martes, 20 de junio de 2017

CAPITULO 27 (PRIMERA HISTORIA)




Es guapísima, altísima y un montón de «ísimas» más. Tiene una melena negra interminable, mucho más larga en proporción que su vestido de diseño.


—Buenos días —me saluda amable mientras se sienta en un taburete de la isla de la cocina.


—Buenos días —tartamudeo conmocionada—. ¿Café? —pregunto en un susurro y ni siquiera sé por qué lo hago.


Ella asiente y yo vuelvo a concentrarme en la cafetera. Así que por eso yo he dormido está noche en el sofá, porque el señor Alfonso tenía planes. Un momento. ¿Estoy enfadada? 


Porque me niego en rotundo a estarlo. Aquí cada uno puede meter en su cama a quien quiera, bueno, yo... en el sofá.


La puerta vuelve a abrirse y esta vez es Pedro, sólo con el pantalón del pijama, quien hace su triunfal entrada en el salón. Yo también estoy encantada de conocerte. Y espero que también adivines mi nombre, oh yeah; hoy Mick Jagger canta con más fuerza que nunca.


—¿Qué coño haces todavía aquí? —pregunta reparando en la chica.


Ella lo mira absolutamente obnubilada. Ya somos dos.


—Largo —sentencia indiferente camino del frigorífico sin volver a mirarla.


La chica se levanta del taburete toda ella elegancia y peep toes caros y se dirige hacia la puerta.


—¿Me llamarás?


Él no sólo no le contesta, ¡sino que ni siquiera la mira! Yo,
observadora accidental de toda la escena, estoy absolutamente alucinada.


La chica sonríe y al final se marcha. No sé qué esperaba de él, pero creo que cualquier cosa le hubiera valido. Además, tengo la sensación de que, si Pedro chasqueara los dedos, ella volvería al instante. ¡Dios mío! ¿Así de bueno es en la cama?


«Probablemente sea todavía mejor.»


Esta especie de húmeda revelación me hace que lo contemple embobada unos segundos más. Afortunadamente, consigo recuperar la compostura antes de que se dé cuenta de cómo lo miraba.


—Pecosa, cuando termines de pelearte con la cafetera, me gustaría una taza —comenta dándole un mordisco a una manzana verde.


Regresa a la habitación y yo no puedo dejar de pensar que acabo de vivir en riguroso directo el motivo por el que Lola sabiamente dijo que Pedro sólo era para noches locas de sexo pervertido.


«Sí, pero qué noches.»


Si mi voz de la conciencia tuviera piernas, a estas alturas ya no llevaría bragas.


Mientras me termino el desayuno, Pedro sale de la habitación perfectamente vestido con un traje gris marengo y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. Está tan condenadamente atractivo que decido que lo mejor es meterme en la ducha de inmediato o, lo que es lo mismo, huir de él.


Bajo el chorro de agua caliente, me repito que no estoy furiosa y tengo que repetírmelo una docena de veces más, lo cual no es una buena señal. Envuelta en una toalla, salgo de nuevo a la habitación y busco en mi maleta qué ponerme. En ese preciso instante, soy una chica afortunada, Pedro entra desde el salón.


—Pecosa, la palabra clave es vestidor —comenta pasando a mi lado y entrando justamente en esa estancia.


—La palabra clave es imbécil —respondo tirando del primer vestido que veo y levantándome para regresar al baño lo más rápido posible.


—¿A qué demonios ha venido eso? —le oigo farfullar justo antes de cerrar la puerta.


Y eso mismo digo yo, ¿a qué demonios ha venido eso?


—No estás enfadada —me repito frente al espejo dedo índice amenazador en alto.


«Por supuesto que no.»


Me pongo el vestido y, cuando me veo con él en el espejo, me llevo la mano a la frente. Tiene pequeñas flores estampadas y me llega por encima de las rodillas. No es especialmente provocativo y, de hecho, es sencillo y muy bonito, pero no es en absoluto el tipo de ropa que se pondría una ejecutiva profesional y sofisticada.


Bueno, ya no hay nada que hacer. No pienso salir ahí fuera a medio vestir para coger más ropa y darle la oportunidad de que vuelva a reírse de mí. Además, como decía aquel crítico de moda de la tele por cable, lo importante es la elegancia que una le imprime a la prenda, no la prenda en sí.


Me termino de arreglar y salgo al salón. Me esfuerzo en ignorar a Pedro a pesar de que su presencia me llama como si fuera un imán.


Busco mi bolso y rápidamente me pongo el abrigo.


—¿Adónde vas con tanta prisa? —me pregunta desde el otro lado de la isla de la cocina.


—Tengo muchas cosas que hacer en la oficina y necesito terminar pronto porque me gustaría pasarme por la universidad a recoger unos libros. 


Pedro asiente.


—Nos vemos en la oficina entonces —se despide perspicaz.


—Claro, eres mi jefe.


No tengo ni la más remota idea de por qué he dicho eso. 


Creo que algo dentro de mí necesitaba decir esas palabras en voz alta.


Soy la primera en llegar a la oficina. No están ni Eva ni las chicas.


Obviamente mentí cuando dije que tenía cosas pendientes aquí y ahora, después de haber revisado lo poco que Pedro tenía apuntado en su iPad, no me queda más que ordenar su mesa.


Sandra es la primera en llegar. Dispuesta a ocupar mi tiempo en algo que no sea seguir visualizando la imagen de esa chica saliendo de la habitación de Pedro, me voy con ella a su mesa y la ayudo a preparar la jornada de hoy.


Estoy tan concentrada en la tablet, sentada en el escritorio de Sandra, que no le oigo llegar.


—Pecosa —me llama pasando junto a mí camino de su despacho—, a trabajar.


Me bajo de un salto y, mientras lo sigo, le dedico mi mohín más infantil, aunque obviamente él no puede verme. Lo hago porque es un gilipollas, no tiene nada que ver con lo que ha pasado esta mañana.


A las primeras de cambio me marcharé a la universidad y, con un poco de suerte, cuando vaya al ático, él no estará. Puede que incluso no lo vea hasta mañana por la mañana, quizá saliendo de su habitación detrás de otra chica. Vale, eso no me ha gustado nada. Sacudo la cabeza. No estoy celosa. No estoy celosa, ¡maldita sea!


Cierro la puerta tras de mí y me quedo de pie frente a su mesa esperando a que tome asiento.


—¿Qué quieres que haga? —pregunto evitando mirarlo por todos los medios.


Pedro centra su mirada en la pantalla del ordenador y sus ojos parecen casi verdes otra vez. ¡Esto es tan injusto! ¿Por qué tiene que estar hoy más guapo que ningún otro día? 


Comienza a darse rítmicos toquecitos con el índice y el anular en los labios y eso provoca que sólo pueda mirar su sensual boca.


Mándame al archivo. Mándame al archivo.


—Los estudios de mercado de Holland Avenue —habla al fin—, eso tiene prioridad. Llama a Mariano Colby y dile que quiero toda la documentación de McCallister aquí antes de las once. Que la envíe por mensajero.


Asiento y me voy al sofá. Comienzo a trabajar pero no soy capaz de concentrarme, todas mis neuronas están focalizadas en tratar de obviar la incómoda sensación de sentirme furiosa, celosa y, lo que es aún peor, frustrada por sentirme precisamente así.


Con la excusa de llamar a Mariano Colby, salgo de la oficina. Necesito estar lejos de él cinco minutos porque tengo la sensación de que ese despacho tipo campo de fútbol ahora mismo sólo mide dos metros cuadrados.


Por suerte, cuando me veo obligada a regresar, Pedro no está. Voy hasta el sofá y me siento a terminar los estudios de mercado.


Guardo el último y aún no ha vuelto.


Mando los documentos a la impresora y me levanto a esperarlos junto a la silla de Pedro. Después, sólo tendré que meterlos en una carpeta, dejarlos sobre su escritorio de diseño y podré marcharme. Sin embargo, el universo parece adorarme. La puerta se abre y mi atractivo jefe entra en la estancia. Automáticamente el corazón vuelve a latirme desbocado. ¿Qué me pasa hoy? ¡Es exasperante!


—Pecosa, los archivos de Foster.


—Los tienes en tu ordenador —respondo sin ni siquiera mirarlo.


—Ayuda a Sandra con la reunión de mañana.


—Ya está organizada.


De hecho, lo está desde esta mañana cuando salí prácticamente huyendo de tu casa.


—¿Has hablado con Colby?


—El mensajero llegará en quince minutos y los estudios de mercado de Holland Avenue están terminando de imprimirse.


No lo he mirado ni una sola vez y eso ha hecho que la situación se haya vuelto aún más incómoda.


Él rodea la mesa y camina despacio hacia mí. De reojo puedo ver cómo sus ojos hoy más verdes que azules me estudian perspicaces. Es demasiado listo. Yo, por mi parte, soy plenamente consciente de que debería huir otra vez antes de que esté más cerca y ya no pueda pensar.


Suplico mentalmente para que la impresora termine y cojo al vuelo el último documento.


—Tengo que irme a esperar al mensajero. No quiero que esos dosieres se traspapelen —le informo mientras a toda velocidad cuadro los documentos, abro una carpeta, los meto dentro y la dejo sobre su mesa.


Echo a andar nerviosa, pero, cuando sólo me he distanciado unos pasos de él, Pedro me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.


—Pecosa, ¿qué pasa? —pregunta clavando sus espectaculares ojos en los míos.


—Nada —me apresuro a responder.


—¿Estás enfadada?


—Claro que no.


Sonrío inquieta y acelerada y aparto mi mirada de la suya. Tengo que marcharme, ¡ya!


—¿Por qué estás enfadada?


Genial, ni siquiera soy capaz de mentirle con convencimiento.


—¿Es porque llevé a una chica a casa?


—Pedro, tú y yo no estamos juntos. Puedes llevar a tu casa —hago especial énfasis en el tu— a quién quieras.


Por lo menos he sonado más convencida que antes.


—¿Entonces?


Se toma un segundo para pensar y de pronto parece tenerlo todo muy claro.— ¿Es porque no te llevé a mi cama?


La pregunta la hace con una insolente sonrisa en los labios que hace que me entren ganas de estamparle algo metálico en la cara. Tuerzo el gesto. Maldita sea, tiene razón. Odio que tenga razón. No se la merece.


—Puede ser —confieso al fin exasperada—. A lo mejor a mí también me gusta sólo dormir contigo.


Su maldita sonrisa se ensancha.


—Y, si te gusta dormir conmigo, ¿por qué te acuestas cada noche en el sofá?


Ahora sí que estoy en un lío. ¿Qué le contesto a eso? ¿Que me gusta que me lleve en brazos, que me saque de mi cama en mitad de la noche para llevarme a la suya? ¿Que me gusta porque así me demuestra cuánto le gusta a él?


—Eso ya da igual —contesto malhumorada—. Voy a seguir
durmiendo en el sofá, porque está claro que tú ya tienes quien te caliente la cama.


— Por supuesto que tengo quien me la caliente —responde sin dudar.


Es el colmo. Le dedico mi peor mirada y me vuelvo dispuesta a marcharme, pero Pedro me mantiene agarrada por la muñeca y me obliga a girarme otra vez. Sus ojos vuelven a atrapar los míos y despacio se inclina sobre mí.


—Pero la única a quien me gusta ver dormir a mi lado es a ti — sentencia.


En ese instante todo mi enfado se evapora. Pedro desliza su mano perezosa por la mía y despacio la lleva hasta mi cintura. Sus profundos ojos me tienen atrapada en todos los sentidos.


—Contéstame a una cosa —susurra con la voz más sensual que he oído en toda mi vida—. ¿Este vestido —continúa tirando suavemente de él — te lo has puesto porque estabas enfadada conmigo o porque no?


Pedro... —me quejo en un susurro con la respiración hecha un caos.


Su sexy e impertinente sonrisa sigue ahí. Estoy perdida.


—Esta noche te quiero en mi cama —me ordena salvaje, sensual, indomable.


La boca se me hace agua.


—Para dormir —me aclara sin dejar de sonreír, sin levantar sus ojos de mí—. Ahora me voy a una reunión.


Sale del despacho como si nada, como si cada día dejara a decenas de chicas embobadas con las piernas temblorosas a su paso. Yo respiro hondo e intento recuperar la compostura. He pasado de repetirme que no estaba enfadada a confesárselo precisamente a él. Desde luego está siendo un gran día.


«Y aún no ha terminado.»


Genial






CAPITULO 26 (PRIMERA HISTORIA)




Los rayos de luz atraviesan el ventanal. Me molestan. Quiero seguir durmiendo. Me giro pero me topo con la espalda del sofá. Suspiro.


Protesto. No estoy en la cama más cómoda del mundo. Me obligo a abrir los ojos y miro a mi alrededor desorientada. 


Estoy en el sofá.


Me destapo y me levanto. Vuelvo a mirar a mi alrededor. 


Quizá no ha venido a dormir. La puerta de su dormitorio está cerrada. Sí ha venido.


Adormilada y muy despacio, comienzo a caminar hacia la isla de la cocina. Supongo que se habrá cansado de sólo dormir conmigo. Es lógico. No podía pretender que me llevara en brazos cada noche y me tumbara junto a él.


«Sí, pretendías exactamente eso.»


Me pongo los ojos en blanco a mí misma absolutamente exasperada y comienzo a preparar café. Este día va a ser un asco, lo presiento.


La puerta de la habitación se abre lentamente y, antes de que pueda entender con claridad qué está pasando, una chica de piernas kilométricas sale del dormitorio de Pedro.





CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)




Me despierto de nuevo sola en la inmensa cama. Ya es de día. Ruedo por el colchón hasta hundir mi cabeza en la almohada y bostezo. Humm... es la almohada de Pedro y huele exactamente como Pedro. Soy patética, pero no me importa.


En mitad de mi éxtasis olfativo, pienso en él y en lo que vi de madrugada en el salón. Quizá debería preguntarle con naturalidad. Tal vez le venga bien hablar de ello. Puede que Pedro Alfonso sí necesite a alguien.


—Pecosa, qué tierno —comenta socarrón y odioso desde la puerta—. De todas las estupideces que te he visto hacer, que huelas mi almohada me parece la más adorable.


Automáticamente levanto la cabeza y me bajo de la cama de un salto.


Lo fulmino con la mirada y él sonríe encantadísimo con la situación. El cabronazo no podía estar más guapo con ese traje azul oscuro y la camisa blanca. Mick Jagger iba empezar a cantar, pero mi mirada le ha frenado en seco.


Me meto en el baño y cierro de un portazo. Quizá Pedro Alfonso sea gilipollas, y soy plenamente consciente de que puedo ahorrarme el «quizá».


Me doy una ducha rápida y me pongo mis vaqueros favoritos. Están algo viejos, pero me encanta cómo me quedan. Una parte de mí me odia por no haber elegido cualquiera de los vestidos que he traído, pero, después de cómo me sentí durmiendo ayer con él, los vestidos se quedan bajo llave hasta nueva orden.


Mientras me peino, me pregunto si habrá algún tipo de maquillaje para tapar las pecas, pero tras un microsegundo tuerzo el gesto.


—Qué estupidez —me riño en voz alta frente al espejo.


Mis pecas no van a moverse de ahí.


—Buenos días —lo saludo caminando hasta la isla de la cocina.


Trato de no mirarlo demasiado. Estoy enfadada y no pienso darme la oportunidad de recrearme con lo bien que le queda la ropa o ese pelo a lo actor de Hollywood.


—Buenos días —responde dándole un trago a su taza de café—. Vaqueros, interesante —afirma socarrón.


—Soy una chica con recursos —me defiendo.


Y, sin quererlo, en mi voz ya no hay rastro alguno de mal humor. No puedo evitar que en el fondo ese bastardo me parezca divertido.


—¿Sabes? Ésa es una de las pocas cosas que siempre he tenido claro de ti, Pecosa.


Sonríe y yo también lo hago.


—Hoy tendré que pasar la mañana en la universidad —le anuncio.


—Muy bien, diviértete y haz muchos amiguitos.


Le hago un mohín que provoca que su sonrisa se ensanche mientras se dirige a su estudio al fondo del pasillo. Verle alejarse me da la oportunidad de contemplar una vez más su manera de andar tan masculina.


Suspiro discreta a la vez que mi sonrisa también se ensancha. Al margen de todo, es una visión muy agradable por las mañanas.



*****


Los profesores de cada asignatura me hacen un enorme favor, supongo que obligados por el rector Nolan, y me reciben a primera hora.


Me explican el programa y la mejor bibliografía para ponerme al día. Así que me paso el resto de la mañana en la biblioteca de la universidad, rodeada de libros y aprendiendo conceptos como gestión macroeconómica del flujo de inversiones. Exactamente tan divertido como suena.


Mi iPhone vibra sobre la mesa de madera. Miro la pantalla. 


Es un WhatsApp de Lola.


¿Comemos juntas?


Sonrío. Me apetece muchísimo.


Claro. Estoy en la universidad. ¿Puedes recogerme?


Mi sonrisa se ensancha porque sé que la respuesta de mi amiga no va a tardar en llegar. Mi móvil suena.


¡¿En la universidad?!


Me doy suaves golpecitos con mi teléfono en la barbilla mientras me debato sobre si hacerle un resumen o dejarla con la intriga.


Recógeme en media hora y te cuento.


Guardo mis cosas en el bolso y salgo de la biblioteca. Con lo cotilla que es mi queridísima amiga, seguro que ahora debe de estar desafiando el despiadado tráfico de Manhattan con su Vespa PX clásica azul eléctrico.


Estoy sentada en los escalones del edificio principal cuando veo llegar a Lola. Ha tenido que batir algún tipo de récord.


—Hola —la saludo acercándome a ella.


—Cuéntame ahora mismo qué estás haciendo aquí —me dice quitándose las gafas de sol y tendiéndome un casco con la virgen de Guadalupe pintada en la parte trasera.


—Mejor mientras comemos —respondo poniéndomelo— y hasta invito yo.


Me monto en la Vespa ante la sorprendida mirada de Lola. Ella farfulla un «no me lo puedo creer» y finalmente arranca, incorporándose inmediatamente al tráfico.


Vamos a un pequeño restaurante en NoLita llamado Sabor. Solemos ir mucho. La comida es estupenda. Además, Lola está enamoradísima de Nerón, el camarero.


—Bueno, ¿vas a contarme de una vez cómo es eso de que has vuelto a la universidad? —Hace una pequeña pausa mientras coloca su casco de lunares rojos en la silla de al lado—. Mejor primero cuéntame qué tal en casa de Pedro.


Siempre hemos sido chicas muy ordenadas y con los cotilleos no íbamos a ser menos.


—La verdad es que aún sigo allí —comento restándole importancia.


—¿Qué? —Alza la voz y la mayoría de los clientes del local reparan en nosotras —. ¿Estáis liados? —pregunta en el mismo tono de voz, ignorando por completo la atención que ahora recibimos.


—No, claro que no —me defiendo.


Me callo el hecho de que me lo haya imaginado alguna que otra vez.


—¿Entonces? —inquiere más relajada.


Buena pregunta. Lo cierto es que ni siquiera yo tengo claro del todo cómo he acabado viviendo allí.


Pedro me llevó a su apartamento al salir del hospital porque pensó que el mío no era adecuado. Ya sabes, las ventanas que no casan, la caldera estropeándose cada dos por tres...


Lola asiente. Ella misma me ha dicho en infinidad de ocasiones que debo buscarme un sitio mejor.


—Y, como ya te conté, tuve que confesarle que tenía otro trabajo y lo de mis deudas.


—No son tuyas —replica enfadadísima—. Lo hiciste por tu abuelo, no por irte de vacaciones de primavera a los Cabos.


Nunca ha llevado bien este tema. Según ella, deberíamos haber atracado el banco, no pedir un préstamo.


—El caso es que se marchó del apartamento cuando se lo expliqué y, al regresar, traía los papeles para Columbia y había pagado mis créditos.


Las últimas frases prácticamente las susurro. No sé cómo le sentará a Lola, más aun sabiendo que Pedro no es precisamente santo de su devoción.


—Creo que no lo he entendido —comenta fingidamente confusa—. PedroPedro Alfonso, el tío más odioso de todo Manhattan, se ha hecho cargo de tus deudas y va a pagarte la universidad, además de llevarte a vivir con él a su ático de Park Avenue.


—Sí —contesto en un golpe de voz.


—¿Y no os habéis acostado?


—No


—¿Ni siquiera una mamada?


—Lola, por Dios.


Tengo que fruncirle los labios porque estoy peligrosamente cerca de sonreír recordando la última vez que escuché esa palabra.


—A mí puedes contármelo.


—Lola, no me he acostado con él.


Ella me mira intentando comprender cómo es posible que el
Pedro que ella conoce haya sido capaz de hacer algo así. Ni siquiera la llegada de Nerón, que normalmente provocaría un inmediato aleteo de pestañas por su parte, la saca de su ensimismamiento.


Pedimos dos ensaladas y dos sodas con limón y el camarero se retira.


—Pues no lo entiendo —dice al fin.


—La verdad es que te mentiría si te dijera que yo lo entiendo del todo —le confieso jugando nerviosa con el servilletero—, pero es una gran oportunidad y la mayor parte del tiempo Pedro no es tan odioso.


—Paula, por Dios, no te enamores de él —me avisa alarmada.


—No voy a enamorarme de él. Ni siquiera me gusta.


Admito que no sueno muy convencida.


—Sí, ya —me contesta mi amiga perspicaz—. Creo que ese barco zarpó hace mucho. Pero te entiendo. Yo misma tendría una noche loca de sexo pervertido con él o quizá dos —añade muy sería, lo que me hace sonreír—. Está como un tren y tiene pinta de ser un auténtico dios en la cama, pero Pedro es para eso, no es para plantearse nada serio con él, ¿entendido?


Asiento. No tengo nada que añadir. Tiene toda la razón.


Nerón nos trae nuestra comanda y, tras nuestros «gracias», se retira.


Sorprendentemente, Lola sigue sin hacerle el más mínimo caso.


—Oye, ¿te has dado cuenta de que ése era Nerón? —pregunto.


—Sí, pero, chica, me tienes conmocionada —responde compungida — y por tu culpa ahora no paro de imaginarme a Pedro Alfonso desnudo.


Su comentario me toma por sorpresa y ambas estallamos en risas.


—¿De verdad que no te has acostado con él? —vuelve a inquirir cuando nuestras carcajadas se calman.


—De verdad —contesto exasperada.


Terminamos de comer y vamos a la oficina. Pedro se ha
marchado a una reunión, pero me ha dejado una lista casi interminable de trabajo. Afortunadamente le estoy cogiendo el ritmo a esta oficina y con la ayuda de Jeremias consigo terminarlo a tiempo.


Aún en el ascensor, oigo sonar el teléfono fijo del ático. En cuanto las puertas se abren, salgo disparada hacia la pequeña mesita junto al sofá.


—¿Diga? —contesto jadeante por la carrera—. ¿Diga? —repito con voz cansada.


Comienza a ser un fastidio que nunca respondan. Repito un último «¿diga?» y finalmente cuelgo el teléfono encogiéndome de hombros.


Imagino que ya se cansarán de llamar.


Miro a mi alrededor y no voy a negar que me siento un poco
decepcionada al comprobar que no hay nadie. Pedro estará aún en la reunión o de juerga. De todas formas, y recordando mi conversación con Lola, creo que esto es lo mejor que podría pasarme. Si Pedro estuviese aquí cada noche, si fuésemos y volviésemos juntos del trabajo y cenáramos también juntos, se parecería demasiado a vivir en pareja y hasta yo sé que ésa es la peor idea del mundo.


Me hago algo rápido de cenar, me pongo el pijama y me tomo las pastillas. Preparo mi cama en el sofá y me acuesto. 


A oscuras, con el precioso salón sólo iluminado por las luces de la ciudad, mirando el Empire State romper el cielo de Manhattan, no puedo dejar de pensar en que espero que me lleve de nuevo a su cama.


Sacudo la cabeza y cierro los ojos obligándome a dormir.


Últimamente sólo tengo malas ideas.