miércoles, 28 de junio de 2017

CAPITULO 53 (PRIMERA HISTORIA)




Me paso la mano por el pelo y dejo que los mechones se cuelen entre mis dedos. La sensación es agradable, pero se acaba en seguida. Tengo el pelo muy corto. Apenas me llega al hombro. El suelo a mi alrededor está lleno de mechones castaños, casi rojizos.


—¿Te gusta? —pregunta Lola inquieta.


Vuelvo a mirarme. Me siento rara. Nunca he llevado el pelo tan corto pero… me gusta, me gusta mucho. Sólo tengo que acostumbrarme.


—Me encanta —digo al fin.


—¿Segura?


—Sí —sentencio con una sonrisa.


Es moderno y divertido. Soy Bonnie sosteniendo una ametralladora de disco, montada en uno de esos coches de principios del siglo xx con Clyde.


— Genial —replica Lola—. Recojamos todo esto y vayámonos de compras.


Nos pasamos el resto de la mañana de tiendas y almorzamos en NoLita para que Lola pueda ver a Nerón. No tengo mucho dinero, pero, dado que conservaré el trabajo, puedo permitirme un vestido muy bonito en TopShop.


En casa tomamos un número, que se pone un poco borroso después del tres, de margaritas y nos vamos a dormir. El alcohol, la tarde de compras y todo el cansancio acumulado hacen que en seguida los ojos comiencen a cerrárseme sistemáticamente, pero otra vez, en este instante en el que no sabes si estás despierto o dormido, vuelvo a pensar en Pedro y en el sexo somnoliento, el peor invento del mundo.


Lola tiene que acompañar a su jefe a una reunión en el Meatpacking District, así que tendré que pillar el bus para ir a la oficina.


Cuando llego a la parada, atrapo el último sitio y sonrío satisfecha a un skater que tenía las mismas intenciones que yo y ahora me mira malhumorado.


He sido más rápida que tú, chico del patinete.


No llevo ni dos segundos sentada cuando aparece un señor que ya debía de ser viejo cuando los autobuses fueron la revolución del transporte público. Hago el ademán de levantarme, pero él alza la mano diciéndome que no es necesario. Lo miro y sonrío. Es obvio que sí es necesario. Me levanto y le señalo el asiento para que pueda sentarse. Él me devuelve la sonrisa y me lo señala a mí. Y entre señalar y señalar, el skater se sienta y deja caer el patinete a sus pies.


—¿En serio? —pregunto levantándome el gorro de lana que llevo puesto para poder mirarlo sin asomo de duda a los ojos.


—En serio —sentencia sin ningún remordimiento—. Hay que ser más rápida, Pecosa.


¿Pecosa? ¿De verdad?


El chico se encoge de hombros y yo tengo ganas de subirme a lo alto del techo de la parada y gritar que estoy empezando a cansarme del absurdo chiste que tengo por vida. El universo tiene que pasárselo en grande a mi costa.


Le dedico la peor mirada que soy capaz de esgrimir, giro sobre mis pies y me adelanto unos pasos para esperar el autobús en el borde de la acera. Qué gilipollas.


Entro en el elegante edificio de oficinas suplicando que se haya marchado a una reunión de negocios a la otra punta del país o, mejor aún, haya decidido quedarse en su casa llorando y bebiendo. Esta última opción me proporciona un poco de placer, pero soy plenamente consciente de que es la menos probable. Posiblemente ayer se tomó un Glenlivet, se puso su mejor traje y se fue al Archetype y ahora mismo esté tomándose un café intentando recordar si se acostó con dos suecas y una finlandesa o bien con dos finlandesas y una sueca. Al final, reduciría el pensamiento a algo así como «todas de diseño escandinavo y todas me la chuparon». 


Sería un comentario muy de él.


Esa idea me enfada sobremanera y mi súplica en las sesenta plantas de ascensor cambia ligeramente. Espero que un incendio haya fulminado su apartamento de Park Avenue y se haya chamuscado el noventa por ciento del cuerpo, de manera que ahora sea una momia muy poco atractiva. Resoplo. No quiero que él ni su ático se quemen, sólo su dormitorio con todos sus malditos trajes, las servilletas con nombres de chicas con corazoncitos y sus coches de colección. Me alegro de haberme quedado con el Alfa Romeo, aunque aún no sé muy bien qué hacer con él.


Al atravesar la puerta, sigo suplicando bajito que por lo menos esté en una reunión y no lo vea en todo el día, pero, cuando alzo la cabeza, me doy cuenta de que no va a concederme una tregua ni siquiera hoy. Está hablando con Sandra. Le da unos papeles y, antes de marcharse de vuelta a su despacho, alza la mirada y me ve. Está aún más guapo y yo sólo quiero gritar y abofetearlo y besarlo... porque, a pesar de todo, le quiero y ninguna quema de coches de colección va a poder acabar con eso.


«Pero ayudaría.»


Necesito un minuto, pero no me lo concedo. Tengo que acostumbrarme a que, a partir de ahora, las cosas serán así. Él, injustamente guapo, y yo, injustamente colada por él. 


Pedro me mira de arriba abajo con la expresión tensa, malhumorado, furioso, y durante un momento nos quedamos así el uno frente al otro, separados por un puñado de metros, hasta que él decide que los dos hemos tenido suficiente y entra en su despacho cerrando de un sonoro portazo.


Estoy completamente convencida de que me quedan muchos de esos por escuchar.


Miro a mi alrededor sin saber qué hacer. Normalmente trabajaría con Pedro en su oficina, pero obviamente eso no voy a hacerlo. Decido ir a hablar con Jeremias para decirle que ya estoy aquí y que, si no le parece mal, me instalaré en la sala de juntas. Sin embargo, apenas he dado unos pasos en dirección a su despacho cuando Octavio y él aparecen desde el pasillo.


—Hola, Paula —me saluda Octavio con esa sonrisa destinada a eliminar la reticencia de cualquier chica. Seguro que tiene clarísimo lo que consigue con ella.


—Hola —añade Jeremias también sonriendo.


Yo les devuelvo el gesto y levanto suavemente la mano.


—Llegas pronto —me riñe Octavio— y eso significa que voy a ganarme una buena bronca.


Estira la mano para que pase delante y cogemos el pasillo que lleva al despacho de Jeremias y al archivo. Es el opuesto a donde están la sala de juntas, el de Octavio y el de Pedro.


—Aquí soy el único que trabajo —susurra divertido.


Yo vuelvo a sonreír y Jeremias pone los ojos en blanco.


—Menos club y más dejarte los cuernos aquí —le reprende su socio.


—¿Menos club? Tendrás valor —protesta indignadísimo—. Cada vez que llego, tú ya estás allí y, cuando me marcho, tú sigues allí.


—Eso es porque, evidentemente —replica socarrón—, yo tengo mucho más que hacer allí que tú.


No puedo evitar echarme a reír y Octavio resopla aún más indignado que antes.


—En fin —dice deteniéndose frente a una puerta—, fingiré que no te he oído por el bien de nuestra amistad, gilipollas.


Jeremias lo mira tan amenazador como divertido desde su pedestal y se cruza de brazos junto a la puerta.


—¿Preparada? —me pregunta Octavio.


Yo frunzo el ceño y miro hacia la puerta. Es de cristal, como la pared frontal y la que da al vestíbulo. No puede verse el interior porque ambas han sido cuidadosamente cubiertas por papel de embalar.


—Sí, supongo —respondo con una sonrisa curiosa.


Octavio abre la puerta, enciende la luz y mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechados con el primer paso que doy. La estancia es pequeña y los muebles, sencillos pero muy bonitos. Hay una mesa de madera clara justo en el centro con un iMac reluciente. A un lado hay una estantería con las dos primeras baldas llenas de libros y, junto a ella, una pequeña mesita y dos sillones de esqueleto de metal y mullidos cojines blancos a juego con los de la sala de espera. Es un despacho. ¡Mi despacho!


Sonrío de nuevo, pero toda mi expresión se llena del más genuino asombro cuando veo el enorme ventanal tras la mesa. ¿Cómo no he podido darme cuenta antes? ¡Es increíble! Doy un paso hacia él y sonrío como una idiota al ver el Rockefeller Center levantarse frente a mí; un poco más atrás, el edificio Chrysler, y, en la otra dirección, majestuoso y sereno, Central Park. Mi sonrisa se vuelve un poco más triste pero mucho más sincera al comprobar que tengo un pedacito de las vistas de Pedro en mi propio ventanal.


Pedro, después de pasarse todo el día protestando —me explica Octavio—, gruñó algo parecido a que te encantaban las vistas de Nueva York, así que nos dimos cuenta de que éste era el despacho ideal para ti.


Sonrío de nuevo y sin quererlo recuerdo cómo se rio de mí porque me quedé admirada contemplando los rascacielos.


—Pero, como ves, aún faltan algunas cosas —me devuelve Jeremias a la realidad—. No tienes ni un mísero lápiz.


Ahora es Octavio el que pone los ojos en blanco.


—Ahora mismo mandaré a Claire con todo el material de oficina — refunfuña.


Yo asiento y sonrío. Estoy encantada. Los chicos me devuelven el gesto y se dirigen a la puerta.


—Tenemos una reunión en dos horas —me informa Jeremias—. Repasa todas las cuentas del asunto Foster.


—Por supuesto —respondo eficiente, pero mi indisimulable sonrisa sigue ahí.


Los chicos se marchan; espero hasta que la puerta se cierra, para no caerme de la escala profesional, y comienzo a dar saltitos e incluso alguna palmadita. ¡Tengo un despacho!


Lo primero que hago es retirar todo el papel de embalar. 


Puedo ver el vestíbulo y la recepción desde aquí, incluso una esquinita del mostrador de Eva. También veo la puerta de Pedro, pero prefiero no pensar en eso.


Claire no tarda en llegar con una caja de cartón con todo lo necesario para llenar la bonita cajonera gris marengo junto a mi mesa. Poco después es Eva la que llama a mi puerta acompañada de uno de los chicos de mantenimiento del edificio para instalarme un teléfono y una ultramoderna impresora multifunción que, por el bien de todos, espero saber usar.


Voy a buscar a Lola para contarle las buenas noticias, pero Macarena me explica que aún no ha llegado. En principio decido esperar. Quiero ver la cara que pone cuando le cuente que ya tengo despacho, pero no soy capaz de aguantar ni tres minutos y acabo llamándola por teléfono.


Dejo de pasearme de un lado a otro y de quedarme admirada con las vistas y me pongo a trabajar. La reunión es en menos de una hora y necesito repasar todos los informes de Foster.


Camino del archivo tengo la tentación de pasar por el despacho de Pedro y ver cómo está, pero me contengo. 


No sería una buena idea.






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