miércoles, 28 de junio de 2017

CAPITULO 55 (PRIMERA HISTORIA)




¿Novia? ¿Tiene novia? No estoy en el segundo en el que mi corazón se ha detenido, creo sencillamente que ha caído fulminado. ¿Cuándo ha pasado? ¿Cómo? Hace dos días vivíamos juntos. Jeremias me mira lleno de empatía, aunque es obvio que está furioso. Suspira profundo e inmediatamente mira a Octavio. Él cabecea con la mirada fija en los documentos que tiene delante. A ninguno de los dos les parece justo lo que acaba de pasar. A mí tampoco. 


¿Cómo ha podido hacerme esto?


Observo a Pedro y él me mantiene la mirada. Quiero hablar, preguntar. He perdido la cuenta de cuántas veces, de una manera u otra, le he oído decir que a él no le interesaban las novias.


—Dígale que aún me quedan unos minutos.


Sandra asiente y se marcha.


La puerta, al cerrarse, me devuelve al mundo real. Sus ojos se oscurecen y, si no fuera imposible, diría que se llenan de dolor. Yo cabeceo y desato nuestras miradas. Noto cómo las lágrimas me queman detrás de los ojos. No me merezco esto.


Aprieto el lápiz con fuerza y apremio a mi cerebro para que recupere lo que fuese a decir de Holland Avenue. Tengo que salir de aquí.


—Las cosas con Holland Avenue van exactamente como queréis. Si el euríbor no baja de los setecientos puntos y el índice Nikkei se mantiene en unas variaciones de doscientos enteros, habrá beneficios a finales de este trimestre.


Lo digo todo de forma mecánica, apresurada, casi sin respirar, porque sé que una bocanada de más sería un sollozo y lo último que quiero es llorar delante de él.


—Muchas gracias, Paula —me dice Octavio con voz serena,
esforzándose en usar un tono que me reconforte—. La reunión ha acabado.


Asiento y salgo disparada. No recojo las carpetas. Regresaré después a por ellas. Cruzo el vestíbulo como una exhalación y a unos pasos de mi despacho me detengo en seco. Las paredes son de cristal. No puedo lamentarme en una pecera. 


Ni siquiera tengo un maldito sitio donde llorar y, visto lo visto, está claro que voy a necesitar uno.


Antes de que pueda evitarlo, sollozo y las primeras lágrimas comienzan a caer por mis mejillas. Me tapo la boca con la palma de la mano y mi pecho sube arriba y abajo con el siguiente sollozo que no me permito pronunciar. No quiero quedarme aquí en mitad del vestíbulo. No quiero que nadie me vea. Pero soy incapaz de salir corriendo. Estoy bloqueada. En ese preciso instante noto una mano que me agarra del brazo. Sé quién es. Todo mi cuerpo lo sabe. Y ni siquiera quiero hacerlo.


Pedro me guía hasta el archivo, cierra la puerta tras nuestro paso y con suavidad me lleva hasta la mesa de consultas. Yo quiero dejar de llorar, pero no puedo.


—Respira hondo —susurra amable sin una pizca de enfado, de exigencia, de burla, simplemente entendiendo por lo que estoy pasando.


En contra de mi voluntad, su voz ronca entra en mi cuerpo y lo calma. Me sorbo los mocos de una manera muy poco elegante y levanto la cabeza. Pestañeo un par de veces y trato de enfocarlo mejor, pero tengo los ojos llenos de lágrimas y la tarea se complica un poco. Pedro exhala todo el aire de sus pulmones, alza la mano y despacio, dulce, me aparta el pelo de la cara y me lo coloca tras la oreja.


—Te has cortado el pelo —murmura con una sonrisa que no le llega a los ojos, jugando con un mechón entre sus dedos—. Estás preciosa, Pecosa.


Su voz se evapora al final de su propia frase y me doy cuenta de que, aunque soy yo la que está llorando, esta situación le duele tanto como a mí. 


Por eso está claro que esto no nos hace bien a ninguno de los dos. Él ya ha encontrado a la chica con la que estar, con la que querer estar. No tiene ningún sentido alargar la agonía.


Lo empujo suavemente y él, de mala gana, da un paso atrás. 


Salgo del archivo sin volver a mirarlo, limpiándome los ojos con el dorso de la mano. Camino de prisa hasta el baño y me lavo la cara con agua helada.


Cojo una de las toallas perfectamente dobladas de la cestita sobre el mármol del lavabo y me seco la cara.


—Nada de venirse abajo, Paula Chaves —me digo mirando mi reflejo en el espejo, bajando la toalla hasta apoyarla en el lavabo—. Sólo tienes que empezar a ser honesta, lista y leal contigo misma.


Al pronunciar esas palabras, aprieto la toalla con fuerza. 


Nunca había estado tan triste.


Otra vez necesito un minuto, pero otra vez no me lo concedo. Se acabó la autocompasión. Salgo del baño y camino despacio por el suelo de parqué perfectamente acuchillado. Estoy a unos pasos de la recepción cuando los veo. Debería haberme concedido ese minuto. Él le ayuda a ponerse el abrigo y amable le sujeta la puerta para que pase. He visto salir a chicas de la habitación de Pedro, he sido testigo de cómo se lo comían con los ojos en el club y nada me ha dolido tanto como esto. Está siendo atento con ella.


A pesar de que con el primer segundo decido que ya he tenido suficiente, no soy capaz de obligar a mis piernas a que me saquen de allí y contemplo toda la escena hasta que los pierdo de vista camino de los ascensores. Creo que mi sentido común ha ordenado a mi cuerpo que no se moviese ni un ápice para que entienda de una vez cómo son las cosas.


Regreso a mi despacho con la idea de trabajar, pero soy incapaz de enlazar dos ideas mínimamente inteligentes seguidas. Me lo imagino en el club con ella y siento un sabor amargo en el fondo de la garganta. Es guapísima, altísima y un montón de «ísimas» más. Seguro que ella siempre lleva las bragas y el sujetador combinados y seguro que siempre son de La Perla. Me dejo caer sobre mi recién estrenada silla y resoplo con rabia. Por eso Pedro tenía clarísimo que no podía enamorarse de mí. No es cuestión de bragas, que también, es que ellos son dos deportivos de lujo y yo, un Mini. Soy divertida y conmigo se puede atracar un banco a lo teleserie italiana pero, a la hora de la verdad, te quedas con el que tiene todos los extras y los asientos de piel.


Me pongo los ojos en blanco y me obligo a seguir trabajado. ¿Acabo de compararme con un deportivo?


«No sólo te has comparado, si no que has perdido.»


Necesito salir de aquí. Tomar un poco el aire. Alejarme cinco minutos de esta atmósfera donde todo me recuerda a Pedro y en concreto a Pedro con su novia.


Me pongo mi gorrito de lana y mi abrigo y me encamino hacia la recepción. Por inercia me meto la mano en el bolsillo y me encuentro con una hebra de hilo. Tiro de ella, pero no consigo arrancarla. Lo intento por segunda vez, pero nada. Resoplo. Cualquier otro día me hubiese dado igual, pero hoy es diferente. No más cosas inútiles en mi vida. Y de pronto acabar con ese hilo implica que mi vida milagrosamente se arreglará, se llenará de arco iris y bomberos desnudos bailando a mi alrededor, y Christian Grey aparecerá para montarme en un caballo blanco mientras suena una canción de John Newman con coros de James Arthur. Es una fantasía muy elaborada, lo reconozco.


Estoy tan concentrada en la hebra que no miro por dónde piso y trastabillo. Unos brazos me sujetan e impiden que mi flequillo castaño rojizo recién cortado y yo nos demos de bruces contra el suelo.


—Veo que he hecho bien en pasarme por aquí —comenta divertido—. Está claro que me necesitas.


Es Franco.


—Hola —lo saludo colocándome bien el gorro y, la verdad, un poco avergonzada. Es la segunda vez que me salva de dar con mi culo en el parqué—. ¿Qué haces aquí? —añado con una sonrisa.


—Asuntos con Fitzgerald —responde devolviéndome el gesto a la vez que se encoge de hombros—. No sabía que aún estabas por aquí. Pensé que ya te habrían mandado al edificio Pisano.


Niego con la cabeza.


—Al final me quedo aquí como asistente de oficina —le aclaro—. Esa pecera —digo señalándola muy orgullosa— es mi despacho.


—Uau, Chaves —replica ofreciéndome la mano para chocar
divertido—. Sabía que podías.


Se la choco y no puedo evitar sonreír de nuevo.


—Déjame invitarte a comer para celebrarlo —propone.


Miro a mi alrededor e inconscientemente acabo haciéndolo hacia la puerta de Pedro. Resoplo mentalmente. Paula Chaves, eres un asco.


Pedro está fuera de tu vida.


—Claro —respondo asintiendo con entusiasmo.


El entusiasmo es opcional, pero decido ponerlo porque voy a
obligarme a reírme, a divertirme y a pasármelo realmente bien. Así le demostraré, quiero decir, me demostraré que el centro de mi universo no es de origen alemán.


Franco me lleva a comer a un gastropub a unas manzanas de la oficina llamado Marchisio’s. Está realmente bien y lo más gracioso es que, en mitad de la comida, una chica rubia muy guapa ha empezado a gritar algo sobre que el universo la está castigando por haberse comprado tantos zapatos, pero que la culpa no es suya, sino de Manolo Blahnik por hacerlos tan bonitos. Una joven también muy guapa, aunque de una manera completamente diferente, y embarazada le ha contestado que ésa ha sido su elección de vida y que ahora no puede echarse atrás mientras trataba de no romper a reír. Entonces, uno de los hombres más guapos que he visto en todos los días de mi vida se ha acercado a la mesa y le ha dado un beso de película a la chica embarazada. La rubia les ha exigido que se vayan a un hotel y después ha rectificado y ha añadido que mejor que no, que no quiere perder de vista a su amiga durante tres días.


De vuelta en la oficina, cruzo la recepción más animada. 


Franco me ha hecho reír.


Apenas he dado un par de pasos cuando noto su mano rodear con rabia mi muñeca y atraerme hacia él. Otra vez sé que es Pedro y otra vez saberlo es lo último que quiero.


Nos encierra en su despacho de un portazo y sin ninguna delicadeza me lleva contra la puerta hasta que me aprisiona entre la madera y su cuerpo.


—¿Cuánto tiempo has tardado en dejar que Franco vuelva a tontear contigo? ¿Cinco putos minutos? —pregunta con la voz endurecida y la mandíbula increíblemente tensa.


Está más que furioso.


—¿De qué estás hablando? —me quejo liberando mi muñeca con rabia, pero Pedro la atrapa de nuevo sin ningún esfuerzo y la lleva otra vez contra la madera, todavía más brusco—. Sólo me ha invitado a comer. Nos hemos encontrado por casualidad. Me he chocado con él cuando salía de mi oficina.


Pedro sonríe arisco.


—Si no fueras tan increíblemente patosa, no te creería.


Está enfadado. Cuando lo está, siempre dice cosas que me molestan.


—Y si tú no fueras tan capullo, incluso me sorprendería de que me estuvieses montando una escena después de que me dijeras que no me quieres y que nunca vas a quererme justo antes de echarme de tu casa. Tienes novia, Pedro.


No era el plan, pero mis palabras, involuntariamente, se llenan de todo el dolor y la rabia que siento.


Pedro suspira brusco y algo en su mirada cambia. De pronto tengo la sensación de que hemos vuelto al archivo, que sigo llorando y que Pedro me pide que me calme.


—Te he visto con ella. Le ponías el abrigo y le abrías la puerta. Estabas siendo amable —me sincero porque cada palabra me está quemando por dentro.


Estoy a punto de volver a llorar, pero me contengo. No quiero convertirme en una de esas exnovias que no pueden dejar de llorar cada vez que ven al hombre que les partió el corazón.


—¿Te hubiese dolido menos si la hubieses visto saliendo de mi habitación?


Dudo sobre qué contestar, pero a estas alturas de la película me parece una estupidez mentir para salvar el orgullo. Él también tiene clarísima la respuesta a esa pregunta. Si no, ni siquiera la habría formulado.


—Sí —murmuro fingiendo una sonrisa para no parecer una patética enamorada—. ¿No es una locura?


Pedro me acaricia suavemente la mejilla con la punta de los dedos, despacio. En su mirada, bajo toda esa rabia y soberbia, comienza a dibujarse un dolor frío y cortante.


—No, no lo es —susurra con su ronca voz—. Sólo significa que me conoces demasiado bien.


Su olor me envuelve. Estoy perdida.


—¿Por qué con ella si puedes tener una relación y conmigo no?


Soy plenamente consciente de lo patética que sueno, pero necesito una respuesta.


—No lo sé, Pecosa —murmura.


Mueve despacio su mano hasta que sus hábiles dedos se acomodan en mi cuello. Involuntariamente mi respiración se acelera y un suspiro bajito pero lleno de significado sale de mis labios.


—No podemos seguir así —me advierte.


Su voz se ha vuelto aún más ronca, llenándose de deseo.


—Por Dios, Paula, márchate —me pide separándose brusco, como si temiese no ser capaz de contenerse si sigue cerca de mí.


Yo me separo un paso de la puerta y por un momento lo observo apoyar las dos palmas de las manos sobre su mesa. Resopla lleno de rabia al mismo tiempo que su espalda se tensa. En este momento recuerdo las palabras de Jeremias y las mías propias y no puedo evitar pensar que hay algo que no sé y que eso es lo que lo atormenta, lo que lo separa de mí.


—A partir de ahora sólo hablaremos de trabajo —sentencia sin ni siquiera volverse.


Quiero decirle que se está equivocando, que hablemos, pero, por mucho que una parte de mí tenga dudas, la situación es la que es. Él tiene novia y yo debo alejarme para volver a estar bien.


Asiento aunque sé que él no puede verme y, torpe, con los ojos llenos de las lágrimas que no me permito llorar, salgo escopetada.








CAPITULO 54 (PRIMERA HISTORIA)




Soy la primera en llegar a la sala de conferencias. Mientras espero a los chicos, me pongo más nerviosa a cada segundo que pasa. Estoy jugueteando inquieta con el lápiz contra los balances de la empresa del multimillonario Benjamin Foster cuando oigo pasos acercarse a la puerta y apenas unos segundos después los chicos entran. Primero Jeremias, después Octavio y, por último, Pedro. No suena Sympathy for the devil porque Mick Jagger y Keith Richards están sentados a mi lado embobados como yo. ¿Cómo puede ser posible que esté aún más guapo que esta mañana? Creo que es otra de sus formas de torturarme. 


«Vamos a ver cuánto tarda Pecosa en perder las bragas.» La respuesta escandalizaría al mismísimo Thomas Hardy.


Él me observa apenas un momento y toma asiento al otro lado de la mesa. Es algo que siempre me ha sorprendido de las reuniones en Colton, Fitzgerald y Alfonso. Nunca, ninguno de ellos se sienta en la cabecera, un recordatorio más de las bases de su relación de igual a igual absolutamente en todos los niveles. Es la amistad elevada a la enésima potencia.


—Bueno, todos tenemos cosas que hacer, así que vamos a intentar terminar lo antes posible —nos anuncia Octavio—. Paula, las cuentas.


Asiento y comienzo a explicar lo que he preparado en mi despacho, ¡mi despacho!, justo antes de venir aquí.


Más o menos una hora después, la reunión ya casi ha acabado. Los chicos acuerdan una nueva tanda de inversiones y tanto Jeremias como Octavio me encargan revisiones de otros proyectos.


Pedro no me dirige la palabra ni una sola vez, pero, cada vez que posa sus ojos sobre mí, mi corazón se detiene un segundo y durante el siguiente late desbocado. Tengo la kamikaze sensación de que con su mirada trata de decirme todo lo que no se permite hacer con palabras.


Inmediatamente tengo que recordarme que eso es una estupidez muy propia de las novelas románticas, que por otra parte creo seriamente que debería dejar de leer. Sin embargo, algo dentro de mí vuelve a gritarme que no me quede sólo con lo que él quiere que vea, que siga mi intuición.


—Antes de irnos, explícanos cómo va lo de Holland Avenue —me pide Jeremias.


Hago memoria un segundo. No veo esos expedientes desde hace varios días, aunque no tardo en recordarlos.


—Van exactamente como…


Unos golpes en la puerta me distraen. Se abre despacio y Sandra entra con cara de susto.


—Señor Alfonso —lo llama nerviosa.


Automáticamente frunzo el ceño. Todos en esta habitación, su pobre secretaria incluida, sabemos que no se le puede interrumpir cuando está reunido.


Pedro, arisco y malhumorado, lleva su vista hacia ella y le hace un imperceptible gesto con la cabeza para que hable.


—Le esperan en su despacho.


Él enarca las cejas sardónico dedicándole un implícito «¿quién?» y recordándole de paso lo poco que le gusta que le den los mensajes a medias.


—Su novia —le aclara.






CAPITULO 53 (PRIMERA HISTORIA)




Me paso la mano por el pelo y dejo que los mechones se cuelen entre mis dedos. La sensación es agradable, pero se acaba en seguida. Tengo el pelo muy corto. Apenas me llega al hombro. El suelo a mi alrededor está lleno de mechones castaños, casi rojizos.


—¿Te gusta? —pregunta Lola inquieta.


Vuelvo a mirarme. Me siento rara. Nunca he llevado el pelo tan corto pero… me gusta, me gusta mucho. Sólo tengo que acostumbrarme.


—Me encanta —digo al fin.


—¿Segura?


—Sí —sentencio con una sonrisa.


Es moderno y divertido. Soy Bonnie sosteniendo una ametralladora de disco, montada en uno de esos coches de principios del siglo xx con Clyde.


— Genial —replica Lola—. Recojamos todo esto y vayámonos de compras.


Nos pasamos el resto de la mañana de tiendas y almorzamos en NoLita para que Lola pueda ver a Nerón. No tengo mucho dinero, pero, dado que conservaré el trabajo, puedo permitirme un vestido muy bonito en TopShop.


En casa tomamos un número, que se pone un poco borroso después del tres, de margaritas y nos vamos a dormir. El alcohol, la tarde de compras y todo el cansancio acumulado hacen que en seguida los ojos comiencen a cerrárseme sistemáticamente, pero otra vez, en este instante en el que no sabes si estás despierto o dormido, vuelvo a pensar en Pedro y en el sexo somnoliento, el peor invento del mundo.


Lola tiene que acompañar a su jefe a una reunión en el Meatpacking District, así que tendré que pillar el bus para ir a la oficina.


Cuando llego a la parada, atrapo el último sitio y sonrío satisfecha a un skater que tenía las mismas intenciones que yo y ahora me mira malhumorado.


He sido más rápida que tú, chico del patinete.


No llevo ni dos segundos sentada cuando aparece un señor que ya debía de ser viejo cuando los autobuses fueron la revolución del transporte público. Hago el ademán de levantarme, pero él alza la mano diciéndome que no es necesario. Lo miro y sonrío. Es obvio que sí es necesario. Me levanto y le señalo el asiento para que pueda sentarse. Él me devuelve la sonrisa y me lo señala a mí. Y entre señalar y señalar, el skater se sienta y deja caer el patinete a sus pies.


—¿En serio? —pregunto levantándome el gorro de lana que llevo puesto para poder mirarlo sin asomo de duda a los ojos.


—En serio —sentencia sin ningún remordimiento—. Hay que ser más rápida, Pecosa.


¿Pecosa? ¿De verdad?


El chico se encoge de hombros y yo tengo ganas de subirme a lo alto del techo de la parada y gritar que estoy empezando a cansarme del absurdo chiste que tengo por vida. El universo tiene que pasárselo en grande a mi costa.


Le dedico la peor mirada que soy capaz de esgrimir, giro sobre mis pies y me adelanto unos pasos para esperar el autobús en el borde de la acera. Qué gilipollas.


Entro en el elegante edificio de oficinas suplicando que se haya marchado a una reunión de negocios a la otra punta del país o, mejor aún, haya decidido quedarse en su casa llorando y bebiendo. Esta última opción me proporciona un poco de placer, pero soy plenamente consciente de que es la menos probable. Posiblemente ayer se tomó un Glenlivet, se puso su mejor traje y se fue al Archetype y ahora mismo esté tomándose un café intentando recordar si se acostó con dos suecas y una finlandesa o bien con dos finlandesas y una sueca. Al final, reduciría el pensamiento a algo así como «todas de diseño escandinavo y todas me la chuparon». 


Sería un comentario muy de él.


Esa idea me enfada sobremanera y mi súplica en las sesenta plantas de ascensor cambia ligeramente. Espero que un incendio haya fulminado su apartamento de Park Avenue y se haya chamuscado el noventa por ciento del cuerpo, de manera que ahora sea una momia muy poco atractiva. Resoplo. No quiero que él ni su ático se quemen, sólo su dormitorio con todos sus malditos trajes, las servilletas con nombres de chicas con corazoncitos y sus coches de colección. Me alegro de haberme quedado con el Alfa Romeo, aunque aún no sé muy bien qué hacer con él.


Al atravesar la puerta, sigo suplicando bajito que por lo menos esté en una reunión y no lo vea en todo el día, pero, cuando alzo la cabeza, me doy cuenta de que no va a concederme una tregua ni siquiera hoy. Está hablando con Sandra. Le da unos papeles y, antes de marcharse de vuelta a su despacho, alza la mirada y me ve. Está aún más guapo y yo sólo quiero gritar y abofetearlo y besarlo... porque, a pesar de todo, le quiero y ninguna quema de coches de colección va a poder acabar con eso.


«Pero ayudaría.»


Necesito un minuto, pero no me lo concedo. Tengo que acostumbrarme a que, a partir de ahora, las cosas serán así. Él, injustamente guapo, y yo, injustamente colada por él. 


Pedro me mira de arriba abajo con la expresión tensa, malhumorado, furioso, y durante un momento nos quedamos así el uno frente al otro, separados por un puñado de metros, hasta que él decide que los dos hemos tenido suficiente y entra en su despacho cerrando de un sonoro portazo.


Estoy completamente convencida de que me quedan muchos de esos por escuchar.


Miro a mi alrededor sin saber qué hacer. Normalmente trabajaría con Pedro en su oficina, pero obviamente eso no voy a hacerlo. Decido ir a hablar con Jeremias para decirle que ya estoy aquí y que, si no le parece mal, me instalaré en la sala de juntas. Sin embargo, apenas he dado unos pasos en dirección a su despacho cuando Octavio y él aparecen desde el pasillo.


—Hola, Paula —me saluda Octavio con esa sonrisa destinada a eliminar la reticencia de cualquier chica. Seguro que tiene clarísimo lo que consigue con ella.


—Hola —añade Jeremias también sonriendo.


Yo les devuelvo el gesto y levanto suavemente la mano.


—Llegas pronto —me riñe Octavio— y eso significa que voy a ganarme una buena bronca.


Estira la mano para que pase delante y cogemos el pasillo que lleva al despacho de Jeremias y al archivo. Es el opuesto a donde están la sala de juntas, el de Octavio y el de Pedro.


—Aquí soy el único que trabajo —susurra divertido.


Yo vuelvo a sonreír y Jeremias pone los ojos en blanco.


—Menos club y más dejarte los cuernos aquí —le reprende su socio.


—¿Menos club? Tendrás valor —protesta indignadísimo—. Cada vez que llego, tú ya estás allí y, cuando me marcho, tú sigues allí.


—Eso es porque, evidentemente —replica socarrón—, yo tengo mucho más que hacer allí que tú.


No puedo evitar echarme a reír y Octavio resopla aún más indignado que antes.


—En fin —dice deteniéndose frente a una puerta—, fingiré que no te he oído por el bien de nuestra amistad, gilipollas.


Jeremias lo mira tan amenazador como divertido desde su pedestal y se cruza de brazos junto a la puerta.


—¿Preparada? —me pregunta Octavio.


Yo frunzo el ceño y miro hacia la puerta. Es de cristal, como la pared frontal y la que da al vestíbulo. No puede verse el interior porque ambas han sido cuidadosamente cubiertas por papel de embalar.


—Sí, supongo —respondo con una sonrisa curiosa.


Octavio abre la puerta, enciende la luz y mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechados con el primer paso que doy. La estancia es pequeña y los muebles, sencillos pero muy bonitos. Hay una mesa de madera clara justo en el centro con un iMac reluciente. A un lado hay una estantería con las dos primeras baldas llenas de libros y, junto a ella, una pequeña mesita y dos sillones de esqueleto de metal y mullidos cojines blancos a juego con los de la sala de espera. Es un despacho. ¡Mi despacho!


Sonrío de nuevo, pero toda mi expresión se llena del más genuino asombro cuando veo el enorme ventanal tras la mesa. ¿Cómo no he podido darme cuenta antes? ¡Es increíble! Doy un paso hacia él y sonrío como una idiota al ver el Rockefeller Center levantarse frente a mí; un poco más atrás, el edificio Chrysler, y, en la otra dirección, majestuoso y sereno, Central Park. Mi sonrisa se vuelve un poco más triste pero mucho más sincera al comprobar que tengo un pedacito de las vistas de Pedro en mi propio ventanal.


Pedro, después de pasarse todo el día protestando —me explica Octavio—, gruñó algo parecido a que te encantaban las vistas de Nueva York, así que nos dimos cuenta de que éste era el despacho ideal para ti.


Sonrío de nuevo y sin quererlo recuerdo cómo se rio de mí porque me quedé admirada contemplando los rascacielos.


—Pero, como ves, aún faltan algunas cosas —me devuelve Jeremias a la realidad—. No tienes ni un mísero lápiz.


Ahora es Octavio el que pone los ojos en blanco.


—Ahora mismo mandaré a Claire con todo el material de oficina — refunfuña.


Yo asiento y sonrío. Estoy encantada. Los chicos me devuelven el gesto y se dirigen a la puerta.


—Tenemos una reunión en dos horas —me informa Jeremias—. Repasa todas las cuentas del asunto Foster.


—Por supuesto —respondo eficiente, pero mi indisimulable sonrisa sigue ahí.


Los chicos se marchan; espero hasta que la puerta se cierra, para no caerme de la escala profesional, y comienzo a dar saltitos e incluso alguna palmadita. ¡Tengo un despacho!


Lo primero que hago es retirar todo el papel de embalar. 


Puedo ver el vestíbulo y la recepción desde aquí, incluso una esquinita del mostrador de Eva. También veo la puerta de Pedro, pero prefiero no pensar en eso.


Claire no tarda en llegar con una caja de cartón con todo lo necesario para llenar la bonita cajonera gris marengo junto a mi mesa. Poco después es Eva la que llama a mi puerta acompañada de uno de los chicos de mantenimiento del edificio para instalarme un teléfono y una ultramoderna impresora multifunción que, por el bien de todos, espero saber usar.


Voy a buscar a Lola para contarle las buenas noticias, pero Macarena me explica que aún no ha llegado. En principio decido esperar. Quiero ver la cara que pone cuando le cuente que ya tengo despacho, pero no soy capaz de aguantar ni tres minutos y acabo llamándola por teléfono.


Dejo de pasearme de un lado a otro y de quedarme admirada con las vistas y me pongo a trabajar. La reunión es en menos de una hora y necesito repasar todos los informes de Foster.


Camino del archivo tengo la tentación de pasar por el despacho de Pedro y ver cómo está, pero me contengo. 


No sería una buena idea.