domingo, 11 de junio de 2017

CAPITULO 3 (PRIMERA HISTORIA)




A la mañana siguiente, cuando suena el despertador, ya estoy nerviosa. En la ducha me arengo recordándome que he salido de situaciones peores, mucho peores en realidad. 


Sólo tengo que tener los ojos bien abiertos y pasar desapercibida los primeros días hasta que me haga con el trabajo.


Delante del armario rememoro las palabras del odioso señor Alfonso y realmente no sé qué ponerme. Recuerdo la premisa de pasar desapercibida, así que elijo un vestido azul marino muy sencillo y mis botines marrones. Me hacen ganar unos centímetros y son muy cómodos.


Sentada en el sofá donde Eva, la recepcionista, me ha indicado que debo esperar al señor Alfonso, estoy aún más inquieta. Lola no fue capaz de explicarme cuál sería mi trabajo más allá de repetir unas cuatrocientas veces la palabra asistir.


Jugueteo nerviosa con la identificación que Eva me ha indicado que siempre debo llevar colgada. Debería marcharme, aún estoy a tiempo, pero en ese mismo instante oigo una puerta abrirse y a alguien caminar hacia el vestíbulo. Está guapísimo. Exactamente como lo recordaba y exactamente como llevo negándome a admitir desde ayer. 


Lleva un traje de corte italiano azul oscuro y una camisa blanca inmaculada, con los primeros botones desabrochados, sin corbata. Se para frente al mostrador de Eva y le da unos papeles.


—Pecosa —dice reparando en mi presencia. Juraría que ha sonreído —, llegas tarde.


Genial. Justo tan agradable como ayer.


—Señor Alfonso —lo saludo levantándome y esforzándome
sobremanera en no llamarlo capullo.


—Veo que has decidido obviar lo que te dije sobre el vestuario.


Inconscientemente llevo mi vista hacia mi vestido. No lo veo mal. De acuerdo que no es del tipo look oficinista, pero no tiene nada de inapropiado.


—Ya tendrás tiempo de compadecerte en tu hora del almuerzo. A trabajar.


Su comentario me hace alzar la vista de golpe. Maldito gilipollas.


No le digo nada, pero lo fulmino con la mirada. Él ni se inmuta, gira sobre sus talones y regresa a su despacho. 


Interpreto que tengo que seguirlo y así lo hago.


Ya en su oficina, rodea su mesa y se sienta. Yo me quedo de pie frente a él.


—Quiero que revises las facturas de los dos últimos trimestres para que sepas lo que hacemos en el edificio Pisano.


Asiento. Eso no parece muy difícil, sobre todo en cuanto sepa dónde guardan esas facturas. El señor Alfonso se levanta, se dirige a la estantería y coge varias carpetas.


—Hazme una comparativa de balance, beneficio y target con las dos principales competidoras de Colby. No quiero que se duerma en los laureles. Ese viejo gordo se está volviendo perezoso —continúa.


Vale, balance, beneficio y target. Balance, beneficio y target. 


El truco está en recordar las palabras clave y preguntarle a Lola en cuanto tenga oportunidad. Vuelvo a asentir.


—Cuando termines, revisa toda la información de la constructora de Nikon —comenta regresando a su mesa—. La última vez que le eché un vistazo, las solicitudes 326 y 328 estaban mal. No estoy contento con las cuentas del asunto Moore. Repásalas y hazme una perspectiva de depósito a dos años en vez de a cuatro, pero variable, no fija, y aplica una tasa de interés del cinco por ciento. No me gustaría que nos quedáramos cortos.


¿Qué? ¿Y esto es la contabilidad básica que según mi queridísima amiga podría haber aprendido en Google en una noche? Creo que estoy empezando a tener sudores fríos.


El señor Alfonso me mira. Tengo que decir algo.


—¿Dónde está mi mesa? —pregunto indiferente.


Sí, señor. Ha quedado muy profesional, como diciendo «ya quiero ponerme a trabajar y todo lo que me ha pedido no me supone el más mínimo problema».


—Trabajaras aquí conmigo hasta que te enviemos definitivamente con Colby. Tienes la tablet en la mesa, junto al sofá.


Suspiro hondo y me dirijo hacia el tresillo. Me siento y cojo el iPad que me espera en la elegante mesita de centro de Philippe Starck.


—Dos, dos, siete, uno, cero.


—¿Perdón?


—La clave para desbloquear la tablet —me aclara alzando la vista.


Asiento e involuntariamente sonrío. Ahora mismo estoy demasiado nerviosa. Él se queda observándome y yo tengo que acabar apartando la mirada.


¿Qué demonios voy a hacer? ¿Y por qué es tan increíblemente guapo? Desde luego eso no va a ayudar a mi nivel de concentración.


Me autocompadezco mentalmente un par de segundos, pero en seguida sacudo con discreción la cabeza y cojo el iPad con fuerza. He salido de situaciones peores. Además, las facturas son lo mío. Llego a fin de mes con el salario mínimo. 


Lo que hago es contabilidad de alto nivel.


Trasteo en la tablet hasta que encuentro los archivos de Colby.


Comienzo a revisarlos y, como me temía, a pesar de mis frases motivacionales, no entiendo una sola palabra. Suspiro discretamente. Esto no está saliendo como esperaba.


—Pecosa, ven aquí.


El señor Alfonso se levanta y me hace un gesto para que me acerque.


Dejo el iPad sobre el sofá y camino hasta colocarme a su lado. Sonrío y no sé por qué. Creo que es su proximidad. Huele muy bien, a ropa recién lavada, a suavizante caro y a gel aún más caro. Es suave y muy fresco.


—Tienes que firmar esto —dice señalando unos papeles sobre su elegante escritorio.


Asiento mirando los documentos. Él no dice nada. Por un momento sólo me observa. Inconscientemente me muerdo el labio inferior y, otra vez sin saber por qué, alzo la mirada y dejo que la suya me atrape.


—Es un acuerdo de confidencialidad para todo lo referente a la empresa. —Su voz se ha vuelto más ronca.


Yo asiento de nuevo. Tiene unos ojos espectaculares. Ahora mismo me es imposible distinguir si son azules o verdes. 


Finalmente suspira brusco y aparta su mirada de la mía.


—Léelo, fírmalo y entrégaselo a Eva —me anuncia mecánico—.Tengo una reunión.


Sin darme oportunidad a responder, tira un bolígrafo sobre los papeles y se dirige a la puerta del despacho. De pronto me siento como si me hubiesen sacado de una burbuja.


—Pecosa, lo quiero todo listo para cuando vuelva. Después de comer tenemos una reunión.


Tan pronto como la puerta se cierra tras él, suspiro hondo. 


¿Qué acaba de pasar?


Decido hacer como si nada hubiese ocurrido y eso incluye que me prohíbo volver a pensar en lo bien que huele, en lo guapo que es o en los ojos tan increíblemente bonitos que tiene. Ahora necesito ser profesional, muy muy profesional.


Sopeso mis opciones. Está claro que no voy a poder hacer todo esto sola. Una luz se enciende en el fondo de mi cerebro. Él está en una reunión y mi querida y eficientísima amiga Lola está a un par de pasillos de distancia. Sin dudarlo, cojo la tablet y cruzo la oficina como una exhalación mientras intento recordar todas las cosas que me ha pedido.


Observo a Lola a través de la puerta de cristal y le hago un gesto para que salga. Ella me devuelve la misma seña diciéndome que entre. Imagino que está sola y, en realidad, prefiero que tratemos esto aquí. Tengo menos probabilidades de que me pillen siendo una total incompetente escondida en la oficina de enfrente.


—Lola, tengo un problema —me quejo caminando hasta su mesa—. Lo que tú llamas contabilidad básica, me da la sensación de que es quinto de económicas. No entiendo nada.


—No será para tanto.


—Sí lo es. —Callo un segundo—. ¿Quedaría muy mal que le tirara algo a la cabeza cada vez que me llama Pecosa?


Lola sonríe y oigo otra risa tras de mí. Me giro y me sorprendo al encontrar sentada en un escritorio, a mi espalda, el único que no se ve desde la puerta, a una chica más o menos de mi edad, rubia, muy guapa y con unos enormes pendientes de aro.


—Me apuesto un millón de dólares a que hablas de Pedro Alfonso.


Sonrío algo inquieta. ¿Lo conoce? Lola parece tranquila, así que supongo que no debo preocuparme.


—Me llamo Macarena—dice levantándose y tendiéndome la mano.


—Macarena fue recepcionista para los chicos —apunta Lola.


—¿Los chicos? —pregunto estrechándosela—. ¿Colton, Fitzgerald y Alfonso?— Sí, fue hace unos meses. La verdad es que me gustaba trabajar para ellos —me explica con una sonrisa.


No puedo creer el lío en el que mi enorme bocaza acaba de meterme.


—Pero encontré este trabajo como secretaria de Miguel Seseña y no lo dudé —continúa—. Me gustaría ser publicista, y trabajar en la empresa de Claudio Cunningham es el mejor paso.


Sé a qué se refiere. Lola me ha contado muchísimas veces que el jefe de su jefe, Claudio Cunningham, es algo así como un mito en la publicidad y las relaciones públicas. Fue él quien convirtió Times Square en lo que es hoy, y también corre el rumor de que fue quien convenció a la familia Rockefeller de que no se deshiciera de la pista de patinaje sobre hielo en su complejo comercial.


—Algún día seré una ejecutiva de armas tomar —sentencia.


Ambas ríen y yo lo hago por inercia. Todavía no sé si acabo de ganarme un despido fulminante. Quizá todavía tenga relación con ellos o incluso sean amigos.


—Yo soy Paula—me apresuro a decir.


Mejor caerle bien y volver a mostrarme profesional.


—¿En que querías que te ayudase? —pregunta Lola.


—En nada —me apresuro a responder.


Mi amiga me observa perspicaz.


—Macarena es de confianza —me asegura.


—Y opino que no, no quedaría nada mal que le tirases algo a la cabeza cada vez que te llama... —hace una pequeña pausa intentando recordar mi apodo—... ¿Pecosa?


Sonríe. Yo finalmente me relajo y hago lo mismo a la vez que
asiento.


—No me ha llamado por mi nombre ni una sola vez.


Pedro es así, pero, en el fondo, muy en el fondo, casi cuando estás a punto de tirar la toalla, es un buen tío.


Las tres sonreímos.


—¿Eres su nueva secretaria? —pregunta—. ¿Sandra ya se ha rendido?


—No; trabajaré para Mariano Colby —le aclaro—, pero parece que aprenderé lo necesario aquí con él.


Ahora es Macarena la que me mira perspicaz, como si no terminara de encajarle o le encajara demasiado bien, no lo sé.


—El caso es que todo está siendo más complicado de lo que creía — confieso.


—¿Qué te ha pedido que hagas? —inquiere Lola.


Intento hacer memoria y mi mente perversa me regala el perfecto recuerdo de su olor y esa espectacular sensación de tenerlo tan cerca.


Mala idea, mala idea.


—Quiere que repase las facturas de los dos últimos trimestres de Mariano Colby y que estudie a su competencia directa —me obligo a explicar. Las dos asienten—. Además de algo de las constructoras de… — trato de hacer memoria—… ¿Nikon? Unas solicitudes estaban mal y algo de un tal Moore, pero ni siquiera recuerdo el qué.


Oficialmente estoy agobiada.


—¿Algo más? —pregunta Macarena socarrona.


—Tengo que tenerlo todo listo para la hora del almuerzo.


Vuelven a sonreír, pero esta vez con cierta ironía. Lola incluso se permite agitar la mano.


—Bueno, vamos por partes —comenta Macarena—. Lo primero sería saber exactamente lo que tienes que hacer.


—Creo que lo primero sería resaltar que Pedro no ha firmado la abolición de la esclavitud —bromea Lola y por fin sonrío.


—Este truco te va a salvar la vida y también te va a servir para torturar a Pedro —continúa Macarena quitándome el iPad de las manos.


¿Torturar al señor Alfonso? Acaba de conseguir toda mi atención.


Pedro es un obseso del control.


—Un rasgo muy característico al otro lado del pasillo —puntualiza Lola socarrona.


Las dos vuelven a sonreír y se miran cómplices. Deben conocer un secreto de lo más jugoso. Parece que tengo que ponerme al día con según qué cotilleos.


—El caso es que apunta en su tablet todo lo que quiere que se haga — reconduce Macacarena la conversación—, hasta el más mínimo detalle. Y todas las iPad están conectadas por la intranet, así que puedes ver su agenda y su plan de trabajo desde la tuya.


Macarena toquetea mi tablet y accede a una lista casi interminable. Al verla, las chicas deciden apiadarse de mí y entre las tres conseguimos hacer todo el trabajo.


Cuando terminamos los informes y los subimos a la intranet,
bajamos a comer algo a un pequeño restaurante a unas manzanas de la oficina.


—Era absolutamente imposible que pudieras hacerlo todo tú sola — comenta Macarena —. Pedro se va a llevar una sorpresa —sentencia.


—Muchas gracias, chicas.


Literalmente me han salvado.


—¿Qué sabes de gestión alternativa de patrimonios? —me pregunta mi nueva amiga clavando su tenedor en la ensalada.


—Nada.


—Según tu currículum, tienes un máster —apunta Lola como quien no quiere la cosa.


—¿Qué? —La sensación de agobio vuelve como un ciclón—. Pero ¿qué escribiste en ese maldito papel? —inquiero alarmada.


Ella sonríe intentando parecer despreocupada. No lo consigue y automáticamente eso me preocupa a mí.


—Que estás licenciada en Económicas por Columbia y tienes un máster en Gestión alternativa de patrimonio y otro en Inversiones de riesgo capitalizadas.


—¿Qué? —vuelvo a repetir atónita—. Lola, ¡por Dios!


—Quería asegurarme de que te contratara —se disculpa—. Eres muy buena y, de haber tenido la oportunidad, habrías podido hacer todos esos másteres. Estoy segura.


Cruzo los brazos sobre la mesa y hundo mi cabeza en ellos. 


Tengo que dejar este trabajo.


—¿Hay algo en ese currículum que sea verdad? —inquiere
Macarena.


—En el fondo todo puede ser verdad —se excusa Lola.


—Dejé la universidad el segundo año —replico saliendo de mi nido de avestruz particular— y estudiaba para ser bióloga —añado exasperada, casi desesperada.


—Ciencias —sentencia Lola como si esa palabra englobara cualquier cosa que no se estudie en latín.


—Tengo que decir una cosa buena y otra mala —apunta Macarena—. ¿Por cuál quieres que empiece? —me pregunta.


Lo pienso un segundo.


—La mala.


Pedro es muy inteligente, y también muy listo y muy
desconfiado. No es nada fácil engañarlo.


Genial.


—¿Y la buena?


—Que, precisamente por eso, si te contrató, es porque vio algo en ti.


Recapacito sobre las palabras de Macarena y curiosamente me siento un poco reconfortada. A lo mejor Pedro ha encontrado algo en mí que ni siquiera yo he sido capaz de ver. Por un momento esa idea, la sensación de que él sea capaz de leer en mí incluso mejor que yo misma, me gusta más de lo que me atrevería a reconocer. Sacudo la cabeza. No me interesa que Pedro Alfonso me vea de ninguna manera.





CAPITULO 2 (PRIMERA HISTORIA)




No me lo puedo creer. ¿Qué acaba de pasar? Es un imbécil y un capullo y no puedo creer que, sin ni siquiera entender todavía cómo, acabe de convertirse en mi jefe, ¡mi jefe! Esto es una auténtica locura.


Desde el pasillo agito las manos hasta que Lola me ve. Con una sonrisa de oreja a oreja corre hasta mí. Me gustaría saber cómo lo hace subida a semejantes tacones.


—¿Qué tal ha ido? —pregunta interrumpiendo mi inminente bronca.


—Bien, tengo el trabajo, pero…


—¡Tienes el trabajo! ¡Genial! —vuelve a interrumpirme
abrazándome.


—Lola, cálmate un segundo y explícame de qué va todo esto, porque no entiendo nada. Para empezar, ¿quién es ese tío?


Lola frunce los labios y se alisa su interminable melena negra recogida en una perfecta cola. Claramente no le cae nada bien.


—Es Pedro Alfonso, uno de los socios de Colton, Fitzgerald y Alfonso —dice señalando, como si fuera la azafata de la lotería, un discreto rótulo blanco sobre la puerta de cristal de la oficina de la que acabo de salir—. Tan increíblemente capullo como atractivo. Es uno de los mejores en lo suyo. Eficacia germana garantizada.


—¿Es alemán? —pregunto sorprendida. No le he notado el más mínimo acento.


—Sí, pero lleva viviendo aquí desde crío. Es muy guapo, ¿verdad? — pregunta pícara.


Asiento. La verdad es que sí y, sin quererlo, me concentro sólo en eso y se me olvida todo lo demás.


—Parece que, al final, vas a tener que agradecerme más cosas aparte del trabajo —comenta perspicaz sacándome de mi ensoñación.


Yo la fulmino con la mirada para ocultar que estoy a punto de
ruborizarme.


—No digas tonterías. Es odioso —me defiendo.


—No te preocupes —intenta calmarme—. Trabajarás para Mariano Colby en el edificio Pisano, a unas calles de distancia.


—Me ha dicho que empezaré a trabajar mañana y que lo haré aquí — la corrijo.


Lola me mira confusa.


—No sé, a lo mejor quiere enviarte con los conceptos básicos aprendidos.


—Pero ¿qué conceptos? —Estoy empezando a agobiarme un poco—. Ni siquiera sé cuál es el trabajo.


—Serás el enlace entre Mariano Colby y estas oficinas. Él se encarga de supervisar ciertos negocios para Colton, Fitzgerald y Alfonso, y tú estarás entre las dos oficinas, asistiéndole.


Mi amiga pronuncia cada palabra como si fuera el trabajo más sencillo del mundo, pero yo no lo veo así en absoluto. Mi agobio va en aumento.


—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo? —vuelvo a quejarme—. No he trabajado en una oficina en mi vida.


—Es muy sencillo, Paula. Eres organizada y muy inteligente. Tú concéntrate en aprender rápido. Esta noche, cuando vuelvas del trabajo en la cafetería, busca en Google nociones básicas de contabilidad y listo — concluye con una voz fabricada a base de reposiciones de «La casa de la pradera» y pastillas de la felicidad.


—Lola.


Acaba de volverse completamente loca. ¿Nociones básicas de contabilidad en Google?


—Vamos, Paula —me arenga—. El dinero te va a venir de miedo. Te servirá para pagar esas malditas facturas.


Lola conoce perfectamente la situación por la que estoy pasando y sabe que esa premisa pesa más que cualquier otra, incluida la posibilidad de trabajar para alguien tan odioso como Pedro Alfonso.


—Está bien, acepto, pero no sé cómo va a salir.


—Saldrá genial —sentencia sin ningún tipo de dudas con una sonrisa.


Me hago la enfurruñada, pero no puedo evitar acabar
devolviéndosela. Si de verdad sale genial, sería el fin de todos mis problemas. Sin embargo, en ese preciso instante caigo en la cuenta de la hora que es. ¡Llegaré tardísimo al trabajo!


—Toma tus llaves —digo sacando unas de mi bolso y tendiéndoselas.


—Me salvas la vida.


—No te preocupes, y ahora me voy o Saul me matará.


Cruzo la ciudad en autobús, afortunadamente más rápido de lo que pensaba. Cuando entro en la cafetería, Saul me mira con la pala de madera en la mano y refunfuña justo antes de meterse de nuevo en la cocina.


—Lo siento, Saul —gimoteo pasando al otro lado de la barra y anudándome el mandil que mi amiga Cleo me tiende.


—No te preocupes. No se ha enfadado mucho —murmura con una sonrisa.


Se la devuelvo a la vez que me recojo el pelo en un moño alto. La campanita suena, avisándonos de que entra un cliente, y las dos miramos hacia la puerta. Cleo me toca el brazo para indicarme que se ocupa ella.


Este pequeño gastropub se ha puesto muy de moda entre los ejecutivos de los edificios colindantes. No me extraña en absoluto. La comida de Saul es deliciosa y, tras la última reforma, el local ha quedado de miedo. Me aliso el mandil, guardo mi bolso bajo la barra y suspiro hondo.


Lista para trabajar.


A las cuatro todo está de lo más tranquilo. Saul está en el despacho, enredado en facturas, y Cleo y yo nos dedicamos a secar y colocar los vasos.— ¿Y ya le has dicho a Saul que te marchas? —pregunta Cleo.


—¿Por qué iba a marcharme? —inquiero a mi vez confusa.


Cleo, embarazadísima de ocho meses, se lleva la mano a la espalda y hace una mueca de dolor. Yo dejo el vaso que secaba sobre la barra y la llevo hasta uno de los taburetes al otro lado. No deja de protestar en todo el camino.


—Necesitas descansar —le recuerdo.


Ella sonríe pero, cuando apenas me he girado, veo de reojo cómo ya está poniendo un pie en el suelo dispuesta a levantarse. Me vuelvo y la señalo amenazante a la vez que le hago un mohín de lo más absurdo. Una especie de mezcla entre el De Niro de las películas de mafiosos y Alec Baldwin en «Rockefeller Plaza».


Al final las dos nos echamos a reír y ella deja su trapo encima de la barra en señal inequívoca de rendición.


—Lo dicho —dice retomando la conversación—. Pensé que, 
ahora que Lola te había conseguido ese trabajo, te marcharías de aquí.


—Cleo, no puedo dejar este trabajo. Con lo que gano aquí pago el alquiler y las facturas y con el otro trabajo podré devolver el dinero al banco.


Asiente y me mira con empatía.


Lo cierto es que mi vida no es precisamente como me la había imaginado. Creí que, con veinticuatro años, estaría recién licenciada, haciendo un máster o viajando por Europa... y no pensando en cómo compaginar dos trabajos y llena de deudas hasta las cejas.


Mientras regreso a casa, pienso en la locura de día que he tenido y, lo que es peor aún, en el que me espera mañana. 


Afortunadamente, Lola parece haber escuchado los mensajes telepáticos que le he estado mandando toda la tarde y, cuando llego a su apartamento, tiene preparada una jarra de margaritas heladas y a Ana, nuestra otra compañera de aventuras, sentada en el sofá.