miércoles, 28 de junio de 2017

CAPITULO 55 (PRIMERA HISTORIA)




¿Novia? ¿Tiene novia? No estoy en el segundo en el que mi corazón se ha detenido, creo sencillamente que ha caído fulminado. ¿Cuándo ha pasado? ¿Cómo? Hace dos días vivíamos juntos. Jeremias me mira lleno de empatía, aunque es obvio que está furioso. Suspira profundo e inmediatamente mira a Octavio. Él cabecea con la mirada fija en los documentos que tiene delante. A ninguno de los dos les parece justo lo que acaba de pasar. A mí tampoco. 


¿Cómo ha podido hacerme esto?


Observo a Pedro y él me mantiene la mirada. Quiero hablar, preguntar. He perdido la cuenta de cuántas veces, de una manera u otra, le he oído decir que a él no le interesaban las novias.


—Dígale que aún me quedan unos minutos.


Sandra asiente y se marcha.


La puerta, al cerrarse, me devuelve al mundo real. Sus ojos se oscurecen y, si no fuera imposible, diría que se llenan de dolor. Yo cabeceo y desato nuestras miradas. Noto cómo las lágrimas me queman detrás de los ojos. No me merezco esto.


Aprieto el lápiz con fuerza y apremio a mi cerebro para que recupere lo que fuese a decir de Holland Avenue. Tengo que salir de aquí.


—Las cosas con Holland Avenue van exactamente como queréis. Si el euríbor no baja de los setecientos puntos y el índice Nikkei se mantiene en unas variaciones de doscientos enteros, habrá beneficios a finales de este trimestre.


Lo digo todo de forma mecánica, apresurada, casi sin respirar, porque sé que una bocanada de más sería un sollozo y lo último que quiero es llorar delante de él.


—Muchas gracias, Paula —me dice Octavio con voz serena,
esforzándose en usar un tono que me reconforte—. La reunión ha acabado.


Asiento y salgo disparada. No recojo las carpetas. Regresaré después a por ellas. Cruzo el vestíbulo como una exhalación y a unos pasos de mi despacho me detengo en seco. Las paredes son de cristal. No puedo lamentarme en una pecera. 


Ni siquiera tengo un maldito sitio donde llorar y, visto lo visto, está claro que voy a necesitar uno.


Antes de que pueda evitarlo, sollozo y las primeras lágrimas comienzan a caer por mis mejillas. Me tapo la boca con la palma de la mano y mi pecho sube arriba y abajo con el siguiente sollozo que no me permito pronunciar. No quiero quedarme aquí en mitad del vestíbulo. No quiero que nadie me vea. Pero soy incapaz de salir corriendo. Estoy bloqueada. En ese preciso instante noto una mano que me agarra del brazo. Sé quién es. Todo mi cuerpo lo sabe. Y ni siquiera quiero hacerlo.


Pedro me guía hasta el archivo, cierra la puerta tras nuestro paso y con suavidad me lleva hasta la mesa de consultas. Yo quiero dejar de llorar, pero no puedo.


—Respira hondo —susurra amable sin una pizca de enfado, de exigencia, de burla, simplemente entendiendo por lo que estoy pasando.


En contra de mi voluntad, su voz ronca entra en mi cuerpo y lo calma. Me sorbo los mocos de una manera muy poco elegante y levanto la cabeza. Pestañeo un par de veces y trato de enfocarlo mejor, pero tengo los ojos llenos de lágrimas y la tarea se complica un poco. Pedro exhala todo el aire de sus pulmones, alza la mano y despacio, dulce, me aparta el pelo de la cara y me lo coloca tras la oreja.


—Te has cortado el pelo —murmura con una sonrisa que no le llega a los ojos, jugando con un mechón entre sus dedos—. Estás preciosa, Pecosa.


Su voz se evapora al final de su propia frase y me doy cuenta de que, aunque soy yo la que está llorando, esta situación le duele tanto como a mí. 


Por eso está claro que esto no nos hace bien a ninguno de los dos. Él ya ha encontrado a la chica con la que estar, con la que querer estar. No tiene ningún sentido alargar la agonía.


Lo empujo suavemente y él, de mala gana, da un paso atrás. 


Salgo del archivo sin volver a mirarlo, limpiándome los ojos con el dorso de la mano. Camino de prisa hasta el baño y me lavo la cara con agua helada.


Cojo una de las toallas perfectamente dobladas de la cestita sobre el mármol del lavabo y me seco la cara.


—Nada de venirse abajo, Paula Chaves —me digo mirando mi reflejo en el espejo, bajando la toalla hasta apoyarla en el lavabo—. Sólo tienes que empezar a ser honesta, lista y leal contigo misma.


Al pronunciar esas palabras, aprieto la toalla con fuerza. 


Nunca había estado tan triste.


Otra vez necesito un minuto, pero otra vez no me lo concedo. Se acabó la autocompasión. Salgo del baño y camino despacio por el suelo de parqué perfectamente acuchillado. Estoy a unos pasos de la recepción cuando los veo. Debería haberme concedido ese minuto. Él le ayuda a ponerse el abrigo y amable le sujeta la puerta para que pase. He visto salir a chicas de la habitación de Pedro, he sido testigo de cómo se lo comían con los ojos en el club y nada me ha dolido tanto como esto. Está siendo atento con ella.


A pesar de que con el primer segundo decido que ya he tenido suficiente, no soy capaz de obligar a mis piernas a que me saquen de allí y contemplo toda la escena hasta que los pierdo de vista camino de los ascensores. Creo que mi sentido común ha ordenado a mi cuerpo que no se moviese ni un ápice para que entienda de una vez cómo son las cosas.


Regreso a mi despacho con la idea de trabajar, pero soy incapaz de enlazar dos ideas mínimamente inteligentes seguidas. Me lo imagino en el club con ella y siento un sabor amargo en el fondo de la garganta. Es guapísima, altísima y un montón de «ísimas» más. Seguro que ella siempre lleva las bragas y el sujetador combinados y seguro que siempre son de La Perla. Me dejo caer sobre mi recién estrenada silla y resoplo con rabia. Por eso Pedro tenía clarísimo que no podía enamorarse de mí. No es cuestión de bragas, que también, es que ellos son dos deportivos de lujo y yo, un Mini. Soy divertida y conmigo se puede atracar un banco a lo teleserie italiana pero, a la hora de la verdad, te quedas con el que tiene todos los extras y los asientos de piel.


Me pongo los ojos en blanco y me obligo a seguir trabajado. ¿Acabo de compararme con un deportivo?


«No sólo te has comparado, si no que has perdido.»


Necesito salir de aquí. Tomar un poco el aire. Alejarme cinco minutos de esta atmósfera donde todo me recuerda a Pedro y en concreto a Pedro con su novia.


Me pongo mi gorrito de lana y mi abrigo y me encamino hacia la recepción. Por inercia me meto la mano en el bolsillo y me encuentro con una hebra de hilo. Tiro de ella, pero no consigo arrancarla. Lo intento por segunda vez, pero nada. Resoplo. Cualquier otro día me hubiese dado igual, pero hoy es diferente. No más cosas inútiles en mi vida. Y de pronto acabar con ese hilo implica que mi vida milagrosamente se arreglará, se llenará de arco iris y bomberos desnudos bailando a mi alrededor, y Christian Grey aparecerá para montarme en un caballo blanco mientras suena una canción de John Newman con coros de James Arthur. Es una fantasía muy elaborada, lo reconozco.


Estoy tan concentrada en la hebra que no miro por dónde piso y trastabillo. Unos brazos me sujetan e impiden que mi flequillo castaño rojizo recién cortado y yo nos demos de bruces contra el suelo.


—Veo que he hecho bien en pasarme por aquí —comenta divertido—. Está claro que me necesitas.


Es Franco.


—Hola —lo saludo colocándome bien el gorro y, la verdad, un poco avergonzada. Es la segunda vez que me salva de dar con mi culo en el parqué—. ¿Qué haces aquí? —añado con una sonrisa.


—Asuntos con Fitzgerald —responde devolviéndome el gesto a la vez que se encoge de hombros—. No sabía que aún estabas por aquí. Pensé que ya te habrían mandado al edificio Pisano.


Niego con la cabeza.


—Al final me quedo aquí como asistente de oficina —le aclaro—. Esa pecera —digo señalándola muy orgullosa— es mi despacho.


—Uau, Chaves —replica ofreciéndome la mano para chocar
divertido—. Sabía que podías.


Se la choco y no puedo evitar sonreír de nuevo.


—Déjame invitarte a comer para celebrarlo —propone.


Miro a mi alrededor e inconscientemente acabo haciéndolo hacia la puerta de Pedro. Resoplo mentalmente. Paula Chaves, eres un asco.


Pedro está fuera de tu vida.


—Claro —respondo asintiendo con entusiasmo.


El entusiasmo es opcional, pero decido ponerlo porque voy a
obligarme a reírme, a divertirme y a pasármelo realmente bien. Así le demostraré, quiero decir, me demostraré que el centro de mi universo no es de origen alemán.


Franco me lleva a comer a un gastropub a unas manzanas de la oficina llamado Marchisio’s. Está realmente bien y lo más gracioso es que, en mitad de la comida, una chica rubia muy guapa ha empezado a gritar algo sobre que el universo la está castigando por haberse comprado tantos zapatos, pero que la culpa no es suya, sino de Manolo Blahnik por hacerlos tan bonitos. Una joven también muy guapa, aunque de una manera completamente diferente, y embarazada le ha contestado que ésa ha sido su elección de vida y que ahora no puede echarse atrás mientras trataba de no romper a reír. Entonces, uno de los hombres más guapos que he visto en todos los días de mi vida se ha acercado a la mesa y le ha dado un beso de película a la chica embarazada. La rubia les ha exigido que se vayan a un hotel y después ha rectificado y ha añadido que mejor que no, que no quiere perder de vista a su amiga durante tres días.


De vuelta en la oficina, cruzo la recepción más animada. 


Franco me ha hecho reír.


Apenas he dado un par de pasos cuando noto su mano rodear con rabia mi muñeca y atraerme hacia él. Otra vez sé que es Pedro y otra vez saberlo es lo último que quiero.


Nos encierra en su despacho de un portazo y sin ninguna delicadeza me lleva contra la puerta hasta que me aprisiona entre la madera y su cuerpo.


—¿Cuánto tiempo has tardado en dejar que Franco vuelva a tontear contigo? ¿Cinco putos minutos? —pregunta con la voz endurecida y la mandíbula increíblemente tensa.


Está más que furioso.


—¿De qué estás hablando? —me quejo liberando mi muñeca con rabia, pero Pedro la atrapa de nuevo sin ningún esfuerzo y la lleva otra vez contra la madera, todavía más brusco—. Sólo me ha invitado a comer. Nos hemos encontrado por casualidad. Me he chocado con él cuando salía de mi oficina.


Pedro sonríe arisco.


—Si no fueras tan increíblemente patosa, no te creería.


Está enfadado. Cuando lo está, siempre dice cosas que me molestan.


—Y si tú no fueras tan capullo, incluso me sorprendería de que me estuvieses montando una escena después de que me dijeras que no me quieres y que nunca vas a quererme justo antes de echarme de tu casa. Tienes novia, Pedro.


No era el plan, pero mis palabras, involuntariamente, se llenan de todo el dolor y la rabia que siento.


Pedro suspira brusco y algo en su mirada cambia. De pronto tengo la sensación de que hemos vuelto al archivo, que sigo llorando y que Pedro me pide que me calme.


—Te he visto con ella. Le ponías el abrigo y le abrías la puerta. Estabas siendo amable —me sincero porque cada palabra me está quemando por dentro.


Estoy a punto de volver a llorar, pero me contengo. No quiero convertirme en una de esas exnovias que no pueden dejar de llorar cada vez que ven al hombre que les partió el corazón.


—¿Te hubiese dolido menos si la hubieses visto saliendo de mi habitación?


Dudo sobre qué contestar, pero a estas alturas de la película me parece una estupidez mentir para salvar el orgullo. Él también tiene clarísima la respuesta a esa pregunta. Si no, ni siquiera la habría formulado.


—Sí —murmuro fingiendo una sonrisa para no parecer una patética enamorada—. ¿No es una locura?


Pedro me acaricia suavemente la mejilla con la punta de los dedos, despacio. En su mirada, bajo toda esa rabia y soberbia, comienza a dibujarse un dolor frío y cortante.


—No, no lo es —susurra con su ronca voz—. Sólo significa que me conoces demasiado bien.


Su olor me envuelve. Estoy perdida.


—¿Por qué con ella si puedes tener una relación y conmigo no?


Soy plenamente consciente de lo patética que sueno, pero necesito una respuesta.


—No lo sé, Pecosa —murmura.


Mueve despacio su mano hasta que sus hábiles dedos se acomodan en mi cuello. Involuntariamente mi respiración se acelera y un suspiro bajito pero lleno de significado sale de mis labios.


—No podemos seguir así —me advierte.


Su voz se ha vuelto aún más ronca, llenándose de deseo.


—Por Dios, Paula, márchate —me pide separándose brusco, como si temiese no ser capaz de contenerse si sigue cerca de mí.


Yo me separo un paso de la puerta y por un momento lo observo apoyar las dos palmas de las manos sobre su mesa. Resopla lleno de rabia al mismo tiempo que su espalda se tensa. En este momento recuerdo las palabras de Jeremias y las mías propias y no puedo evitar pensar que hay algo que no sé y que eso es lo que lo atormenta, lo que lo separa de mí.


—A partir de ahora sólo hablaremos de trabajo —sentencia sin ni siquiera volverse.


Quiero decirle que se está equivocando, que hablemos, pero, por mucho que una parte de mí tenga dudas, la situación es la que es. Él tiene novia y yo debo alejarme para volver a estar bien.


Asiento aunque sé que él no puede verme y, torpe, con los ojos llenos de las lágrimas que no me permito llorar, salgo escopetada.








1 comentario:

  1. Ayyyyyyyyy, Diossssssssss, cómo se está haciendo odiar Pedro, no puede tratarla así a Pau.

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