domingo, 30 de julio de 2017

CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)




Suena el despertador. No quiero levantarme. Ayer me dormí llorando. Empecé a hacerlo en el camino de vuelta a casa y ya no pude parar. Nunca me he sentido más confusa y a la vez más triste. A veces creo que Pedro quiere que me rinda, que deje de pensar que puede darme algo distinto a lo que ya tenemos y, otras, creo que quiere que luche por él, que salte al vacío por los dos, que lo convenza de que podemos ser felices.


También he pensado mucho en Hernan. Quiero a Pedro, pero los dos sabemos que no tenemos ninguna oportunidad. Lo acabaré perdiendo. ¿Merece entonces la pena arriesgarlo todo por algo que está abocado al fracaso?


Tomo una bocana de aire para contener las lágrimas. No quiero seguir llorando. Y, por primera vez en mi vida, tampoco quiero seguir pensando.


Todavía estoy desayunando cuando recibo un mensaje de Thomas, mi compañero del máster, invitándome a cenar y a una copa. Me siento muy halagada pero no quiero salir con nadie, mucho menos después de todo lo que pasó ayer con Pedro.


Le pongo la primera excusa que se me ocurre, pero no tarda en responderme diciéndome que es una justa celebración con algunas semanas de atraso por haber terminado nuestros proyectos para el máster a tiempo. Thomas me cae muy bien y siempre es muy amable conmigo, pero no puedo. 


Le pongo una nueva excusa, un poco más elaborada, y vuelvo a rechazar su invitación, aunque, si lo pienso fríamente, ni siquiera sé por qué lo hago. Pedro dejó muy claro que debía salir con otros hombres. Él se acuesta con otras mujeres. El estómago se me encoje de golpe. 


Cabeceo. Odio esa idea.


La BlackBerry no tarda más de un par de segundos en volver a sonar. La silencio y me la meto en el bolsillo del pijama. 


Después del desayuno, me escabullo rápida a mi habitación para empezar a arreglarme. Lo mejor que puedo hacer es marcharme a la oficina y concentrar todos mis esfuerzos en encontrar una solución para Cunningham Media.


Me quito el pijama y paso por delante del espejo que hay sobre el lavabo. Es un movimiento completamente rutinario, pero, entonces, las veo. Tengo decenas de pequeñas marcas sonrosadas en el cuello, la clavícula, el estómago... 


Las acaricio con la punta de los dedos. Todas son marcas de Pedro, de todo lo que hicimos ayer. Nunca pensé que sería el tipo de chica a la que le gustaran estas cosas, pero no puedo evitar sentirme más unida a él cada vez que las miro.


Suspiro con fuerza con la vista perdida en mi reflejo en el espejo. Cada vez que hemos intentado hablar de lo que tenemos, la conversación ha acabado siendo un absoluto desastre. Quizá lo mejor sea disfrutar del tiempo que vaya a durar, y olvidarnos de todo lo demás. Cojo aire y contengo ¿ las lágrimas.


—Disfruta de él, Bluebird, y deja lo de llorar para cuando ya no tengas nada más.


Meto la cara bajo el chorro de agua caliente y me obligo a cantar el Love myself, de Hailee Steinfeld, a pleno pulmón. Siempre he oído que un cincuenta por ciento de cómo nos sentimos lo elegimos nosotros, así que pienso conseguir que esa mitad capte la indirecta de que vamos a estar bien.


Regreso a mi habitación envuelta en una toalla, aún tarareando mientras me seco el pelo con una más pequeña. Al apartarme mi media melena castaña de la cara, doy un respingo con el que casi llego al techo.


— ¿Es que quieres matarme? —protesto, llevándome la mano al pecho y viendo cómo Saint Lake se parte de risa sentada en mi cama por el susto que acaba de darme.


Divertida, la fulmino con la mirada y camino hasta la cómoda para coger mi ropa interior y después el vestido rojo de mi armario.


—Quería hablar contigo.


Asiento mientras regreso al cuarto de baño para vestirme.


—¿Estás bien? —me pregunta.


—Sí, claro que sí —respondo sin darme tiempo a pensarlo.


—¿De verdad? —contraataca—. No es que no te crea —añade rápidamente y guarda un segundo de silencio—... bueno, la verdad es que no te creo. Maxi nos ha contado que ayer estabas llorando cuando hablaste con él por teléfono.


Frunzo el ceño. Preocuparlo es lo último que quiero.


—Fue una tontería.


—¿Seguro? —inquiere insistente.


—Créeme, estoy bien.


Estoy convencida de que, si lo digo unas doscientas veces más, acabará por hacerse realidad.


—Es por ese chico, ¿verdad? —sentencia al fin—. Te gusta mucho.


Cojo aire y me siento en el borde de la bañera, a medio vestir.


—Estoy enamorada de él —confieso.


—¿Qué?


El grito de mi amiga me llega amortiguado a través de la puerta. Mis labios se curvan en una débil sonrisa. No puedo decir que no la entienda. Desde que me conoce, jamás me ha oído decir esa frase ni ninguna remotamente parecida.


—Yo... ni siquiera sé cómo ha pasado. Al principio lo odiaba, muchísimo; puede llegar a ser tan engreído y tan capullo —estallo al borde de la risa—, pero después, poco a poco, fui conociéndolo y nos hicimos amigos, y nos acostamos y hemos seguido haciéndolo, y las cosas en el trabajo se están complicando y no sé qué hacer.


Antes de que pueda controlarlo, los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas.


Saint Lake no lo duda, entra en el baño, se sienta a mi lado y me abraza con fuerza.


—Todo va a arreglarse —me consuela sin soltarme—. No conozco a ese chico, pero estoy segura de que merece la pena y, sobre todo, estoy convencida de que sabe la suerte que tiene de tener a alguien como tú en su vida. Si es el centro de la ira de Amelia en el trabajo y ha sobrevivido, tiene que ser un tipo listo —sentencia.


Las dos sonreímos.


—Todo va a arreglarse.


No sé si hay algo en su voz o en el hecho de que haya repetido precisamente esa frase, pero sospecho que ella necesita hablar tanto como yo.


—¿Y tú estás bien? —inquiero.


Su cuerpo se tensa; mi pregunta la ha pillado por sorpresa, pero, aun así, no me suelta.


—Sí, claro que sí —se apresura a responder.


—¿Seguro? —contraataco.


—Sí —contesta lacónica.


—Pues no es que no te crea... —dejo en el aire sus propias palabras.


Donde las dan, las toman, señorita Saint Lake City.


Ella suspira, dispuesta a soltarlo todo, pero en ese preciso instante la puerta del baño se abre y, antes de que podamos reaccionar de ningún modo, un «ohhh» de lo más sentimental atraviesa el ambiente y Amelia se une al abrazo, estrechándonos con fuerza.


—Os conozco demasiado bien y sé que ninguna de las dos está pasando un buen momento —dice—, por eso he convencido a mi madre de que nos haga tortitas. Son el remedio universal contra los cabronazos.


Aunque sospecho que Saint Lake lo quiere tan poco como yo, las tres estallamos en risas por el comentario de Amelia.


—¿Estás en ropa interior? —inquiere mi amiga afroamericana sin soltarnos.


—Sí —respondo.


—Pues entonces deberíamos dejar de abrazarnos. La puerta está abierta y ayer vi a tu vecino de enfrente comprar unos prismáticos en la tienda del señor Aselmi.


Las tres volvemos a reír e inmediatamente nos separamos. 


Mejor prevenir.






CAPITULO 34 (TERCERA HISTORIA)




Salgo de la habitación sin mirar atrás. No puedo tener a Paula cerca. ¿Por qué tiene que conseguir que me lo replantee todo? Yo no soy así.


No dejo que nadie signifique para mí algo diferente a lo que yo he elegido. Al principio sólo quería jugar con ella, después empezó a gustarme, aunque fui tan gilipollas de no entenderlo y, cuando por fin lo hice, sólo quería follármela. 


¿Qué coño me pasa ahora? ¿Qué siento por ella?


Paula me importa. La quiero en mi vida cada maldito día. 


Pero no voy a permitirme que nada se escape de mi control.


Pienso en Portland, en mi padre, en Evelyn. Yo no soy así, joder, y no pienso cometer el error de dar ese paso.


Llego a casa de Macarena por inercia. La última vez que estuve aquí fue el día que conocí a Paula y no pude dejar de pensar en ella y en ese maldito vestido rojo. Ni siquiera entiendo por qué le he mentido diciéndole que sigo acostándome con otras mujeres cuando no es verdad. No he tocado a ninguna desde aquel día.


Subo de prisa las escaleras y llamo a su puerta con fuerza. 


Son más de las doce. Debería haber llamado antes, pero no me importa. Sé que está aquí, como también sé que no va a decirme que no.


—¿Quién es? —pregunta adormilada al otro lado.


—Abre —rujo.


Percibo el ruido del pestillo correrse. Las manos me arden. 


Macarena abre y me abalanzo sobre ella cerrando de un portazo a mi espalda. Me pregunta qué hago aquí, si estoy bien. No respondo a ninguna de sus preguntas. Sigo besándola desbocado, casi desesperado, llevándola hasta su habitación, pero no vamos todo lo rápido que necesito y la cojo en brazos, obligándola a rodear mi cintura con sus piernas.


Mi cuerpo se resiente, como si no quisiese estar aquí ni con ella, pero no me importa. Joder, no me importa nada. Mi vida es mía y de nadie más.


Nos dejo caer contra el colchón. Me deshago de su pijama. 


Ella sigue preguntando. Yo sigo acallándola con más besos. 


No quiero hablar.


No lo necesito. Pierdo mis manos por todo su cuerpo. Sus dedos se anclan a mis hombros. Trato de recordar cómo era antes, cómo me sentía antes. La beso, la muerdo. Su cuerpo se arquea contra el mío.


Pedro —gime.


Y me doy cuenta de que todo mi jodido mundo acaba de estallar en pedazos.


Sí es diferente.


Sí es especial.


Estoy loco por Paula y nunca he sentido tanto miedo.


—¿Qué pasa? —me pregunta acariciándome la cara.


Ahora mismo me siento miserable. Macarena no se merece que le haga esto.


—Lo siento —digo contra sus labios—. Lo siento de verdad.


Me levanto y me recoloco la camisa. No tendría que haber venido. No es justo para Paula y, sobre todo, no es justo para Macarena.


Estoy poniéndome la chaqueta cuando ella se levanta, se pone una bata y me coge de la mano, obligándome a girarme. El contacto me sorprende, pero no me aparto. No ha habido electricidad, ni calor, no ha habido nada.


—Está claro que necesitas hablar —me dice—. Te espero en la cocina con una taza de té.


Me sonríe con ternura y sale de la habitación. Yo miro confuso a mi alrededor sin saber qué hacer. Me he colado en su casa en plena noche para hacer algo que ni siquiera he sido capaz de terminar y, aun así, ella se preocupa por mí. 


Me pregunto qué habría pasado si la situación hubiese sido al revés, y me doy cuenta de que el Pedro de hace unos meses y el de ahora no habrían reaccionado de la misma
manera. El de antes le habría dado unos minutos y la habría acabado convenciendo para tener sexo en mi cama; al fin y al cabo, por eso se había presentado allí. El de ahora... Joder. Creo que ahora la habría dejado dormir en mi cama y me habría marchado al maldito sofá.


Frustrado, me paso las manos por el pelo a la vez que resoplo. ¿Significa eso que Macarena también me importa?


En cualquier caso, no se merece esto. No se merece que esté con ella pensando en otra persona por el simple hecho de que soy un gilipollas que ha creído que tener sexo con otra chica me serviría para autoconvencerme de que, sea lo que sea lo que siento por Paula, podría deshacerme de ello.


Doy un paso hacia delante, tratando de reorganizar mis ideas. La cómoda de Macarena llama mi atención. Hay una pequeña figurita de Mickey Mouse de latón. La cojo y sonrío. 


Parece muy antigua. Recuerdo que una vez me contó que su padre la llevó a Disneylandia cuando era pequeña. Viajaron en coche durante horas y, al ver la costa de Florida, pensó que había llegado a la otra parte del mundo y más allá no
había nada. Sonrío de nuevo.


Dejo la figurita en su sitio. Acaricio su bote de perfume, que está justo al lado. Ese olor siempre me recuerda a ella.


Comienzo a caminar por la estancia y una decena de pequeños detalles llaman mi atención. Los libros de historia de comercio americano de la estantería, un ejemplar de Descalzos por el parque, de Neil Simon, y un póster vintage, con palabras en francés, enmarcado sobre la cama. De pronto me percato de que cada pequeño detalle la refleja a ella, que un dormitorio sí te dice cómo es su dueño. Sólo tienes que estar dispuesto a verlo. Conozco a Macarena. Sé cómo es. Da igual que haya intentado mantener a las personas alejadas de mi vida. Eso no es algo que se pueda elegir.


Alzo la mirada al techo y resoplo, frustrado por esta especie de revelación, y, sobre todo, al darme cuenta de que es obra de la señorita Paula Chaves. Antes de ella, jamás me habría planteado nada de esto.


Bufo de nuevo y echo a andar hacia el salón. En los pocos metros de apartamento que recorro, pienso en todo lo que debo decir.


—Aquí tienes tu té —dice señalando con la cabeza una bonita taza sobre la encimera, mientras ella, al otro lado, sopla suavemente otra sosteniéndola con las dos manos.


Yo ralentizo el paso hasta llegar a la isla de la cocina. 


Estamos frente a frente, separados únicamente por el grueso mueble.


—Tenemos que hablar —le digo apoyando las dos manos sobre el granito.


—Lo imagino —responde ella con una tenue sonrisa.


—Yo...


Frunzo el ceño tratando de encontrar las palabras adecuadas, pero al cabo de unos segundos no tengo ni la más remota idea de cuáles son.


—Recuerdo la primera vez que te vi —continúo con una sonrisa.


—¿Mi primer día como recepcionista en Colton, Alfonso y Brent?


—No —respondo. Sonrío, pero el gesto no me llega a los ojos—. La primera vez que te vi fue en la fiesta de Navidad que Lola organizó en su oficina —me sincero.


Ella asiente.


—Me había comprado ese vestido para ti. —Calla un segundo y resopla algo avergonzada—. Creo que en esa época todos los vestidos que me compraba eran para ti.


—Pues está claro que no me merecía ninguno.


—Probablemente —sentencia dándole un sorbo a su té.


Despacio, deja la taza sobre la encimera bajo mi atenta mirada.


—Nunca he querido hacerte daño, Macarena.


Sin quererlo, mi voz se agrava.


—Lo sé —responde sin asomo de dudas— y creo que por eso eres tan peligroso para las mujeres, Pedro. Tú nunca engañas, no mientes, dejas muy claro lo que se puede esperar de ti y lo que no, pero, al final, tienes algo casi hipnótico. No se trata del atractivo, ni de ser guapo. Es algo más, algo que hace que ellas ignoren todas las señales de peligro y acaben enamoradas de ti.


Aprieto la mandíbula. Tiene razón, joder, y yo siempre lo he aprovechado, creyendo que no me estaba comportando como un auténtico capullo porque nunca mentía a las mujeres ni les prometía cosas que no iba a cumplir, pero sí he dejado que se hicieran ilusiones sin preocuparme por ello, porque yo no las alentaba. Pienso en Leighton, en Macarena, en todas las chicas que han pasado por mi cama. Ahora me doy cuenta de que todas las maneras en las que interactuamos con otra persona, aunque no las engañemos, les afectan.


—Lo siento —susurro.


De verdad lo siento, joder.


—No te preocupes. Está todo bien.


Sé que no lo está. Sé que ahora mismo me odia y me lo merezco.


Camino despacio hasta rodear la isla de la cocina y me detengo junto a Macarena. No puedo arreglar lo que he roto, pero sí puedo parar con todo esto por Paula, por ella y por mí.


—No puedo seguir con esto, Macarena. —Me inclino despacio sobre ella y le doy un suave beso en la frente—. Eres una chica increíble y algún día vas a hacer muy feliz a un gilipollas con demasiada suerte.


Puede que no la quiera, pero ahora sé que me importa y lo último que quiero es hacerle daño.


Macarena ladea la cabeza, prolongando el roce. Un sollozo se escapa de sus labios. Se gira contra mi cuerpo y yo alzo las manos para abrazarla, pero en el último segundo me empuja suavemente.


—Márchate —me pide en un murmuro.


La miro incapaz de irme. No quiero dejarla así, pero es obvio que tampoco puedo quedarme.


—Adiós, encanto —me despido forzando una sonrisa.


—Adiós, Pelapatatas —responde sonriendo también.


Cuando la puerta se cierra a mi espalda, exhalo con fuerza todo el aire de mis pulmones. Mi vida ha cambiado. Paula me ha cambiado.


Y ya no es algo que pueda elegir.






CAPITULO 33 (TERCERA HISTORIA)





Salimos de su oficina. El imponente Jaguar negro nos espera en la puerta. Pedro intercambia un par de palabras con el conductor justo antes de acomodarse en el asiento de atrás conmigo. Al arrancar, el equipo de música se activa y comienza a sonar una canción que no reconozco. Lo hace muy bajito, como si la chica susurrara cada palabra en lugar de cantarla.


Pedro me observa lleno de descaro. Sus ojos están repletos de un genuino deseo, ávido y hambriento, y toda la excitación crece y burbujea dentro de mí. Si el dios del sexo tiene ganas de lo que está por venir, es que debe ser algo sencillamente espectacular.


El chófer gira por la 50 Este y, unos segundos después, parecemos habernos adentrado en una especie de callejón. Al bajarnos del vehículo, no puedo evitar mirar a mi alrededor curiosa. Todo se ha vuelto más misterioso, más peligroso, pero también más sensual.


Pedro vuelve a coger mi mano y caminamos hasta una puerta de hierro oscura y con aspecto realmente pesada, protegida por un hombre con cara de pocos amigos y metro noventa de altura. El portero le hace un gesto con la cabeza a Pedro a modo de saludo y nos abre. Me siento como si estuviésemos a punto de cruzar el umbral de un club clandestino. Es muy emocionante. Pedro aprieta mi mano, me sonríe. Una nueva puerta frente a nosotros se abre y con ella se despliega el lugar más sexy y sofisticado que he visto nunca. La decoración, las mesas y los íntimos sofás que las albergan son de unos suaves tonos grises y negros, mezclados con destellos de rojo justo en los lugares precisos. Una barra enorme bordea toda la pared y, tras ella, varias camareras vestidas de pin-up se mueven diligentes. Al fondo hay un pequeño escenario y, sobre él, cuelgan dos inmensas telas, también en tonos grises.


La clientela parece realmente exclusiva. No conozco a nadie, pero, por la ropa que llevan, por la manera en la que se mueven, incluso por cómo se miran, está claro que éste no es un lugar al que puedas acceder simplemente pagando una entrada.


—Espérame un segundo —me pide Pedro.


Yo asiento y lo observo mientras se acerca a una de las camareras y habla algo con ella. Antes de que me dé cuenta, echo un nuevo vistazo a mi alrededor, casi embobada. 


Definitivamente, este sitio es diferente a cualquier otro.


Al volver a centrarme en Pedro, me percato de que varias mujeres prácticamente se lo están comiendo con la mirada. 


Con rapidez, aparto la vista y trago saliva. Todas son preciosas, con unos cuerpos de vértigo. Él no les presta la más mínima atención, pero eso no impide que mis inseguridades y veintisiete años de complejos me sacudan de golpe. ¿Cómo es posible que un hombre como él prefiera estar conmigo?


Cuando vuelvo a mirarlo, él ya tiene sus ojos azules posados en mí. Se humedece el labio inferior y camina en mi dirección. Se detiene exactamente a un par de centímetros y, sin tocarme con ninguna otra parte de su cuerpo, me besa con fuerza una sola vez. Un beso que me devuelve al único sitio donde quiero estar y borra todos mis miedos de un plumazo.


—¿Estás lista?


—Para todo —respondo antes de que mi cerebro analice las palabras que pronuncian mis labios.


Pedro me dedica su media sonrisa.


—Es un buen comienzo —sentencia, impregnando sus palabras de sensualidad pura.


Vuele a coger mi mano y me lleva hasta una puerta situada al fondo de la sala. Las mujeres siguen mirándonos, pero ahora no me importa, estoy en mi propia nube.


Justo cuando estamos a punto de cruzar el umbral, la luz de la sala baja hasta quedar casi en penumbra. Una canción comienza a sonar muy suave, otra vez casi un susurro. Las sábanas caen del techo y descubren en el escenario una inmensa cama. La chica canta desde allí, arqueando la espalda entre una decena de almohadones al ritmo de la música. Reconozco la canción, es Good for you, de Selena Gómez, y en ese preciso instante me doy cuenta. ¡Es la propia Selena la que está cantando!


Miro de nuevo a Pedro, boquiabierta, y él me devuelve la mirada más que satisfecho por cómo me he quedado hipnotizada por el espectáculo y con el club en general.


—Vamos —me ordena.


En esa única palabra están impresas todas las emociones que he sentido desde que llegamos aquí, toda la sensualidad, todo el peligro, la idea de que en este lugar puede ocurrir cualquier cosa.


Tras un pequeño pasillo, Pedro abre una nueva puerta, más pesada y ornamentada que las demás. La misma canción suena más fuerte. Entramos...


Y lo que veo me deja sin palabras.


La sala es aún más grande que la anterior, con un escenario redondo en el centro. En él, cinco chicas vestidas con una delicadísima lencería negra bailan sexis, perfectamente compenetradas con el ritmo de la música y con una reluciente fusta de montar a caballo como atrezo. El escenario está bordeado por al menos una veintena de inmensas camas idénticas. En cada una de ellas, hay parejas besándose, disfrutando del espectáculo, de todos los espectáculos de todas las camas en realidad, donde dan rienda suelta a sus fantasías: bondage, dominación, sado, mirar, ser mirado... Es como una bacanal romana llena de lencería de La Perla, elegancia y una sensualidad desbordante. Todo lo que quieras. Todo lo que desees puede hacerse realidad.


Pedro me suelta la mano y desliza la suya por el final de mi espalda hasta alcanzar mi cadera. Aprieta con fuerza esa parte de mi cuerpo y me atrae hacia él, encajándome a la perfección contra su pecho. Se inclina sobre mí. Sus labios acarician el lóbulo de mi oreja y todos mis músculos se tensan deliciosamente.


—¿Querías ver la guarida del lobo, Niña Buena? Pues aquí la tienes —susurra con su voz más masculina—. Bienvenida al Archetype.


Quiero decir algo, pero no sé qué. Estoy conmocionada, excitada. Mi curiosidad y mi libido se han aliado y han tomado el control de mi cuerpo.


Pedro nos guía entre la multitud, sumergiéndonos poco a poco en este universo paralelo donde todo está permitido. No puedo dejar de mirar cada escena que nos encontramos, de imaginarnos en ella. Pedro me observa y sonríe. Creo que estoy reaccionando exactamente como quería.


Cuando salimos de la sala, tengo la respiración agitada y un millón de sensaciones a flor de piel.


Recorremos un pasillo muy parecido al primero y llegamos a lo que parece una habitación privada. Pedro me deja en el centro de la estancia y camina hasta una pequeña mesita, que hace las funciones de minibar, y se sirve una copa. 


Mientras, yo observo cada detalle. La elegancia y la sofisticación parecen la norma aquí y siguen muy presentes en esta sala. Hay algunos muebles de aspecto vintage, pero todo queda eclipsado por una enorme cama de metal.


—¿Te gusta? —pregunta a mi espalda.


Suspiro al darme cuenta de que no sé cuánto tiempo llevo observando la cama, y me giro despacio.


—Sí —respondo tratando de no sonar demasiado impresionada. No sé si lo consigo—, este sitio es increíble, Pedro.


Él sonríe y le da un trago a su vaso con Glenlivet. Me observa de arriba abajo por encima del cristal, lleno del mismo descaro de siempre y con un deseo salvaje centelleando en su mirada. Al bajar la copa, sonríe de nuevo y todo mi cuerpo se rinde a él. Lucho por mantenerle la mirada y por dentro respiro hondo con la esperanza de encontrar un poco de seguridad extra y poder conservar el control sobre mí misma un poco más.


—Siempre vamos muy rápido, contra la pared, arrancándote la ropa... —comienza a decir con un brillo arrogante—. Sólo puedo pensar en follarte como un loco.


Pedro deja la copa sobre uno de los muebles, tomándose su tiempo. Vuelve a colocarse frente a mí y, por sorpresa, me obliga a girarme. Gimo despacio por su brusquedad y mi respiración se acelera.


—Hoy vamos a ir despacio —prosigue—. Vamos a jugar —susurra en mi oído.


Maldita sea, ha sido lo más sensual que he oído nunca.


Me baja la cremallera lentamente, mueve los tirantes de mi vestido por mis hombros y la prenda cae a mis pies. En ese preciso instante, la misma canción que Selena Gómez cantaba en la sala principal y las chicas bailaban en la otra comienza a sonar.


—Vuélvete —me ordena.


Obedezco. El corazón me late desbocado. Alzo la mirada y la suya me atrapa por completo. La idea de que Pedro es sexo reluce en todo su esplendor entre estas cuatro paredes. Todo, cada gesto, cada mirada, implican un sexy dominio. Es el dueño del control, el pecado, el deseo y todo el placer del mundo.


Alza la mano y me acaricia el labio inferior con el pulgar. 


Baja despacio por mi cuello, el valle entre mis pechos, mis costillas, mi estómago.


La canción retumba en mis oídos, describiendo peligrosamente cómo mi piel se ha sincronizado con su respiración, las ganas que tengo de ser, en esta cama, en esta habitación, lo mejor para él.


Me besa dejándome con ganas de más y su boca sigue el camino que han marcado sus manos, besándome, chupándome, mordiéndome. Se acuclilla frente a mí. Me acaricia la pelvis con la nariz y su aliento calienta mi piel por encima de la tela de mis bragas.


Gimo y lucho por mantenerme en pie.


Levanta la mirada y me observa arrogante, mientras me besa el ombligo, las caderas, la cara interior de los muslos, a la vez que sus manos aprietan con fuerza mi trasero.


El ambiente entre los dos se hace más sensual con cada bocanada de aire que tomamos, aislándonos del mundo.


Se incorpora triunfal y sus ojos en seguida atrapan los míos. 


Mi pecho se hincha preso de mi respiración acelerada y choca con su perfecto traje a medida. Alza las manos y desabrocha mi sujetador, que cae al suelo en cuestión de segundos. Me dedica su media sonrisa, más dura y sexy que nunca. Sólo necesita su mirada para dominarme, y lo sabe.


—Pedro —jadeo.


Necesito desesperadamente que me bese.


Pero Pedro me chista y vuelve a recorrer mi pecho desnudo. 


Cada caricia es una condena. Estoy sobreexcitada, sobreestimulada, y él sabe perfectamente cómo me está torturando, sin que el placer llegue del todo, sólo dándome un aperitivo de lo increíble que será cuando él decida que me lo he ganado.


Pellizca mi pezón mientras su otra mano baja y vuelve a acariciarme por encima de la tela, apartándose cuando muevo las caderas en busca de más.


—Por favor —gimoteo.


Pedro sonríe con toda esa frialdad, incluso esa distancia. 


Mueve sus manos hasta agarrarme por las caderas y, cogiéndome por sorpresa, me rompe las bragas de un brusco tirón. El chasquido atraviesa el ambiente, entremezclado con mi gemido. Sin darme tiempo a reaccionar, me lleva contra la pared, atrapa mis manos por encima de mi cabeza y las sujeta con una de las suyas, mientras la otra se desliza en mi interior y me penetra sin preámbulos.


Grito al sentir sus dedos y la más pura satisfacción vuelve a recorrer su mirada.


La canción retumba en mis oídos.


—Me gusta que supliques, Niña Buena —susurra contra mi boca sin llegar a besarme, sin dejar de mirarme.


Maldita sea, no puedo pensar. Bombea en mi interior lleno de habilidad, acariciándome en cada punto exacto, demostrándome quién es el dueño del control, de mi cuerpo, de todo mi placer.


Me aprieto contra él y mi piel desnuda otra vez se encuentra con su camisa impolutamente blanca, con su corbata, con su traje de corte italiano, y toda la sensualidad se multiplica por mil.


Cierro los ojos. Mi espalda se arquea, mi cuerpo se tensa. 


Trato de soltarme, pero no me lo permite.


Acalla mis gemidos con su boca. Me acaricia. Me embiste. 


Me muerde. Me besa.


¡Joder!


Me corro contra su mano, sintiendo que mis piernas se vuelven plastilina y todo el placer centellea por mi cuerpo sin darme un solo segundo de tregua.


Pedro me suelta las manos y sale de mí mientras yo trato de normalizar mi respiración.


—Mírame —me ordena.


Abro los ojos sin dudar y él me recompensa con su media sonrisa.


—Túmbate en la cama y no te muevas.


Me tapo un labio con otro y asiento, preguntándome si seré capaz de cubrir la pequeña distancia que me separa del mueble.


Pedro se inclina sobre mí y se queda a escasos, escasísimos, centímetros de mi boca. Su olor me sacude y mi corazón vuelve a dispararse.


—Ahora, Niña Buena —me advierte.


Asiento de nuevo y camino bajo su atenta mirada hasta tumbarme en el colchón. Pedro me observa unos segundos y anda despacio, repleto de toda esa masculina seguridad, hasta la cama. Acaricia las sábanas blancas con la punta de los dedos y comienza a caminar rodeando la estructura. 


Lentamente, se libera de la chaqueta, se quita los gemelos, se afloja la corbata y se deshace de su camisa. Mi mirada vuela sobre cada uno de los tatuajes que, bajo esta luz y, sobre todo, en este lugar, se vuelven más oscuros, más peligrosos, y acabo deleitándome con el músculo que nace en sus caderas y se pierde bajo sus pantalones. El poderoso ejecutivo de Nueva York ha desaparecido. Este Pedro es el que vivía en Portland Este, el que se pelea en bares de mala muerte, el que acaba en comisaría, el hombre que no quiere que lo salven.


Va hasta uno de los muebles, coge algo que no alcanzo a ver y regresa a la cama. Deja eso que no he podido distinguir sobre el colchón y avanza sobre mi cuerpo, llamándolo a cada centímetro que recorre, hasta que se queda sobre mí, con una rodilla a cada lado. De cerca no puedo evitar contemplarlo casi admirada. Tiene un cuerpo de infarto y los tatuajes no hacen más que agrandar su leyenda.


—¿Te gusta lo que ves? —pregunta engreído.


—Sí —murmuro entregada.


Pedro sonríe y automáticamente sé que esa respuesta me traerá, aproximadamente, una semana de burlas. La verdad es que no me importa.


—Levanta las manos por encima de la cabeza.


Obedezco y observo cómo recoge una de las cosas que dejó en la cama. Son unas esposas. Mi respiración se evapora mientras siento el primer grillete cerrarse alrededor de mi muñeca. La cadena resuena al pasar entre los barrotes metálicos de la cama. Cuando inmoviliza mi otra muñeca, Pedro sonríe contemplando su obra y a continuación lleva su mirada hasta mis ojos. La curiosidad sigue ganando a cualquier otro sentimiento, pero ahora también estoy nerviosa, incluso un poco inquieta.


Pedro vuelve a estirar una mano por la cama y recoge otra cosa: un antifaz. Vuelvo a sentir que me falta el aire. Creo que la situación me está superando. No sé si seré capaz. 


Pedro me coloca el trozo de tela con sumo cuidado y lo baja hasta tapar mis ojos por completo. Los nervios aumentan. La inquietud también. Nunca he estado en una situación así. 


Muevo las muñecas, intentando soltarme. No puedo.


—Pedro —susurro.


Él me chista suavemente mientras noto el peso de su cuerpo tapar el mío. Coloca sus manos sobre las mías y automáticamente dejo de moverlas inconexa.


—¿Confías en mí? —inquiere.


Su voz me tranquiliza y me doy cuenta de que no tengo que pensar la respuesta a esa pregunta. Mi cuerpo la conoce sin dudas, sin temores, y de golpe los nervios y la inquietud desaparecen y sólo queda él.


—Sí —respondo.


—Buena chica.


Su tono se agrava con esas dos palabras justo antes de besarme como recompensa. Cuando todo mi cuerpo se rinde a él, Pedro se separa despacio.


—Si te corres antes de que yo diga que puedes hacerlo, te castigaré.


Trago saliva y asiento despacio. Siento su cuerpo desplazarse por la cama y apenas unos segundos después comienza a besarme el cuello, los pechos, hasta llegar una vez más a mi pelvis. Su boca calienta mi piel y sus dedos me acarician. Llega a mi sexo y sus besos se vuelven más húmedos, más largos, más perfectos.


Gimo una y otra vez.


El antifaz y las esposas lo intensifican todo. No voy a poder aguantar.


—Pedro... yo... no —jadeo.


Me pellizca el clítoris, lo calma con su lengua. El placer serpentea por todo mi cuerpo. Dios. Dios.


¡Dios! Grito. ¡Todo se vuelve eléctrico! Y un orgasmo maravilloso me recorre de pies a cabeza.


Pedro chasquea la lengua contra el paladar y automáticamente el sonido se abre paso entre mis jadeos. Guardo silencio y me quedo muy quieta, recordando su amenaza.


—¿Qué voy a hacer contigo, Niña Buena? —me advierte de nuevo—. Tendremos que volver a empezar.


Todo mi cuerpo se tensa antes siquiera de que me toque. 


Comienza a besarme, a acariciarme de nuevo. Mi cuerpo agitado responde al primer contacto y se arquea cubierto de una suave capa de sudor.


Sólo necesita penetrarme con sus dedos una vez para colocarme al borde del precipicio.


—Pedro —gimo.


No quiero correrme, pero ni siquiera tengo opción. Pedro mueve los dedos. Me besa, me chupa, me muerde y vuelvo a hacerlo soltando un alarido.


Pedro se separa despacio de mí y avanza por mi cuerpo.


—Otra vez me has desobedecido —pronuncia contra mi boca.


—Yo...


Mi voz se evapora cuando vuelve a hundir sus dedos dentro de mí, una sola vez. Mueve la mano y esparce los restos de mi propia excitación por mis labios justo antes de besarme con fuerza, disfrutando de mí a través de mi boca. Gimo de nuevo. Nunca había vivido algo tan sensual.


—Ya sabes cuál es el castigo —sentencia, separándose un único centímetro de mí.


Y sin previo aviso, me embiste con fuerza, consiguiendo que su miembro llegue donde nunca antes había llegado, descubriendo nuevas zonas de placer.


—¡Pedro! —grito.


El deseo se vuelve eléctrico, delicioso, demoledor. Tiro de mis manos sin sentido. ¡Voy a partirme en pedazos!


Pedro hunde su cara en mi cuello y me muerde con fuerza a la vez que hace un delirante círculo con las caderas.


Toco el paraíso con la punta de los dedos.


—No puedo —jadeo con la voz entrecortada—. No puedo.


—Sí que puedes —replica Pedro castigador, con la voz entrecortada, acariciando con sus labios el lóbulo de mi oreja—. Vas a poder porque yo quiero que puedas. Tu cuerpo es mío. Tú eres mía, Niña Buena —susurra—. Sólo mía.


Sus palabras me enloquecen y me llenan de una manera que ni siquiera entiendo, conectándome a él para siempre, grabando a fuego en mi piel la idea de que jamás me sentiré en los brazos de ningún otro hombre como me siento estando en los suyos.


Sigue moviéndose, sigue embistiéndome, subiendo más y más alto con cada empellón, creando un universo de sexo y placer sólo para mí.


—Dios —gimo.


—Córrete —ruge—. Dámelo todo.


Y obedezco sin dudar. Mi cuerpo se deja ir, salto al vacío una vez más, a mi wanderlust del sexo, a toda mi excitación, a mis diecisiete años, a mi placer.


—¡Pedro! —grito.


Y llego al orgasmo con su nombre en mis labios, temblando, llena de luz, de placer, llena de él.


—Joder —sisea.


Me embiste un vez y se pierde en mi interior con un juramento ininteligible en los labios y susurrando mi nombre.


Ha sido espectacular.


Pedro me quita el antifaz y, hábil, se deshace de las esposas. Baja mis manos con cuidado y, despacio, comienza a masajearlas justo antes de besarme con ternura cada una. No se mueve de encima de mí y yo tampoco quiero que lo haga.


—Pedro, ¿qué somos? —pregunto en un murmuro antes de poder controlar mis propias palabras.


Él me devuelve una mirada un poco confundida, como si fuese la última pregunta que se esperase. No lo culpo. Probablemente sea el peor momento para hacerla.


—¿Qué quieres decir, Paula? —inquiere frunciendo el ceño.


—Quiero decir justamente eso. Somos amigos, pero nos acostamos, y dices cosas como que soy tuya y yo...


Y yo realmente lo pienso. Una verdad que ya han establecido mi corazón y mi cuerpo.


—Y tú, ¿qué? —Su voz cambia, se recrudece.


Trago saliva.


—Y yo quiero saber si lo piensas de verdad —respondo envalentonándome— o es algo que sólo has dicho porque estábamos follando.


Pedro calla unos segundos, estudiando mi rostro, sopesando la bomba de relojería que acabo de lanzar entre los dos.


—Paula, tú y yo somos amigos, pero...


No sabe cómo seguir. Otra vez no lo culpo. Todo esto se está complicando demasiado o quizá lo estamos complicando nosotros mismos, quién sabe.


—Pero ¿qué? —lo presiono.


Necesito que diga lo que tiene que decir, caerme, volver a levantarme y seguir adelante con mi vida.


Pedro exhala con fuerza todo el aire de sus pulmones sin levantar sus ojos de los míos.


—Pero también eres lo mejor que me ha pasado en la vida y no voy a perderte.


—¿Qué? —musito.


Mi corazón se hincha y resplandece dentro de mi pecho. 


Pedro me observa un segundo más.


—Lo que estás oyendo, Paula —replica arisco.


Se levanta prácticamente de un salto y, malhumorado, recoge su ropa del suelo a toda velocidad y se viste, pagando con cada prenda toda la rabia que siente ahora mismo.


Yo me incorporo hasta sentarme en la cama y me tapo con la sábana blanca revuelta.


—No voy a arriesgarme a perderte —continúa sin mirarme—, así que no voy a arriesgarme a tener una relación de verdad contigo, joderla y que desaparezcas de mi vida.


Quiero gritarle que se está equivocando, que no será así, que funcionará, pero en el fondo yo tampoco lo tengo claro. 


Mi vida es complicada y él parece huir precisamente de todas las complicaciones. Sexo y nada más, ése ha sido su lema con las mujeres. ¿Por qué iba a cambiarlo por mí? ¿Por qué iba a salir bien?


¿Te estás acostando con otras mujeres?


De pronto no puedo pensar en otra cosa. Necesito saberlo.


Necesito desesperadamente oír un no.


Algo dentro de mí no deja de pensar que ésa es la barrera que nos separa.


Pedro frunce el ceño casi imperceptiblemente, estudiando mi reacción de nuevo. También necesita saber por qué se lo pregunto. Finalmente traga saliva y sus ojos se endurecen sobre los míos. Sabe que su contestación va a alejarnos un poco más. Ahora soy yo la que desune nuestras miradas. 


Acabo de darme cuenta de que yo también conozco esa respuesta.


—Sí —dice al fin, con la voz dura, distante, llena de rabia— y tú también deberías estar con otros hombres. Encontrar a alguien que merezca la pena, Paula.


Dice la frase como un autómata, como si fuera algo que se obliga a repetirse.


Cabeceo conteniendo las lágrimas.


—¿Por qué me dices eso? —prácticamente grito.


No quiero estar con ningún otro hombre, ¡sólo me vales tú!


—¡Porque es la verdad! —responde furioso.


No, no es la verdad. Me niego a que sea la verdad. No podemos tener sólo esa salida.


—¿Y si sale bien? —inquiero imprudente.


—¿De verdad lo piensas? —pregunta a su vez arisco.


—No lo sé.


Quiero saberlo, pero lo cierto es que no puedo. He vuelto al mismo punto de partida. Ni siquiera he sido capaz de contarle todo lo que hay en mi vida. Él ni siquiera puede considerar esto algo exclusivo.


¿Qué futuro nos espera si, en el fondo, aunque ninguno de los dos lo quiera, no podemos confiar el uno en el otro?


—Paula —me llama, apoyando los puños cerrados en el colchón e inclinándose sobre mí—, mírame a los ojos y dime que de verdad crees que podría salir bien.


Lo quiero, pero tengo demasiado miedo de que me haga daño.


—No saldría bien —respondo con la voz entrecortada.


La razón y las responsabilidades han ganado al corazón.


—¿Lo ves? —replica, decepcionado—, en el fondo tú también lo sabes. —Se incorpora, se remanga la camisa y sonríe fingiendo que es su gesto de siempre; no lo consigue—. Es tarde. Deberías volver a casa. El chófer te espera fuera para llevarte a tu apartamento.