos y vender las cenizas al mejor postor —prosigue arrogante sin un gramo de compasión o empatía—. Así que guarde todo lo bueno que tenga que decir de esta compañía y lo que ha hecho en ella para su carta de recomendación, es muy probable que la necesite pronto.


¿Cómo puede comportarse así? ¿No le importa lo que pase con la empresa, con todo el esfuerzo de Hernan y los que trabajamos en ella? ¿Cómo puede hablar con tanta ligereza de esto, como si cada día mandara al traste las ilusiones de cientos de personas?


Abre la puerta y estira la mano, pero no veo lo que hace con ella. Estoy tan furiosa que sólo quiero encontrar las palabras perfectas para decirle todo lo que pienso de él. Bastardo presuntuoso, insolente y gilipollas se queda demasiado corto.


—Ahora salga de mi despacho.


Retira la mano y me entrega la placa con mi nombre, que acaba de quitar de mi puerta. La miro conmocionada, mientras él se gira y vuelve a mi mesa.


¡No lo soporto!


Lo fulmino con la mirada por enésima vez y salgo del despacho dando un portazo. Me llevo las manos a las caderas a la vez que soplo para apartarme el flequillo de la frente. ¡Nunca había estado tan enfadada!


Me las vas a pagar, Alfonso.


Camino decidida hasta la mesa de Amelia. Cuando todavía estoy a unos pasos de ella, alza la cabeza y me mira con cara de susto. He visto cómo el noventa por ciento de las chicas de la oficina se ha quedado embobadas con ese malnacido; espero que mi asistente, vecina y una de mis dos mejores amigas no haya caído también bajo sus encantos.


—Paula —me llama, levantándose—, la secretaria del señor Alfonso me ha dicho que ahora también soy la secretaria de ese tipo. ¿Qué está pasando aquí? ¿Te ha despedido? Porque no pienso trabajar para ese desgraciado, por muy bueno que esté.


Ésa es mi chica.


—Es un cabronazo —murmuro entre dientes, llegando hasta su mesa y apoyando las dos manos en ella.


—Tiene pinta —sentencia, cruzándose de brazos.


—Necesito que hagas algo por mí.


—Por supuesto, lo que quieras.


—Acepta ser su secretaria...


—Ni hablar —me interrumpe, pero inmediatamente guarda silencio, recapacitando sobre mis palabras—. A no ser que forme parte de un malévolo plan.


Sonrío, dándole, sin palabras, el sí más grande del mundo.


—Ese tío es nuestro enemigo y necesito que tú seas mi infiltrada en las líneas enemigas. ¿Me entiendes?


—Claro que te entiendo, pequeña —añade chasqueando los dedos—. Recuerda que todo lo que sabes sobre planes 
malévolos lo has aprendido de mí.


Mi sonrisa se ensancha. Pedro Alfonso no va a durarnos ni dos minutos.


—Perfecto —sentencio—. Ahora voy a buscarme un despacho donde poder trabajar.


Ella alza la mano para pedirme que aguarde y descuelga el teléfono de su mesa. Marca con la parte de atrás del lápiz la extensión del asistente del director de recursos humanos y, mientras espera a que respondan, se inclina para retocarse su preciosa melena afro, utilizando la pantalla del ordenador como espejo improvisado.


—Stu —saluda con una sonrisa enorme—, soy Amelia. Necesito un despacho... Ése no es mi problema, pequeño. Yo te ayudé cuando perdiste el informe McArthur. Me debes una.


¿Qué? ¡Perdió el informe McArthur!


Abro la boca dispuesta a preguntar, pero Amelia levanta la mano en la que sostiene su impoluto lápiz, frenándome.


—–Tiene que ser en esta misma planta... De acuerdo... Vale, sí.


Cuelga y sonríe de oreja a oreja.


—Despacho diecisiete. Adelantará el traslado de Iris Woodson a contabilidad.


—Genial.


Giro sobre mis pies y empiezo a caminar. Sin embargo, sólo me he alejado un par de metros cuando me vuelvo y desando mis pasos. Tiene que explicarme qué pasó con el informe McArthur.


—No quieras saberlo —me aconseja llena de seguridad, alzando la mano de nuevo, pero sin levantar la mirada de las carpetas que revisa.


Tuerzo el gesto. Tiene razón, estoy casi segura de que no quiero saberlo, por lo menos hoy. Ya tengo muchos frentes abiertos y todos son culpa del señor Alfonso. De eso sí que estoy completamente segura.







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