lunes, 10 de julio de 2017

CAPITULO 23 (SEGUNDA HISTORIA)




Abro los ojos y miro con desgana el despertador. Son las nueve y dieciséis. A las nueve y dieciséis de un domingo uno tiene que estar pensando si ir al parque a jugar al frisbee a Central Park o a patinar al Rock Center, o simplemente «disfrutar» de una resaca como Dios manda. Yo, en cambio, estoy pensando cómo normalizar un trato con el hombre más odioso del planeta, que, además, podríamos calificar de peligroso para mi vida sentimental; nunca me recuperaría si me colara por Pedro Alfonso, con el que trabajo en el proyecto más importante de toda mi carrera y que, por si fuera poco, es el hijo pródigo del matrimonio que me crió. La tarea es, cuanto menos, complicada, ¡y ha sido idea mía! 


Bueno, nadie dijo que hacer pactos con el diablo fuera sencillo.


Me levanto de un salto y voy hasta la cocina. Me preparo unas deliciosas tortitas y una taza humeante de café. No puede ser tan complicado. Sólo tengo que analizar la situación y tomar la decisión más práctica. Pedro se enfrenta al sexo y a sus relaciones, intermitentes, de una sola noche, de un solo polvo o simplemente poco convencionales, como la nuestra, como se enfrenta a los negocios. Por eso resulta tan sexy y por eso es imposible decirle que no. Son las mismas armas y las conoce demasiado bien. Se siente cómodo. Es su terreno. Y en ese preciso instante tengo una revelación de esas que oyes a un coro de angelitos cantar el Aleluya de Haendel. Yo también tengo que sentirme cómoda, tengo que poner mis propias normas para saber también el terreno que piso.


Asiento convencida. Pedro dijo que no quería una sumisa, pues no voy a comportarme como una.


Me ducho, me pongo mis vaqueros favoritos y una bonita camiseta color vainilla y salgo de mi apartamento con una sonrisa de oreja a oreja. Lo importante es la actitud.


Llamo a Elisa y, después de alguna que otra mentirijilla piadosa, obtengo la dirección de Pedro.


El malnacido vive en un ático de lujo en el edificio más ridículamente caro del Upper East Side, con vistas al parque, por supuesto.


De camino, me paro en una librería especializada en economía y comercio exterior de Maddison Avenue. Quiero comprar el nuevo libro de Deegan. Si los economistas creyesen en profetas, Edmund Deegan sería el gurú de todos ellos.


Antes del mediodía estoy delante del 834 de la Quinta Avenida.


Ahora es el momento de echarle valor, Chaves.


Suspiro hondo y entro decidida en el edificio. El vestíbulo es realmente imponente. Trago saliva y me dirijo hacia el mostrador de mármol del conserje obligándome a olvidar que estoy en un lugar desconocido a punto de hablar con un extraño. Cierro los puños con fuerza. Si me ve con cara de
estar en un tris de sufrir un colapso nervioso, no creo que me deje subir.


—Hola —lo saludo.


—¿En que puedo ayudarla?


No me devuelve la sonrisa. Mi mente se enmaraña un segundo presa de la ansiedad. Es un desconocido, un completo desconocido. Lo miro a punto de girar sobre mis pies y salir corriendo cuando leo su pequeña placa de identificación. Hugo, se llama Hugo. Se llama Hugo y trabaja como conserje. Ya no es un absoluto extraño.


Respiro hondo. Lucho por tranquilizarme… y momentáneamente gano la batalla.


—Quería ver al señor Alfonso.


—El señor Alfonso no se encuentra en el edificio en este momento —me informa con sequedad.


Tuerzo el gesto y tamborileo con la punta de los dedos sobre el mostrador.


—¿Podría esperarlo arriba? —inquiero de nuevo otra vez con mi sonrisa más adorable.


Con Ernesto y Alejandro siempre funciona.


El portero sonríe mordaz. Tengo la sensación de que no soy la primera chica que le pone ojitos para que le permita entrar en la guarida del león.


—No me está permitido —me confirma sin ningún remordimiento.


—Claro —respondo desanimada.


Está claro que, por mucho que lo intente, no voy a conseguir nada.


Salgo a la calle y resoplo mientras echo un vistazo a mi alrededor. Todos son elegantes edificios de apartamentos de lujo; no hay ninguna cafetería donde esperar, sólo un banco de piedra pegado al pequeño muro que rodea el parque. Eso tendrá que valer.


Cruzo la calle y me acomodo en el banco. Desde aquí podré ver llegar a Pedro. ¿Adónde habrá ido? Quizá esté trabajando, o haya salido con Octavio y Damian, o tal vez se esté despertando en la cama de alguna chica que lo mira con ojos embelesados y una bandeja con café y tostadas francesas.


Para ya, Chaves. Lo que haga con su vida no te interesa.
«Ja.»


Frunzo los labios, saco mi libro de Deegan y comienzo a leer. Mejor concentrarse en algo útil.


Estoy terminando el cuarto capítulo cuando un coche deteniéndose en la acera de enfrente me distrae. Reconozco de inmediato al hombre que conduce: es Octavio. En ese momento Pedro se baja del asiento del copiloto. Octavio dice algo que no alcanzo a escuchar y Pedro le pone los ojos en blanco, aunque prácticamente en el mismo microsegundo se echa a reír. Es una sonrisa sincera.


Nunca le había visto esa sonrisa y, de pronto, sólo por ese instante, parece un chico normal de Nueva York.


Me gusta esa sonrisa.


Antes de que me dé cuenta, yo también tengo una en los labios.


Cierro el libro de un golpe, recojo mi bolso y me levanto. 


Todo sin perderlo de vista.


El coche de Octavio se aleja a la vez que cruzo la calzada. 


Entro en el edificio justo a tiempo de ver cómo Pedro atraviesa el vestíbulo camino de los ascensores.


—Señorita —me llama el portero alarmado, saliendo a mi encuentro para cortarme el paso.


Definitivamente debe de creer que soy una groupie pirada.


—¡Pedro! —grito.


«Eso es. Sigue dando una buena impresión.»


El conserje me asesina con la mirada y Pedro se gira a punto de entrar en el ascensor. Al verme, frunce el ceño imperceptiblemente pero en seguida se recupera y camina un par de pasos en mi dirección. Finalmente estira el brazo en una exigente llamada para que vaya con él. Yo, que ahora
tengo la oportunidad de observarlo de cerca, reparo en la ropa que lleva: unos vaqueros, una sencilla camiseta gris y unas zapatillas de deporte. El pelo hecho un desastre y una barba incipiente que comienza a rasgarle la mandíbula. 


Nada especial y, sin embargo, está increíble. Esta imagen acaba de entrar fulminante en el puesto número tres de mis fantasías con Pedro Alfonso, sólo superada por el esmoquin de Valentino y el pantalón de polo; bendito pantalón de polo.


Pedro se humedece el labio inferior y automáticamente salgo de mi ensoñación.


Qué ridícula eres, Chaves.


Al pasar junto a él, coloca su mano en la parte baja de mi espalda, casi al límite, y me guía hasta el ascensor. Antes de entrar miro al portero por encima del hombro, que me observa con los labios apretados, y enarco las cejas con una sonrisa satisfecha. La groupie pirada ha ganado la guerra.


«¿Tú te escuchas?»


Solos en el ascensor, clavo la mirada en las puertas de acero y me llevo un labio sobre otro, nerviosa. Pedro no dice nada. También tiene su mirada fija al frente. Los nervios aumentan y las mariposas en la boca de mi estómago se multiplican. ¿Qué locura es ésta? Hoy mismo me he dicho que no puedo colarme por él. ¡No puedo! Pero todo juega en mi contra.


La atmósfera entre los dos va cambiando, intensificándose, como si se tratase de un mecanismo que se activa cuando estamos juntos incluso en contra de nuestra voluntad. Su pecho se hincha suavemente en busca de más oxígeno y de pronto los treinta segundos de ascensor parecen treinta minutos o, lo que es lo mismo, treinta oportunidades para que estire uno de los dedos de su mano junto a su costado y acaricie la mía.


Avanzamos por el elegante pasillo y llegamos hasta su puerta. Pedro abre y entra. Yo me dispongo a seguirlo, pero todo mi cuerpo cae en una profunda tensión y se niega a colaborar.


Pedro desaparece de mi campo de visión y yo me esfuerzo en controlar mi respiración, calmarme de algún modo y entrar. Pienso en mi plan, en que necesito hablar con él, pero soy incapaz de cruzar el umbral. Es un lugar desconocido. Odio los lugares desconocidos.


A los pocos segundos, Pedro aparece de nuevo. Lleva una botellita de agua en la mano. A unos pocos metros de mí, me mira pero no dice nada. Yo estoy a punto de suplicarle que tire de mi muñeca y me obligue a entrar, pero me contengo.


Pedro respira brusco y, tomándome por sorpresa, lanza la botellita al suelo sin importarle lo más mínimo. Se lleva las manos a la espalda, a la altura de los hombros, y en un fluido movimiento se quita la camiseta. Abro los ojos como platos sin poder apartar la mirada de él. Se quita las deportivas y los calcetines y se deshace de sus vaqueros y sus bóxers suizos blancos quedándose gloriosamente desnudo. Yo suspiro boquiabierta y lo barro con la mirada. 


Nunca había tenido la oportunidad de verlo completamente desnudo y ni en mis mejores fantasías me había imaginado algo así. Es el cabrón más atractivo que he visto jamás.


—Voy a darme una ducha —me explica con total naturalidad—. Ya sabes dónde estoy.


Sin más, echa a andar y desaparece por el pasillo contrario al que lo hizo la primera vez. Yo observo el vestíbulo absolutamente atónita. Quiero entrar. Quiero seguirlo. Quiero ducharme con él.


Aprieto los dientes, los puños. Trato de coger fuerzas. Doy el primer paso y tengo la sensación de que acabo de atravesar una barrera invisible. Mientras cruzo el vestíbulo, veo de pasada el salón y sólo necesito ese par de segundos para darme cuenta de que es un sitio tan elegante y sofisticado
sofisticado como su imponente dueño.


Respiro hondo y sigo avanzando. El sonido del agua de la ducha correr es mi canto de sirena particular. El pasillo se me hace eterno, como si midiese decenas de kilómetros y con cientos de puertas a uno y otro lado.


Empujo la puerta del fondo y vuelvo a respirar hondo. El corazón va a salírseme del pecho. Estoy demasiado nerviosa. Con el primer paso que doy dentro de la estancia, giro sobre mis pies dispuesta a salir corriendo hasta un lugar seguro, pero me freno en seco.


Chaves, ya no tienes siete años. Nada malo va a ocurrirte. 


Puedes controlar la situación.


Me vuelvo de nuevo y echo a andar, despacio, titubeante. La sangre me martillea en los oídos y tengo la boca seca. Es una habitación desconocida en una casa desconocida.


Todo está en penumbra gracias a las cortinas corridas. Hay una inmensa cama en el centro, perfectamente hecha, con ropa y almohadones blancos. Un par de mesitas y poco más. 


Todo es muy sobrio y sereno y me doy cuenta de que también es como Pedro. Otra cara de él.


Dejo a la derecha una puerta, que me imagino es el vestidor, y al fin alcanzo el pomo de la del baño. El ruido del agua se hace más intenso y, como una interferencia que al final lo inunda todo, bloquea mi ansiedad y se deshace de ella. 


Apoyo la frente en la madera a la vez que alzo la mano y
suavemente la acaricio. Sé lo que venía a decir, no lo he olvidado, pero Pedro Alfonso tira de mí con una fuerza más profunda, sorda y exigente que la maldita gravedad.


Abro la puerta y suspiro. Pedro está bajo el torrente de agua y la visión es sencillamente embriagadora. Sin dudarlo, sale de la ducha, tira de mi muñeca y, aún vestida, me lleva contra la pared de azulejos italianos. El agua empapa mi ropa al instante, húmeda y caliente, exactamente como me siento yo.


—Ésta es tu recompensa, Ratoncita —dice bajando sus manos por mis costados.


También recuerdo aquello de que, si me colaba por Pedro, sería mi fin. Lo sé. Lo tengo clarísimo.




CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)




Entro con el paso titubeante e inmediatamente aparto la mirada. Sólo un segundo. La curiosidad y un placer morboso me hacen volver a alzarla y fijarme en cada detalle con atención, en cómo se mece sobre ella, en cómo sus brazos tensos recogen y mantienen cada una de sus embestidas, y en su perfecto cuerpo de dios griego. La espalda de la chica se arquea rozando el contorsionismo. Se separa del colchón y busca desesperadamente aferrarse a su cuerpo, pero él permanece impasible, embistiéndola sin piedad. Ni siquiera follando se baja del pedestal en el que Dios y toda su arrogancia lo han subido. La chica parece estar en otro mundo que sólo le pertenece a Pedro.


Quiero ser esa chica. Lo quiero con todas mis fuerzas.


Él repara en mi presencia y se levanta. La chica gime y echa la cabeza hacia atrás desesperada.


Ella también quiere más. Sonríe absolutamente agitada y se pasa las manos por los pechos. Parece que estos minutos con él han sido mejor que horas con cualquier otro hombre.


Pedro camina hasta mí y, sin mediar palabra, sumerge una de sus manos en mi pelo y desliza la otra bajo mi vestido y bajo mis bragas. Estoy tan mojada que entra sin dificultad, rápido y caliente.


Gimo absolutamente excitada y alzo las manos. Aún no han tocado su cuerpo cuando Pedro tira de mi pelo, brusco, una sola vez.


—No te muevas —me ordena.


Es tan arrogante, tan exigente, tan arisco, y al mismo tiempo te mira dejándote absolutamente claro que ya le perteneces, incluso antes de saberlo, y simplemente no puedes alejarte de él.


Bombea en mi interior, fuerte, implacable. Gimo. Gimo con fuerza.


—Eres mía. Tu cuerpo es mío. Ahora márchate.


Retira sus dedos de golpe y da un paso hacia atrás. Yo no me muevo. No puedo. ¿Quiere que me marche? ¿Por qué?


Pedro aprieta los labios y su mandíbula se tensa un poco más.


—¿Quieres follar conmigo, Paula? Yo follo así. Y no doy segundas oportunidades.


Una advertencia en toda regla.


Aturdida, creo que incluso conmocionada, giro sobre mis pasos y salgo de la habitación. Ha sido claro y sincero hasta rayar la crueldad. No tengo nada que reprocharle, pero la familiar sensación de que esto me queda demasiado grande regresa como un ciclón.


Vuelvo a la sala principal del club y la atravieso todavía abrumada. Si quería saber si esto siempre será un ordeno y mando, ahí tengo la respuesta. Todas las alarmas de mi cuerpo se encienden y gritan como locas. Tengo que alejarme de él, pero estoy demasiado cerca del santo Grial de la seducción como para marcharme sin aprender nada. 


Además, una parte de mí, sencillamente, no quiere hacerlo.


—Señorita Chaves —me llama el portero con una voz grave, casi afónica.


Yo lo observo confusa.


Él no dice nada más y me señala un taxi aparcado a unos pocos metros.


—Yo no he pedido ningún taxi —trato de explicarle.


Pero él ni siquiera parece escucharme y continúa con la vista al frente.


Miro a mi alrededor. Estamos muy cerca del East River y el viento en esta zona a esta hora de la noche es húmedo y frío. No creo que vayan a aparecer muchos más taxis por aquí, así que no pienso desperdiciar éste.


—Buenas noches. Al 88 de la calle Franklin —comento en cuanto me monto.


No tardamos más de unos minutos. Cuando se detiene frente a mi edificio, saco la cartera dispuesta a abonar la carrera, pero el taxista niega con la cabeza.


—El señor Alfonso ya lo ha dejado pagado —me informa.


Yo lo observo por el espejo retrovisor y devuelvo una sonrisa de compromiso a la que él me tiende. Me echa del club sin paños calientes, pero se asegura de que tendré un taxi en la puerta esperándome. Son las dos caras de una moneda y las dos van a volverme completamente loca.


Sencillamente Pedro Alfonso es un misterio para mí.




CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)




Suspiro con fuerza frente al enorme edificio de la Sexta Avenida y entro armándome de valor. El guardia de seguridad me saluda y cruzo el vestíbulo con paso rápido y discreto hacia los ascensores.


Al salir, la oficina iluminada de Alfonso, Fitzgerald y Brent alumbra toda la planta.


Empujo una vez más la pesada puerta de cristal y avanzo por el hall. Un leve suspiro se escapa de mis labios cuando veo que el despacho en el que me encerré vuelve a tener las paredes intactas y no hay rastro del extintor. Si no hubiese sido tan intenso, viendo esto, podría decir que lo he soñado.


Llego hasta la puerta de Pedro. Está entreabierta y yo demasiado nerviosa. Respiro hondo y me encamino sin pensarlo dos veces. No quiero darles la oportunidad a más mujeres despampanantes para que me pillen por sorpresa.


Llamo al marco y me asomo con cautela. Pedro está sentado a su mesa. Al verme, abandona su elegante estilográfica de platino sobre los documentos que revisaba y se deja caer sobre su sillón de ejecutivo. Alza sus increíbles ojos verdes e inmediatamente atrapa los míos. Aunque claramente juegue en mi contra, es el hombre más guapo que he visto en mi vida.


—¿Podemos hablar?


Pedro se humedece el labio inferior fugaz y finalmente asiente despacio. Yo también asiento, necesito un poco más de valor, y comienzo a caminar tratando de parecer segura.


—¿Qué quieres, Paula?


Su pregunta exigente y cortante me detiene en seco. Tengo la sensación de que tiene clarísimo cuál es la respuesta.


—¿Natalie es tu novia? —pregunto alzando la barbilla, demostrándole que no pienso amilanarme.


Pedro me observa durante unos segundos que se me hacen eternos.


—Ya te lo dejé claro —responde sin variar un ápice su tono—. Ella no es mi novia.


—Perdona que tuviera mis dudas —me quejo mordaz.


Me asesina con la mirada y en seguida me doy cuenta de que ése no es un camino por el que me interese seguir.


—Entonces, ¿por qué me lo dijo? —inquiero.


—No lo sé, ni tampoco me importa. Me acuesto con Natalie de vez en cuando y ella piensa que eso le da algunos derechos. Se equivoca —sentencia implacable—, pero no pienso perder el tiempo explicándoselo.


Aparto mi mirada tratando de analizar sus palabras. La verdad es que tiene sentido: una mujer espectacular encaprichada de Pedro y él sin ni siquiera tomarse las molestias de aclararle las cosas.


—¿Y si yo quisiese proponerte algo? —me armo de valor para pronunciar.


Pedro se levanta, otra vez despacio, irradiando toda esa seguridad. Rodea la mesa y se apoya hasta casi sentarse en el borde. Tomándome por sorpresa, tira de mi muñeca y me coloca entre sus piernas. A esta distancia sus ojos son demasiado verdes, así que, prudentemente, aparto la mirada
concentrándola en mis manos. No puedo dejar que me embauque hasta que diga todo lo que he venido a decir.


—Algo como qué —susurra.


Su voz instintivamente me hace alzar la cabeza y, al encontrarme con su mirada, sé que estoy perdida.


Maldita sea.


Pedro me dedica una media sonrisa sexy y arrogante y, engreído, disfruta de que ahora mismo sólo pueda mirarlo a él.


—Lo que te dije en el club es verdad —me obligo a decir suplicándome a mí misma no tartamudear—: quiero dejar de ser una ratoncita.


—¿Y cómo pretendes que yo lo consiga?


Me está torturando. Algo en su mirada me dice que sabe perfectamente a qué me refiero.


—Nunca me había sentido así —confieso—. El sexo nunca había sido tan intenso y esta mañana no sé si fue por ti o por la situación o por las cosas que dijiste, pero nunca me había sentido así — repito volviéndome a sentir abrumada sólo con recordarlo.


Pedro se inclina suavemente sobre mí y ladea la cabeza buscando mi boca. Se detiene cerca, muy cerca. El corazón comienza a latirme con fuerza y ya sólo puedo mirar sus labios.


—No te quepa duda de que fue por mí —sentencia en un ronco susurro, negándome su beso una vez más.


Yo suspiro al borde de la combustión espontánea y trato de recomponerme lo más rápido posible.


—Hay un chico, un hombre —rectifico nerviosa—. Quiero que deje de verme como una niña.


Pedro vuelve a mantener silencio sin dejar de observarme, otra vez tratando de leer en mí.


—¿Quién es? —pregunta al fin.


Ahora la que guarda silencio soy yo. Me muerdo el labio inferior. No sé si puedo contárselo.


—Si voy a hacer esto, quiero saber por quién —me advierte.
No hay amabilidad en su voz, ni interés en aparentarla.


—Christian Harlow —murmuro.


—Christian Harlow —repite calibrando cada letra.


—¿Lo conoces?


—Es sólo un gilipollas más de Glen Cove. Hace poco su empresa ha empezado a trabajar para mí.


Me molesta lo que ha dicho, pero rápidamente calmo mi enfado y no le doy importancia. Para Pedro Alfonso muy pocas personas están a la altura de Pedro Alfonso.


—¿Aceptas? —inquiero impaciente


Pedro recupera su vaso, le da un trago y lo deja sobre la mesa de impecable diseño. Se ha asegurado de que siga el movimiento y yo, sin ni siquiera saber por qué, lo he hecho. Simplemente quiere demostrar quién tiene el control aquí.


—Habrá unas normas.


—¿Unas normas? —murmuro—. ¿Como un contrato o algo así?


Mi imaginación está volando libre.


—No voy a hacerte firmar ningún contrato, Paula —replica con una media sonrisa de lo más impertinente, riéndose claramente de mí. Me lo merezco—. Quiero dejar claras algunas cosas, para evitarnos complicaciones.


Sin duda alguna ha usado el plural de cortesía. No creo que Pedro sea del tipo de hombres que no conoce el terreno que pisa.


—No son negociables —me advierte—. Son mis normas y tú tienes que decidir si las aceptas.


Llevo un labio sobre el otro tratando de reunir toda la seguridad que soy capaz. Si hay algún momento para parecer una ejecutiva de Microsoft es éste.


—Lo mantendremos en secreto.


Asiento antes de que pueda terminar.


—Veo que eso no va a ser un problema para ti —comenta con aire burlón.


—Tus padres no pueden enterarse, Pedro.


La simple idea hace que se me encoja el estómago.


—Mis padres, ¿y qué me dices de Alejandro? Me cortaría los huevos si supiese todo lo que estoy pensando hacerle a su hermanita.


Sonríe con cierta malicia y las piernas me tiemblan de nuevo. No puedo dejar de imaginar todas esas cosas que quiere hacerme.


—¿Y qué hay de tus amigas? —pregunta.


Tuerzo el gesto. Victoria y Sofia son mis mejores amigas.


 Nunca les he ocultado nada.


—Va a ser difícil.


—Paula. —Mi nombre en sus labios no deja resquicio de duda.


Asiento de nuevo. Tiene razón.


Sin ningún disimulo, me recorre de arriba a abajo con la mirada antes de volver a atrapar la mía.


Sus ojos se oscurecen y al mismo tiempo se vuelven más cálidos.


—Con respecto al sexo —continúa—, sé lo que me gusta y siempre he tenido lo que he querido. Si aceptas, aceptarás lo que quiera, cuando quiera.


Instintivamente trago saliva. Una punzada de excitación comienza a palpitar con fuerza en mi sexo.


—Suena muy egoísta —replico en un susurro.


No aparto la mirada. Quiero ser valiente y, sobre todo, demostrárselo.


—Lo es —contesta con una sonrisa ante mi brote de franqueza—, pero, sinceramente, no quiero tener que llevarte a cenar cada vez que quiera echarte un polvo.


Se merece una bofetada, pero lo cierto es que me siento aún más excitada y curiosa. No necesita andarse con jueguecitos. Puede permitirse ser así de directo. De todas formas, por muy apetecible que suene, ese «lo que quiera, cuando quiera» implica muchas cosas sobre las que tengo que recapacitar.


—Esa condición tengo que pensármela.


—Me resultaría raro que aceptaras sin más —se apresura a contestar.


Por lo menos está siendo compresivo, creo que por primera vez desde que toda esta locura comenzó.


—¿Y cuál es la tercera norma? —inquiero al ver que no continúa.


—Esto es sexo, Paula. No hay más. No somos novios. No vamos a quedarnos a dormir abrazados y no voy a enamorarme de ti.


Así es Pedro Alfonso, brutalmente sincero, y lo cierto es que tengo que agradecerle que corte de raíz todas las fantasías que mi mente se ha empeñado en crear desde que volvimos a encontrarnos.


Sin embargo, no puedo evitar que pique un poco. No tiene ni la más mísera duda de lo que significo para él. Resoplo mentalmente. Yo tampoco tengo ninguna duda de lo que significa para mí. Le odio y le deseo, no hay más. Él es Apolo y yo soy Prometeo robando el secreto del fuego. Voy a aprender a jugar y no podría haber maestro mejor. Sentir un poco de vértigo es completamente normal.


—Dime que lo has entendido —me ordena.


Su mirada es fría, pero al mismo tiempo tiene tan claro lo que quiere que resulta hipnótico.


—Lo he entendido —musito sin desunir nuestras miradas.


Es dominante. Es arrogante. Es distante. Y, en contra de mi sentido común, no podría resultarme más sexy.


—¿Lo de llamarte señor sigue en pie? —pregunto.


Pedro se humedece el labio inferior y una media sonrisa se cuela en sus labios.


—Dilo.


—Señor Alfonso.


Mi respiración vuelve a acelerarse.


Pedro se inclina sobre mí, toma el bajo de mi falda con una de sus manos y la levanta con sus ojos fijos en el movimiento.


—Otra vez.


—Señor Alfonso —murmuro.


Mueve la otra mano y me acaricia con el reverso de los dedos por encima de mis bragas, despacio, torturador. Un suave gemido se escapa de mis labios.


—Dilo otra vez.


—Señor Alfonso —prácticamente jadeo.


Sonríe de nuevo y se aparta de mí sin ninguna piedad, dejándome con las piernas temblorosas y demasiado excitada para recordar siquiera mi nombre.


—Si aceptas —me dice mientras rodea su mesa de nuevo, con un tono de voz completamente neutral, como si no acabara de acariciarme bajo la falda—, ve esta noche al 497 de la 50 Este.


Todo me da vueltas.


—A las diez en punto —sentencia.


Suspiro hondo y me permito observarlo un segundo más antes de salir de su despacho. Tengo mucho en que pensar y varias horas, pero, sobre todo, tengo poco más de una hasta que cierren las tiendas. Normalmente es Elisa quien compra mi ropa y, si lo hago yo misma, es siguiendo el consejo de las chicas. Finalmente me decido por Bloomingdale’s y sus once plantas. Necesito un vestido
elegante, sexy y espectacular. Por una vez quiero ser yo, con mi metro sesenta, quien le deje embobado.


Ya en mi apartamento, me doy una ducha y me seco el pelo con el secador y mucho cuidado.


Delante del espejo sonrío enfundada en mi vestido rojo. Ese color me trajo suerte en la fiesta de Ernesto. No me vendría de más esta noche.


Termino de arreglarme y a las diez menos cuarto estoy tomando un taxi hasta la dirección que me dio Pedro. La curiosidad parece crecer conforme nos acercamos manzana a manzana a la 50 Este, pero también la ansiedad. Es un lugar desconocido. Odio los lugares desconocidos. Creo que Pedro me ha citado precisamente de esta manera y precisamente en ese lugar para ponerme a prueba. Si soy capaz de hacerlo, también le estaré demostrando cuántas ganas tengo de hacerlo.


Me bajo del coche y respiro hondo. Miro a mi alrededor. No hay nada mínimamente parecido a un restaurante o a un club. Bajo un soportal, distingo en la oscuridad a un hombre de al menos dos metros con un impecable traje negro. Tiene aspecto de portero, pero ¿de dónde? Lo observo un momento y me acerco resuelta a preguntar. Quizá él pueda aclararme si al menos estoy en la dirección correcta.


A unos pasos, trago saliva y sopeso la posibilidad de darme media vuelta. Es un completo extraño y uno con cara de muy pocos amigos.


La recompensa merecerá la pena, Chaves.


Respiro hondo. Puedo hacerlo.


—Disculpe… —me obligo a decir.


Apenas he pronunciado la palabra cuando abre una puerta gruesa de acero que parece salir de la nada. Yo miro hacia el interior con recelo.


—El señor Alfonso la está esperando —me informa.


Automáticamente frunzo el ceño. ¿Sabe quién soy? Respiro hondo de nuevo. Mi cuerpo empieza a tensarse. Haciendo un esfuerzo titánico, me armo de valor y doy un paso hacia el interior. La puerta se cierra de golpe y me quedo completamente a oscuras. Mi respiración se acelera. El corazón va a estallarme en el pecho.


No puedo.


No soy capaz.


No puedo.


Y entonces otra puerta se abre y un impresionante club se despliega ante mí. La suave voz de un hombre cantando, casi susurrando, Earned it, de The Weeknd, me inunda por completo. Doy un paso más. Todo es hipnótico, sensual, espectacular. Sin saber cómo, mi cuerpo se relaja. Abro las
manos y sólo entonces me doy cuenta de que había cerrado los puños con fuerza y miedo cuando me quedé a oscuras.


La sala toma forma frente a mí. Hay una barra inmensa en un extremo y, al otro, una decena de mesas perfectamente distribuidas bajo la discreta y sensual luz de unas pequeñas lámparas. Todo es negro y rojo con pequeños toques dorados. Al fondo hay un escenario. Un suspiro de pura sorpresa me corta la respiración cuando la voz que escucho se personaliza en el propio The Weeknd. ¡Es él!


No alguien cantando como él. A su lado, media docena de bailarinas vestidas únicamente con lencería negra de seda y pedrería bailan sensuales a su alrededor.


Todo es sofisticado y, sobre todo, sexy, muy sexy.


—Debe de ser Paula Chaves —me saluda una de las camareras vestidas de pin-up—. Mi nombre es Becca. Bienvenida al Archetype. El señor Alfonso la está esperando.


Asiento algo conmocionada. ¿Qué clase de club es éste? 


Ella me hace un amable gesto para que la siga y comenzamos a caminar. Estoy aturdida, pero, por primera vez en veintiún años, la curiosidad está ganando a la ansiedad. Atravesamos un complicado entramado de pasillos y nos detenemos frente a una puerta. La camarera me hace un nuevo gesto señalándola y, sin más, desaparece con una sonrisa.


Yo miro la madera color champagne y alzo la mano. Agarro el suave picaporte y abro. Respiro hondo una vez más, pero ya no estoy asustada.


Una sala casi tan grande como la que he dejado atrás se abre ante mí. Todo vuelve a ser negro, rojo y dorado, pero toda el aura de sensualidad del ambiente ha subido un escalón más. Ahora el escenario es redondo y está en el centro de la sala. La música es la misma y otras cinco mujeres vestidas exactamente igual que las anteriores bailan con idéntica sensualidad. Un espectáculo servido en bandeja para las personas que las observan tumbadas o sentadas en unas enormes camas con dintel.


Del techo caen sábanas que les dan cierta intimidad, pero están pensadas para jugar, para que tengas que prestar verdadera atención, para despertar tu curiosidad, ya que lo que ocurre en esas camas es perfectamente visible. En algunas hay parejas; en otras, más de dos personas.


Un gemido de auténtico placer corta el ambiente. Me giro despacio, aturdida, excitada, y lo hago justo a tiempo de ver cómo un hombre guapísimo levanta la fusta de piel negra que tiene en la mano derecha y vuelve a golpear a una mujer en el pecho. Ella está atada de pies y manos a los postes de la cama, absolutamente entregada, con el pelo cayéndole como una cascada sobre la piel perlada de sudor, absolutamente sumida en el placer. Él se pasea a su alrededor solo con los pantalones de su traje a medida, dejando ver un cuerpo escultural. Al pasarse la mano por el pelo mientras la contempla, centra toda mi atención en su melena negra hasta la nuca. Por un momento dejo que mi imaginación vuele libre y los adivino hace unos minutos con esa misma mata de pelo entre las piernas de la mujer, besándola, llevándola a un placer exclusivo, y los dedos de ella perdidos en el pelo de él, tirando, gritando, gimiendo.


En ese momento el hombre la azota entre las piernas y ella se deshace por completo.


—Aquí puedes hacer todo lo que desees.


La voz de Pedro transformada en un susurro lleno de una sensualidad sin límites tiene un eco directo en mi sexo. Su cálido aliento baña mi oído. Está a mi espalda, cerca, muy cerca, peligrosamente cerca. Alza la mano y recorre mi brazo con el reverso de sus dedos mientras su miembro se despierta pegado a mi trasero.


—Y también puedo hacer todo lo que quiera contigo.


Por Dios, su voz, su voz es lo mejor de todo.


Pedro agarra mi muñeca con posesión y brusquedad y tira de mí para que lo siga. Atravesamos la sala. Diferentes camas, diferentes personas, y no puedo evitar fijarme en todas ellas; cuerpos arqueándose contra las sábanas de seda, embestidas duras, sin piedad... manos, bocas, piernas, sensualidad, placer, deseo.


Uau.


Subimos unas escaleras. Hay decenas de personas en ellas, observando. Las mujeres se fijan y murmuran cuando ven a Pedro, pero él ni siquiera las mira, exactamente como hizo con aquella chica en Atlantic City, y ese simple gesto llama poderosamente mi atención. Así es Pedro Alfonso. El animal más salvaje y bello del mundo. Las chicas mueren por él y él ni siquiera les presta un segundo de atención.


Una de las mujeres alza la mano, pero la retira a punto de tocarlo. Sabe que no es buena idea.


Nadie toca a este dios del Olimpo sino es su deseo. Las pobres mortales tenemos que esperar nuestra oportunidad.


Accedemos a una nueva sala más pequeña e íntima. 


Pedro me suelta en el centro de la estancia y camina hasta un precioso mueble vintage que hace de bar. Se sirve una copa en un vaso bajo y se sienta en un sofá de piel rojo oscuro.


Yo lo observo nerviosa. No sé qué es lo que quiere que haga. Trago saliva y doy un paso en su dirección. Sin embargo, él me chista a la vez que niega con la cabeza y separa el carísimo cristal de sus labios.


Me detengo obediente y, haciendo un esfuerzo más que titánico, tomo aire y trato de mantener mi descontrolada libido a raya. Si él puede jugar, yo también. Se supone que ése es el quid de la cuestión.


Aprender del mejor.


—Yo también me tomaría una copa —murmuro.


Pedro me dedica su media sonrisa y, sin levantar sus ojos de los míos, se levanta y camina hasta mí. Se detiene apenas a un paso y, con ese gesto tan familiar que me incendia por dentro, me toma de la muñeca y tira de mí hasta que nuestros cuerpos se chocan. Contengo un suspiro y le mantengo la mirada. Puedo jugar.


Pedro se mantiene en silencio, misterioso, y se lleva su copa a los labios, observándome por encima del cristal. Por Dios, su mirada está fabricada de pura fantasía erótica. Se inclina sobre mí; otra vez pienso en sus besos, pero en lugar de sus labios noto el cálido whisky derramándose en mi boca. Es tan sensual... Sus dedos se hacen aún más posesivos en mi muñeca y yo disfruto de su suave aliento, del licor y del incipiente deseo que me recorre por dentro.


Cierro los ojos para digerir todo el placer. Noto sus dedos liberar mi muñeca y, cuando vuelvo a abrirlos, Pedro está sentado de nuevo en el elegante sofá. Por lo menos he conseguido mantenerme en pie, aunque mi cuerpo actualmente esté construido de llamas y pura excitación.


—Ya tienes tu copa —pronuncia arrogante—. Ahora di lo que tengas que decir.


—Tengo dudas.


—¿Sobre qué? —pregunta increíblemente tranquilo, como si discutiera esta clase de temas con chicas inexpertas todos los días.


Probablemente no sea la primera. Aparto ese tema de mi mente. Me niego a pensar en eso ahora.


—Sobre las normas.


—Te dije que no eran negociables —me recuerda, y su voz se ha endurecido.


—Y no quiero negociarlas —replico—, sólo circundarlas —añado moviendo ligeramente la mano, tratando de discernir si es o no la palabra adecuada.


—¿Circundarlas? —repite a la vez que sonríe sexy y yo me derrito un poco—. Te escucho.


Tomo aire. No puedo dejar que me despiste. Tengo que decir lo que he venido a decir.


—Lo que quieras, cuando quieras, significa que, si acepto, ¿voy a convertirme en tu sumisa? ¿Vas a atarme y todo eso?


Mi voz se ha ido desvaneciendo conforme llegaba al final de la frase. Si su simple proximidad consigue que mi imaginación vuele libre, su proximidad, el que esté vestido con ese impecable traje negro y esa impecable camisa negra y el tener que estar hablando de este tema después de todo lo que he visto en este mismo club, es un cóctel explosivo.


—No quiero una sumisa —responde de nuevo con la misma sonrisa en los labios.


Sin duda alguna le divierte la manera en la que veo toda esta situación. Eso no me hace ninguna gracia. No soy ninguna cría.


—Soy muy dominante —continúa, y no puedo evitar que una sonrisa fugaz se cuele en mis labios —, creo que ya te has dado cuenta, pero no quiero una sumisa, al menos no en el sentido estricto. Es tan sencillo como que quiero que hagas todo lo que quiera cuando quiera y me des las gracias por ello.


Uau.


—Eso se parece bastante a la definición de una sumisa.


—Si así lo consideras...


En ese preciso instante oigo un ruido tras de mí. Me giro confusa y frunzo el ceño al ver entrar a Natalie, la misma chica que dijo que era su novia. Me mira de arriba abajo con una taimada sonrisa en los labios mientras camina encaramada otra vez a unos elegantísimos tacones de aguja. Alza la mano y saluda a Pedro discretamente, pero él ni siquiera la mira, sigue con sus ojos clavados en los míos. 


Se coloca frente a él y, sin más, se abre el estilizado batín morado que lleva y deja que caiga a sus pies, quedándose completamente desnuda. Yo contemplo la escena boquiabierta, como si lo observase todo a través de la pantalla de un televisor.


Pedro aparta su mirada de la mía y la lleva hasta los ojos de Natalie; ni siquiera en el movimiento observa una milésima de segundo su cuerpo desnudo. Le hace un imperceptible gesto con la cabeza y ella desaparece por una de las puertas laterales.


Yo sigo a la despampanante mujer con la mirada. No entiendo nada de lo que acaba de pasar. Él dijo que no era su novia. Recuerdo cristalinamente cómo me lo hizo comprender en su despacho, pero, entonces, ¿qué relación tienen? Las dudas que conseguí arrinconar después del ataque de pánico vuelven como un ciclón.


Pedro ladea la cabeza y me observa. ¿Qué pretende que diga, que piense? Yo le mantengo la mirada mientras digiero la sensación de que no estoy al nivel. La ratoncita de biblioteca no está al nivel.


Respira hondo, Chaves, y no te amilanes.


—Esta relación o acuerdo o lo que sea esto, ¿será exclusiva? —pregunto tratando de sonar segura, incluso un poco exigente.


—¿Estás hablando de monogamia?


Asiento. Es la palabra exacta. Y ahora mismo es lo que necesito saber urgentemente. Necesito un urgente «sí» para ser exactos. Porque, aunque Pedro sea el camino y no el fin, no sé cómo me sentiría teniendo que compartirlo.


Él se echa hacia delante y deja su copa sobre la pequeña mesa frente al sofá.


—No te acostarás con otros hombres, Paula —sentencia—. Mientras esta relación o acuerdo o lo que sea dure —continúa riéndose claramente de mí. Estoy completamente convencida de que él sabe perfectamente lo que es esto—, tú eres mía.


Trago saliva. Sus palabras han vuelto a conseguir que todo me dé vueltas.


—¿Y qué hay de ti? —inquiero.


—Lo que yo haga no te concierne.


Frunzo el ceño confusa. ¿Cómo puede pensar que no me concierne que tenga sexo con otras mujeres? Además, yo no puedo acostarme con otros hombres, pero él sí tiene esa libertad para usarla, por ejemplo, con Natalie.


—Eso no es justo —protesto.


—No me gusta ser justo con las mujeres y tampoco lo necesito. Desnúdate —me ordena.


Vuelvo a fruncir el ceño. A este paso necesitaré un bote entero de crema antiarrugas para esa parte específica de mi cara.


—No usaste condón —le recuerdo—. Tomo la píldora, pero quiero que uses condón.


—Te follaré como quiera, Paula. Y ahora, desnúdate. No me hagas volver a repetírtelo —me advierte.


Sus palabras me enfadan. Me enfadan muchísimo. De pronto recuerdo cuánto le odio y por qué le odio.


—No voy a acostarme contigo si no usas condón. No quiero estar follándome indirectamente a todas las mujeres con las que te vayas a la cama mientras yo te pertenezca. —Las últimas palabras las pronuncio con desdén, no puedo evitarlo y, además, se lo merece.


Pedro sonríe, una sonrisa llena de atractivo pero también de malicia que consigue descolocarme.


Se levanta y, caminando hacia mí, se quita la chaqueta. Sin dejar de mirarme, se deshace de los gemelos y lentamente se remanga las mangas por encima del antebrazo lleno de masculinidad. Me esfuerzo en no suspirar, en no mirarlo embobada, pero me lo está poniendo realmente complicado.


Tiene un cuerpo increíble y la forma tan sexy en la que el pantalón le cae sobre las caderas tampoco ayuda.


Se acerca todo lo posible sin llegar a tocar mi cuerpo. Su calor me envuelve por completo, me sacude. Da un último paso y yo involuntariamente lo doy hacia atrás. Quiero seguir enfadada. Pedro alza las manos, las apoya en la pared y me acorrala contra ella. No me toca, pero puedo sentirlo de tantas maneras que mi sentido común se diluye hasta desaparecer por completo.


—¿Qué quieres? —susurra justo antes de acariciar su nariz con la mía.


Mi cuerpo se estremece y se me eriza el vello. Alzo la boca buscando la suya, casi desesperada, pero él se separa apenas unos centímetros y niega con la cabeza.


—Dímelo —me ordena volviendo a acercarse, dejando que sus labios estén muy cerca de los míos, seduciéndome.


—A ti, que me beses.


Pedro sonríe y yo gimo sin estar completamente segura de poder mantenerme de pie. El deseo lo ocupa todo y no hay espacio para nada más.


—Pues tendrías que haber obedecido.


¿Qué?


Sin más, se aleja de mí, se termina su copa de un trago y, sin mirar atrás, desaparece por la misma puerta por la que lo hizo Natalie.


Yo resoplo absolutamente decepcionada y enfadada y excitada. ¡Maldita sea! Me llevo las palmas de las manos a las mejillas tratando de ordenar mis ideas y acabo colocándolas en las caderas.


¿Adónde ha ido? ¿Por qué se ha marchado? ¿Esto siempre va a ser así? Si no obedezco a la primera, ¿me castigará? 


Resoplo de nuevo rezando porque mi mente práctica y analítica regrese, pero todo en lo que puedo pensar es en camisas negras perfectamente remangadas y en bocas que se adivinan deliciosas. Resoplo por tercera vez y clavo la mirada en la puerta por la que los dos han salido. Sé que lo más sensato sería marcharme y olvidarme de esto, pero hace mucho que no elegí la opción más sensata.


Camino despacio hacia la puerta y giro la manilla sin concederme más tiempo para pensar.