lunes, 10 de julio de 2017
CAPITULO 23 (SEGUNDA HISTORIA)
Abro los ojos y miro con desgana el despertador. Son las nueve y dieciséis. A las nueve y dieciséis de un domingo uno tiene que estar pensando si ir al parque a jugar al frisbee a Central Park o a patinar al Rock Center, o simplemente «disfrutar» de una resaca como Dios manda. Yo, en cambio, estoy pensando cómo normalizar un trato con el hombre más odioso del planeta, que, además, podríamos calificar de peligroso para mi vida sentimental; nunca me recuperaría si me colara por Pedro Alfonso, con el que trabajo en el proyecto más importante de toda mi carrera y que, por si fuera poco, es el hijo pródigo del matrimonio que me crió. La tarea es, cuanto menos, complicada, ¡y ha sido idea mía!
Bueno, nadie dijo que hacer pactos con el diablo fuera sencillo.
Me levanto de un salto y voy hasta la cocina. Me preparo unas deliciosas tortitas y una taza humeante de café. No puede ser tan complicado. Sólo tengo que analizar la situación y tomar la decisión más práctica. Pedro se enfrenta al sexo y a sus relaciones, intermitentes, de una sola noche, de un solo polvo o simplemente poco convencionales, como la nuestra, como se enfrenta a los negocios. Por eso resulta tan sexy y por eso es imposible decirle que no. Son las mismas armas y las conoce demasiado bien. Se siente cómodo. Es su terreno. Y en ese preciso instante tengo una revelación de esas que oyes a un coro de angelitos cantar el Aleluya de Haendel. Yo también tengo que sentirme cómoda, tengo que poner mis propias normas para saber también el terreno que piso.
Asiento convencida. Pedro dijo que no quería una sumisa, pues no voy a comportarme como una.
Me ducho, me pongo mis vaqueros favoritos y una bonita camiseta color vainilla y salgo de mi apartamento con una sonrisa de oreja a oreja. Lo importante es la actitud.
Llamo a Elisa y, después de alguna que otra mentirijilla piadosa, obtengo la dirección de Pedro.
El malnacido vive en un ático de lujo en el edificio más ridículamente caro del Upper East Side, con vistas al parque, por supuesto.
De camino, me paro en una librería especializada en economía y comercio exterior de Maddison Avenue. Quiero comprar el nuevo libro de Deegan. Si los economistas creyesen en profetas, Edmund Deegan sería el gurú de todos ellos.
Antes del mediodía estoy delante del 834 de la Quinta Avenida.
Ahora es el momento de echarle valor, Chaves.
Suspiro hondo y entro decidida en el edificio. El vestíbulo es realmente imponente. Trago saliva y me dirijo hacia el mostrador de mármol del conserje obligándome a olvidar que estoy en un lugar desconocido a punto de hablar con un extraño. Cierro los puños con fuerza. Si me ve con cara de
estar en un tris de sufrir un colapso nervioso, no creo que me deje subir.
—Hola —lo saludo.
—¿En que puedo ayudarla?
No me devuelve la sonrisa. Mi mente se enmaraña un segundo presa de la ansiedad. Es un desconocido, un completo desconocido. Lo miro a punto de girar sobre mis pies y salir corriendo cuando leo su pequeña placa de identificación. Hugo, se llama Hugo. Se llama Hugo y trabaja como conserje. Ya no es un absoluto extraño.
Respiro hondo. Lucho por tranquilizarme… y momentáneamente gano la batalla.
—Quería ver al señor Alfonso.
—El señor Alfonso no se encuentra en el edificio en este momento —me informa con sequedad.
Tuerzo el gesto y tamborileo con la punta de los dedos sobre el mostrador.
—¿Podría esperarlo arriba? —inquiero de nuevo otra vez con mi sonrisa más adorable.
Con Ernesto y Alejandro siempre funciona.
El portero sonríe mordaz. Tengo la sensación de que no soy la primera chica que le pone ojitos para que le permita entrar en la guarida del león.
—No me está permitido —me confirma sin ningún remordimiento.
—Claro —respondo desanimada.
Está claro que, por mucho que lo intente, no voy a conseguir nada.
Salgo a la calle y resoplo mientras echo un vistazo a mi alrededor. Todos son elegantes edificios de apartamentos de lujo; no hay ninguna cafetería donde esperar, sólo un banco de piedra pegado al pequeño muro que rodea el parque. Eso tendrá que valer.
Cruzo la calle y me acomodo en el banco. Desde aquí podré ver llegar a Pedro. ¿Adónde habrá ido? Quizá esté trabajando, o haya salido con Octavio y Damian, o tal vez se esté despertando en la cama de alguna chica que lo mira con ojos embelesados y una bandeja con café y tostadas francesas.
Para ya, Chaves. Lo que haga con su vida no te interesa.
«Ja.»
Frunzo los labios, saco mi libro de Deegan y comienzo a leer. Mejor concentrarse en algo útil.
Estoy terminando el cuarto capítulo cuando un coche deteniéndose en la acera de enfrente me distrae. Reconozco de inmediato al hombre que conduce: es Octavio. En ese momento Pedro se baja del asiento del copiloto. Octavio dice algo que no alcanzo a escuchar y Pedro le pone los ojos en blanco, aunque prácticamente en el mismo microsegundo se echa a reír. Es una sonrisa sincera.
Nunca le había visto esa sonrisa y, de pronto, sólo por ese instante, parece un chico normal de Nueva York.
Me gusta esa sonrisa.
Antes de que me dé cuenta, yo también tengo una en los labios.
Cierro el libro de un golpe, recojo mi bolso y me levanto.
Todo sin perderlo de vista.
El coche de Octavio se aleja a la vez que cruzo la calzada.
Entro en el edificio justo a tiempo de ver cómo Pedro atraviesa el vestíbulo camino de los ascensores.
—Señorita —me llama el portero alarmado, saliendo a mi encuentro para cortarme el paso.
Definitivamente debe de creer que soy una groupie pirada.
—¡Pedro! —grito.
«Eso es. Sigue dando una buena impresión.»
El conserje me asesina con la mirada y Pedro se gira a punto de entrar en el ascensor. Al verme, frunce el ceño imperceptiblemente pero en seguida se recupera y camina un par de pasos en mi dirección. Finalmente estira el brazo en una exigente llamada para que vaya con él. Yo, que ahora
tengo la oportunidad de observarlo de cerca, reparo en la ropa que lleva: unos vaqueros, una sencilla camiseta gris y unas zapatillas de deporte. El pelo hecho un desastre y una barba incipiente que comienza a rasgarle la mandíbula.
Nada especial y, sin embargo, está increíble. Esta imagen acaba de entrar fulminante en el puesto número tres de mis fantasías con Pedro Alfonso, sólo superada por el esmoquin de Valentino y el pantalón de polo; bendito pantalón de polo.
Pedro se humedece el labio inferior y automáticamente salgo de mi ensoñación.
Qué ridícula eres, Chaves.
Al pasar junto a él, coloca su mano en la parte baja de mi espalda, casi al límite, y me guía hasta el ascensor. Antes de entrar miro al portero por encima del hombro, que me observa con los labios apretados, y enarco las cejas con una sonrisa satisfecha. La groupie pirada ha ganado la guerra.
«¿Tú te escuchas?»
Solos en el ascensor, clavo la mirada en las puertas de acero y me llevo un labio sobre otro, nerviosa. Pedro no dice nada. También tiene su mirada fija al frente. Los nervios aumentan y las mariposas en la boca de mi estómago se multiplican. ¿Qué locura es ésta? Hoy mismo me he dicho que no puedo colarme por él. ¡No puedo! Pero todo juega en mi contra.
La atmósfera entre los dos va cambiando, intensificándose, como si se tratase de un mecanismo que se activa cuando estamos juntos incluso en contra de nuestra voluntad. Su pecho se hincha suavemente en busca de más oxígeno y de pronto los treinta segundos de ascensor parecen treinta minutos o, lo que es lo mismo, treinta oportunidades para que estire uno de los dedos de su mano junto a su costado y acaricie la mía.
Avanzamos por el elegante pasillo y llegamos hasta su puerta. Pedro abre y entra. Yo me dispongo a seguirlo, pero todo mi cuerpo cae en una profunda tensión y se niega a colaborar.
Pedro desaparece de mi campo de visión y yo me esfuerzo en controlar mi respiración, calmarme de algún modo y entrar. Pienso en mi plan, en que necesito hablar con él, pero soy incapaz de cruzar el umbral. Es un lugar desconocido. Odio los lugares desconocidos.
A los pocos segundos, Pedro aparece de nuevo. Lleva una botellita de agua en la mano. A unos pocos metros de mí, me mira pero no dice nada. Yo estoy a punto de suplicarle que tire de mi muñeca y me obligue a entrar, pero me contengo.
Pedro respira brusco y, tomándome por sorpresa, lanza la botellita al suelo sin importarle lo más mínimo. Se lleva las manos a la espalda, a la altura de los hombros, y en un fluido movimiento se quita la camiseta. Abro los ojos como platos sin poder apartar la mirada de él. Se quita las deportivas y los calcetines y se deshace de sus vaqueros y sus bóxers suizos blancos quedándose gloriosamente desnudo. Yo suspiro boquiabierta y lo barro con la mirada.
Nunca había tenido la oportunidad de verlo completamente desnudo y ni en mis mejores fantasías me había imaginado algo así. Es el cabrón más atractivo que he visto jamás.
—Voy a darme una ducha —me explica con total naturalidad—. Ya sabes dónde estoy.
Sin más, echa a andar y desaparece por el pasillo contrario al que lo hizo la primera vez. Yo observo el vestíbulo absolutamente atónita. Quiero entrar. Quiero seguirlo. Quiero ducharme con él.
Aprieto los dientes, los puños. Trato de coger fuerzas. Doy el primer paso y tengo la sensación de que acabo de atravesar una barrera invisible. Mientras cruzo el vestíbulo, veo de pasada el salón y sólo necesito ese par de segundos para darme cuenta de que es un sitio tan elegante y sofisticado
sofisticado como su imponente dueño.
Respiro hondo y sigo avanzando. El sonido del agua de la ducha correr es mi canto de sirena particular. El pasillo se me hace eterno, como si midiese decenas de kilómetros y con cientos de puertas a uno y otro lado.
Empujo la puerta del fondo y vuelvo a respirar hondo. El corazón va a salírseme del pecho. Estoy demasiado nerviosa. Con el primer paso que doy dentro de la estancia, giro sobre mis pies dispuesta a salir corriendo hasta un lugar seguro, pero me freno en seco.
Chaves, ya no tienes siete años. Nada malo va a ocurrirte.
Puedes controlar la situación.
Me vuelvo de nuevo y echo a andar, despacio, titubeante. La sangre me martillea en los oídos y tengo la boca seca. Es una habitación desconocida en una casa desconocida.
Todo está en penumbra gracias a las cortinas corridas. Hay una inmensa cama en el centro, perfectamente hecha, con ropa y almohadones blancos. Un par de mesitas y poco más.
Todo es muy sobrio y sereno y me doy cuenta de que también es como Pedro. Otra cara de él.
Dejo a la derecha una puerta, que me imagino es el vestidor, y al fin alcanzo el pomo de la del baño. El ruido del agua se hace más intenso y, como una interferencia que al final lo inunda todo, bloquea mi ansiedad y se deshace de ella.
Apoyo la frente en la madera a la vez que alzo la mano y
suavemente la acaricio. Sé lo que venía a decir, no lo he olvidado, pero Pedro Alfonso tira de mí con una fuerza más profunda, sorda y exigente que la maldita gravedad.
Abro la puerta y suspiro. Pedro está bajo el torrente de agua y la visión es sencillamente embriagadora. Sin dudarlo, sale de la ducha, tira de mi muñeca y, aún vestida, me lleva contra la pared de azulejos italianos. El agua empapa mi ropa al instante, húmeda y caliente, exactamente como me siento yo.
—Ésta es tu recompensa, Ratoncita —dice bajando sus manos por mis costados.
También recuerdo aquello de que, si me colaba por Pedro, sería mi fin. Lo sé. Lo tengo clarísimo.
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Ayyyyyyyyyyyyy, qué odioso x favor. Cómo van a sufrir me parece.
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